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PANDEMIA, CRISIS Y TRAMPA DE LIQUIDEZ

Agustín Saavedra Weise*

Imagen de Reimund Bertrams en Pixabay 

Según diversas fuentes originadas en los trabajos de John Maynard Keynes y en la vida real, la trampa de liquidez es una situación en la cual después de que la tasa de interés ha caído a niveles muy bajos, la preferencia por el dinero puede volverse casi absoluta; los agentes económicos prefieren disponer de efectivo en lugar de invertir o endeudarse. La trampa de liquidez hace que la política monetaria no influya sobre la tasa de interés y sea incapaz de estimular el crecimiento. En otras palabras: llegamos a la trampa de liquidez cuando la tasa de interés del mercado se acerca o llega a cero; eso sucede hoy con el dólar y otras divisas internacionales como el euro, el yuan y el yen.

Como producto de la pandemia y para sortear la crisis se ha inundado al mundo con dinero —como bien afirmó la presidenta del Banco de la Unión Europea Cristina Lagarde—, pero sin resultados positivos. Estamos con abundancia de efectivo, pero aún no se vislumbra el fin de la crisis recesiva que se arrastra desde principios de 2020 como consecuencia de la fuerte caída de la actividad económica, producto de sucesivas cuarentenas que a nivel mundial impuso forzadamente el Coronavirus o Covid-19. Es más, en la actualidad tanto personas como entidades acumulan efectivo porque esperan eventos adversos, tales como mayor deflación, continuidad de la demanda agregada insuficiente, revoluciones y hasta conflictos armados. Hay una gran incertidumbre, la gente tiene preferencia por la liquidez, quiere mantener su mucho o poco dinero por encima de todo, sin invertir ni endeudarse. No hay política monetaria que valga bajo esas circunstancias. La demanda agregada sigue muy baja y la deflación está ad-portas mientras a su vez la desocupación llega a niveles alarmantes.

¿Qué nos queda para nuestro país en este contexto tan crítico? Parece que por el lado monetario no pasará nada, como vulgarmente se dice. Tenemos empero el lado fiscal y por allí puede ser que surja un poco de luz. Inteligentes políticas fiscales podrían superar la trampa de liquidez y mejorar las condiciones de empleo, como también estimular la demanda efectiva. El ejemplo más simple es el que en su momento presentó el propio Lord Keynes.

El legendario economista inglés decía que en una época de crisis y cuando las políticas monetarias no pueden usarse efectivamente, hay que estimular el gasto gubernamental y crear —a como dé lugar— fuentes de trabajo que impulsen a la demanda global. Inclusive, Lord Keynes planteaba el caso extremo de contratar a un grupo de trabajadores para que caven un pozo y a otro grupo de trabajadores para que luego lo tapen. De esa manera ingresaba dinero en manos de la gente, al mismo tiempo que se creaban empleos. El gasto de un individuo se convierte en parte de los ingresos de otro individuo y el gasto de otro individuo se convierte en parte de los ingresos del primer individuo.

El ejemplo es extremo, pero sigue siendo válido. En estos momentos en Bolivia el tema no es devaluar; eso es irrelevante en un esquema de trampa de liquidez y no tendrá lugar. El tema de fondo es estimular la economía y eso es lo que más vale. Ojalá las autoridades en función de gobierno estén enfocadas en esa dirección y no en otras que podrían causar más problemas que soluciones.

 

*Ex canciller, economista y politólogo. Miembro del CEID y de la SAEEG. www.agustinsaavedraweise.com

Nota original publicada en El Debe, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, https://eldeber.com.bo/opinion/pandemia-crisis-y-trampa-de-liquidez_210426

RECURRENTE CRUELDAD DE LOS CONFLICTOS ARMADOS

Agustín Saavedra Weise*

Durante la guerra de Vietnam, las militares de Estados Unidos hicieron uso de agentes químicos, como el Napalm incendiario y el defoliante Agente Naranja, contra la población civil en su guerra contra el Ejército de Vietnam del Norte y el Vietcong.

