Santiago González
El tiempo apremia y es imperioso reducir el distanciamiento y poner el cuerpo si es que queremos recuperar la Patria
Cuando nos instalamos con mi familia en el barrio porteño donde vivimos hace más de cuarenta años todavía era posible reconocer una unidad básica peronista, un ateneo radical y una casa del pueblo socialista. Veinte años después, sobre el fin de siglo, esos locales mantenían sus insignias, aunque algo desteñidas, y albergaban además ciertas actividades paralelas: en la casa del pueblo se daban clases de yoga, en el ateneo funcionaba una especie de agencia de turismo aprovechada por los jubilados, y el jardín de la unidad básica era un depósito de chatarra. Hoy en dos de esos solares hay torres de departamentos, y el tercero parece haber sido destinado al uso de oficinas. Las señales estuvieron siempre allí, pero no les prestamos atención: pensamos que eran cosas propias de la marcha de los tiempos. En algún sentido eso era cierto, pero en un sentido más amplio eran indicios de una deserción: estábamos descuidando nuestras responsabilidades políticas, estábamos resignando nuestra condición de ciudadanos.
Desde su nacimiento la Argentina tuvo una intensa vida política, que cobró las formas modernas de organización partidaria a partir de Caseros y especialmente luego de la organización nacional. Mantuvo su vitalidad hasta el último cuarto del siglo pasado, cuando entró en decadencia y cambió su naturaleza. Algo parecido ocurrió con los sindicatos, que constituyen otra forma de organización social, lo que sugiere que el eclipse del interés por la cosa pública excede lo específicamente político, y va acompañado por un desvanecimiento del amor a la patria, la decencia pública, el coraje cívico y la religiosidad. Los resultados de ese repliegue están dolorosamente a la vista, las causas todavía se nos escapan.
Algunas tienen que ver con la cultura de la imagen que induce a creer que mirar por televisión e identificarse emocionalmente con una persona o facción es lo mismo que participar. Otras causas tienen que ver con el temor: de la pandemia de violencia política que nos envolvió en los 70 emergió una nueva normalidad, también organizada por el miedo: a fuerza de escuchar “algo habrán hecho”, se impuso la convicción de que lo más saludable era no hacer nada. Otras más tienen que ver con el empobrecimiento de vastos sectores sociales, menos dispuestos a destinar tiempo y esfuerzo, o a arriesgar el empleo o el patrimonio, en cuestiones no inmediatamente relacionadas con la supervivencia. Todas estas causas sumadas, y probablemente algunas otras, condujeron a esta democracia abundante en siglas, espacios, alianzas y frentes, pero sin partidos, sin ámbitos de discusión, sin semilleros de dirigentes, sin control de esos dirigentes una vez llegados a la función pública.
Con esta clase de democracia, y con medio país dependiendo de un cheque del Estado para subsistir, hablar de libertades políticas y de participación ciudadana, como hacen habitualmente los medios y los políticos, es una broma desagradable. En el sistema republicano el poder le pertenece al ciudadano, que lo delega en sus representantes justamente para que lo representen. Pero se supone que esos representantes son seleccionados, promovidos, postulados y controlados por los propios ciudadanos en el ámbito de los partidos políticos. En una democracia sin partidos, el ciudadano no tiene manera de decidir quiénes ni para qué lo van a representar, ni de someter a examen la conducta de esos representantes. El repliegue ciudadano alentó el surgimiento de una clase política autorreferencial, libre del control de sus correligionarios y de los compromisos de una plataforma, una casta autónoma y autista cuyas facciones se disputan en cada elección el poder coercitivo del Estado para usarlo en su propio beneficio o arrendarlo a terceros. Conviene insistir: para que la clase política se convirtiera en una casta era imprescindible que la ciudadanía se volviera rebaño.
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En la Argentina el voto es obligatorio pero la práctica política es optativa. Una contradicción, pero sólo aparente: la casta política necesita del voto del rebaño pero prefiere prescindir de su participación, le incomoda que se entrometan en sus asuntos. Todos los días alguien pontifica en los medios sobre la ventaja moral de enseñar a pescar por sobre el mero reparto de pescado. Nadie se refiere nunca a la ventaja moral de enseñar a ejercer plenamente los derechos ciudadanos, incluido el derecho a participar en la vida interna de un partido y eventualmente a constituir un partido. Así como la primera recomendación es pertinente respecto de la libertad económica, la segunda lo es respecto de la libertad política. En esta democracia sin partidos, los ciudadanos ya perdieron la noción de qué cosa es la actividad política, más allá de votar y eventualmente afiliarse, ni tienen dónde aprenderlo. La educación formal no se lo enseña, ni tampoco le enseña a debatir, a presentar articuladamente sus ideas, a reconocer falacias y sortear trampas discursivas.
