Roberto Mansilla Blanco*

Un sinfín de expectativas comienzan a aparecer en torno a la cumbre entre Donald Trump y Vladimir Putin a celebrarse en Alaska este 15 de agosto. Si miramos el contexto internacional, el clima no invita precisamente al optimismo. Mientras Perú y Colombia viven un conato de tensión fronteriza en torno a la soberanía sobre la isla de Santa Rosa en el Amazonas, Israel acelera los preparativos de anexión de Gaza y de expulsión de los palestinos ante el oprobio de la mayor parte de la comunidad internacional que, irónicamente, tampoco toma cartas en el asunto.
La posibilidad de que la cumbre Trump-Putin implique eventualmente un cese al fuego en Ucrania (aunque sin presencia ucraniana en este encuentro) abre el compás para una posible resolución, al menos a priori, del conflicto ruso-ucraniano iniciado en 2022 y que, con el paso del tiempo, se ha convertido prácticamente en una confrontación entre Rusia, la OTAN y la Unión Europea (UE).
Debemos recordar que es la primera vez que ocurre un encuentro entre un mandatario ruso y otro estadounidense desde 2021. Entonces la cumbre fue en Ginebra, que acogió a Putin y al antecesor de Trump, Joseph Biden.
Cuatro años después el contexto ha cambiado drásticamente. Las guerras en Ucrania y Gaza han trastocado el equilibrio de la seguridad mundial toda vez que la alianza euroasiática entre Rusia y China y el regreso de Trump han contrariado severamente la unidad «atlantista» de la OTAN como factor predominante de la hegemonía occidental. Incluso Europa se encamina a afrontar su futuro de seguridad vía rearme sin depender del paraguas militar estadounidense. Biden se ha convertido en un suspiro al lado de la estridencia del retorno de un Trump más convencido de saltar por los aires el (des) orden internacional de la «posguerra fría».
Por otro lado, debe destacarse el papel protagónico del enviado estadounidense Steve Witkoff como artífice diplomático de esta cumbre Trump-Putin. Sus constantes viajes a Moscú para tantear el escenario con el mandatario ruso han permitido avances significativos como las reuniones en Estambul entre emisarios rusos y ucranianos a la hora de negociar intercambios de prisioneros y ceses esporádicos de las hostilidades.
¿Una cumbre antecesora de otra posible guerra europea?
Previo a esta cumbre de Alaska, el pasado 8 de agosto se formalizó en Washington, en presencia de Trump, un acuerdo de paz aún preliminar entre Armenia y Azerbaiyán en el que se comprometen a renunciar a sus reivindicaciones territoriales (Nagorno Karabaj). Este conflicto caucásico implica igualmente a Rusia, expectante ante este nuevo escenario de paz entre Bakú y Ereván que, visto en perspectiva, contribuye a priori en recrear un clima de distensión previa a la cumbre de Alaska.
No obstante, este borrador de acuerdo armenio-azerí determina igualmente una vía de presencia y de influencia de Washington en el Cáucaso, el tradicional «patio trasero» ruso, en un contexto de tensiones entre EEUU e Israel con Irán en Oriente Medio; un escenario que crea obvias preocupaciones en Teherán. Este acuerdo podría fortalecer la posición regional de Azerbaiyán, incluso mirando con perspectivas geopolíticas el conflicto en Ucrania. Bakú ya anunció el envío de ayuda humanitaria a Ucrania, probablemente negociada con anterioridad con Trump.
Pero vayamos al quid de la cuestión. Independientemente de cuál sea el resultado efectivo de esta cumbre, en Alaska de alguna u otra forma se decide el futuro de Ucrania. Y se decide precisamente sin la parte ucraniana presente. Trump y Putin entienden un lenguaje claro: el del poder. Saben que tienen las claves («las cartas ganadoras», Trump dixit) para dar un vuelco a un conflicto que, pese a los avances rusos y a la derrota de facto ucraniana, determina una situación de estancamiento en el frente bélico.
La cumbre Trump-Putin no escapa del paralelismo histórico, un recurso a veces obsesivo y frecuentemente erróneo que busca explicar (y en ocasiones legitimar) un status quo determinado, así como ciertas acciones del presente que no pasarán desapercibidas en esta cumbre.
Algunos han intentado «animar» el carácter histórico de esta cumbre buscando referencias en pactos como el de no agresión establecido entre Hitler y Stalin en 1939 previo a la II Guerra Mundial y en el que la Alemania nazi y la URSS se repartieron Polonia y Europa Oriental en zonas de influencia.