La gentileza en las guerras ha tenido su escaso tiempo, ya que arrolladoramente primó la violencia. Paradigmas de destrucción en el pasado fueron los hunos de Atila, los mongoles de Gengis Khan y los vándalos, temible tribu germánica cuyos pillajes generaron términos idiomáticos hoy usados por todos.

Tuvimos algunas épocas en que las guerras se libraban en lugares alejados y los pueblos vivían en relativa paz. Esos pueblos no guerreaban entre sí: para eso estaba la milicia levantada al efecto. Hubo un tiempo en Europa en que se hizo alarde de tal “caballerosidad”. No duró mucho; está en el hombre su capacidad intrínseca de crueldad y de violencia. Antes de la paz de Westphalia (1648) murieron ocho millones de personas y muchos millones más en los últimos grandes enfrentamientos de los siglos XIX y XX, con el concepto de guerra total. Junto con las terribles batallas de la Primera Guerra Mundial, bloqueos navales hambrearon a ciudades. Años antes, los ingleses encerraron a familias enteras en campos de concentración (1902) durante su lucha contra los bóers en Sudáfrica. Previamente, en la guerra de secesión norteamericana (1861-1865) la Unión liderada por Abraham Lincoln destruyó casi por completo a los estados separatistas del sur e impuso la “rendición incondicional”. Asimismo, se practicó la política de tierra arrasada durante las campañas militares de Sherman y Sheridan, quienes ejercieron múltiples tropelías contra la inocente gente de los lugares confederados que atravesaban.

La guerra se hace para quebrar la voluntad del enemigo e imponerle a éste la voluntad del triunfante. Muchos alegan que cualquier método es válido para alcanzar ese objetivo político. ¿Y qué mejor manera de destruir al oponente que ganarle la moral mediante la crueldad? Suena horrible, pero la experiencia señala que eso ha venido sucediendo en casi todos los conflictos, menos en Vietnam, donde el más poderoso (EEUU) terminó derrotado por el oponente local, inferior en tecnología, pero que usó con supremacía el elemento sorpresa y la psicología.

El gran estratega vietnamita, Vo Nguyen Giap, derrotó rotundamente a los generales del Pentágono. En el sudeste asiático, la falta de piedad vino de la mano norteamericana con sus lanzamientos indiscriminados de “napalm”, sofisticadas bombas incendiarias de fósforo que ya se usaron en el innecesario bombardeo de la indefensa ciudad alemana de Dresden a fines de la Segunda Guerra Mundial. Más adelante, las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki (1945) provocaron otra enorme crueldad y el fin de la contienda. Al poco tiempo se inició la era del equilibrio del terror nuclear mutuamente disuasivo.

Las guerras son crueles intrínsecamente. Con el tiempo se fueron haciendo cada vez peores por el atropello de civiles inocentes que morían para así aniquilar la moral del rival. “Nada debería quedarle a la población enemiga, más que sus ojos para llorar”, exclamó una vez un general unionista, reflejando así —durante la guerra de secesión en los Estados Unidos— la manifiesta crueldad de una pelea de todos contra todos, ya no solamente de ejércitos chocando hidalgamente y con la población al margen.

La cosa sigue en este tercer milenio con guerras aisladas, pero igualmente horripilantes. Conflictos en Medio Oriente, África, Afganistán, Siria, Irak y el terrorismo global, reflejan múltiples formas de violencia y crueldad masivas. Así marcha hasta hoy nuestra “civilizada” comunidad humana. Lamentable.