Pensemos un poco. ¿Qué significa la política hoy para el ciudadano de a pie? Probablemente distintas cosas según la ocasión: por momentos un espectáculo de lucha libre que no debe tomar en serio porque los que se enfrentan ferozmente en la televisión después salen a comer juntos; por momentos una competencia entre empresas de servicios tan ineficientes y costosas que obligan a ir alternando entre una y otra con la vana esperanza de que alguna cumpla sus compromisos; en todo momento, una losa cargada sobre sus agobiadas espaldas, soportada con la misma resignada aceptación que reserva para tantas instancias inevitables de la vida. ¿Qué significa para el ciudadano de a pie la participación política? En todos los casos, sacar partido de la cercanía con algún miembro de la casta y apoyarlo en sus pretensiones electorales con vistas a ser recompensado con dineros públicos, por medio de un cargo electivo, un empleo en el Estado, una concesión, una vivienda, una vacuna o un colchón, según sea el caso. Pablo Aldo Perotti, el “puntero” de la serie protagonizada hace diez años por Julio Chávez, intermediario entre la casta y su clientela, justificaba cada una de las trapisondas en las que terminaba enredado diciendo: “Esto es política, es política”. Y lo decía convencido.
Si esta percepción pública no representa fielmente la vida política del país, debe reconocerse que se le aproxima bastante. En cualquier caso, sin partidos, sin plataformas, sin espacios de discusión para el afiliado, sin mecanismos para la selección y promoción de dirigentes, poco tiene que ver con lo que exige el sistema republicano en el que supuestamente vivimos. Como las franquicias políticas carecen de vida interna, resuelven sus conflictos obligándonos a participar “democráticamente” de unas costosas internas abiertas y obligatorias cuando daría lo mismo, y sería más barato, emplear a los niños cantores de la lotería. Esto, naturalmente, no lo van a reconocer los propios políticos, ni tampoco lo va a poner en evidencia un periodismo que encontró su nuevo modelo de negocios en sostener en el imaginario colectivo la idea de que efectivamente vivimos en una democracia. Nada en los medios alienta e instruye al ciudadano para que se involucre activamente en la vida política del país, todo apunta a orientar su voto hacia acá o hacia allá en un torneo de barras bravas que se gritan de una tribuna a otra, de un canal de televisión a otro. La prensa no enseña a pescar, políticamente hablando, sino que se limita a repartir pescado, en buena medida podrido.
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Una nación no es algo edificado por los antepasados de una vez y para siempre. En tiempos de nuestros abuelos o bisabuelos existían Prusia y el Imperio Otomano: trate de encontrarlos hoy en el mapa. El texto de una constitución no es una nación, ni vivimos en un sistema republicano, representativo y federal porque allí esté escrito. Ni tampoco gozamos de las libertades básicas —expresión, comercio, movimiento, trabajo— sólo porque la constitución las enumera. La república nos confiere la condición de ciudadanos, pero esa condición no existe por el mero hecho de estar consignada en un documento de ciudadanía. La nación, la república como su expresión institucional, la ciudadanía como compendio de derechos y obligaciones, exigen ser vividas, defendidas, sostenidas: política es el nombre de esa práctica, y la participación política es un ejercicio ineludible si se quiere ser parte de una nación y ampararse en sus instituciones.
Llevamos casi cincuenta años desertando de nuestras responsabilidades políticas, imaginando alegremente que todo se reduce a votar el día de la elección, más bien a impulsos de una emoción o una corazonada que de una reflexión racional. Y esto es lo que conseguimos. Las personas más o menos conscientes de las cuestiones públicas parecen haberse convencido que la Argentina se encamina irremediablemente al precipicio: el aparato del Estado se encuentra en manos de incompetentes, los gobiernos se suceden sin que aparezcan políticas directrices en cuestiones básicas como la educación, la defensa, las relaciones internacionales, la salud o la vivienda, por nombrar algunas; la corrupción impregna tanto lo público como lo privado, y tanto en lo público como en lo privado los liderazgos brillan por su ausencia; la población está cada vez más pobre, más ignorante, más enferma; la integridad institucional y territorial aparece amenazada desde dentro y desde fuera.
