No hace mucho alguien cuya notoriedad debería aconsejar suma ponderación y seriedad en lo que se dice —por no hablar de su investidura— se puso a desbarrar sobre el origen de las gentes, siendo que la genética muestra que se detectan mayores diferencias de una persona a otra que entre grupos —razas, etnias, pueblos originarios, naciones o como quiera llamárselos— comparados entre sí, lo que quita importancia a esas denominaciones usualmente basadas en fenotipos, cuya apariencia resulta así engañosa. Tomando el caso de Israel —Estado en que se otorga a estas cuestiones relevancia y vigencia legal—hallaremos una variedad que va de eslavos a etíopes pasando por íberos, semitas y bereberes entre otros. En el Congreso de Tucumán se insinuó la posibilidad de instaurar una monarquía incaica, algo que cierta diversidad militante actual habría quizá aplaudido. Lo importante era que los combatientes por nuestra libertad que resultaran cautivos no fueran considerados rebeldes sino prisioneros de guerra conforme el Derecho de Gentes afianzado por la labor y el pensamiento de los frailes Francisco de Vitoria OP y Francisco Suárez SJ algunos siglos antes. Debían tener el respaldo de una potencia independiente; en nuestro caso, Las Provincias Unidas del Sud.

El momento era crítico: el sueño megalómano de un hijo del Mediterráneo que había ya cambiado Europa y con su historia la del mundo —aunque no fuera entonces evidente—, había sido momentáneamente desbaratado por lo que quedaba de las potencias del pasado, que habían conseguido recuperarse y no estaban dispuestas a permitir ningún desmadre y sí en cambio a restaurar la vigencia de su poderío absoluto.

Era pues fundamental asegurar la legitimidad internacional de nuestra aspiración a constituir una nación independiente.

Esa decisión de unos hombres que merecen genuinamente el título de próceres, el 9 de julio de 1816 en Tucumán, es lo que hoy celebramos.

El mes tenía sus antecedentes: del 4 de julio para los Estados Unidos pasando por la toma de la Bastilla y llegando al 5 de julio de 1811 con el Acta de la Declaración de la Independencia de Venezuela, república —y elijo el nombre para seguir a Bolívar en su sueño de una ‘nación de repúblicas’— a la que nos une tanto la historia como la coincidencia de fechas: tanto la doctrina Drago condenando el bloqueo anglofrancés del puerto de la Guaira para cobrar por la fuerza sus acreencias como Sarmiento presidente otorgando a José Antonio Páez, ex presidente y en el exilio, el título y estipendio de brigadier general. Hospitalidad que hoy lamentablemente debemos extender a tantos venezolanos que han debido dejar su patria. Patria con la que compartimos, además de lo dicho, el honor de ser cuna de los dos Libertadores de América, Simón Bolívar y José de San Martín, ambos habiendo visto la última luz lejos de su solar natal, como el heroico corso y, como él, fundadores con su ejemplo de una nueva realidad para sus pueblos y otros del mundo, cualquiera sea su origen.

Recordemos pues que la independencia fundamenta la legitimidad de nuestras obras y nuestras acciones y que la libertad que nos procura debe fundamentarse en la legitimidad de las mismas. Libertad que, dice José Martí, ‘es el derecho a ser honesto’.

No sólo por honrar a nuestros padres —deber que imponen los más diversos credos— y que lo merecen, sino de mucho atrás, por tantos que han vivido y anhelado antes que nosotros y por quienes hemos llegado y estamos aquí hoy.

En esta fecha patria.

Juan José Santander*

 

* Diplomático retirado. Fue Encargado de Negocios de la Embajada de la República Argentina en Marruecos (1998 a 2006). Ex funcionario diplomático en diversos países árabes. Condecorado con el Wissam Alauita de la Orden del Comendador, por el ministro marroquí de Asuntos Exteriores, M. Benaissa en noviembre de 2006). Miembro del CEID y de la SAEEG.

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