Alberto Hutschenreuter*
Tras veinte de años de guerra, en pocas semanas más, en clave recordatoria el 11 de septiembre, Estados Unidos abandonará Afganistán.
¿Fue derrotado el único país grande, rico y estratégico del mundo en el país asiático? No. ¿Ganó Estados Unidos? No. Entonces perdió. Pues su enemigo, principalmente los talibanes, se mantuvo; y con ello negó al oponente la victoria.
Se trata, una vez más, del cumplimiento de la vieja fórmula de pocos pero categóricos términos que explica brillantemente porqué acaba triunfando el “más débil”: “Las fuerzas regulares pierden porque no ganan, las fuerzas insurgentes ganan porque no pierden”.
En la guerra de Vietnam (fines de los 50/principios de los 60-1975), los vietnamitas sufrieron más de un millón de muertos; los estadounidenses, menos de 60.000. En la guerra de Afganistán (1979-1989), los muyahidines perdieron más de 90.000 hombres; los soviéticos, 16.000. En la guerra entre Estados Unidos y talibanes (2001-2021, la guerra más larga y costosa para el poder mayor), hubo (hasta donde se puede saber) más de 45.000 combatientes muertos, mientras que Estados Unidos sufrió 2.500 bajas, sin contar las muertes de efectivos de la fuerza multinacional.
Hay otros casos notables en los que los derrotados han sido poderes preeminentes: Gran Bretaña (dos veces en Afganistán en el siglo XIX), Francia en Indochina y en Argelia en el siglo XX, Holanda en Indonesia, etc.
Acaso lo más curioso en relación con esta modalidad de guerra es que la parte más poderosa nunca termina de aprender la naturaleza de la misma. Aparte del insuficiente conocimiento de las costumbres, tribus e ideas locales, insiste con patrones que difieren de los patrones del oponente. La “derrota” de Estados Unidos en Afganistán se explica, en importante medida, por el enfoque relativo con la legitimidad en la que se apoyan y defienden las partes.
Como muy bien destacan los expertos Thomas Johnson y Chris Mason, una y otra parte en pugna sostienen narrativas diferentes que acaban siendo decisivas en relación con la ruptura de la voluntad de lucha del “invasor”. La legitimidad de los insurgentes afganos, de acuerdo con dichos autores, proviene exclusivamente de dos fuentes: la dinastía y la religión. Pero para Estados Unidos y sus aliados afganos, la legitimidad proviene de elecciones; están convencidos que a partir de ello se logrará la estabilidad.
Se trata de enfoques totalmente opuestos. Algo muy similar sucedió en Vietnam: mientras para los locales la fuente motivadora de lucha se fundaba en el nacionalismo y la unificación, para la fuerza intervencionista se trataba de una guerra para evitar la expansión del comunismo.
Más allá de motivaciones diferentes que implican energías de lucha distintas, en Afganistán y en los otros teatros en los que una de las partes era “menos fuerte”, por detrás y por debajo de las fuerzas regulares propias, aquellas que Ho Chi Minh denominaba “gran guerra”, se despliega el modo revolucionario de guerra o guerra de guerrillas, cuya lógica de lucha difiere de la lógica de la fuerza ocupante en relación con el tiempo, el espacio, el poder de fuego y el número de bajas.
De allí que la permanencia proporciona, la mayoría de las veces, resultados favorables a los locales: hubo un momento en Afganistán, en 2009, cuando el entonces presidente Obama aplicó la “estrategia de incremento” de efectivos, en que los talibanes y otros grupos fueron severamente atacados y debieron retroceder de sus posiciones, “descansando” muchos de ellos en el país que los asiste, Pakistán. Sin embargo, la extensión y la tremenda violencia de la guerra, particularmente en 2014, un “año estratégico” para la reagrupación de los talibanes y los grupos que los apoyaban, llevó a que la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad (ISAF), a cargo de la OTAN, decidiera dar por terminada su misión. Desde entonces, hubo una fuerza más reducida que continuó en el territorio hasta 2021.
