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EL CONFLICTO DE UCRANIA, PRIMERAS LECCIONES APRENDIDAS

F. Javier Blasco Robledo*

Quien piense que las lecciones aprendidas sobre una crisis o conflicto de cualquier tipo, incluso los bélicos, deben redactarse y estudiarse una vez el fenómeno haya terminado, se equivoca de medio a medio.

Cualquier conflicto o crisis, ya desde sus prolegómenos y cuando empieza a brotar, se apoya en una serie de circunstancias, convicciones, puntos o principios que, aún sin saberlo, son el origen y la razón de ser de los mismos; puntos estos, que es mucho mejor, no dejarlos olvidados en el tintero.

Como premisa generalista, se puede afirmar que, en el caso del conflicto de Ucrania, como suele suceder en todos los conflictos, la verdad plena no está en ninguno de los bandos o actores que directa o indirectamente intervienen o influyen en ellos.

Es un conflicto lleno de informaciones sesgadas, interesadas o creadas para justificar las posiciones de todos los actores. Igualmente, sucede con el caso contrario, la desinformación o lo que es lo mismo, no contar toda la verdad, y solo aquella que interesa.

La Comunidad Internacional (CI) ha demostrado ser inútil o estar abatida e incluso rendida, según los casos, por factores diversos como cuestiones económicas de cierta relevancia; la impotencia o incapacidad real para entrar en un conflicto importante; la falta de liderazgo a nivel mundial y regional; los intereses espurios de muchas de las naciones en el tablero y sobre todo, por la obsolescencia e inoperatividad de los Organismos Internacionales que se suponen están dedicados a ejercer un determinado control y arbitrio sobre la seguridad y al control de los conflictos en el mundo. 

La ONU ha mostrado su total inoperancia dado que, por definición y organización, tanto Rusia, como China mantienen su férrea capacidad de veto en el CSNU y, en este caso en concreto, ambos se apoyan mutuamente, aunque sea con la abstención, por guardar las formas y no morderse entre ellos.

Por su parte, la Asamblea General ha demostrado que por mucho que se reúna de urgencia y se consiga una abrumadora y convincente votación, sus declaraciones enérgicas y solemnes no valen de nada, como ninguno de sus muchos esfuerzos.

La OTAN, forzada por EEUU o por el temor generalizado de muchos de los Aliados, ha demostrado una debilidad increíble y se ha convertido en una fábrica de escusas de poca o nula convicción; primero, al negarse a combatir en territorio no OTAN y, en segundo lugar, por no montar una zona de exclusión aérea sobre Ucrania bajo su control y responsabilidad. Máxime, cuando ambas o alguna de estas cosas, se han producido en Afganistán, Iraq, los Balcanes y Libia, por ejemplo; pero da la casualidad, que en dichas ocasiones no era Rusia a quien se enfrentaban.

Para colmo de la ignominia y la desvergüenza de la Alianza, aparece la negativa —tras crear muchas y vanas esperanzas— a entregarles una serie de aviones polacos, viejos y poco resolutivos, a través de EEUU en bases sitas en Alemania. Operación, por cierto, adelantada y desbaratada, entre cosas, instituciones o personas, por unas desafortunadas y anticipadas declaraciones del Sr. Borrell.

La UE sigue mostrando su incapacidad en el ámbito de las relaciones exteriores y de la seguridad. Patética incapacidad, arrastrada desde su creación como un club político y económico y poco más. Una Unión, donde no existe una única voz; dos países luchan por su liderazgo con fines egocéntricos o nacionales y, que está atada de manos por ser excesivamente dependiente del gas ruso —tal y como se acaba de reconocer oficialmente— como mínimo hasta 2027.

Es la propia CI la que ha intervenido indirectamente en este conflicto, aun “aparentemente”, sin darse cuenta de que lo hacía de forma determinante, porque desde la caída del muro de Berlín y la desmembración de la URSS, no ha parado de fomentar un fuerte espíritu de revancha en Rusia, tras las múltiples y sucesivas humillaciones sobre los rusos y sus conmilitones.

Y también, lanzando sin parar, falsas expectativas en la población y dirigentes ucranios; expectativas, que hora parecen ser inviables, de mucho riesgo y políticamente incorrectas con respecto a su ingreso en la OTAN, en la UE o a que iban a contar con su entero e inagotable apoyo en caso de un “improbable” conflicto con Rusia.

