Marcos Kowalski*
Muchísimas veces se ha escuchado decir que en las guerras todo vale, pero no es así. En la comunidad internacional hay un marcado rechazo a los conflictos sin restricciones, los tratados internacionales del último siglo demuestran que en el frente de batalla no todo vale. Incluso las armas “convencionales” (las que no son nucleares, por ejemplo) tienen regulaciones.
Todos los días vemos conflictos armados, están a la orden de la historia, pero las armas y las formas de usarlas han evolucionado volviéndose más letales, sobre todo en los últimos doscientos años. A partir del siglo XIX, ejércitos cada vez más grandes y mejor equipados han provocado más destrucción y muertes de militares, pero también de civiles. Ante esa escalada de víctimas, la comunidad internacional ha intentado fijar “reglas” para la guerra, con mayor o menor éxito.
Las Conferencias de la Haya de 1899 y 1907 y las dos primeras Convenciones de Ginebra de 1929 fueron esfuerzos pioneros para mitigar los daños de los conflictos armados. La “ley de la Haya” regulaba los principios y límites de la guerra, mientras que la “ley de Ginebra” buscaba proteger a las víctimas y a los más vulnerables.
Con el tiempo, la unión de ambas dio paso al derecho internacional humanitario para la guerra. Mediante distintos tratados, este derecho ha amparado a los “no combatientes”, como civiles, prisioneros de guerra y heridos, mientras limita el desarrollo o uso de armas para así evitar o reducir el impacto de los conflictos en los seres humanos.
Recordemos, como antecedente a estas prohibiciones, a la declaración de San Petersburgo de 1868. Tras el desarrollo de balas explosivas, el Imperio ruso las consideró demasiado violentas y evitó usarlas, así que sugirió una prohibición universal para que otros Estados tampoco las fabricasen. Por primera vez se prohibía un arma antes de haber sido probada en combate.
Surge así la idea que armas de ese estilo, que agravan los sufrimientos de los combatientes heridos o hicieran inevitable su muerte, iban en contra de la idea extendida de que el propósito de la guerra era debilitar la fuerza militar del enemigo, no destruirlo. Para finales del siglo XIX y ante una creciente rivalidad de las potencias militares de la época, se celebraron las Conferencias de la Haya de 1899 y 1907.
No pudieron evitar el conflicto pero de allí surgieron iniciativas para limitar distintas armas que estaban en desarrollo o que empezaban a usarse, como los proyectiles que difunden gases asfixiantes o nocivos, o los proyectiles que se expanden o deforman en el cuerpo humano, conocidas como balas “Dum-dum” y que incluyen las de punta hueca y punta blanda.
Estas prohibiciones no incluyeron otros avances de la industria militar, como el tanque, los bombarderos o los submarinos, proyectos de sistemas de armas que siguieron su curso e incluso se desplegaron a gran escala en la experiencia traumática de la primera guerra mundial, llamada la “gran guerra” conflicto que provoco millones de muertos entre militares y civiles.
Es en estas circunstancias que se creó la Sociedad de Naciones en 1920, con el objetivo de propiciar la paz y prevenir futuras guerras. Esta organización promovió la reducción y el control del armamento militar convencional de sus Estados miembros, que resultaron en varios acuerdos durante el periodo de entreguerras hasta 1939. Pero, una vez más, estas iniciativas fracasaron con el rearme generalizado y la Segunda Guerra Mundial.
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, se produce la denominada “Guerra Fría”, con la aparición de las armas atómicas, desviando los esfuerzos internacionales por el control armamentístico hacia la cuestión nuclear. No obstante, en la recién creada Organización de las Naciones Unidas, ONU, se forma la Comisión sobre armas que precisó en 1948 el concepto de “armas de destrucción masiva”.
Empezarían así a diferenciarse las armas Nucleares, Biológicas y Químicas, como armas de destrucción masiva, cuyo uso, incluso limitado, puede causar estragos a toda la población, civil o militar, del resto de armas que equipan a los ejércitos del mundo, las armas denominadas convencionales. La ONU clasifica estas últimas armas en Pesadas o Livianas.
