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CINCO FALLAS NOTABLES DE NAPOLEÓN BONAPARTE

Agustín Saavedra Weise*

El emperador y general francés Napoleón Bonaparte (15 de agosto 1769 – 5 de mayo 1821) conquistador, estadista, estratega y revolucionario, admirado por unos y criticado por otros, ocupa un sitial privilegiado en la historia de su país. Es más, sus restos descansan en el imponente palacio de “Les Invalides” de París. A medida que nos aproximamos al bicentenario de su fallecimiento en el destierro final de Santa Helena, surgen periódicamente nuevos estudios y análisis sobre este notable ser que aún pervive obligadamente en los cursos de las academias militares de todo el orbe y también mediante la frondosa legislación emitida durante sus años de gobernante y que desde Francia se irradió hacia varias naciones de Europa y Latinoamérica. Hay un cruce de caminos entre el hombre de los códigos y el invasor insaciable; las dos opiniones valen, conviven hasta nuestros días entre franceses y estudiosos. No en vano se dice que Napoleón nunca pasa de moda.

Entre las múltiples interpretaciones, paralelos y análisis —críticos o elogiosos— acerca de su colosal trayectoria, me permito deslizar en estas líneas mi modesta opinión personal sobre cinco fallas francamente inexplicables en un verdadero genio, como sin duda lo fue el emperador Bonaparte. Tres son exógenas y dos fueron parte de su propio accionar.

Napoleón —al igual que los otros grandes conquistadores de la historia— será siempre polémico. En muchas cosas ha sido un innovador, particularmente en tres de las cuatro dimensiones de la estrategia: a) en el nivel operacional fue supremo; b) la parte social la manejó magistralmente, con él se gestó el concepto de nación en armas; c) Bonaparte además supo comprender la importancia de la logística para aprovisionar sus enormes ejércitos y movilizarlos con facilidad; d) ¡Ah! Pero falló en la parte tecnológica, la cuarta dimensión de la estrategia. Aunque innovó en muchas cosas, Napoleón nunca consideró lo aéreo. Era un hombre de tierra y mar, no comprendía ni conocía lo que podía brindarle el potencial dominio del aire, en esa época aún en pañales, pero ya iniciando su avance con el invento del globo aerostático por sus compatriotas, los hermanos Joseph-Michel and Jacques-Étienne Montgolfier. Sin darle importancia al cuerpo de globos (creado por él mismo) Napoleón lo disolvió poco antes de la batalla de Waterloo (18 junio 1815), el gran enfrentamiento que terminó con su hegemonía político-militar. Por confiarse únicamente en las palomas mensajeras, el corso no pudo ver con anticipación el avance del prusiano Blucher que podría haber sido advertido desde el aire por los globos y cuya oportuna llegada fue decisiva para desequilibrar el combate. De ahí su derrota definitiva a manos del duque de Wellington. Fue la última falla voluntaria de Napoleón.

Una anterior y primer gran falla napoleónica estuvo localizada en la desventurada isla de Haití, en su época dominio francés. Mucha revolución, libertad igualdad, fraternidad y bla, bla, pero estaba visto que tal cosa era para los europeos, no para los negros del lugar. Bonaparte les negó sus derechos y envió una poderosa fuerza expedicionaria que los reprimió cruelmente. Aun así, los rebeldes ganaron la batalla de Vertières el 18 de noviembre de 1803 y sellaron la independencia de Haití, que pasó a ser una nación libre. Aquí sin duda falló moralmente el emperador; su eurocentrismo le impidió ver más allá; no fue consecuente con los proclamados principios revolucionarios que él mismo expandió en sus luchas: libertad, igualdad y fraternidad.

