Juan José Santander*
Estos, Fabio ¡ay dolor! que ves ahora
campos de soledad, mustio collado,
fueron un tiempo Itálica famosa
Rodrigo Caro
Jay Gould propone dos ministerios para gestionar nuestro pensamiento: uno de la razón, otro de la fe. Apunta a evitar exigirle —siempre infructuosamente como es de esperar— a uno respuestas a cuestiones que son del ámbito del otro.
Sin entrar al lecho de Procusto de Averroes, que la razón no puede, no sabe contradecir la verdad de la fe —en el fondo, todo estriba en una cuestión de verdad.
Sin la poesía de Platón de aunar bello bueno y verdadero, que no ha perdido en los siglos su encanto.
Sin el salto final de Tomás de Aquino de la razón hacia la fe para alcanzar la verdad.
Sin la estúpida pregunta de Pilatos a Jesús: ¿qué es la verdad?
Sin la sabihonda identificación de lo real y lo racional de Hegel, con un eco del hombre medida de todas las cosas de Protágoras, tan confusa como arteramente interpretado. Y desgraciadamente quizá el más actual de estos asertos.
Todos con la admirable intuición en la que los precedió jugando a Zenón de Elea Anselmo de Canterbury: si Dios existe, es perfecto y siéndolo, no puede carecer de existencia.
Y colorín colorado.
Ahora, si Jay Gould viviera, contemplaría, como Fabio las ruinas, los un tiempo imponentes edificios, que llevó miles de años elevarlos a su altura de hasta hace unos meses, desnudos en su fragilidad y artificio, desiertos —en el sentido de desierto ecuménico, i.e., sin gente— ergo, vacíos.
Empecemos por el de la Razón, sitiado por los negadores de la redondez de la tierra y el heliocentrismo o de la eficacia profiláctica de las vacunas, socavado a la vez por el derrumbe de la milenaria hegemonía de la palabra escrita fruto del uso y abuso de la comunicación oral telefónica inmediata y por la inmediatez audiovisual de las comunicaciones tanto como por la entelequia de la simulación por computadora de cuestiones que a veces no son computables, y no todo en la realidad lo es. Y la realidad es lo que sucede efectivamente tras todas las probabilidades cuánticas o no, de que suceda.
Ante el coronavirus se han desnudado controversias dignas de la del sexo de los ángeles que se endilga a los bizantinos indefensos o cualquier otra de las tantas que plagan —y ahí el virus— las disputas teológicas, aunque sea ya tema del otro ministerio.
Pero en estas circunstancias la perplejidad de la ciencia ante lo desconocido ha sido palmaria, sin entrar a la utilización tramposa de argumentos que ya no responden a ninguno de los ministerios sino a pura y simple ambición y búsqueda de imponer —en esa realidad que sucede— los propios intereses y objetivos.
Es decir, las magníficas aulas no están desiertas, sino invadidas ya por soberbios, ya por ignaros, ya por mercachifles. Que se dedican, volens nolens, a destruirlas.
Las otras ruinas, patéticas porque sus instalaciones conservan todo su boato, ornamento y belleza. Pero el espíritu, que sí es cuestión de este ministerio, brilla por su ausencia.
Los templos de todas las religiones se ven vacíos y las voces de sus sacerdotes y primados —muchos, y no los conocidos y publicitados a través de esas comunicaciones inmediatas universales, quizá, verdaderos creyentes— han sido incapaces del mensaje con el que presumen de haber sido ungidos.
Ninguna de ellas lo ha logrado. Tal vez no lo intentaron siquiera.
Allá sus conciencias.
En este momento me pregunto: ¿qué quedará de ellos, por ambos ministerios, cuando esto haya pasado?
Porque la inanidad del primero no nos permite confiar en su gestión en lo material.
Porque la vacuidad del segundo no nos impulsa a confiarles la gestión de lo espiritual.
Y así, la humanidad —todos nosotros— se enfrentará por primera vez en su historia a cuestiones como el dolor, el sufrimiento, el gozo, el placer, el sentido de la existencia —más allá de soluciones a lo Anselmo—, y qué es capaz de hacer para gestionarlas —quizá sin aspirar a comprenderlas— sin la ayuda de los ministerios abandonados.
* Diplomático retirado. Fue Encargado de Negocios de la Embajada de la República Argentina en Marruecos (1998 a 2006). Ex funcionario diplomático en diversos países árabes. Condecorado con el Wissam Alauita de la Orden del Comendador, por el ministro marroquí de Asuntos Exteriores, M. Benaissa en noviembre de 2006). Miembro del CEID.
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