Todo ello, ha fomentado la euforia nacional antes y durante los primeros días del conflicto, para, en menos de una semana, echarles un jarro de agua fría diciéndoles que no es posible, ni siquiera, su ingreso en la UE, aunque Zelenski lo pida de rodillas, como ya ha hecho en varias ocasiones, incluso el pasado día 12.

Y, por último, pero considero que es el punto más importante, en realidad, la CI les proporciona una paupérrima ayuda militar, con cuentagotas, insuficiente para alimentar este tipo de batallas defensivas y para colmo, todo lo que se les envía, se anuncia a bombo y platillo, de tal modo y manera, que ha acabo siendo el objetivo principal a batir por las tropas rusas.

La política de tierra quemada a la que se ha visto obligada la fuerza atacante tras el fracaso inicial por un desafortunado análisis de casi todos los factores de la decisión (misión, terreno, enemigo, medios propios y el ambiente reinante), se traduce en una gran o total destrucción urbana y económica que obligará a enormes pérdidas y grandísimos planes de reconstrucción y recuperación, que ya se empiezan a evaluar en muchos miles de billones reales de dólares.

Maniobra abrasiva y de desoladora destrucción, que a pesar del elevado espíritu nacional reinante entre la población ucrania, ya ha propiciado la salida de casi tres millones de refugiados, quienes si bien inicialmente, tal y como sucedió en Kosovo, querían permanecer próximos a sus fronteras y casas para volver pronto tras los combates, a la vista de que el conflicto se perpetua en el tiempo y de lo poco que va quedando en pie, se lanzarán a una generalizada diáspora por toda Europa, principalmente.

En este punto en concreto, los europeos ya tenemos sangrantes experiencias anteriores de lo que nos sucede con los refugiados y el fulminante cambio de actitud que sufrimos al pasar de un gran y desinteresado apoyo, calor y acogida inicial, al desapego y olvido total, una vez que el conflicto se haya apagado como el volcán de la Palma. 

El uso y abuso de mercenarios como combatientes de élite en ambos bandos, no es una buena noticia, ya que estas bandas desorganizadas y sanguinarias, se alejan de todo control y racionalización de sus actos. Dejan posos infectados sobre el terreno de difícil erradicación y crean numerosas bandas, casi ejércitos, de señores de la guerra dispuestos a luchar ferozmente por las cenizas de la reconstrucción y sus aledaños sin política, arraigo ni convicción. 

No deben despreciarse las noticias referentes a las armas químicas y biológicas sobre suelo ucranio, porque durante el esplendor de la URSS, Ucrania alojó gran cantidad, todo tipo de armas de destrucción masiva y, cuando el país se declaró independiente, Rusia recogió las nucleares para llevárselas a suelo ruso, pero las dos anteriores, quedaron allí en cantidades más que importantes.

Armas que fueron las Convenciones para el control y prohibición de estas, con apoyo económico y físico norteamericano, las que estuvieron a cargo del inventario, transporte, desbaratamiento y/o destrucción de las mismas; pero, sincera y personalmente, siempre he dudado que aquellas operaciones, tras muchos años y grandes sumas de dinero, finalmente se completaran al cien por ciento.

Peligro que también se traslada a los posibles y muy perniciosos efectos de la masiva guerra de misiles, la dura represión y la descontrolada desbandada del personal crítico y necesario para el funcionamiento y la seguridad de las centrales nucleares del país, y en especial, la de Chernóbil.  

La guerra cibernética y la de la propaganda tienen una efectividad muy importante en estos conflictos tipo CNN, donde todo el mundo sigue minuto a minuto, con todo detalle y en directo, la evolución de la situación.

Cosa que también sucede con los llamados influencers, porque su falsa, casual o llamativa aparición en diversas escenas, como sucedió en el caso de la señora embarazada saliendo en camilla y sangrando, de un hospital maternal, presuntamente bombardeado por los rusos, que finalmente resultó ser una de aquellas.

Las consecuencias de conflictos de este tipo sobre la economía y el desarrollo local, regional y mundial son tremendas; principalmente, porque los países en liza están considerados como dos de los principales productores de elementos absolutamente necesarios para Europa y el mundo en muchos campos o facetas del abastecimiento.

Pero en ese aspecto, no se debe caer en la tentación, tal y como ya sucede, de meter en el mismo saco las vergüenzas arrastradas por la mala gestión previamente al conflicto. Ello, además de constituir una imperdonable bula para los países derrochadores o malos administradores, produce sensación de impunidad y de falsa tranquilidad, por aquello de que otros vendrán a arreglarnos gratis lo provocado por nuestros pésimos administradores. 