 

*Ex canciller, economista y politólogo. Miembro del CEID y de la SAEEG. www.agustinsaavedraweise.com

Nota original publicada en El Debe, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, https://eldeber.com.bo/opinion/recurrente-crueldad-de-los-conflictos-armados_209595

 

 

ACERCA DEL FUTURO Y DE LOS FUTURÓLOGOS

Agustín Saavedra Weise*

Herman Kahn (1922 – 1983)

El politólogo Herman Kahn (1922-1983) dirigió por varios años el Hudson Institute, un reconocido centro de investigación norteamericano, vigente hasta nuestros días. Khan cobró fama como futurólogo al pronosticar que Japón sería potencia económica mundial. Sin embargo, su famoso libro de fines de la década de los 60 El Año 2000, no resultó exitoso en materia de prospectiva. Sus pronósticos se basaron en extrapolaciones a largo plazo y acumulación de tendencias. Interesante e innovador como fue el trabajo, falló en muchos aspectos; siempre ha sido y será difícil el pronosticar.

Khan se hizo famoso tanto por sus habilidades en materia predictiva como por su talento estratégico que le permitió racionalizar la teoría de la escalada. También desarrolló importantes conceptos acerca de “pensar lo imposible”, es decir, las consecuencias de una guerra nuclear. El balance histórico es favorable para Khan y sus obras, a quien le dediqué una nota en 1983 —al poco tiempo de su muerte— que titulé “El fin del futurólogo”.

Según nos cuenta la investigadora Nora Bär (La Nación, de Buenos Aires) un aspirante a futurólogo de nuestros días, el físico estadounidense hijo de japoneses Michio Kaku, se encuentra actualmente abocado a la tarea de ver cómo será el mundo en el año 2100. Kaku opina que seremos capaces de manipular objetos con la mente, crear cuerpos perfectos, alargar nuestra existencia, desarrollar nuevas formas de vida, viajar en vehículos no contaminantes que flotarán sin esfuerzo y enviaremos naves interestelares para explorar estrellas cercanas, entre muchos otros prodigios hasta ahora impensables.

En mi modesta opinión, con todo el talento que ostente el doctor Kaku, lo más probable es que sus visiones del futuro terminen siendo tan erradas como las de Herman Khan u otros aspirantes a futurólogos. Un Julio Verne o un Herbert George Wells no nacen todos los días. Esos talentosos hombres sí que tuvieron visión de futuro en sus obras de ciencia ficción, muchas de ellas transformadas en realidades concretas de nuestro mundo y otras tal vez lo serán en el porvenir.

Resulta difícil escudriñar el futuro; uno se deja llevar por la natural propensión a examinar todo desde el punto de vista de lo que tenemos hoy. Eso hace que exageremos en materia de posibles logros hasta llegar a fantasías o que seamos mezquinos y nos quedemos cortos en el análisis prospectivo. Como ya lo he expresado antes, no creo que los hermanos Wright hayan imaginado —luego de su vuelo inaugural de 1903 en el primer aeroplano— que apenas 30 años después fue posible cruzar los océanos en cómodos aviones con servicios a bordo y otras amenidades. En 1980 ¿usted se hubiera imaginado el auge de internet, redes sociales, celulares, telecomunicaciones y demás parafernalia tecnocibernética? No lo creo, recuerdo que en su época el telefax y la computadora Macintosh de 1984 me tenían impresionado. Fíjense cuánto hemos avanzado en menos de tres décadas. Y esos dos notables artefactos ya son reliquias del pasado…

Siempre tendremos estudiosos serios (y muchos charlatanes) imbuidos del deseo sincero de pronosticar el futuro. Lo más probable es que todos fracasen, desde el lector de manos, el experto en cartas tarot, el tirador de hojas de coca y hasta el científico elaborador de complejas fórmulas. El futuro es un libro abierto, debemos ir llenándolo con nuestras acciones y con un avance tecnológico socialmente orientado. Ese futuro hay que construirlo con visión positiva, tanto para nosotros mismos como para el mundo en el que vivimos. Así son las cosas.

 

*Ex canciller, economista y politólogo. Miembro del CEID y de la SAEEG. www.agustinsaavedraweise.com

Nota original publicada en El Debe, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, https://eldeber.com.bo/opinion/acerca-del-futuro-y-de-los-futurologos_207975