Combat De Vertiere’ óleo sobre lienzo 24X40 (Patrick Noze)

Su tercera falla tiene que ver con una extraña miopía geopolítica que lo caracterizó. Para Napoleón, el mundo comenzaba y terminaba en Eurasia. América no existía, salvo el molesto mosquito de Haití. Pese a su odio mortal hacia la pérfida Albión (Inglaterra) el corso dejó a cientos de miles de compatriotas desamparados y en manos anglosajonas al abandonar definitivamente el Canadá, tomado por los ingleses luego de la guerra de los siete años. Estando Napoleón en su apogeo militar, fácilmente pudo haber reconquistado lo perdido. Y sobre llovido, mojado. Prácticamente le regaló al entonces presidente Thomas Jefferson (1804) casi la mitad del actual territorio estadounidense, al venderle por poco dinero los extensos territorios de Lousiana, que comprendían entonces no sólo el estado que hoy lleva ese nombre, pues llegaban hasta el Pacífico y por el norte casi hasta lo que hoy es Vancouver. Esos errores geopolíticos, esa falta de visión geográfica universal que sufrió Napoleón, han sido en verdad imperdonables. Obsesionado por sus guerras continentales se olvidó del resto del mundo. El emperador casi nunca se apartó de esa su estrecha óptica, salvo cuando advirtió proféticamente: “No despierten a China, cuando eso suceda el mundo temblará”. Si Francia hubiera seguido ocupando gran parte de América del Norte, tanto la historia global como el presente momento mundial obviamente hubieran sido diferentes en todos los sentidos.

Esos tres errores mayúsculos de Bonaparte casi nunca son nombrados ni por sus admiradores ni por sus contrarios, pero el suscrito los ha venido recalcando por años en cátedras y en otros escritos. En su presuntamente familiar teatro europeo de operaciones, Napoleón tuvo dos fallas básicas adicionales. La primera fue ante las guerrillas españolas; éstas lo tomaron por sorpresa y ante ese tipo de combate no supo cómo actuar; en la península ibérica el gran corso sufrió uno de sus primeros graves traspiés. El segundo error tuvo lugar en la inmensa estepa recorrida durante su camino hacia Moscú y sobre todo en el duro retorno, proceso que terminó devorándose al otrora glorioso “Grand Armée” en su penosa marcha de vuelta a Francia tras haber tomado fugazmente la capital moscovita, que estaba abandonada e incendiada por sus propios habitantes, muy en conformidad con la tradición rusa de dejarle al enemigo solo “tierra arrasada” durante sus avances.

Las tropas del príncipe Mijaíl Kutusov castigaban sin piedad y con constancia la retaguardia del exhausto ejército galo en retirada, pero el auténtico vencedor final fue el espacio, con todo lo que ello implicaba: vastedad, cambio de estaciones, nieve, mazamorras, depresión mental del enemigo ante el contraste climático, etc. Si —como vulgarmente se dice— el Zar de todas las Rusias tuvo de su lado al general “invierno”, es un hecho que esa estación del año siguió las instrucciones de su verdadero mandamás: el mariscal “espacio”. Sí, un espacio enorme y complicado, que increíblemente un hombre tan estudioso y prolijo como Napoleón no advirtió ni previó en su obsesión por conquistar al gigante eslavo. Más de un siglo después, en junio de 1941, otro aspirante a conquistador intentó hacer lo mismo y también fracasó rotundamente. Se llamaba Adolf Alois Hitler…

He aquí, brevemente relatadas, cinco fallas notables de Napoleón Bonaparte.

 

*Ex canciller, economista y politólogo. Miembro del CEID y de la SAEEG. www.agustinsaavedraweise.com

Artículo publicado en mayo de 2018.

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LA GUERRA CONTRA EL IMPERIO DEL BRASIL Y LA MARCHA ITUZAINGÓ

Marcelo Javier de los Reyes*

Los orígenes del Imperio del Brasil

Cuando se produjo la invasión de Napoleón a la península ibérica, el príncipe João —regente de Portugal— y su corte portuguesa se trasladaron en 1808 a la colonia de Brasil, donde se asentaron y declararon a Río de Janeiro como capital del Imperio portugués. Lisboa dejó de ser la capital mientras las tropas napoleónicas ocuparon el territorio portugués. Por su parte, la armada británica —que enfrentaba a Napoleón y le ofrecía protección a la corona de Dom João[1]— estableció un bloqueo a los puertos de Portugal.