En las próximas ediciones, que forzosamente habrá sobre este tema, y por no alargar innecesariamente el relato de hoy, dedicaré cierto esfuerzo y exclusividad a la enumeración y somero análisis de las lecciones aprendidas sobre la actuación militar de ambos bandos. 

No obstante, sea cual sea la solución final de este conflicto, al que se ha llegado, sin ni siquiera mediar una declaración de guerra, se puede asegurar, sin peligro de cometer un gran error, que Putin ha instalado el miedo en el mundo en general y en Europa, principalmente en algunos de sus países cercanos como Suecia —que ya han sacado su bandera blanca— en particular, con lo que, con ello, está logrando algunos de sus primeros objetivos y alguno más que apunta ya.

A pesar de sus grandes errores estratégicos y tácticos, a enumerar en otros capítulos sobre el tema, se debe reconocer que geopolíticamente Putin tenía bien estudiado el ambiente general para acertar sobre el máximo momento de debilidad internacional para atacar con ciertas garantías de impunidad y qué tipo de objetivos finales se podía marcar.         

    

* Coronel de Ejército de Tierra (Retirado) de España. Diplomado de Estado Mayor, con experiencia de más de 40 años en las FAS. Ha participado en Operaciones de Paz en Bosnia Herzegovina y Kosovo y en Estados Mayores de la OTAN (AFSOUTH-J9). Agregado de Defensa en la República Checa y en Eslovaquia. Piloto de helicópteros, Vuelo Instrumental y piloto de pruebas. Miembro de la SAEEG.

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EL CENTENARIO DE LA URSS, LA RUSIA DE PUTIN Y LA GUERRA EN UCRANIA

Roberto Mansilla Blanco*

Rusia vuelve a estar en el centro de atención. El conflicto armado en Ucrania iniciado el 24 de febrero de 2022 marca un punto de inflexión en las siempre complejas relaciones ruso-occidentales pero también entre Rusia y las ex repúblicas soviéticas. Un conflicto que tiene, al mismo tiempo, fuertes conexiones con el pasado histórico no sólo de dos pueblos, en este caso el ruso y el ucraniano, sino también de la siempre presente idea del imperium ruso, sea éste zarista, soviético o incluso post-soviético.

Por otro lado, también está la efeméride histórica. En 2017 se celebró el centenario de las revoluciones rusas acaecidas en 1917, la que derrocó al zarismo en febrero de ese año y la bolchevique de octubre. Un acontecimiento capital para entender el mundo del siglo XX. Toda vez, el pasado 22 de diciembre de 2021 se conmemoraron tres décadas de la desaparición de la URSS, suceso igualmente importante para entender el mundo de la “posguerra fría”.

Así mismo, el próximo 22 de diciembre de 2022 se conmemorará el centenario de la creación de la URSS, la primera república socialista de la historia, cuya trayectoria ha modelado el mundo del siglo XX. Un acontecimiento de esa magnitud no podía pasar desapercibido, y mucho menos para el mundo editorial. Allí están las obras sobre el “siglo soviético” realizadas por historiadores como Karl Schlögel y Moshe Levin.

Estas celebraciones históricas aparecen en un contexto geopolítico clave para definir el rumbo de las relaciones de poder en este siglo XXI. Las crisis de Ucrania y Kazajistán han ocupado la atención política y mediática desde finales de 2021, lo cual ha llevado a una invasión militar rusa en Ucrania en febrero pasado. Una acción que, desde otro ángulo, también se muestra como una consecuencia de los inacabados conflictos post-soviéticos y de las relaciones de desencuentros entre Rusia y Occidente.

Con esta invasión militar, que ha llegado a ser calificada como la crisis de seguridad más importante para Europa desde 1939, el presidente ruso Vladimir Putin busca un reordenamiento de la “arquitectura de seguridad europea” manteniendo de alguna forma intactas las esferas de influencia de Moscú dentro del espacio euroasiático postsoviético, en particular desde la frontera occidental (Ucrania) hasta Asia Central (Kazajistán).

Pero también existe un síntoma de reivindicación histórica. Putin llegó a considerar la desintegración de la URSS como “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”. En el fondo, sus palabras resuenan con fuerza con la finalidad de reparar en un hecho histórico que sigue estando presente también en las generaciones post-soviéticas.

