Alberto Hutschenreuter*
El 20 de agosto, a bordo de un avión en vuelo hacia Siberia, el político opositor ruso Alekséi Navalny se sintió descompuesto, por lo que la nave debió bajar en Omsk, donde recibió las primeras atenciones médicas, para ser posteriormente trasladado a un hospital de Berlín. Allí, tras consultas con profesionales del ejército alemán, se determinó que Navalny fue envenenado con una sustancia química prohibida conocida como novichok, un poderoso agente tóxico (superior al gas sarín o GB) desarrollado por el ejército ruso como parte del programa de armas químicas binarias, esto es, componentes que en forma separada no se manifiestan, pero una vez que se mezclan producen un agente letal.
Un hecho sin duda lamentable para el político ruso, y un hecho que implica una “regularidad” en materia de asesinatos en Rusia, si bien la historia del mundo está repleta de prácticas relacionadas con la eliminación de personas a través de agentes tóxicos. Pero la secuencia de asesinatos y ataques químico-biológicos dentro y fuera de Rusia perpetrados por agentes rusos durante este siglo se ha vuelto un “clásico macabro”.
La cuestión relativa con la responsabilidad del ataque a Navalny una vez más ha vuelto a colocar al gobierno ruso en el centro de las sospechas, si bien, también una vez más, hay una pluralidad de posibles responsables: desde personas que han sido denunciadas por Navalny en el pasado hasta ajustes de cuentas entre ex espías rusos, pasando por “agentes patrióticos”, todo puede ser posible, aunque prácticamente improbable. Si para Churchill Rusia era “un misterio dentro de un enigma envuelto en la niebla”, los casos de envenenamiento dentro de territorio de Rusia, se podría decir que implican, en término de causas y responsables de los mismos, todo eso, pero dentro de un arca que ha sido cerrado bajo múltiples combinaciones y casi todos sus diseñadores se hallan desaparecidos.
Pero el caso Navalny nos permite observar un poco más allá, en dirección de realidades y del posible mundo venidero, pues dicho caso comporta varios “anillos” de análisis.
En primer lugar, la relación Alemania-Rusia, un vínculo que, salvo durante las guerras mundiales, ha sido históricamente favorable para los intereses de ambos. Para Berlín, el mantenimiento de una relación con Moscú en el segmento energético y de la seguridad energética es clave. El suministro de gas ruso “de territorio a territorio”, pues el gasoducto alemán-ruso (en el que se llevan invertidos más de 12.000 millones de dólares) se extiende a través del Mar Báltico evitando el tránsito por potenciales perturbadores, es una ganancia de cuño geopolítico y geoeconómico que ningún otro actor podría ofrecer a la poderosa locomotora de Europa.
Imagen: Deutsche Welle.
Aunque el proyecto “Nord Stream” se inició y terminó en tiempos en que las relaciones ruso germanas eran otras (y que hoy casi se completa con el “Nord Stream 2”), si Berlín no logra calibrar con sentido estratégico los componentes de la ecuación que combina valores e intereses (hoy más escorada hacia los valores), no solo no habrá resuelto a su favor una cuestión mayor, sino que, en un mundo incierto, bajo afirmación del “poder nacional primero” y multilateralismos en caída libre, Alemania y sus socios padecerán consecuencias si consideran que solamente con lo institucional y el derecho podrán influir en él. La historia no ofrece ningún registro sobre “potencias institucionales”.
La canciller Angela Merkel y quien la suceda en el cargo no harían nada mal en echar una mirada a la historia y recordar algunas de las claves de bóvedas formuladas por el canciller Bismarck en relación con el vínculo con Moscú. Quizá no tengan que ir tan lejos: el desaparecido Helmut Kohl y Gerhard Schröder (hoy presidente de la junta directiva de Nord Stream 2) podrían ser muy útiles en cuestiones de pragmatismo en la política exterior.
Un segundo anillo es la Unión Europea, pues no todos mantienen idéntica percepción en relación con castigar indefinidamente a Rusia. Si bien la UE participa del régimen de sanciones por los hechos de Crimea, hay países como la misma Alemania, Italia, Grecia (donde es vital el vínculo ortodoxo), etc., que vieron bastante afectada la relación comercial con Moscú. Solo basta tener presente que antes de Crimea la relación comercial ruso-alemana llegó a superar los 100.000 millones de dólares.
Por otra parte, es bastante claro que la configuración internacional del siglo XXI, que según Henry Kissinger se dará bastante entrada la centuria, implicará un dinamismo integral en el gran territorio euroasiático; por tanto, la UE está llamada a desempeñar un papel gravitacional en él, es decir, deberá, de cualquier manera, desplegar una geopolítica propia, decisión que no implica disrupción con el socio atlántico, pero sí priorizar sus intereses y estar preparada para soportar posibles coacciones del “pacificador americano” en el continente, para utilizar el concepto de John Mearsheimer.
Por su parte, Rusia, otro anillo clave, podría afianzar su enfoque en relación con una orientación exterior hacia la Gran Eurasia. De este modo, como sostienen algunos de sus autorizados analistas, por caso, Andrey Kortunov, ello podría replantear su relación con Europa desde un conjunto de actores preeminentes (China, India, etc.), no desde una relación directa Rusia-Europa. Claro que, como advierten, en ese escenario Rusia tendrá que ofrecer algo más que su presencia política, es decir, una mayor fortaleza económica. De este modo, Rusia podría llegar a “sustraer” a Europa de la influencia atlántica sin tener que recurrir a medios pro-fragmentación que siempre acaban por colocarla en el banquillo de los acusados.
Por último, el caso Navalny es un hecho funcional para Estados Unidos en su política orientada a “mantener vigilada” a Rusia (algo así como una “contención activa” en el siglo XXI, para distinguirla de la “contención pasiva” del siglo XX); pues, de no hacerlo, tarde o temprano, surgirá allí (según el oeste) un empuje geopolítico revisionista ruso que someterá otra vez a Europa del centro (una aprensión geopolítica palpable en la cada vez más militarizada Polonia). Por otro lado, también es funcional en relación con sus propósitos geo-energéticos: el de ser principal suministrador de recursos a Europa.
En breve, más allá de la tragedia sufrida por Alekséi Navalny, quien estaría saliendo del estado de gravedad en el hospital berlinés, el caso permite realizar una pluralidad de análisis sobre cuestiones que implican no solo reacomodamientos en las relaciones entre los estados, sino conjeturar sobre escenarios en los que, sin duda, estarán presentes las clásicas lógicas que habitan en dichas relaciones: concordia y discordia. No podemos asegurar cuál de ellas prevalecerá como antecámara de un orden nuevo.
* Doctor en Relaciones Internacionales (USAL). Profesor de la asignatura Rusia en el ISEN. Profesor en la Diplomatura en Relaciones Internacionales en la UAI. Ex profesor en la UBA y en la Escuela Superior de Guerra Aérea. Autor de varios libros sobre geopolítica. Sus dos últimos trabajos, publicados por Editorial Almaluz en 2019, son “Un mundo extraviado. Apreciaciones estratégicas sobre el entorno internacional contemporáneo”, y “Versalles, 1919. Esperanza y frustración”, este último escrito con el Dr. Carlos Fernández Pardo.
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