Marcelo Javier de los Reyes*
El 24 de marzo de 1816 se reunió el Congreso de Tucumán en un contexto conflictivo dados los resquemores que despertó en el litoral la hegemonía que ejercía la ciudad de Buenos Aires. A pesar de estas tensiones y de que no todas las provincias participaron del Congreso, pues las del litoral —la Banda Oriental, Corrientes, Entre Ríos, Misiones y Santa Fe— estaban en guerra contra el gobierno central, el 9 de julio de 1816 las Provincias Unidas proclamaron su independencia.
Mucho ya se ha escrito respecto a los hechos que siguieron a esa proclamación y a los vaivenes que desde entonces vivió la Argentina.
El propio Manuel Belgrano, quien a diferencia de nuestros actuales dirigentes luchó por nuestra independencia haciendo grandes esfuerzos y muriendo en la pobreza, llegó a expresar: “Yo espero que los buenos ciudadanos de esta tierra trabajarán para remediar sus desgracias. ¡Ay Patria mía!”
Recientemente, el 20 de junio, se cumplieron 201 años de ese pronunciamiento de uno de nuestros más importantes próceres, quien durante el virreinato cumplió numerosas funciones públicas y luego luchó incansablemente por la independencia. A diferencia de nuestra dirigencia, que no ha intentado imitarlo, Belgrano murió en la pobreza y con una gran angustia en un contexto en el que la Patria se encontraba en un estado de gran convulsión interna. Quizás la misma angustia que muchos argentinos sentimos al ver el camino de autodestrucción que hemos emprendido en las últimas décadas. Porque ya no somos ese “crisol de razas” que nos enseñaban en la escuela pública, prácticamente la única escuela que existía en la niñez de los que cursamos más de seis décadas y la que nos igualaba a todos con el guardapolvo blanco. Del mismo modo que nos igualaba el Servicio Militar Obligatorio, en el que nos cruzábamos los jóvenes de todas las religiones, provincias, etnias y clases sociales y económicas que conformábamos esa “comunidad organizada” conocida como Nación, es decir, un conjunto de personas que comparten vínculos históricos, culturales, religiosos, etc., que tienen conciencia de formar parte de un mismo pueblo o comunidad.
Para algunos quizás nunca hayamos sido plenamente independientes pero está claro que los pasos que hemos dado nos han llevado a dudar de nuestra independencia debido a que hemos perdido lo que se denomina “Poder Nacional”. Este es uno de los conceptos que nuestra dirigencia ha dejado de usar, así como otros, por ejemplo “Soberanía Nacional”, “Identidad Nacional”, porque han sido reemplazados por los falsos y desiguales “derechos humanos”, por la fantasiosa “integración”, declamaciones que distan de la realidad.
No somos independientes si no hay producción nacional y si el país está maniatado por una gran deuda externa.
No somos independientes si quienes son elegidos para administrar la República —la “res” (cosa, o asunto) y publica (el pueblo), la “cosa pública”— despilfarran los fondos públicos en su propio beneficio —los “partidarios de sí mismos”, como los denominaría Belgrano—, haciendo populismo, mientras se esquilma a los trabajadores, a los jubilados y a los sectores productivos.
No somos independientes si no se defiende cada metro cuadrado de la Patria, si no se fortalece la Seguridad Interior y si no se provee a las Fuerzas Armadas del material necesario para cumplir con su misión de custodiar la Soberanía Nacional, nuestra integridad territorial.
No somos independientes si se destruyen los valores, las tradiciones, mientras se ideologiza cada sector de nuestras vidas y del Estado en función de una “agenda global” impuesta o de tendencias subversivas que incrementan la división nacional.
Asistimos hoy a la desestructuración de esas bases que llevaron más de cuatro décadas del siglo XIX para lograr la unidad, dejando atrás las guerras civiles, y redactando una Constitución Nacional (1853) que permitió iniciar una etapa de crecimiento, de desarrollo productivo que puso a la Argentina de las primeras décadas del siglo XX entre los países más desarrollados del mundo, en el que la educación común, gratuita y obligatoria (Ley 1.420, de 1884, presidencia de Julio Argentino Roca) y unos salarios superiores a los de algunos países de Europa, provocaron algo que fue un orgullo nacional: la “movilidad social”.