Esa idea del imperium ruso conlleva a focalizar en Moscú como el centro neurálgico de un vasto mundo que va desde Kaliningrado hasta Vladivostok, pasando por más de una decena de repúblicas ex soviéticas que, paralelamente, también buscan reordenar su lugar en la historia. Es lo que en Rusia se denomina como el Rusky Mir, el “mundo ruso”. Como también suele mencionar Putin en algunos de sus discursos, fueron casi 30 millones de rusos que, de la noche a la mañana, se vieron atrapados, tras el final de la URSS, en una nueva realidad derivada de la independencia de repúblicas desde el Báltico hasta el Cáucaso y Asia Central.

Una reivindicación que la Rusia actual de Putin busca recuperar, incluso procreando un nuevo relato histórico, como el que justificó el propio Putin con la invasión de Ucrania al considerar que ese país “fue un invento de Lenin y de los bolcheviques”, que Occidente hizo de Ucrania “un espacio antirruso” y que “rusos y ucranianos son en realidad un mismo pueblo”.

La batalla por el relato histórico se ha convertido prácticamente en una especie de obsesión para el Kremlin. Sin reivindicar ese pasado soviético pero sí esa “idea-fuerza” de la Rusky Mir y del peso histórico de Rusia como gran potencia mundial, la guerra en Ucrania se ha convertido para Putin en un motor clave de esas aspiraciones, además de un imperativo geopolítico estratégico para evitar la intromisión occidental, vía OTAN, en esa “área de influencia” rusa.

Se pueden especular con las verdaderas intenciones de Putin en Ucrania. Entre ellas, no sería descartable que, en medio de esta guerra, Putin esté impulsando un reordenamiento político interno en Rusia, a través de una posible “purga” de elites oligarcas que hasta ahora han definido la estructura de poder en Rusia.

Así, y quizás emulando ciertas técnicas del pasado pero sin sus trágicas consecuencias, Putin podría estar acicalando un nuevo sistema de poder al calor de la guerra ucraniana, en el que el estamento militar y los servicios de seguridad copen un mayor protagonismo, una especie de “autocracia militarista y nacionalista” que definiría una nueva nomenklatura de poder, con nuevos oligarcas o bien conservando aquellos más fieles y dóciles al poder.

El nuevo “Telón de Acero”

Para evitar la expansión occidental vía OTAN, Putin ha logrado construir una especie de “cordón sanitario” geopolítico con su vecina Bielorrusia con la finalidad de atajar la “amenaza del Oeste”, una rémora del “Telón de Acero” propio de la “guerra fría” entre EE.UU. y la URSS durante el período 1947-1991.

Moscú ha recuperado el equilibrio disuasivo propio de la “guerra fría” con su diktat relativo al despliegue de bases militares en Cuba, Venezuela y Nicaragua en caso de posible expansión de la OTAN hacia sus esferas de influencia euroasiática ex soviética. Ello dictamina que la geopolítica de Putin pasa más bien por encaminarse a consolidar las respectivas “líneas rojas” de esos contrapuestos intereses geopolíticos ruso-occidentales, lo cual parece anunciar la posibilidad de “congelar” el conflicto en este escenario latente de “neo-guerra fría”, pero que puede reactivarse en cualquier momento.

El pulso de Putin con la OTAN por Ucrania ha redefinido el rumbo de la geopolítica rusa, cuya manifestación ha consolidado un eje euroasiático con China cada vez más asentado, a tal punto que Moscú y Beijing hacen causa común ante crisis estratégicas en sus respectivas áreas de influencia y espacios de seguridad (Ucrania y Taiwán) contra un rival común (EE.UU.), sea por la vía de la OTAN o del pacto AUSKUS firmado en septiembre de 2021 por Washington con Gran Bretaña y Australia.

¿Cómo se define este nuevo rumbo de la geopolítica rusa cuando este 2022 anuncia el centenario de la URSS, entidad que aún sigue estando presente en el imaginario colectivo de la Rusia post-soviética? ¿Tendrá incidencia esta efeméride histórica en el rumbo que lleve a cabo la Rusia de Putin en los próximos tiempos, o por el contrario estamos ante una nueva etapa, donde Moscú busca reverdecer viejas glorias pero configurando al mismo tiempo un nuevo relato histórico de ese pasado? Intentar esclarecer estas interrogantes ayudaría a definir, a grandes rasgos, hacia dónde se dirige la Rusia actual.

El ‘sistema Putin’ y el imaginario colectivo post-soviético

Tres décadas después de su desaparición, el pasado soviético sigue estando presente, de alguna u otra manera, no sólo en los recuerdos de vida de buena parte de los habitantes de las 15 repúblicas ex soviéticas hoy independientes sino también en algunas expresiones de los sistemas políticos “post-soviéticos” existentes en esos países.