Hacia 1814 Portugal fue liberado de la ocupación francesa pero, recién en abril de 1821, el ya rey João VI —quien asumió la corona en 1816 tras la muerte de su madre— retornó a la península. En Brasil dejó a su segundo hijo, Pedro, como regente pero cuando las Cortes lusitanas decidieron que el príncipe debía retornar a Lisboa y Brasil convertirse nuevamente en una colonia, Dom Pedro lanzó el “Grito de Ipiranga” tras lo cual declaró la independencia de Brasil, el 7 de septiembre de 1822. Para conmemorar ese hecho, el emperador Pedro I compuso “El Himno de la Independencia” y fue popular hasta su abdicación en 1831.

El 7 de diciembre de ese año, Brasil se constituyó en Imperio y el entonces príncipe fue proclamado emperador con el nombre de Pedro I. en 1823 logró imponer su autoridad sobre las tropas portuguesas, obteniendo su rendición.

Paralelamente, las provincias españolas de América fueron declarando su independencia respecto de la metrópoli. En noviembre de 1822 los Estados Unidos reconocieron la independencia de las Provincias Unidas y, a fines de 1824, hizo lo propio el cónsul británico, Woodbine Parish, en nombre de su gobierno.

Cabe destacar que ya desde antes que Dom Pedro declarará la independencia, las autoridades lusitanas establecidas en Brasil intervenían en la Banda Oriental —considerada luego por el imperio como su provincia Cisplatina—, más aun cuando el germen revolucionario hispanoamericano se dispersaba en torno del imperio. Sin embargo, desde los tiempos en que España ejercía su soberanía, el territorio oriental era usado por portugueses y británicos para introducir productos de contrabando en las provincias españolas dependientes, primero del Virreinato del Perú y, luego, desde 1776, del Virreinato del Río de la Plata.

La guerra con el Brasil

La guerra con Brasil se produjo cuando las Provincias Unidas, pocos años después de haber proclamado su independencia de la corona española, más precisamente, el 9 de julio de 1816, se abocaron a una tentativa de reorganización nacional. Por esos años el nombre de Provincias Unidas resultaba por demás paradójico como ha de demostrar el origen del conflicto en cuestión.

En 1823 la provincia de Buenos Aires inició las gestiones para convocar a un Congreso Nacional con la intención de imponer su hegemonía ante el resto de las provincias. Las autoridades de Buenos Aires consideraban que su autoridad estaba prácticamente consolidada respecto de los demás caudillos provinciales, sobre todo del de la provincia de Córdoba, Juan Bautista Bustos[2].

Se trató de los primeros bosquejos tendientes a concretar un poder de alcance nacional que desembocó en la Ley Fundamental, la cual hacía recaer sobre la provincia de Buenos Aires la delegación de las cuestiones inherentes a la guerra y a las relaciones exteriores.

El contexto internacional también influyó en las determinaciones del Congreso, el cual aprobó el tratado de comercio y amistad con el Reino Unido. Por ese entonces se hacía necesario fijar las fronteras de las Provincias Unidas, atento al avance de las fuerzas de Simón Bolívar por el Alto Perú —lo cual generaba ciertos resquemores entre los dirigentes revolucionarios— y a la presencia de Brasil en la Banda Oriental[3]. Esta última cuestión cobraba una gran relevancia habida cuenta de que Buenos Aires deseaba darle una solución a la crisis que fue, ciertamente, la causa que llevó a la guerra con el Imperio del Brasil: la Banda Oriental[4].

La simultaneidad de los conflictos externos ha sido bien sintetizada por el general de división (R) Evergisto de Vergara, de la siguiente manera:

El problema del estudio de la Historia Argentina es que los hechos son enseñados sucesivamente y no simultáneamente, como en realidad ocurrieron. El panorama que se presenta al estudiar los hechos sucesivamente, hace perder la compresión global. Por ejemplo, la Revolución de Mayo trabajó sobre tres frentes simultáneos entre 1810 y 1820:

      • el frente Este de la Banda Oriental,
      • el frente Norte del Alto Perú y
      • el frente Oeste de Cuyo.

Estos tres frentes, en 1820 pasaron a ser cuatro, con el frente Sur, que era la frontera con el indio.