Las primeras, armas convencionales pesadas, incluyen siete tipos de armamentos de gran tamaño, desde tanques hasta helicópteros de combate o navíos de guerra, mientras que las segundas, armas convencionales livianas, son aquellas que equipan a los soldados aislados, las patrullas e incluso las unidades de combate, sean armas de “puño”, como pistolas y sub fusiles, de “hombro” como rifles de asalto, o “ligeras”, como lanzagranadas, ametralladoras y morteros.
Durante la Guerra Fría, la rivalidad entre Estados Unidos y la URSS por la hegemonía mundial contribuyó a distintos conflictos armados en otros países que les evitaron un enfrentamiento directo. Como era demasiado peligroso desplegar armas nucleares en combate, la proliferación de armas convencionales encontró en Corea, Vietnam o Afganistán oportunidades para probar nuevos modelos y sistemas.
El Comité Internacional de la Cruz Roja, a mediados del siglo XX había instado a prohibir las armas convencionales que no distinguen entre combatientes y no combatientes, y las que causen heridas o sufrimientos innecesarios. Una conferencia de expertos logró definir este armamento en 1974.
Sin embargo, en otra conferencia, esta vez realizada por la Diplomacia y que duró hasta 1977, surgieron diferencias entre Estados, como Suiza o Noruega, y los bloques militares de Estados Unidos y la Unión Soviética, que, más reacios a las prohibiciones, entendían que estas solo podían decidirse en la ONU.
Es de esa forma que se decide reunir la Asamblea General de la ONU para establecer una conferencia específica sobre estas armas. En 1980 nació el Convenio sobre la Prohibición y Restricción de Ciertas Armas Convencionales (CAC). El CAC, reúne reglas generales que llevan a que las armas se regulen mediante protocolos concretos, que en principio fueron tres.
El primero prohíbe las armas que hieren por fragmentos no detectables por rayos X como los explosivos de fragmentación, explosivos hechos de plástico o cristal. Esa prohibición se basa en la idea de que impedir o dificultar la asistencia médica a un combatiente herido y retirado del campo de batalla solo suma daños innecesarios. Dado el uso casi nulo de estas armas, la postura no tuvo opositores.
El segundo protocolo restringe distintos artefactos, como las trampas “caza-bobos”, que son aquellas que atraen a las personas y se activan cuando se acercan o las manipulan. Habituales en la guerra de guerrillas, como las utilizadas por el Vietcong contra los soldados norteamericanos. Una de las principales prohibiciones es su uso en lugares con civiles y dentro de objetos inofensivos. Durante guerra en Siria, el grupo terrorista ISIS llegó a utilizarlas contra civiles con explosivos improvisados dentro de juguetes o televisores.
Este segundo protocolo es el que trata, también, sobre las minas terrestres de gran efecto contra la población civil. Los campos de minas son fáciles de sembrar, pero difíciles de limpiar y décadas después de los combates todavía matan o mutilan. A pesar de la enmienda al Protocolo II en 1996, la falta de consenso para prohibirlas llevó a negociar un tratado aparte, la Convención de Ottawa de 1997.
El último de los tres protocolos originales trata sobre las armas incendiarias, que son aquellas que aparte de incendiar objetos causan quemaduras a las personas mediante llamas o calor, como el napalm o los lanzallamas. Se usaron durante la Primera y Segunda Guerra Mundial, y volvieron a verse en las guerras de Corea y Vietnam. Su inclusión en el CAC planteó el rechazo por parte de Estados Unidos y el Reino Unido que defendían su uso para operaciones concretas, como, por ejemplo, contra objetivos militares.
La oposición de estos dos Estados, finalmente, impidió una prohibición total. Por tanto, este protocolo prohíbe atacar con armas incendiarias por medios aéreos a la población y a objetivos militares en zonas de concentración civil, pero sí pueden utilizarse contra fuerzas enemigas, siempre que se hayan adoptado todas las precauciones posibles para minimizar víctimas colaterales.
En los últimos tiempos con un resurgimiento de amenazas apareció una nueva “guerra fría” donde China y la Federación de Rusia, heredera de la URSS, aparecen como el principal desafío a la hegemonía militar estadounidense.