Obviamente, el contexto de 2025 es diametralmente opuesto al de 1939 pero la dinámica geopolítica no descansa. Algunos líderes advierten sobre una posible nueva guerra en Europa en los próximos años, con Rusia como enemigo pretendido.
El secretario general de la OTAN, Mark Rutte, declaró en junio que Rusia podría estar lista para atacar a la alianza en un plazo de cinco años. En mayo de 2025, el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos (IIES) estimó un plazo más corto: Rusia podría representar una «amenaza militar significativa para los aliados de la OTAN» para 2027. Algunos economistas calculan que una guerra entre Rusia y la OTAN podría costar a la economía mundial US$ 1,5 billones.
La realpolitik del conflicto ucraniano en 2025 obliga a observar desde una perspectiva netamente realista las posibilidades existentes en cuanto a una resolución condicionada pero muy probablemente no definitiva. Por mucho que se esfuercen la OTAN y la UE, es altamente improbable una contraofensiva militar ucraniana para recuperar los territorios conquistados por Rusia. El propio alcalde de Kiev, Vitali Klichkó (un probable pretendiente a suceder a Zelenski en la presidencia) ya advirtió en abril pasado sobre la posibilidad de ceder territorios a cambio de la paz porque la «guerra está perdida». Dejando atrás su retórica de no retroceder ante el enemigo ruso, Kiev incluso ha ofrecido una especie de cese al fuego aéreo con Rusia, evidenciando así la superioridad de la aviación rusa en sus ataques en el frente.
Previo a la cumbre con Trump, Putin no pierde el tiempo para ganar posiciones territoriales con una ofensiva a gran escala para asegurar el control de Prókovsk y asegurar así el anillo de acero y el cinturón de seguridad en torno al Donbás y el corredor que lleva a Crimea, bajo control ruso desde 2014. Con esta realidad deberá negociar en Alaska un Trump que no esconde los artilugios efectistas y mediáticos al declarar previamente que tendrá claro «si habrá acuerdo o no en los primeros cinco minutos de reunión con Putin» y que, si las cosas salen bien, irá a una segunda cumbre ya con Zelenski.
El Kremlin, como la Casa Blanca, no juega a los dados y mucho menos cuando se le presenta una oportunidad propicia para asegurar sus intereses como lo es esta cumbre con Trump. Sabe bien que las cartas de poder, esas mismas que le espetó Trump a Zelenski en febrero pasado durante la rocambolesca comparecencia en la Casa Blanca, las tiene Rusia a su favor y no negociará nada por debajo de sus intereses estratégicos, definidos en torno a la necesidad de asegurar a Ucrania como bastión de seguridad y esfera de influencia lejos del alcance de la OTAN.
Por su parte, Trump busca degradar el «dossier Ucrania» heredado de Biden intentando desligarse de la ayuda a Kiev (y, por lo tanto, de la dependencia militar europea de EEUU que permite asegurar la ayuda a Zelenski) para concentrarse en el reto estratégico que le impone China, aliado de Rusia. Trump tiene también en la mesa la crisis de Oriente Medio, toda vez que Israel pretende la anexión completa de Gaza y la expulsión de los palestinos a Sudán del Sur mientras Francia y Gran Bretaña presionan a Netanyahu con reconocer al Estado palestino en caso de no alcanzarse un alto al fuego en Gaza.
Con todo, Trump no viaja a Alaska para congraciar a Putin. Fiel a su estilo chantajista, antes de esta cumbre advirtió de «severas consecuencias» para Rusia en caso de no aceptar la paz. Como medida de presión ajustó sanciones arancelarias a India por comprar petróleo ruso. Pero Trump sabe que cualquier arreglo en Ucrania pasa por la posibilidad de negociar con Putin un reparto de esferas de influencia y una salida del poder para un Zelenski cada vez más tratado como un paria y con escaso margen de maniobra.
Tras haber asegurado en la reciente cumbre de la OTAN de La Haya el aumento del gasto militar al 5% del PIB y de prácticamente humillar a Europa posteriormente con un acuerdo comercial impositivo y edulcorado ante los efectos de la guerra arancelaria, Trump está dispuesto a asestar a la UE el golpe geopolítico definitivo negociando con Putin el futuro de Ucrania … sin Ucrania ni Europa presentes.
La toma de contacto previa a la cumbre de Alaska por parte de Zelenski con Trump y posteriormente del cuestionado presidente ucraniano con los líderes europeos constituyó un «canto de cisne» de escaso eco para los oídos de Trump, consciente de la falta de realismo en cuanto a las demandas europeas de no negociar con Putin una paz en Ucrania «a cualquier precio».
