Juan José Santander*

África, una vez más.

Aparte del aspecto de cráneo de perfil mirando a Oriente que siempre me evocó la silueta del continente y, según se sabe y parece, cuna de siete remotas madres de toda la humanidad, ha sido solar de algunas de las culturas más antiguas que conocemos y se reclaman de ella influencias tales como el jazz además de sus indudables huellas en ciertas músicas iberoamericanas, y el cubismo en la pintura europea, por citar algunas que marcan nuestra cultura globalizada de hoy.

También su población ha sido objeto del tráfico de esclavos en el que participaron los jefes tribales que seleccionaban la mercancía, los traficantes árabes que los conducían a los puertos y las potencias europeas que los embarcaban y conducían a sus lugares de destino, para ser una vez más vendidos y puestos a trabajar.

En el Congreso de Viena (1815) no se habló sólo de Napoleón y su familia sino también —a impulso de Gran Bretaña principalmente— del final de la trata de negros (sic), según relata Talleyrand en sus admirables memorias. Aunque pasadas ya las dos grandes guerras y la descolonización, la esclavitud se declaró ilegal en Mauritania en 1979 sin que eso haya implicado su desaparición efectiva. Es decir que esta historia duró fácilmente cuatro siglos, como empresa global conducida para su beneficio por los países internacionalmente más poderosos de ese momento.

Sin embargo, esta acción deliberada y mantenida en el tiempo no es reconocida internacionalmente como lo son algunas masacres sistemáticas de ciertos grupos, quizá porque su dimensión resulta tan apabullante que su reconocimiento por parte de los Estados responsables se les torna insoportable, además de incongruente con los altos principios que dicen sustentar y promover, y haber sustentado y promovido.

Pero el hecho está ahí. Y dura varios siglos. Y fue tan sistemático como se pueda serlo.

Quizá como consecuencia de algo que empezó a acabarse hace escasos doscientos años y la historia más reciente desde entonces, los países del África Subsahariana —que, para esto, seamos honestos, cabe más llamar, sin ningún desmedro étnico o fenotípico, África Negra— se hallan, a pesar o tal vez a causa de sus recursos sobre todo minerales, en situaciones de pobreza o en el mejor de los casos, de desarrollo incipiente, con las consecuencias que tales circunstancias fuerzan a prever: déficits de alimentación y de atención sanitaria.

Así pues, no es para asombrarse que nuevas cepas de la pandemia que aqueja al conjunto de la humanidad surjan de ahí, como las siete madres originarias y, como ellas, se distribuyan por todo el planeta.

La elección de ómicron para identificar este nuevo brote me recordó a su hermana omega, más larga y sonora, y que para Occidente tiene un aire conclusivo de final si se aparea al alfa del inicio.

Y como a aquellas madres africanas originarias invoco a la Gran Madre, desde las Venus esteatopígicas pasando por Cibeles, Isis y las Diosas Madres del hinduismo, la Madre de Misericordia china, las figuras femeninas prominentes del judaísmo y del Islam, la Coatlicue y tantas otras, en la figura de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, ícono bizantino del siglo X cuya veneración superó y supera el Cisma Cristiano de Oriente habiendo sido llevado a Roma desde Creta donde fue hallado en el siglo XV.

Y en el fondo de cuya imagen de la Madre y el Niño —algo que abarca a toda la humanidad— están inscriptas, singularmente, Alfa y Omega.

Que su protección o su inspiración nos hermanen. Porque el virus ya lo hace.

 

* Diplomático retirado. Fue Encargado de Negocios de la Embajada de la República Argentina en Marruecos (1998 a 2006). Ex funcionario diplomático en diversos países árabes. Condecorado con el Wissam Alauita de la Orden del Comendador, por el ministro marroquí de Asuntos Exteriores, M. Benaissa en noviembre de 2006). Miembro del CEID y de la SAEEG. 

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