Del mismo modo, asistimos hoy en día a la primera generación “post-soviética”, aquellos que no vivieron bajo el sistema socialista, y cuyos testimonios provienen más bien de padres o abuelos. Pero el trasfondo de este mundo post-soviético define las aspiraciones por mantener la acción del Estado y la estabilidad, en particular ante la inestabilidad vivida en los últimos años de la URSS y los primeros de la Rusia postsoviética. La necesidad de estabilidad en todos los órdenes parece ser un imperativo para amplios sectores sociales en Rusia.

Una encuesta del centro de estudios sociológicos Levada de mayo de 2019 consideraba que un 59% de los rusos, tanto a nivel urbano como rural, añoraban del sistema soviético la “preocupación estatal por la gente común”. Una encuesta anterior de ese mismo instituto realizada en 2018 consideraba que un un 66% de los rusos sentían “nostalgia” de la URSS y mostraban su “arrepentimiento” por su disolución.

Por ello, una de las primeras perspectivas es observar si la transición post-soviética ha llevado a sus ex países miembro a la estabilidad, la libertad y la democracia. El resultado en este sentido es gris, aunque también con algunos matices. Enfoquémonos en Rusia, el país de alguna forma heredero del poderío estatal de la ex URSS y principal foco de atención de esa transición “post-soviética”. De los treinta años que llevamos de desintegración de la URSS, Rusia lleva 23 años con un mismo líder férreamente instalado en el Kremlin: Vladimir Putin.

Por tanto, la generación “post-soviética” rusa prácticamente sólo ha conocido a Putin en el poder. Esto puede generar un clima de inercia pero también de posible desgaste. Otra encuesta de 2019 aseguraba que un 53% de los jóvenes entre 18 y 24 años declararon que deseaban emigrar de Rusia.

Si bien la Rusia de Putin no calza íntegramente dentro de los cánones democráticos liberales y representativos imperantes en el modelo occidental, es evidente que Putin ha ganado sucesivamente procesos electorales y su popularidad y legitimidad presidencial siguen siendo elevadas. Ha constituido un sistema que en términos politológicos se le cataloga en la lista de los regímenes “iliberales” y de “autoritarismo competitivo”, es decir mantiene un estilo político autoritario, incluso populista, tendente al monopolio del poder pero permitiendo una calculada apertura política, económica y electoral, con la intención de legitimar su poder en las urnas.

En conclusión, un sistema híbrido que también se ha reproducido en las transiciones “post-soviéticas” del espacio euroasiático. Conservador en lo social, autoritario pero también pragmático en lo político y económicamente inclinado al capitalismo, sea éste oligopólico y estatal o moderadamente liberal.

Con todo, la popularidad de Putin sigue siendo considerablemente elevada tras más de dos décadas de poder. Sus audaces giros geopolíticos, como el ocurrido en Crimea en 2014, le ha permitido al mismo tiempo consolidar su imagen en la sociedad rusa. Siguiendo con las encuestas, también del Centro Levada en 2021, el 67% de los rusos han expresado sentirse orgullosos de su país. La interpretación parece atribuir este hecho a la gestión de Putin de afianzar el papel internacional de Rusia, particularmente tras la crisis de Crimea en 2014 que llevó a la “unión-anexión” de esta península a la “Madre Rusia”.

No obstante, estaría por ver cuál sería el coste político interno para Putin en la actual guerra con Ucrania y si esto puede traducir cierto grado de impopularidad. Si la guerra en Ucrania se prolonga hasta empantanarse, combinado al mismo tiempo con el punitivo efecto de las sanciones occidentales y sus tentativas de desconexión de Rusia del sistema económico global, ese malestar social en Rusia podría definir un descontento hacia Putin.

Con todo, la “oligocracia putiniana” supone el predominio de una nueva élite de poder sin pretensiones ideológicas, en comparación con la inflexible nomenklatura soviética. Tampoco impone el sello de un partido monolítico en el poder, sino más bien de una estructura elástica, que combina importantes dosis de pragmatismo: puede ser tan convenientemente autoritario como aperturista y flexible en sus expresiones y formas. Ello ha permitido a Rusia una mayor inserción en la economía globalizada y una cada vez más afinada red mediática con tintes propagandísticos, estrechamente vigilada por el poder político establecido en torno al conglomerado de empresas estatales en manos de esa oligocracia.