En esta simultaneidad de escenarios tuvieron que tomarse las decisiones políticas de Buenos Aires y estas decisiones pueden no comprenderse, si no se presta atención a que ocurrían al mismo tiempo y cómo se influenciaban las unas con las otras.[5]

El “frente este” fue la primera guerra que las Provincias Unidas debieron enfrentar con una potencia extranjera[6]. La Banda Oriental constituyó un espacio geográfico en el que las fuerzas españolas y luego las revolucionarias y las portuguesas se movieron desde que los “orientales” se sumaron a los ideales de la Revolución de Mayo tras el Grito de Asensio, el 27 de febrero de 1811. Sin embargo, las autoridades de Buenos Aires se encontraban más concentradas en el frente norte y retiraron las fuerzas que apoyaban a Gervasio de Artigas en el sitio de Montevideo. Las tropas portuguesas acudieron en respaldo de las españolas[7].

Las diferentes visiones que tenían Artigas, los unitarios y Bernardino Rivadavia dejaron a la Banda Oriental librada a los esfuerzos del primero para enfrentar a los portugueses entre 1816 y 1820. Finalmente, los portugueses derrotaron a Artigas en la batalla de Tacuarembó. De ese modo, el territorio quedó incorporado a la jurisprudencia lusobrasilera como provincia Cisplatina, con la complacencia de un caudillo rival de Artigas: Fructuoso Rivera. El proyecto lusobrasilero aspiraba a avanzar hacia el territorio de las Provincias Unidas y crear la Provincia Transplatina.

Tras la negativa de Dom Pedro I de regresar a Portugal y su posterior creación del imperio, la provincia Cisplatina pasó a formar parte del mismo desde 1822.

El 17 de abril de 1825, con el apoyo de los gobernadores de Santa Fe y Entre Ríos —provincias que oportunamente habían integrado la Liga de los Pueblos Libres dirigida por Artigas pero a quien le dieron la espalda tras su derrota a manos de los portugueses— partió la expedición de los Treinta y Tres Orientales con el respaldo de Buenos Aires. La misma fue comandada por Juan Antonio de Lavalleja y Manuel Oribe, quienes contaron con el apoyo de grupos orientales al llegar a las costas de la Banda Oriental. La decisión de las autoridades de Buenos Aires de apoyar la expedición estaba vinculada al triunfo de las fuerzas patriotas sobre las tropas realistas en Ayacucho —el 9 de junio de 1824—, lo que incitó los sentimientos antimonárquicos en la dirigencia de la ciudad, los cuales, entonces, fueron orientados contra las fuerzas imperiales que ocuparon la Banda Oriental.

Por otro lado, Jorge R. Irusta menciona los intereses británicos en esa empresa:

Lavalleja no estaba desguarnecido ni desmunido de medios. El dinero y los planes habían sido provistos por los elementos más adheridos al comercio inglés, por los elementos que poco tiempo antes consideraban que la opinión del ministro García resumía perfectamente la de ellos.

Los recursos fueron provistos por Juan José y Nicolás Anchorena y un grupo de ricos propietarios y comerciantes porteños, todos agentes de casas inglesas y endeudadas hacia ellos.[8]

Con respecto a los intereses de los hacendados y de los comerciantes ingleses en esta expedición también hace referencia Tulio Halperin Donghi:

Dirigida por Lavalleja, hacendado de la campaña de Minas y en su época seguidor de Artigas, emigrado luego a Buenos Aires, la expedición fue organizada por Pedro Trápani, un oriental establecido en Buenos Aires (como socio primero y luego como sucesor de los primeros saladeristas de esta banda, los ingleses Staples y McNeice); contó con los auxilios —modestos— de más de uno de los grandes hacendados porteños.[9]

Los integrantes de la expedición y sus refuerzos locales vencieron a las tropas del Brasil en Sarandí, obtuvieron el control de la ciudad puerto de Montevideo y de otros puntos de la Banda Oriental, Maldonado, Colonia, como así también de la Fortaleza de Santa Teresa.

Luego de la recuperación del territorio oriental se llevó a cabo el Congreso de Florida —el 25 de agosto de 1825—, mediante el cual se declaró la independencia y su intención de integrarse a las Provincias Unidas del Río de la Plata. En respuesta a esta decisión, el 24 de octubre de 1825, el Congreso con sede en Buenos Aires aceptó la voluntad de los líderes orientales, situación que derivó en el inicio de la guerra de Brasil con las Provincias Unidas, en diciembre de 1825, conflicto que el gobernador Juan Gregorio Las Heras había evitado en todo momento.

