Isabel Stanganelli*
Las relaciones entre Rusia y China, muy próximas hasta mediados de la década del 50, quedaron suspendidas durante más de treinta años a partir de la gestión de Nikita Khruschev. De acuerdo con la doctrina de política exterior oficial de 1993 las prioridades de Rusia colocaban en sexto lugar a la región Asia-Pacífico. Ya en marzo de 1996 el Ministro de Relaciones Exteriores de Rusia, Evgeny Primakov, elevó a la región Asia-Pacífico al tercer lugar en las prioridades de Moscú. Pero este acercamiento no fue fruto de una estrategia deliberada sino consecuencia de muchos intentos fallidos de intensificar la cooperación con vecinos asiáticos.
En realidad la posición inicial de la flamante Rusia promovía el acercamiento a organismos internacionales como la ONU, ASEAN, APEC, Grupo de Australia, etc., como base de una nueva cooperación con los EE.UU. y la Unión Europea para lograr las reformas de transformación a la economía de mercado. Respecto del resto de Asia, los institucionalistas liberales rechazaban abiertamente el multilateralismo chino y regímenes como el de India y Corea del Norte. Con el paso del tiempo, y para evitar el aislamiento político e intelectual, los partidarios de este modelo atenuaron su posición. La escuela de política exterior eurasianista estaba en su apogeo y consideraba a Rusia un Estado eurasiático.
De esta manera la Federación se instituía como puente entre las diferentes culturas que la circundaban y neutralizaba su frustración ante las expansiones de la OTAN y de la Unión Europea, las deficiencias de la OSCE —que no le permitió a Rusia afirmarse como organismo de seguridad europeo—, así como las relaciones menos fluidas de Moscú con algunos Estados de Europa Central. Rusia comenzó a evaluar a Oriente como alternativa para sus intereses —económicos, de seguridad, políticos, etc.— y para neutralizar la creciente influencia de Japón y de EE.UU. en el Pacífico. En la Declaración de Almaty de julio de 1998, los Ministros de China, Rusia, Kazakhstán, Kirguizstán y Tadjikistán —Grupo de Shanghai, creado en 1996— sostuvieron que la paz y el desarrollo de todas las naciones en el siglo XXI exigían la instauración de un nuevo orden justo y racional en lo económico y político y lograr relaciones de buena vecindad, de amistad y de cooperación entre los cinco Estados. Esta nueva concepción de política exterior permitió a Rusia ingresar al Grupo de los 7, al Club de París, intervenir en Kosovo, etc.
El acercamiento a Oriente también permitiría a Rusia reducir gastos militares, reactivar económicamente la región del Lejano Este, una mayor participación en el comercio regional así como brindar asistencia técnico-militar a China, incentivar el desarrollo industrial y de las comunicaciones y en particular el de las fuentes de energía —incluyendo hidrocarburos y su transporte—.
De todos modos era muy improbable una alianza político-militar entre China y Rusia aunque se declararon dispuestas a mantener consultas sobre problemas internacionales y cuestiones relacionadas con la situación en Asia.
Aunque la relación económica de Rusia con China no era lo suficientemente importante como para cultivar el mercado chino sobre la base de “relaciones especiales”, se destacaba cierta cooperación en el campo energético y militar. El abandono a principios de los 60s de emprendimientos energéticos y militares rusos en China, hizo más fácil la reintroducción de las tecnologías rusas en los 90s: un ítem de vital importancia económica y estratégica para ambas potencias estaba relacionado con la venta de armas.
Es conveniente recordar el “gran juego geopolítico” que se estaba librando por la producción, venta y transporte de petróleo y gas natural desde la cuenca del Caspio del que participaban varios Estados y grandes compañías —muchas estadounidenses con soporte de su gobierno—. Además se continuaba negociando el transporte de combustibles desde Siberia oriental y la isla Sajalín.