Del mismo modo, este sistema oligocrático “putinista”, de alguna u otra forma, e independientemente de las alianzas exteriores rusas, se ha reproducido en varias de las ex repúblicas soviéticas, desde Bielorrusia y Ucrania hasta Tadyikistán y Kirguizistán. Este proceso, particularmente en Asia Central, identificó una reconversión del relato nacionalista, una reinvención de la identidad nacional de pueblos no eslavos que durante décadas estuvieron sometidos al poder ruso. El proceso fue acelerado, con sus inevitables atajos, en particular a la hora de redescubrir y reescribir la historia, la lengua y culturas de pueblos como el kazajo, uzbeko, kirguizo o tadyiko, entre otros.

Con todo, el ruso sigue siendo una especie de lingua franca que permite mantener los lazos con Moscú en este amplio espacio euroasiático. Una baza de poder que el Kremlin no desestima en absoluto y que le permite seguir manejando la noción del Rusky Mir.

Modelando un nuevo relato histórico

El manejo de estas claves históricas son recurrentes en el discurso de Putin, toda vez la actual crisis ruso-ucraniana revela otra clave, también en perspectiva histórica: como muy bien define el historiador ucraniano Serhii Plokhy, la relación entre Rusia y Ucrania siempre ha sido el motor político estratégico que permitiera o bien mantener el equilibrio dentro de cualquier nueva estructura post-soviética en este espacio euroasiático, o bien a la hora de provocar una ruptura de la misma a través de la renovación de conflictos de carácter histórico.

La ruptura sucedió en 1991, con el pacto eslavo ruso-ucraniano-bielorruso entonces liderado por el presidente ruso Boris Yeltsin, que dio el certificado de defunción de la URSS. Desde entonces, y con no menos períodos de tensiones activados ahora con la invasión militar rusa, Moscú y Kiev han apostado por cierto equilibrio.

Pero hoy observamos otra ruptura de la otrora condición de equilibrio ruso-ucraniano, un factor que también define muchos de los conflictos postsoviéticos que empañan las siempre delicadas relaciones entre ambos países y que se observan en terrenos conflictivos desde Transnistria hasta el Donbás.

Putin conoce a la perfección cómo el tema histórico es muy sensible para rusos y ucranianos, pueblos hermanados por la ortodoxia cristiana y la cultura eslavas. No hay que olvidar que el primer Estado ruso de la historia, la Rus de Kiev, se creó en el siglo IX. Por tanto, Kiev y Ucrania (cuyo nombre literalmente significa “frontera”, en este caso concebido como la frontera occidental de Rusia) están muy presentes en el imaginario histórico y político rusos, que observan en este territorio claras pretensiones de pertenencia.

Por ello, Putin maneja con destreza esas claves simbólicas del eslavismo ruso, metabolizados dentro de los conceptos de “nación” y de la fe cristiano ortodoxa, para configurarlas dentro de una estrategia geopolítica. Es, analizado de manera un tanto simplista, una reproducción de la famosa máxima zarista de “autocracia, nación, ortodoxia” que guió los destinos geopolíticos del Imperio ruso desde el siglo XIX.

En este sentido, el factor ecuménico religioso también sirve como herramienta geopolítica. Desde 2018 se ha observado el cisma de la cristiandad occidental entre las iglesias rusa y ucraniana sobre cuál debe ser el centro espiritual de la ortodoxia. En el mundo cristiano ortodoxo eslavo predomina el peso político y espiritual de las iglesias nacionales autocéfalas, sean en este caso rusa y ucraniana, pero también rumana, griega o búlgara.

Pero la simbiosis de poder establecida entre Putin y la Iglesia Ortodoxa rusa en los últimos años le ha llevado al mandatario ruso a ingresar en el terreno de la fe e impulsar una campaña ecuménica orientada a recuperar esa condición “imperial zarista” de convertir a Moscú en el centro político y espiritual de la ortodoxia cristiana.

Tras décadas de ateísmo soviético, los rusos han recuperado cierto nivel de espiritualidad a través de la fe ortodoxa, explicada simultáneamente dentro del cada vez más reforzado nacionalismo ruso que Putin y la Iglesia Ortodoxa rusa preconizan en sus discursos públicos. La “revolución conservadora” de Putin ha convertido a Rusia en una especie de bastión contra la expansión de las denominadas “ideologías liberales y progresistas occidentales”. Esto ha llevado, incluso, al uso de pasado soviético (y en particular sus glorias militares) como una muestra de orgullo nacional y de patriotismo ruso.