En la actualidad todas estas potencias han realizado grandes avances en la electróptica y fundamentalmente en las aplicaciones militares de los sistemas láser. Sistemas en pleno desarrollo, todavía experimental, pero que ya en los años noventa aparecían como armas láser antipersonales, provocaron un debate impulsado por el Comité Internacional de la Cruz Roja, donde se consensuó que no eran aceptables, pues con ellas se busca causar ceguera que puede ser permanente. El CAC sumó así un cuarto protocolo en 1995, siendo la primera vez desde aquellas balas explosivas del Imperio ruso que se prohibía un arma antes de haberse visto en combate.
El nuevo contexto de los conflictos desde fines del siglo XX hasta nuestros días, por ejemplo entre 1990 y 1999, se consideraban activos 118 conflictos armados de los cuales solo diez eran internacionales. Como respuesta a esa tendencia el CAC se amplió en 2001 a los denominados conflictos armados internos, los de conmoción interior de los Estados, que ganaron aún más protagonismo con la “guerra contra el terror” que promovió Estados Unidos tras los atentados del 11S.
Finalmente, en 2003 se añadiría un quinto protocolo del CAC, sobre restos explosivos de guerra que abarca las municiones que el Convenio no contemplaba, como granadas, bombas aéreas o proyectiles de artillería que no explotaron durante los combates y que aún pueden amenazar la vida de las personas.
Con relación a otras armas como las municiones de racimo, que son aquellas que contienen numerosos proyectiles explosivos en su interior que se diseminan sobre un área extensa y que pueden convertirse en restos explosivos de guerra, los esfuerzos por acordar un nuevo protocolo para limitarlas o prohibirlas no han tenido éxito. La causa principal de este punto muerto son los intereses económicos de los fabricantes de municiones de racimo, como Estados Unidos, Rusia, China, Israel, India y Pakistán. Los cuatro primeros también están entre los mayores exportadores de armas del mundo.
Sobre este tema, Noruega inició en 2006 una negociación para prohibir estas armas. La iniciativa culminó en la Convención sobre municiones de Racimo de 2008 con la participación de 123 Estados hasta ahora. Se impulsaron nuevas obligaciones a los Estados miembros y medidas de asistencia a las víctimas. Pese a la ausencia de los grandes productores, la inversión estatal y de instituciones financieras para fabricarlas ha caído un 70% en los últimos años.
El CAC goza de flexibilidad, sus cinco protocolos están ratificados en distinto número por los 125 países que lo suscriben y se han podido revisar en las llamadas conferencias de examen. En los últimos años, por ejemplo, se está discutiendo como proceder con los sistemas de armas autónomos letales como drones o robots militares, pero la decisión está en el aire ante la nueva carrera armamentista y tecnológica entre potencias globales.
Por lo pronto, el uso creciente de aeronaves armadas no tripuladas, por parte de Estados Unidos, China, Rusia, Turquía y otros muchos países en conflicto o en acciones antiterroristas, perfeccionadas incluso con inteligencia artificial se viene incrementando en forma exponencial.
Aunque las armas convencionales provocan daños más limitados que las de destrucción masiva, el número de víctimas provocado en el mundo por estas armas es al día de la fecha muy superior. La Oficina de Asuntos de Desarme de Naciones Unidas estimó que casi el 50% de las muertes violentas entre 2010 y 2015, más de 200.000 al año, involucraron armas livianas.
Ocurre que las armas de destrucción masiva están más controladas. El derecho internacional es clave para limitar las armas convencionales más dañinas o de uso indiscriminado permitiendo a los Estados anticiparse a los desafíos que plantea la aparición de nuevos armamentos. Estas armas, ligadas a los conflictos bélicos y a las distintas amenazas de la actualidad no van a desaparecer, por el contrario, proliferarán.
El CAC, como todo acuerdo internacional, tiene puntos débiles que le restan efectividad, carece de mecanismos de verificación y aplicación así como de un proceso ante incumplimientos. Además, los nuevos protocolos suelen estancarse por los intereses opuestos entre los Estados parte. Estos vacíos han llevado a crear convenciones alternativas como las de Ottawa, sobre minas terrestres, u Oslo, sobre municiones de racimo, pero al final las guerras y los conflictos no desaparecerán y cada Estado deberá procurarse su propia defensa.
* Jurista USAL con especialización en derecho internacional público y derecho penal. Politólogo y asesor. Docente universitario. Aviador, piloto de aviones y helicópteros. Estudioso de la estrategia global y conflictos.
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