Aunque el escenario se ha vuelto sensiblemente peor que cinco o diez años atrás, la sociedad ya no reacciona con la intensidad y contundencia de entonces. Como si se hubiera convencido de la inutilidad de esas protestas, ahora dedica sus energías a imaginar un futuro fuera del país, empeño en el que coinciden tanto los que tienen mucho que perder como los que no tienen nada que perder. En esta tercera década del siglo, los argentinos preocupados por su futuro ya no marchan, se marchan. Y se marchan mayoritariamente los más jóvenes, los nacidos y criados en la Argentina del “no te metás”, los que no guardan memoria de que aquí existió otro país, al que gentes del resto del mundo ambicionaban venir, y existió precisamente porque hubo gente que “se metió”, que se sintió parte de una nación y le puso el pecho. Los que hoy se marchan lo hacen al impulso de las mismas amenazas que empujaron a sus abuelos a estas tierras: la pobreza, la guerra civil, la disolución nacional, la sumisión a una potencia extranjera.
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Para la gran mayoría de los argentinos, los que no pueden siquiera imaginar irse porque carecen de los conocimientos o pericias capaces de asegurarles un lugar en sociedades más o menos desarrolladas o de los ahorros necesarios para encarar una mudanza, o bien porque tienen su fuente de ingresos atornillada a la tierra, la única salida posible, aun exigente e incierta, es retomar la tarea abandonada y volver a la actividad política, al ejercicio de reunirse con algunos compatriotas, analizar problemas y discutir ideas para resolverlos, promover a los más capacitados para hacerlo, y armar propuestas para presentar ante otros compatriotas. Todos los días escuchamos las quejas de productores rurales y emprendedores urbanos sobre el mal trato que reciben del Estado y de otros competidores amparados por el Estado. ¿Y quién creen que va a defender sus intereses si no ellos mismos? ¿Y cómo van a defender sus intereses si no eligiendo ellos mismos sus representantes y sentándolos con voz y voto en los cuerpos legislativos?
¿Por qué el kirchnerismo va por su cuarto período de gobierno, y controla cada vez más posiciones no electivas del aparato estatal? Porque se lo propuso. ¿Por qué el establishment norteamericano logró despojar a Donald Trump de un segundo mandato, y está desmantelando uno por uno todos los mejores logros de su gobierno? Porque se lo propuso. Y así podríamos seguir con los ejemplos: en ningún aspecto de la actividad humana, y mucho menos en la vida social y política, las cosas se ponen en marcha sin un ejercicio de la voluntad. Voluntad que tendrá que lidiar, porque así es la vida, con los imprevistos del azar y con las voluntades contrarias que ella misma va a poner en movimiento. Todo eso implica esfuerzo, exige poner el cuerpo, obliga a arriesgar, pero peor es liquidar el tambo, cerrar la ferretería que fundó el abuelo, perder el trabajo, no encontrar trabajo, olvidarse de la casa propia. Y mucho peor, como lo lloran en secreto muchos que optaron por el exilio, es perder la Patria.
Nadie espere reconstruir la nación desde alguno de los partidos tradicionales o sus secuelas, partícipes solidarios de haber arrojado al país por la pendiente de la decadencia desde 1983, merecedores todos del baldón de infames traidores a la patria, previsto en nuestra Constitución. Nadie espere esa reconstrucción a partir de las ideologías del siglo XIX que muchos proponen para resolver los problemas del siglo XXI. Hay que buscar o crear agrupaciones que tengan en el centro de su programa la reconstrucción nacional, económica por cierto, pero también moral y cultural, en el contexto de una época amenazante y hostil. Y tener claro que no basta con afiliarse, sino que es necesario participar, intervenir, discutir, escuchar y hacerse oír, promover, agitar. Sólo se necesita un poco de sentido común y un mucho de patriotismo, que empieza por reconocer al prójimo como compatriota. El movimiento que llevó a Trump a la presidencia empezó diez años antes en casas particulares, con gente que se reunía para intercambiar ideas, descartar algunas, coincidir en otras y organizarse para difundirlas. ¿Qué nos impide a nosotros encontrarnos en una mateada, conversar junto a unos fogones, convocar de paso a algún guitarrero que nos ayude a templar el ánimo, a unirnos para la urgente, hermosa empresa de recuperar la Patria?
Publicado originalmente en https://gauchomalo.com.ar/mateadas-fogones/ , “El sitio de Santiago González”
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