Tan relevante fue la Argentina que se erigió como modelo para otras naciones; que incluso varias tomaron hasta los colores de nuestra Bandera Nacional para darse sus propias enseñas patrias.
Con todo, en ese mismo siglo XX comenzó la declinación a causa de los golpes de Estado cívico-militares —que tuvieron su origen en 1930— y de la emergencia, nuevamente, del caudillismo, del culto a la personalidad que aún perdura en esta Argentina del siglo XXI.
Los grandes pasos de las primeras décadas del siglo XX, como la creación de YPF o de la siderurgia nacional, fueron acortándose.
La independencia proclamada el 9 de julio de 1816 parece hoy como algo que en esa época no existía: una foto. Sí, una imagen estática, un grito congelado en el espacio y en el tiempo.
Es hora de que los argentinos asumamos que la independencia es una labor diaria, una tarea inconclusa que —debido a nuestro retroceso en todos los órdenes— requiere que reconstruyamos nuestros valores y nos reunamos para ser parte de una nueva dirigencia nacional que promueva que Dios y la Patria le reclamen a la actual dirigencia política por todo el daño ocasionado a la Nación y paguen por el verdadero genocidio que están causando a través de la generación diaria de pobres en un país rico, por la creación de ese grupo de jóvenes “que ni estudia ni trabaja” en un país que fue un faro que iluminó a otras naciones con su educación y con su cultura. Desde hace años, esta Argentina impulsa al exilio a aquellos jóvenes que tienen las ambiciones normales de cualquier ciudadano que habita en un “país normal”.
Los que hemos estado bajo bandera hemos jurado “defenderla hasta perder la vida”. Los niños, en las escuelas, realizan la ceremonia de Promesa de Lealtad a la Bandera Argentina. Debemos repensar acerca de esto y trabajar para que estas fórmulas no sean meras declaraciones, sino que adquieran el verdadero sentido que encienda la llama que ilumine y suministre la energía vital necesaria para la fundación de una Segunda República, para una Reconstrucción Nacional.
Dotémonos del espíritu de cuerpo que nos permita peregrinar hacia la “Argentina prometida”.
Desarrollemos el sentimiento de argentinidad para ser verdaderamente independientes como lo soñaron nuestros próceres y quienes les sucedieron en la historia, quienes dieron su vida en 1982, quienes trabajaron incansablemente por la grandeza de la República.
Recordemos al Libertador General San Martín, quien nos trazó el camino: “Cuando la Patria está en peligro todo está permitido, excepto no defenderla”.
* Licenciado en Historia (UBA). Doctor en Relaciones Internacionales (AIU, Estados Unidos). Director de la Sociedad Argentina de Estudios Estratégicos y Globales (SAEEG). Autor del libro “Inteligencia y Relaciones Internacionales. Un vínculo antiguo y su revalorización actual para la toma de decisiones”, Buenos Aires: Editorial Almaluz, 2019.
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70 años de autocracia ( para aquelos que no tengan clara la definición de autocracia los remito al diccionario ) han destruído en la consciencia colectiva los conceptos esenciales que han llevado a las naciones a ocupar en el conjunto, lugares preminentes como ocupó Argentina en su momento. Cumplir a lo largo de tanto tiempo casi exactamente los dichos de Discepolo en la letra de su tango Cambalache nos ha puesto en la realidad de hoy. Resquebrajar sin prisa pero sin pausa los valores fundacionales vigentes hasta las primeras decadas de 1900 es el resultado . Está a la vista de todos desde el pobre mas pobre hasta el rico mas rico. Gobernar teniéndo en la mano derecha la Constitución Nacional y en la izquierda sin claudicación y con la fuerza suficiente para hacer cumplirla sin miramientos y a todos es la única manera que tenemos
-después de muchos años de arduo trabajo - para retomar el camino perdido y salvar a dos generaciones perdidas .