En buena medida, se da un escenario que recuerda al estudiado muy bien por el general francés André Beaufre en su clásica obra escrita hace medio siglo, “La guerra revolucionaria”, cuando un cuerpo expedicionario se encuentra aislado en medio de fuerzas locales a las que combate. Dicho cuerpo afronta cada vez más inseguridad. El territorio abarca dos zonas: una parte pacificadora, en la que se asienta y predomina la fuerza expedicionaria y sus aliados, y la zona de los disidentes o insurgentes. El hostigamiento de estos últimos aumenta. La guerra se prolonga y provoca creciente cansancio. Tras años de lucha, el objetivo de esta guerra de cuño colonial parece irrisorio frente a los costos humanos y económicos. Se busca un arreglo, abriéndose una fase de negociaciones interminables, pero durante las mismas la violencia no solo no cesa, sino que se redobla. Finalmente, la fuerza expedicionaria se retira del territorio y los enemigos toman el poder: ya no hay, entonces, una zona de disidentes.
La descripción se parece más a lo que ocurrió en Vietnam. Pero si bien hay diferencias entre Afganistán y Vietnam, sobre todo en relación con el componente tribal-religioso y el sentido de unidad-ideología, respectivamente, hay fuertes similitudes en el modo de llevar adelante la guerra que, en uno y otro caso, a los que hay que sumar el “Vietnam soviético”, termina siendo letal para la fuerza intervencionista.
Por otra parte, el propósito relativo con luchar contra el terrorismo y evitar que el país se convierta en un Estado terrorista o un territorio funcional para el terrorismo, fue acompañado, una vez expulsados los talibanes del poder en noviembre de 2001, de la reconstrucción material de Afganistán por parte de fuerzas internacionales. Y aquí la cuestión de visiones opuestas de las partes y de la población local vuelve a ser un factor desfavorable para la fuerza intervencionista. Como inmejorablemente ha señalado hace ya unos años el experto José Luis Calvo Albero: “En Afganistán el proceso fue similar (a Irak) y la estrategia de ‘corazones y mentes’ terminó por fracasar, aunque el proceso fue mucho más lento. La población afgana se encontraba en un estado tan mísero que difícilmente podía imaginar condiciones peores a las que ya sufría en 2001. La llegada de los soldados occidentales fue recibida con alegría, no porque trajesen con ellos la libertad y la democracia, sino porque existían fundadas esperanzas en que podían mejorar el paupérrimo nivel de vida. Como ocurrió en Irak, la estrategia de ‘corazones y mentes’ se basó en ideas en lugar de en hechos materiales y, aunque la población afgana esperó durante años una mejora realmente perceptible en sus condiciones de vida, terminaron tan cansados y decepcionados como los iraquíes”.
Y aquí el paralelo ya no es Vietnam, sino lo que podría ocurrir considerando lo que ha sucedido en Irak tras la retirada de los estadounidenses. El analista Ben Hubbard lo advierte en su nota del día de ayer (10 de agosto de 2021) publicada en el New York Times, “As U.S. Leaves Afghanistan, History Suggests It May Struggle To Stay Out”, en la que recuerda que, tras el retiro de las fuerzas de Irak en 2011 por orden de Obama, los yihadistas del Estado Islámico establecieron un territorio extremista que obligó a Estados Unidos a enviar nuevamente fuerzas para combatirlos y expulsarlos. Por ello, más allá de la orden del presidente Biden de poner fin a la guerra más prolongada, este podría ser un escenario posible en Afganistán.
En breve, el inminente desenlace de la situación en Afganistán tras el retiro de Estados Unidos, como así los posibles escenarios de confrontación entre la OTAN y Rusia, para tomar un hecho que sucede en paralelo, tienen un común denominador: la ignorancia y el desprecio de la experiencia histórica por parte de Occidente.
* Doctor en Relaciones Internacionales (USAL) y profesor en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación (ISEN) y en la Universidad Abierta Interamericana (UAI). Es autor de numerosos libros sobre geopolítica y sobre Rusia, entre los que se destacan “El roble y la estepa. Alemania y Rusia desde el siglo XIX hasta hoy”, “La gran perturbación. Política entre Estados en el siglo XXI” y “Ni guerra ni paz. Una ambigüedad inquietante”. Miembro de la SAEEG.
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