Agustín Saavedra Weise*
Los manuales definen al pensamiento estratégico como el enfoque que mira con amplitud el hoy en función de perspectivas hacia el futuro. En otras palabras, implica ser capaz de anticipar el efecto de acciones a largo plazo orientadas hacia objetivos puntuales. El pensamiento estratégico ausculta hacia adelante y mide resultados o consecuencias antes de iniciar acciones. Esa mirada de águila implica el establecimiento planificado de un conjunto amplio de cosas por hacer con márgenes alternativos de flexibilidad, tomando en cuenta además determinadas variables (controlables y no controlables), las que a su vez provocarán pautas de acción en los campos militares, sociales, económicos diplomáticos, psicológicos, etcétera.
Se trata, en síntesis, de pensar en grande, algo que parece haber sido olvidado o dejado de lado por quienes lo consideran “pasado de moda”. Nada de eso, el pensamiento estratégico en términos de vastos horizontes sigue siendo el instrumento básico de todo estadista o de quien aspire seriamente a serlo. El ámbito comentado no se restringe ni a la política ni a la fase militar; puede darse también en empresas y en negocios diversos, inclusive en la propia lucha permanente por la auto superación personal.
Como bien señaló Henry Kissinger en su obra “Un Mundo Restaurado” (FCE, México) todo estadista debe tratar de conciliar lo que considera justo con lo que considera posible. Lo justo depende de la estructura interna de cada estado y lo posible depende de los recursos, de la posición geográfica y de múltiples factores más. La medida del equilibrio del pensamiento estratégico del auténtico estadista es la que en su momento lo pondrá en un lugar destacado de la historia. Si intenta ser conquistador o profeta podrá tener destellos populistas y hasta momentos de gloria, pero su obra —tarde o temprano— se derrumbará sin dejar mayores huellas. Lo efímero es siempre de corto aliento.
En la historia mundial abundan episodios de conquistadores y profetas de toda laya. Algunos dejaron su marca, otros ya ni siquiera son recordados. Los grandes estadistas —aunque no hayan sido populares en su tiempo o hubieran tenido momentos muy difíciles— surgen nítidamente en el campo histórico como seres que forjaron parte esencial del rumbo de la humanidad, defendieron a sus países, los mantuvieron unidos, superaron injusticias e hicieron crecer a sus naciones, incrementando su potencial y viabilidad. Hombres de la talla de Washington, Lincoln, Roosevelt, Metternich, San Martín, Bolívar, Juárez, Mandela (y varios otros que por falta de espacio no nombramos) cruzaron con holgura el umbral grande; allí han dejado su sello para siempre mediante acciones concretas. Y tales acciones nunca hubieran podido ser ejecutadas si estos seres singulares no hubieran tenido el privilegio de contar con un pensamiento estratégico, con un sentido de dimensión panorámica que les permitió avizorar problemas, como también programar la mejor manera táctica de enfrentarlos y resolverlos, para así obtener resultados acordes con la estrategia definida. El conquistador conquista pero pocas veces perdura. El profeta predica y tiene carisma, tal vez hasta arrastre multitudes en cierto momento, pero también su estela es fugaz. Los resultados de ambos casi siempre terminan siendo nulos o negativos. A la larga, el estadista visionario es el que sobresale. Siempre resulta más atractivo y tentador el conquistar o profetizar; contrariamente, el ser estadista implica soportar vastos sacrificios, no es algo fácil. Pero la diferencia cualitativa al final resulta ser concluyente: el estadista hace Estado de verdad; los aspirantes a meros profetas y conquistadores —una vez superado su fugaz momento de auge— destruyen o debilitan al estado de turno dejando poco o nada para la posteridad. Así ha sido, así será.
*Ex canciller, economista y politólogo. Miembro del CEID y de la SAEEG. www.agustinsaavedraweise.com
Tomado de El Deber, Santa Cruz de la Sierra, https://eldeber.com.bo/opinion/pensamiento-estrategico-y-estadista_222432
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