Ucrania, por su parte, y como reacción a ello, reforzó en los últimos años el poder de su iglesia nacional ucraniana ortodoxa, incluso decidiendo que los parámetros de poder ecuménico están establecidos en torno a la iglesia ortodoxa bizantina, con sede en Estambul, antigua Constantinopla. Esto también ha llevado a un proceso de “des-rusificación” de la historia ucraniana a través de un nuevo relato histórico sobre la identidad nacional ucraniana, una reescritura de la historia que obviamente ha profundizado la tensión con Rusia.

Pero Putin maneja otra carta geopolítica a su favor: aproximadamente un 40% de la población asentada en la región oriental ucraniana del Donbás, fronteriza con Rusia, es mayoritariamente rusoparlante, con estrechos vínculos históricos, culturales y geográficos con Moscú. Este factor revela una partición de facto de Ucrania entre un Oeste con capital en Kiev que mira al mundo occidental (Unión Europea y OTAN) y el Este asentado en el Donbás, tradicional región minera, que mira con esperanza a la “Madre Rusia”.

Este aspecto explica el porqué del conflicto militar que se ha vivido en el Donbás desde 2014, precisamente el mismo año que Crimea volvió a la soberanía rusa. Moscú ha albergado las expectativas autonomistas de las autoproclamadas Repúblicas de Donetsk y de Lugansk, las dos entidades del Donbás que desafían el mandato de Kiev. Previo a la invasión militar del pasado 24 de febrero, Putin anunció el reconocimiento de las repúblicas independientes del Donbás. Así, Putin observa a Ucrania como territorio inalienable dentro de la esfera de influencia geopolítica rusa.

Este factor evidencia también por qué desde su llegada al poder presidencial en 2000, la diáspora rusa se ha convertido en un valor esencial para la política exterior y de seguridad de Putin, especialmente en lo concerniente a la diáspora rusa establecida en la periferia ex soviética euroasiática.

Silenciar (y reconvertir) el pasado

Siguiendo con los esfuerzos de Putin por “reescribir la historia”, mientras la atención mediática estaba concentrada en la tensión con Occidente por Ucrania, la Fiscalía rusa anunciaba en diciembre de 2021 la desarticulación de la ONG “Memorial” que, desde hace tres décadas, en plena perestroika de Gorbachov, investigaba los crímenes soviéticos y los Gulag a través de miles de testimonios, muy valiosos para ahondar en ese trágico pasado soviético.

A ello debe agregarse la reciente confirmación de la pena de cárcel por trece años contra el historiador Yuri Dmtriev, quien también ha investigado ese pasado soviético, en particular lo que sucedió en los Gulag. En perspectiva, el trabajo de la ONG “Memorial” constituye ese esfuerzo por propiciar la “memoria histórica”. Y ello, para Putin, también parece suponer un obstáculo para sus intereses políticos.

Silenciar a “Memorial” y a historiadores como Dmtriev define también la estrategia de Putin por reescribir la historia rusa, precisamente a 30 años de la disolución de la URSS. Putin no quiere reproducir la URSS como entidad geopolítica pero sí ansía vertebrar otro relato histórico sobre la “nueva Rusia”, enfocado en trasmitir ese nuevo testimonio “oficial” a una nueva generación de rusos “post-soviéticos”, que no vivieron ese pasado, y que observan precisamente aquel mundo soviético como una especie de “arqueología del pasado”.

En este ejercicio de “borrón y cuenta nueva” de una “memoria histórica retocada”, la nueva historiografía rusa liderada desde el Kremlin ha silenciado los crímenes del estalinismo entre los años 1930 y 1950, con el Gulag de trasfondo. Incluso, ha recuperado la figura de Stalin, georgiano de nacimiento, con un «verdadero líder ruso» que guió a una URSS heredera de las glorias imperiales rusas, hacia el dominio mundial tras la II Guerra Mundial.

El objetivo parece ser borrar ese pasado soviético incómodo que propicie una mala imagen para la “nueva Rusia”. El cambio generacional tres décadas después de la desaparición de la URSS puede propiciar para Putin esa perspectiva de “reescribir la historia”.

Por ello, Putin busca acondicionar a las nuevas generaciones rusas sobre la necesidad de romper con ese pasado histórico incómodo, articulado en torno a los crímenes soviéticos, para preparar un relato más acorde con sus pretensiones de procrear una “nueva Rusia”, mucho más fuerte, moderna, postsoviética y respetada a nivel internacional. Y en ello, Ucrania es el escenario que puede descifrar con mayor nitidez esas pretensiones de Putin sobre el revisionismo histórico.

