Roberto Mansilla Blanco*
Imagen: © Sputnik / Maksim Blinov
«La peor matanza terrorista en dos décadas en Rusia». Así resumen prácticamente todos los medios internacionales el atentado terrorista suscitado durante un concierto en Moscú este 22 de marzo, con hasta los momentos aproximadamente 135 fallecidos, cifras que muy probablemente seguirán creciendo en las próximas horas.
Tras este atentado vinieron las inmediatas reacciones. Una facción del Estado Islámico (Daesh en árabe; ISIS en inglés) denominada del Gran Khorasán (ISIS-K) asentada en Afganistán se atribuyó la autoría del mismo. No obstante, el recientemente reelecto presidente ruso Vladímir Putin asegura existir una presunta pista ucraniana (y quizás también exterior) detrás del mismo prometiendo «venganza», un tono muy similar al que había empleado en el pasado contra los terroristas chechenos.
Desde Kiev niegan obviamente esta implicación toda vez que atribuyen este atentado a los precedentes de los propios servicios de seguridad rusos, haciendo un paralelismo con los atentados de agosto de 1999 en el sur de Rusia (que causaron más de 300 muertos), poco después de la llegada de Putin al poder, en este caso como primer ministro. El Kremlin culpó entonces a los terroristas chechenos. Muchos especulan sobre la presunta autoría del FSB ruso en esos atentados para justificar una segunda fase de la guerra en Chechenia.
El Kremlin sigue manejando a Kiev como la principal línea de investigación detrás del atentado. La portavoz del gobierno ruso María Zajárova criticó a Washington de no otorgar la información suficiente en el momento de advertir sobre esta posibilidad de atentado terrorista. No obstante, a comienzos de marzo los servicios de inteligencia estadounidenses advirtieron al FSB ruso de la posibilidad de un atentado terrorista en Moscú, indicando incluso la pista del ISIS-K. Putin calificó esta advertencia de «chantaje».
Con todo, el atentado en Moscú evidenciaría igualmente la vulnerabilidad de la seguridad interna en Rusia, con el foco ahora concentrado en la imagen del presidente ruso y en la eficacia de sus servicios de inteligencia. Tras ocurrir el atentando, Washington se apresuró a enviar condolencias. Incluso la propia viuda de Aléxei Navalny se sumó a las mismas. En Europa, el presidente Emmanuel Macron y la presidenta de la Comisión Europea Úrsula von der Leyen aparcaron momentáneamente su ardor belicista contra Rusia para expresar también su solidaridad pero enfatizando el mensaje hacia el «pueblo ruso» y no su gobierno, un factor clave que evidencia notoriamente los intereses detrás de la actual coyuntura.
La pregunta es: ¿a qué obedece esta inesperada reaparición del Estado Islámico (ahora con esta facción ISIS-K) con un atentado en un país en guerra como Rusia? ¿Por qué ahora en un momento en que Rusia ha demostrado capacidad suficiente para resistir la embestida de las sanciones occidentales y del esfuerzo bélico en Ucrania? ¿Qué tanto sabía Washington del atentado? ¿Retrotrae esta perspectiva la validez de esas informaciones sobre la presunta implicación de los servicios de inteligencia estadounidenses y de sus aliados en la irradiación del yihadismo internacional con fines claramente geopolíticos?
No debemos olvidar que Rusia siempre fue un objetivo del yihadismo, particularmente por la presencia de numerosas comunidades musulmanes dentro de la Federación rusa pero también en Asia Central y el Cáucaso. Explotar este factor, especialmente en etnias como la tadyika, kirguiza, chechenos, daguestaníes o tártaros, particularmente en lo relativo a sus relaciones con la predominante etnia rusa, siempre fue un instrumento clave para los objetivos yihadistas a la hora de recrear descontento y malestar hacia Rusia dentro de estas comunidades islámicas.
Por otra parte se puede intuir que el ISIS desee atacar como una reacción a la intervención militar rusa en Siria desde 2015 que permitió al régimen de Bashar al Asad recuperar posiciones militares y mantenerse en el poder precisamente derrotando al Daesh. No obstante era vox populi en los centros de poder sobre la ralentización menguante y la pérdida de capacidad de actuación y amenaza de este movimiento integrista en Oriente Próximo, particularmente en el territorio entre Siria e Irak.
Esa sensación de fracaso del yihadismo también se observa en el Cáucaso ruso, en particular ante la desaparición del efímero Emirato del Cáucaso y la neutralización y pacificación rusa del irredentismo checheno; a tal punto es evidente que fuerzas chechenas luchan del lado de las rusas en Ucrania. Y si bien es cierto que los talibanes volvieron al poder en Afganistán en 2021, el ISIS-K lucha contra este régimen intentando expandir la posibilidad de renovación del integrismo yihadista hacia Asia Central. El retorno Talibán al poder tuvo precisamente en Rusia y China a sus principales benefactores políticos y diplomáticos, toda vez la retirada occidental de Afganistán significó un notorio triunfo geopolítico para Moscú y Beijing.