La primera acción militar de Brasil fue el envío de su escuadra a bloquear el puerto de Buenos Aires y la desembocadura del Río de la Plata. La guerra obligó a la reconstrucción del ejército —desmantelado por las reformas de Bernardino Rivadavia una vez finalizada la guerra de independencia— y a la creación de una armada. La guerra se extendió desde diciembre de 1825 hasta agosto de 1828.

Las fuerzas de las Provincias Unidas, a las que se sumaban las que estaban bajo las órdenes de Lavalleja, conformaron lo que denominó el Ejército Republicano. Encabezado por el general Carlos María de Alvear, incursionó en la Banda Oriental e ingresó por el sur del imperio a través de Río Grande. Estas tropas —integradas por unos ocho mil hombres— lograron un éxito inesperado frente a las fuerzas imperiales en la batalla de Ituzaingó —denominada del Passo do Rosário para el imperio—, el 20 de enero de 1827.

Monumento al costado de la carretera, del lado brasilero, en homenaje a los caídos en la Batalla de Passo do Rosário, 20 de enero de 1827.

En vísperas de esta batalla, las tropas imperiales daban por cierto que obtendrían el triunfo, por lo que se había ordenado la composición de una marcha militar que tendría por objetivo la conmemoración de la misma. Sin embargo, la suerte les fue adversa y cuando los efectivos del Ejército Republicano tomaron el campamento de las fuerzas imperiales, hallaron la partitura de esa marcha entre la documentación. Se atribuye su composición al propio Dom Pedro I. Este es el origen de la marcha Ituzaingó, que pasó a integrar el repertorio militar argentino y a ser uno de los denominados “Atributos Presidenciales”, ya que era ejecutada en los actos oficiales en los que interviene el Presidente de la Nación. La ejecución de la marcha indicaba la llegada del Presidente pero ha caído en desuso.

Marcha Ituzaingó. Interpretada por la Banda del Ejército Nacional Argentino.

Tras esta notable y definitiva victoria ante el Imperio del Brasil, el Ejército Republicano no pudo continuar con su avance debido a la falta de recursos que impidió la obtención de provisiones para continuar la campaña militar. La escasez de pertrechos militares y de todo tipo de provisiones se originó en el temor de las provincias de que su colaboración con el gobierno de Buenos Aires pudiese derivar en una mayor adquisición de poder por parte de éste, lo que le hubiese otorgado una mejor posición —en términos de fuerza— con relación a ellas. En síntesis, los mezquinos intereses de los caudillos provinciales conspiraron contra los logros obtenidos por las fuerzas de las Provincias Unidas.

A ello debe agregarse la deserción de soldados, principalmente del litoral, quienes se apropiaron del ganado de Río Grande y se lo llevaron a sus respectivas provincias. La victoria de Ituzaingó, en consecuencia, no sirvió para definir el conflicto de forma contundente a favor de las Provincias Unidas pues se preveía que la guerra sería larga y ninguna de las partes se encontraba en situación de sostenerla por más tiempo.

Como corolario de la guerra, el Imperio del Brasil debió acordar los términos de las negociaciones llevadas a cabo bajo mediación británica que, básicamente, concluyeron con la independencia del territorio oriental —provincia Cisplatina para Brasil y Banda Oriental para las Provincias Unidas— y la creación de Uruguay.

 

* Licenciado en Historia (UBA). Doctor en Relaciones Internacionales (AIU, Estados Unidos). Director de la Sociedad Argentina de Estudios Estratégicos y Globales (SAEEG). Autor del libro “Inteligencia y Relaciones Internacionales. Un vínculo antiguo y su revalorización actual para la toma de decisiones”, Buenos Aires: Editorial Almaluz, 2019.

 

Citas y referencias

[1] Obviamente, la protección del Reino Unido no era gratuita ya que aspiraba a que el rey de Portugal respondiera a ese gesto con la liberalización del comercio, lo cual se vio forzado a aceptar. Las negociaciones suscitadas a partir de esta protección, encabezadas por Lord Stanford por el lado británico, derivaron en los tratados de Navegación y Comercio y de Alianza y de Amistad, firmados en febrero de 1810.

