F. Javier Blasco*
Frase que encabeza el primer párrafo de un muy conocido pasodoble de temática y uso militar para amenizar los desfiles, las marchas y los pasacalles titulado “Soldadito español”. Su autor, el compositor de zarzuelas, revistas musicales y sainetes, Jacinto Guerrero, lo compuso para la revista musical “La orgía dorada”, revista estrenada en 1928.
Su letra sencilla y pegadiza, arrastrada hasta nuestros días, quiso ser y así lo consiguió, un sencillo y a la par sincero homenaje al más que vilipendiado Ejército español, a sus soldados y a todo lo que la marcha e incorporación a las guerras lejanas implica y rodea para los afectados y sus familiares.
Nació como una necesidad de paliar los graves efectos producidos por los sangrientos y desastrosos avatares bélicos que se habían sucedido en las décadas inmediatamente anteriores: las guerras de independencia de Cuba y Filipinas y las campañas de Marruecos.
Marcha que me viene a colación porque aún recuerdo claramente la mañana del 11 de septiembre de 2001, en la que atónitamente vi desplomarse las torres gemelas cuando me encontraba en el despacho del General jefe de la División de Planes del Cuartel General de la OTAN en Nápoles (AFSOUTH), a la sazón mi Jefe, despidiéndome por final de ciclo y destino, tras tres años de duros trabajos para tratar de llevar cierto orden y concierto a la entonces provincia serbia de Kosovo; y que hoy es un país independiente, reconocido por otros muchos países y que por los designios de la suerte, nuestra selección de futbol ha tenido que jugar en su contra, a pesar de que España, por razones obvias, no lo ha reconocido como país soberano e independiente.
En aquella mañana, llena de atentados por doquier, se rompió súbitamente la paz mundial y se daba un giro copernicano al equilibrio entre fuerzas; los norteamericanos al verse amenazados en su propio territorio —por segunda vez en su historia— forzaron a que el presidente Bush declarara la llamada “guerra contra el terrorismo” y, de paso, invocara el artículo 5° del Tratado del Atlántico Norte, la OTAN, por lo que nosotros con nuestros soldados aparecimos allí en Afganistán como integrantes de una amplia coalición internacional.
Nuestras capacidades de proyección, alimentación y sostenimiento de operaciones lejanas debieron multiplicarse por varios cientos ya que con esa intervención, a pesar del paraguas norteamericano, las distancias y los medios a trasladar no solo se aumentaban sino que se sofisticaban aún más con medios aéreos y complejos sistemas de vigilancia, de seguridad y adecuados sistemas sanitarios para participar en una verdadera guerra.
Pronto entendimos que no solo había que luchar contra el terrorismo, sino que nuestra misión era aún más grande y honrosa; salvar a un pueblo entero y en especial a sus mujeres y niños de las garras de unos desalmados que les trataban peor que al ganado y despreciaban continuamente sus derechos humanos. Nuestros resortes de cooperación internacional saltaron con eficacia y despreocupación, y además veíamos que éramos bienvenidos por los países aliados y que los nativos claramente nos agradecían nuestra presencia y esfuerzo.
Pero, a pesar de todo aquello, nos dimos cuenta que aquello no era una simple operación de paz y mucho menos más humanitaria que otra cosa; los zarpazos de las balas, las esquirlas de las minas contra carro, las explosiones al paso de nuestros convoyes y los derribos de helicópteros, no se hicieron esperar.
El enemigo estaba bien dotado de armas de todo tipo y cuya procedencia, a pesar de aparentar no ser muy clara, todos sabíamos que venía de los anteriores apoyos norteamericanos a los entonces sus amigos y ahora enemigos y señores de la guerra y a ciertos oscuros intereses de países que siempre buscan la forma y el modo de actuar contra Occidente, Estados Unidos, la OTAN y otro tipo de aliados con el trapicheo de armas y explosivos.
La misión se alargaba, los resultados positivos se hacían esperar, los atentados y auténticos combates se multiplicaban, los contingentes se agrandaban y el gasto en vidas, la mucha sangre derramada y el ingente y caro material echado a perder en aquellas tierras inhóspitas y duras empezaban a pasar factura a España. Todo ello recordaba a los tiempos pretéritos en los que nació la canción del soldadito español que da título a este humilde trabajo y homenaje. Pasodoble que, sin ser consciente de su significado y origen, lo he tatareado y oído sonar varias veces, ya que se empleaba en los acuartelamientos y bases aéreas a la hora de las despedidas y la formación de agrupaciones o batallones ad hoc que se encuadraban para participar en dicha misión; misión, que a todas pintas, nunca iba a terminar de forma positiva ni con resultados que justificaran tanto esfuerzo humano y económico y los demasiados desvelos tan lejos de la patria.
Como Coronel Jefe del Regimiento Aero transportable nº 29, Isabel La Católica he tenido que formar e instruir a varios contingentes a desplazarse a dicha misión. Cuanto me hubiera gustado partir con ellos, pero los contingentes formados por mis hombres y mujeres soldados durante mis dos años de mandato, no tenían la entidad suficiente para que su Coronel partiera al mando de ellos —por aquel tiempo también participábamos a la vez en la misión en Iraq de la que Zapatero nos sacó de forma tan poco honrosa y nada profesional— por lo que les despedía como el padre que ve marchar, envuelto en zozobra y en ocultas lágrimas, a sus hijos a la incierta aventura y me apresuraba a ser el primero en llegar a recogerlos a su vuelta, cansados y cambiados en cuerpo y alma.