Es decir que a fines del siglo XX, Rusia se sentía abandonada a sus propios recursos por Occidente y, en la búsqueda de oportunidades, parecía haber encontrado a un buen socio en China. La reunión de ambos vecinos surge en un momento en que se encontraban aisladas, sin graves conflictos mutuos, con industrias para modernizar e interés por solucionar los problemas energéticos de China con los abundantes recursos —tanto de materia prima como tecnológicos— por parte de Rusia. De esta manera la Federación, además de lograr una posición que le permitía mayor capacidad de negociación en la arena internacional, recuperaba parte del prestigio perdido en el comando de las restantes repúblicas de la CEI.
Pero con el nuevo milenio, a Boris Yeltsin lo sucede en el gobierno Vladimir Putin. Ya en la primera década, a terribles atentados terroristas en Occidente y Oriente, se sumó la presencia de efectivos militares occidentales en Afganistán e Irak… Ocurrieron las revoluciones de colores —que afectaron a repúblicas de la CEI— y no menos graves conflictos entre Rusia y Georgia. Con posterioridad se produjeron los levantamientos denominados “primaveras árabes”. Siguieron conflictivas situaciones con Georgia, Ucrania, Arabia Saudí, Siria, la OTAN y hasta con la misma UE, cuyas sanciones desde 2014 continuaron escalando y terminaron perjudicando a todos los actores: el rublo cayó a mínimos récord y desaparecieron las inversiones occidentales. Para 2014 el precio del petróleo de 100 había caído a 40 dólares el barril, en una economía donde el sector energético constituye el 70% de las exportaciones anuales y más de la mitad del presupuesto federal. Los bancos rusos fueron excluidos para acceder a préstamos a largo plazo en la Unión Europea (UE), y se implementó la prohibición de exportaciones de equipo militar de doble uso, de acuerdos de armas entre la UE y Rusia y de transferencia de tecnología occidental para la industria de la energía.
Entonces aparece China como la mejor opción de Rusia. En octubre de 2014 ambas firmaron más de 30 convenios como el de 400.000 millones de dólares para la entrega de 38.000 millones de m3 de gas durante los siguientes 30 años, Rusia accedió a la entrega de sistemas de misiles antiaéreos S-400 y cazas Su-35 en el primer trimestre de 2015 y hasta podría suministrar a China nuevos submarinos y componentes para satélites. Hasta entonces Rusia se había negado a ceder sus mejores armas.
Para octubre de 2019 Rusia ya estaba ayudando a China a crear un sistema de alerta para ataques de misiles, rudimento de alianza militar defensiva. La campaña y politización anti china (el “virus de Wuhan”) de Trump y la presión militar de la OTAN y el GUAM —Georgia, Ucrania, Azerbaiyán y Moldavia, creada en 1997— contra Rusia, y el Quad —(grupo formado por las potencias Australia, India, Japón y EE.UU.— contra la amenaza China, condujeron a una intensificación de las relaciones en política exterior de ambos Estados. Mientras, los estrategas estadounidenses minimizan la posibilidad de una alianza entre Rusia y China y permanecen ligados a la línea de pensamiento de Kissinger que afirmaba que siempre se podría enfrentar a uno contra otro.
Pero la alianza existe, prudente pero existe. A pesar de que China es muy poderosa, Rusia nunca será dependiente pues la identidad euroasiática de Rusia se encuentra muy arraigada.
Una alianza militar solo sería una última opción para la peor de las situaciones, una que ninguno de ambos imperios desea. Pero romper su actual alianza necesitaría gestos de parte de los EE.UU. y de su impotente apéndice, la Unión Europea. De momento a la gestión Biden no le resultan prioritarios tales gestos, mientras continúa incrementándose la cooperación entre Moscú y Beijing.
* Profesora y Doctora en Geografía (UNLP). Magíster en Relaciones Internacionales (UNLP). Secretaria Académica del CEID y de la SAEEG. Es experta en cuestiones de Geopolítica, Política Internacional y en Fuentes de energía, cambio climático y su impacto en poblaciones carenciadas.
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