[2] Tulio Halperin Donghi. Historia Argentina. De la revolución de independencia a la confederación rosista. Buenos Aires: Paidós, 1980, p. 214-215.

[3] Ibíd., p. 220.

[4] Ibíd., p. 213-214.

[5] Evergisto de Vergara. “El frente Este. Rivadavia y la guerra contra el Brasil de 1827”. Instituto De Estudios Estratégicos de Buenos Aires (IEEBA), agosto de 2006.

[6] Ídem.

[7] Ídem.

[8] Jorge R. Irusta. Patagones. La construcción de un espacio social multiétnico en el siglo XIX. Viedma: El Camarote, 2011, p.21.

[9] Tulio Halperin Donghi. Op. cit., p. 222.

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LA BATALLA DE WATERLOO, 204 AÑOS DESPUÉS

Agustín Saavedra Weise

El 27 de febrero de 1815 el derrocado emperador francés Napoleón Bonaparte escapa de la Isla de Elba e inicia sus famosos “100 días”. El corso retornó a Francia en medio del aplauso mayoritario de la población y reasumió de inmediato el mando de la nación gala. El emperador no anticipó debidamente las reacciones de sus principales rivales europeos (Inglaterra, Holanda y Prusia), que decidieron poner rápidamente un drástico punto final a la hegemonía napoleónica en el continente. Presurosas, las citadas potencias formaron un gigantesco ejército para derrotarlo en forma concluyente. Cuentan las crónicas que cada uno de los aliados se comprometió a poner 150.000 hombres para vencer a Napoleón. El Emperador —si quería mantener el poder que había recuperado— debía intentar golpear primero, aprovechando la lealtad y eficacia comprobada de sus soldados.

El decisivo enfrentamiento comenzó con escaramuzas y combates pocos días antes, específicamente el 14 de junio de 1815. Bonaparte agrupó —con su característica habilidad— a lo largo de la frontera franco-belga más de 120.000 hombres y sin conocimiento de la tropa enemiga, que estaba a 150 kilómetros de distancia. La principal fuerza anti Bonaparte estaba formada por dos contingentes: la milicia anglo-holandesa al mando de Sir Arthur Wellesley (el Duque de Wellington) y un aguerrido cuerpo prusiano bajo las órdenes del príncipe y mariscal de campo, Gebhard Leberecht Von Blücher. Estos aliados doblaban en número de efectivos al ejército imperial. Conociendo su desventaja numérica, Napoleón percibió que la única manera de triunfar era posible si lograba dividir al enemigo y aprovechaba al máximo la posesión del terreno. Contaba para ello con la enorme experiencia y fidelidad de su curtido ejército.

La historia relata que —de acuerdo con su plan inicial— el corso sorprendió a los aliados y les infligió varias derrotas parciales, pero estas no pudieron transformarse en totales. Pese a su reconocido genio como estratega, Napoleón —en grave error— separó inútilmente las tropas galas con el fin de perseguir a la caballería prusiana y, por otro lado, los generales que lo colaboraban no supieron explotar adecuadamente el tan favorable factor sorpresa en las arremetidas contra sus persistentes rivales. El 16 de junio Napoleón arremetió fieramente contra Blücher y Wellington antes de que aglutinaran sus fuerzas; obtuvo una significativa victoria inicial, pero los franceses no pudieron romper el frente de combate. Y mientras los aliados hábilmente mantuvieron fluidos sistemas de comunicaciones entre ellos e inclusive los continuaron durante la retirada prusiana, que solo fue de valor táctico y engañosa, como se comprobó después. Al ver que Blücher y sus hombres seguían retrocediendo Napoleón pensó —equivocadamente— que era el momento de asestar un golpe decisivo al grupo expedicionario británico. Fue así como el 18 de junio de 1815 en Waterloo (localidad ubicada en las afueras de la capital belga, Bruselas) comenzó la última fase de la batalla. Los ingleses aguantaron cuanto pudieron las embestidas galas. Es más, estaban a punto de derrumbarse cuando la llegada de las primeras avanzadas de Blücher comenzó a reforzarlos y progresivamente la balanza se inclinó a favor de la alianza. A las ocho de la noche de esa fatídica jornada los aliados soportaron una última y heroica carga de la famosa Vieja Guardia Imperial, pero la suerte ya estaba echada. La derrota francesa fue total. Wellington se adjudicó el triunfo y así lo reconoce la historia, pero sin Prusia y Blücher todo podría haber sido diferente. Los germanos fueron determinantes en el colapso de las tropas napoleónicas.