Más allá de que la cumbre sea un éxito para la paz en Ucrania, un paréntesis o incluso un nuevo fracaso, la toma de contacto entre Trump y Putin augura cambios de mayor calado en la política mundial.
El tácito reparto de esferas de influencia entre EEUU y Rusia en Ucrania puede incluso alcanzar a Venezuela, donde la Casa Blanca ha vuelto a colocar precio a la cabeza del presidente Nicolás Maduro (aliado de Putin) por US$ 50 millones para su captura por delitos de narcotráfico. El Kremlin maneja con paciencia los tiempos y recursos y si bien no parece persuadido a dejar caer al aliado venezolano, la realpolitik puede finalmente dictar sentencia.
El tratado de paz armenio-azerí, un éxito para la diplomacia de Trump, también supone levemente una ventaja para Putin al asegurarse la estabilidad en el flanco sur caucásico, donde Occidente ha intentado perfilar un «nuevo Maidán» en Georgia toda vez Moscú que ha logrado fortalecer sus intereses vía gobierno prorruso en Tbilisi, paralizando las negociaciones georgianas de admisión a la UE iniciadas en diciembre de 2023.
Pero como se indicó con anterioridad, la perspectiva de una histórica paz entre Armenia y Azerbaiyán implica una especie de retorno de Washington a la hora de manejar sus intereses en el espacio contiguo ruso en el Cáucaso e incluso Asia Central, hasta ahora degradado en la atención geopolítica estadounidense. Un contexto que a mediano plazo (e incluso dependiendo de lo que se acuerde sobre Ucrania) puede significar cambios en los equilibrios de poder no necesariamente favorables para los intereses rusos.
De allí que para el Kremlin, la posibilidad de concretar con Trump en Alaska un acuerdo favorable sobre Ucrania signifique una victoria propagandística incluso dirigido hacia la propia sociedad rusa que, más allá de la retórica oficial y sus intentos por mediatizar la realidad, sufre y observa en silencio lo qué está sucediendo en el frente ucraniano.
El fin de la inocencia
Hace exactamente un año (agosto de 2024) los medios occidentales reproducían con algarabía la ofensiva militar ucraniana sobre la región rusa de Kursk. En ese momento, con una ofensiva en territorio ruso, las expectativas occidentales especulaban con que llevar la guerra de Ucrania a la propia Rusia serviría para la posible capitulación de Putin.
Un año después de esta surrealista ofensiva que significó más bien la «huida hacia adelante» de Zelenski alentado ingenuamente por la UE y la OTAN en vísperas del regreso de Trump a la Casa Blanca, el escenario es distinto. Putin y Trump negocian en Alaska el futuro de un país, Ucrania, en el que ni sus propios dirigentes ni sus aliados exteriores tienen actualmente capacidad efectiva para decidir su futuro, cada vez más laminado por los intereses geopolíticos de Rusia y de EEUU. Incluso las protestas han regresado a Kiev por parte de una población cansada de la guerra y de la corrupción rampante por parte de sus propias autoridades.
Pero esas protestas también vuelven a Tel Aviv impulsadas por sectores de la sociedad israelí descontentos con los resultados militares en Gaza y con un genocidio deliberado por parte de Netanyahu y sus aliados que ha provocado la consecuente pérdida de credibilidad y de caída de la imagen internacional de Israel. Incluso dentro del Alto Mando militar israelí comienzan a surgir grietas sobre la efectividad de la invasión total a Gaza, cuestionando incluso la draconiana narrativa oficial de Netanyahu y de la ultraderecha supremacista sobre el «legítimo derecho a la defensa» que lo mantiene en el poder pero que no tiene reparos en impulsar impunemente y en vivo y directo una limpieza étnica en Gaza.
En lo que respecta a Ucrania, probablemente no veamos en Alaska un acuerdo histórico más allá de una toma de contacto donde Moscú y Washington marcarán sus respectivas «líneas rojas», aunque ahora definidas en torno a una mayor capacidad de sintonía. Pase lo que pase, Trump y Putin habrán negociado puntos de conexión que permitirán trazar las directrices del nuevo equilibro geopolítico mundial que se está redefiniendo para las próximas décadas.
* Analista de Geopolítica y Relaciones Internacionales. Licenciado en Estudios Internacionales (Universidad Central de Venezuela, UCV), magister en Ciencia Política (Universidad Simón Bolívar, USB) y colaborador en think tanks y medios digitales en España, EEUU e América Latina. Analista Senior de la SAEEG.
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