Tras cumplir mis dos años de mando, me despedí del Regimiento sin haber perdido ni uno de los casi ochocientos efectivos que me fueron entregados dos años antes; había cumplido mi deseo y sueño, mantenerlos a todos juntos; vivos y sanos y así lo recalqué en mi discurso de despedida frente a todos ellos formados el día antes de entregar el Mando y la Bandera a mi sucesor.
Pero el inefable transcurrir de la vida, la mala suerte o ambos a la vez me arrastraron a que en un corto periodo de tiempo, tuviera que ir a recibir en Getafe a muchos, demasiados féretros de compañeros de helicópteros —unidades en las que también pasé muchos años de mi vida— y de suboficiales y tropa de mi apreciado Regimiento; a estos últimos les recordaba tanto por sus caras cómo por muchos de sus nombres, sonrisas o gestos al despedirme con cierta alegría y nostalgia aquel mi último día en Pontevedra, cuando ellos ya estaban ultimando sus preparativos para su próxima e inminente rotación en Afganistán.
Más tarde, les lloré en silencio uno a uno en sus improvisadas capillas ardientes, así como visité a algunos heridos en el hospital Gómez Ulla cuando aún conservaban el estupor en sus rostros y miradas. Me fundí en un fuerte abrazo con su Capitán en la base área al descender del avión, un hombre joven, emprendedor y muy ilusionado, que siempre estaba dando ejemplo y sufría los esfuerzos y riesgos con sus soldados y que, para su suerte o desgracia, viajaba en el helicóptero menos afectado en aquel ataque o incidente; caso y hecho que nunca fue limpia o realmente aclarado y pronto se tapó bajo el mando del ministro Bono.
Como es sabido, las penas nunca llegan solas, por lo que en breve, el goteo de muertes en las mismas y sucesivas rotaciones también me llevó a recordarles y hasta llorarles a todos y todas a medida que sus nombres se iban apilando en la larga lista de caídos en la contienda.
Como muchos de los españoles, estaba convencido de que tamaño y gran esfuerzo valía la pena; nuestras fuerzas cumplían una misión sublime y eran muy queridos entre aquellos que recibían su ayuda de forma directa o indirecta; pero aquella euforia o simpleza que lograba desde mi punto de vista me hacían olvidar que la envidia, la inquina y la traición son parte consustancial del pensamiento humano y quizá mucho más exacerbadas en las mentes de las gentes de aquellas tierras. Personas que sospechan de todo y todos por estar curtidas bajo la bota opresora, el trapicheo con la droga, la revancha y la Ley del Talión; donde las mujeres y los niños —sobre todo las niñas— son objeto de chanza, abuso, desprecio, canje y corrupción y que aquellos acercamientos y determinados grados de amistad se convierten para muchos de ellos en cosas o amistades muy peligrosas, que en el momento que puedan y tengan ocasión, deberán ser corregidas lo más brutalmente posible para que sirvan de ejemplo y no se vuelvan a dar con los que por ser extranjeros, son enemigos de ellos y de su religión por mera definición.
Hace dos días vimos a SM el Rey ir a recibir a las pocas decenas de los últimos militares españoles que regresaban, cuando alguien por encima de nosotros, allá en la Casa Blanca, ha decidido que tras veinte años de lucha encarnizada y desigual sobre un terreno tan hostil, se ha terminado sin ninguna explicación más la misión en Afganistán y otra vez más, no hemos tardado en recoger a toda prisa, dejar lo no necesario y marchar de regreso a casa. La escena me recordó en sentido contrario y salvando las grandes distancias, al regreso de los últimos de Filipinas; aquellos soldados que lucharon bravamente durante cientos de días lejos de España sin saber que nuestro gobierno había decidido dar por terminado el conflicto y entregar aquella colonia, pero que por seguir cumpliendo sus órdenes recibidas, mantuvieron una débil posición muriendo uno a uno, salvo unos pocos, por los embates del enemigo, la miseria y la infección.
Hoy he leído un pequeño artículo de un buen amigo hablando del tema, en el que se preguntaba para que habíamos empleado veinte años en aquella zona y misión y yo me sumo a su pregunta y, cómo ya he mencionado anteriormente, añado mi gran preocupación por aquellos nativos que crecieron y trabajaron de alguna forma a nuestro lado haciéndonos la vida más llevadera y ahora se quedan solos sin nuestra protección, al albur de la represalia y de la opresión.
Sirva este pequeño trabajo como recuerdo y homenaje de un viejo Coronel, y espero que no sea el único, a todos aquellos hombres y mujeres que dieron su vida o regaron con su sangre aquellas tierras y parajes cumpliendo con la misión encomendada aunque, tras veinte años nos sigamos preguntando de qué ha servido tanto esfuerzo y hasta el regalo de su propia vida tan generosamente regalada, al igual que las de los soldaditos españoles de aquella simple y pegadiza canción que así empezaba; al sonar de los tambores y al compás del tararí…
* Coronel de Ejército de Tierra (Retirado) de España. Diplomado de Estado Mayor, con experiencia de más de 40 años en las FAS. Ha participado en Operaciones de Paz en Bosnia Herzegovina y Kosovo y en Estados Mayores de la OTAN (AFSOUTH-J9). Agregado de Defensa en la República Checa y en Eslovaquia. Piloto de helicópteros, Vuelo Instrumental y piloto de pruebas. Miembro de la SAEEG.
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