Y aquí un detalle curioso que casi nadie menciona y que tal vez fue determinante para el fracaso imperial. Napoleón —al igual que otros grandes conquistadores del pasado como Aníbal o Julio César— será siempre polémico. En muchas cosas Bonaparte fue un destacado innovador, particularmente en tres de las cuatro dimensiones de la estrategia: a) en el nivel operacional fue supremo; b) la parte social la manejó magistralmente, con él se gestó el concepto de nación en armas; c) Bonaparte además supo comprender la importancia de la logística para aprovisionar sus enormes ejércitos y movilizarlos con facilidad; d) ¡Ah! Pero falló en la parte tecnológica, la cuarta dimensión de la estrategia. Aunque innovó en muchas otras cosas, Napoleón nunca consideró lo aéreo. Era básicamente un hombre de tierra y apenas de mar; no comprendía ni conocía lo que podía brindarle el potencial dominio del aire, en esa época aún en pañales, pero que ya estaba iniciando su avance con el globo aerostático inventado por sus compatriotas, los hermanos Joseph-Michel and Jacques-Étienne Montgolfier.

Sin darle nunca importancia al cuerpo de globos (paradójicamente creado por él mismo) Napoleón finalmente lo disolvió por considerarlo “inútil”. Para colmo, poco antes de Waterloo, el enfrentamiento brevemente narrado que terminó para siempre con su preponderancia político-militar en Europa. Por confiarse únicamente en las palomas mensajeras, el corso no pudo conocer con anticipación el avance del prusiano Blücher luego de su triquiñuela de retirada, movimientos que fácilmente podrían haber sido avizorados desde el aire mediante los globos y ser neutralizados. Y como se sabe, la oportuna y sorpresiva llegada del prusiano fue decisiva para desequilibrar el combate. El desprecio de Napoleón por la nueva tecnología le costó un imperio. De ahí el colapso de Bonaparte frente a los aliados de la “pérfida Albión”, apelativo de naturaleza despectiva usado por los franceses para tipificar a Inglaterra, la enemiga eterna del país galo.

La batalla de Waterloo tuvo enorme repercusión histórica; la segunda abdicación de Napoleón fue irreversible. Su estrella político-militar se extinguió definitivamente con su exilio y posterior muerte en Santa Helena. Las reverberaciones de la revolución francesa llegaban a su fin y se iniciaba en Europa un nuevo período signado por el equilibrio continental de poderes entre las principales potencias, homologado luego en el famoso Congreso de Viena de 1815.

Después de Napoleón no surgió ningún otro aspirante a conquistador europeo hasta bien entrado el siglo XX, cuando Adolf Hitler intentó una vez más la dominación bajo moldes totalitarios y provocó la Segunda Guerra Mundial. Waterloo marcó el fin de un genio militar y de una convulsa era sociopolítica en el viejo continente. También fue el comienzo de otra etapa europea: la del equilibrio de poder, un balance de fuerzas que —con altibajos— a partir de 1815 perduró por bastante tiempo y terminó trágicamente en Sarajevo el 28 de junio de 1914 con el atentado contra el heredero de la corona austríaca, hecho que pocos meses después precipitó el inicio de la primera gran contienda universal.

En los próximos días —como es usual todos los años— se les rendirá homenaje a victoriosos y derrotados, al celebrarse —en las cercanías de Bruselas y en la misma villa de Waterloo—, el 204º aniversario de un histórico combate que marcó el fin de una era.

 

Tomado de El Deber, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, https://www.eldeber.com.bo/opinion/La-batalla-de-Waterloo-204-anos-despues-20190614-9208.html