Por otra parte habría también que atender al contexto actual ruso-occidental para intentar observar qué otras razones pueden estar detrás de este inesperado retorno del terrorismo yihadista. En medio de una guerra ucraniana en fase de estancamiento para los intereses occidentales, con un equilibrio militar mucho más favorable a Rusia (horas antes del atentado la aviación rusa realizó el ataque más contundente contra instalaciones energéticas ucranianas) y un Putin políticamente reforzado dentro de Rusia, perspectiva en la que Occidente ya interpreta su aparente imposibilidad para apartarlo del poder, el atentado terrorista en Moscú podría ser interpretado y utilizado por Occidente como un instrumento que refleje la vulnerabilidad rusa para, por otra parte, implicar eventualmente la posibilidad de un «reseteo» dentro de sus agrias relaciones con Putin, incluso incentivando a otros interlocutores con presunta influencia dentro del Kremlin.
Así, el recurso del yihadismo terrorista como enemigo común puede instrumentalizarse ahora como una inesperada estrategia por parte de Washington para intentar reducir el nivel de tensión con Moscú, mirando siempre al temido contexto de difusión de la crisis ucraniana hacia un escenario nuclear. Más allá de su apoyo militar a Kiev y de las expectativas defensivas y militares europeas, Washington y la OTAN entienden que Rusia, lejos de estar derrotada en el terreno militar y resistiendo con fluidez a las sanciones occidentales, tiene capacidad para desequilibrar a su favor el conflicto ucraniano.
Lejos de ser un paria internacional como Occidente esperaba, Rusia está bien posicionada en sus alianzas en Asia (China, India, Turquía, Irán), África e incluso América Latina (Venezuela, Cuba, Nicaragua) La sociedad rusa, no menos condicionada por la propaganda del Kremlin, acaba de legitimar masivamente el mandato presidencial de Putin. Por otra parte, el Kremlin puede utilizar el atentado como un instrumento de justificación de una mayor militarización dentro de Rusia ante la fase expectante de una posible contraofensiva en el frente ucraniano y de un conflicto a gran escala contra la OTAN, tal y como observamos en la retórica belicista entre Bruselas, Washington y Moscú.
En este contexto gravita igualmente otro imperativo estratégico: la enésima tentativa de Washington para intentar «limar asperezas» con Moscú que eventualmente provoque un distanciamiento dentro de la alianza estratégica ruso-china, un eje euroasiático cada vez más consolidado, especialmente tras la guerra en Ucrania y las tensiones en torno a Taiwán, el Mar de China Meridional, el pacto «atlantista» AUKUS en Asia Oriental y la recuperación de Corea del Norte como aliado militar ruso. Romper esta ecuación estratégica sino-rusa es un imperativo para Washington y más cuando Beijing ha alcanzado capacidad suficiente para impulsar sendas iniciativas de negociación en Ucrania y también en Gaza.
Esta perspectiva geopolítica occidental de intentar alejar a Rusia de China puede tener una nueva dimensión en caso de que Donald Trump vuelva en noviembre a la Casa Blanca, tomando en cuenta las conocidas simpatías del ex presidente estadounidense por Putin y de sus intenciones de «resetear» el eje «atlantista» forjado por la Administración Biden al calor de la guerra ucraniana. Ese eje «atlantista» del que Trump quiere tomar distancia se vio reforzado por la reciente ampliación de la OTAN (Suecia y Finlandia) toda vez Europa adopta ahora un inesperado discurso cada vez más belicista.
Especulaciones aparte, tras este atentado difícilmente observaremos un inmediato cambio en las relaciones ruso-occidentales a favor de un clima de mayor entendimiento. La pista ucraniana del Kremlin implica también a Washington y Bruselas, lo cual reforzaría aún más esta atmósfera de tensión permanente ruso-occidental. Pero como sabemos, la política es el arte de todo lo posible. Está por verse si el atentado terrorista en Moscú puede implicar ese hipotético «reseteo» ruso-occidental o si, por lo contrario, reforzará aún más el actual clima de confrontación hacia escenarios inesperados y ahora con el terrorismo jugando en primera fila.
* Analista de geopolítica y relaciones internacionales. Licenciado en Estudios Internacionales (Universidad Central de Venezuela, UCV), Magister en Ciencia Política (Universidad Simón Bolívar, USB) Colaborador en think tanks y medios digitales en España, EE UU y América Latina.
Artículo originalmente publicado en idioma gallego en Novas do Eixo Atlántico: https://www.novasdoeixoatlantico.com/rusia-occidente-e-o-terrorismo-roberto-mansilla-blanco/
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