Alberto Hutschenreuter*
La escalada de violencia entre Rusia y Ucrania no parece detener su curso. Presionado por los ataques y contraofensivas por parte de Kiev, Moscú ha optado por una estrategia de ataques misilísticos sobre ciudades de Ucrania, con el fin de que la aterrorizada población presione a su gobierno para alcanzar un acuerdo; una estrategia que recuerda al pensador italiano Giulio Dohuet, quien aconsejaba ataques indiscriminados sobre la población civil para lograr la decisión, estrategia que, según nos marca la experiencia bélica, rara vez tuvo éxito.
No podemos saber qué rumbo tomará la guerra. Aunque podría haber disposición para conversar, sobre todo en cuestiones inquietantes como el amparo internacional de la central nuclear de Zaporizhia, como ha dicho recientemente el diplomático argentino Rafael Grossi, director de la IAEA (Agencia Internacional de Energía Atómica), es difícil que ambas partes acuerden, pues la situación es prácticamente de «punto muerto»: Ucrania solo está dispuesta a conversar con los rusos fuera del Donbass, y Rusia, habiendo incorporado las regiones a su territorio, sólo si se reconoce la «nueva» situación.
Entonces, lo más probable es que la guerra continúe con marchas y contramarchas de las dos partes, y con niveles de violencia cada vez mayores.
Si antes de que Rusia incorporara las cuatro provincias a su territorio el conflicto mantenía una lógica irreductible, tras la incorporación dicha lógica se ha vuelto casi absoluta. En estos términos, la guerra sólo se detendrá cuando una de las partes logre derrotar contundentemente a la otra.
Una victoria categórica rusa implicaría que Occidente dejara de asistir a Ucrania y, por tanto, este país cese sus acciones que tienen como fin recuperar sus territorios del este y sureste.
Una victoria categórica ucraniana significaría no sólo la recuperación de los territorios que hoy se encuentran bajo control ruso, incluida Crimea, sino que el país de Europa del este se convirtiera en miembro pleno de la OTAN (pues, después de lo que sucedió, la Alianza no necesita ninguna excusa para incluir a Ucrania).
Como hipótesis, una eventual victoria rusa podría ser resultado de la evaluación de inteligencia occidental relativa con los costos humanos y materiales que tendría el eventual uso de armas atómicas por parte de Rusia. Sin embargo, sería una victoria que Occidente seguramente moderaría incorporando Ucrania a la OTAN, aunque, aun así, es difícil considerar que Kiev acepte tal desenlace, es decir, que deba resignarse a perder territorios. Pero, para tener en cuenta la experiencia, los desafíos geopolíticos, siempre que el mismo sea contra un poder terrestre mayor, siempre supondrán costos geopolíticos.
En cualquiera de los casos, victoria ucraniana o victoria rusa, las consecuencias serán un estado de discordia en las relaciones internacionales, pues la parte derrotada quedará irremediablemente insatisfecha. Y, de nuevo, la experiencia nos dice que el estado de insatisfacción tarde o temprano impulsa políticas revisionistas por parte del insatisfecho.
Porque, si bien habría victoria de una parte, la misma no resultará en la ocupación del país por parte del vencedor, como ocurrió con Alemania o Japón en 1945, cuando esos países fueron derrotados y ocupados, y, en el caso del primero, dividido. Es decir, no tuvieron la más mínima opción.
La casi única posibilidad que existe para evitar un escenario de posguerra de no guerra o de discordia mayor, es decir, altamente inestable a nivel local, continental y global, es aquella que se reconstruya sobre la base que hizo inevitable esta guerra, precisamente por ser eludida: seguridad indivisible y equilibrio geopolítico. Sin considerar estos factores, nada será seguro en cualquier sitio del mundo, pero, más que en ningún lugar, en las «placas geopolíticas selectivas», es decir, aquellos donde concentran intereses los actores preeminentes.
Aquella posibilidad significaría un escenario de «statu quo ante bellum» reforzado en Ucrania, es decir, la firma de un tratado internacional en el que se establezca una larga moratoria (digamos 30 años) sobre nuevas ampliaciones de la OTAN hacia el este, la restitución de derechos a la población filo-rusa del este de Ucrania (lo que implicaría que Rusia se retire del Donbass), el despliegue de una robusta fuerza multinacional en dicha zona (en la que participen efectivos rusos), y relatores que monitoreen el proceso de pacificación. Por supuesto, habría que ocuparse de otras cuestiones, por caso, responsabilidades-
Pero, nada más, es una deseable hipótesis. Los hechos y las intenciones son los que marcan los pasos en las relaciones entre los estados, no los anhelos. Por un lado, Rusia no se retirará de las plazas conquistadas, y Occidente continuará apoyando a Ucrania. Hace mucho que vivimos un tiempo internacional en el que nadie parece estar interesado en equilibrios geopolíticos y consensos estratégicos.
Pero, así y todo, esa hipótesis es prácticamente la única posibilidad, no sólo para detener el estado de guerra en Europa del este, sino para detener también un curso internacional en «modo Titanic».
* Doctor en Relaciones Internacionales (USAL). Ha sido profesor en la UBA, en la Escuela Superior de Guerra Aérea y en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación. Miembro e investigador de la SAEEG. Su último libro, publicado por Almaluz en 2021, se titula “Ni guerra ni paz. Una ambigüedad inquietante”.
Artículo publicado el 25/10/2022 en Abordajes, http://abordajes.blogspot.com/
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