Los medios occidentales siguen identificando a Putin como “el ex agente del KGB”, haciendo constante referencia a dos de sus más célebres frases sobre el pasado soviético: una, cuando comentó que la URSS “no era sino la continuación del poder nacional del Estado ruso”. La otra, cuando calificó la desintegración de la URSS como “la peor catástrofe geopolítica del siglo XX”.

Esta visión corre paralela con la de muchos ciudadanos rusos que interpretan la desintegración de la URSS como el momento en que Rusia comenzó a perder su poder global. El temor a ser considerado un actor “semiperiférico” y no poderoso en el concierto global sigue estando presente en la psiquis de poder del Kremlin.

Pero una especie de conveniente revisionismo parece instalarse en algunos sectores influyentes de la opinión pública rusa sobre lo que ha significado el pasado soviético, en particular sus episodios más dramáticos. Un ejemplo ha sido la figura de Stalin, recientemente reivindicada en la Rusia de Putin como “un gran líder ruso”. El foco oficial parece acentuar la necesidad de reforzar la idea de Rusia y la identidad nacional rusa, vertebrándola a través de la fortaleza de su pasado histórico como Estado fuerte y centralizado, como atenuantes importantes que le permitan a Rusia seguir transitando por una especie de “Destino Manifiesto”.

Por otro lado, y a diferencia de lo que ha ocurrido con la figura de Stalin como “nacionalista ruso”, llama igualmente la atención la opacidad que en la propia Rusia de Putin tuvo el tratamiento del centenario de las revoluciones rusas de 1917.

Esta necesidad de reajustar el papel histórico de Rusia como un Estado fuerte tiene también sus implicaciones en el contexto exterior. La reedición de una “neoguerra fría” con Occidente tiene hoy otros contextos diferentes al de la era de la bipolaridad EE.UU.-URSS entre 1947 y 1991. No hay componente ideológico, mas sí obviamente geopolítico.

Pero el relato sobre el pasado soviético en los países ex soviéticos ha sido dispar. La visión historiográfica reaccionaria ha sido más perceptible en países como Ucrania y los países bálticos, con recelos nacionalistas con respecto a Rusia y un tormentoso pasado soviético. En el Cáucaso y Asia Central, el relato nacionalista ha intentado opacar el efecto del pasado soviético.

2022: «año cero» para Putin

Por tanto, en este 2022, con una guerra en Ucrania de por medio, ¿veremos en el futuro un revival de esa idea del imperium ruso pero bajo otros contextos? Más allá de las esferas de influencia del Kremlin, los países ex soviéticos han transitado por sus propias vías, incluso “reinventándose” como entidades nacionales, en aras de procrear una relación más equilibrada con Moscú o, como en el caso ucraniano y de los países bálticos, rompiendo o alejándose de Rusia.

Putin comprende este proceso, además de utilizar recursos de poder clave (energéticos, geopolíticos) a fin de mantener inalterables sus esferas de influencia.

No obstante, la guerra de Ucrania puede suponer un “parteaguas”, un punto de inflexión de carácter persuasivo hacia las demás ex repúblicas soviéticas. No es por tanto de extrañar que, con la invasión rusa a Ucrania, repúblicas ex soviéticas como Georgia y Moldavia se apresuraron a pedir de inmediato su ingreso en la Unión Europea.

Treinta años después, la URSS es una reliquia histórica cuya herencia sigue indirectamente vigente en el ámbito historiográfico, en los testimonios y recuerdos personales y en algunas expresiones recicladas políticamente. Pero esa vigencia no se expresa desde la perspectiva ideológica. El “paraíso socialista” ha dado paso al reino de las “oligocracias”, herederas muchas de ellas de las redes clientelares del poder soviético, pero ahora cómodamente instaladas en el capitalismo, liberal o no, y la globalización imperante tras el colapso soviético.

* Analista de Geopolítica y Relaciones Internacionales

 

IMPOTENCIA, FALTA DE VERGÜENZA E INCAPACIDAD

F. Javier Blasco*

No llevamos ni dos semanas de guerra en Ucrania y a pesar de ser injusta, no declarada y ocasionada por las manías de un loco, el mundo ya ha tirado la toalla al centro del ring, ha sacado la bandera blanca y se ha convertido en un vergonzoso espectador, para ver, desde su butaca, las cosas, atrocidades y miserias pasar.

No será porque no llevaba meses la Administración norteamericana anunciando que esto iba a llegar. No les creímos o, lo que es peor, pensábamos que exageraba porque otras veces sus fallos en inteligencia llevaron al mundo a una guerra sin una verdadera causa que la pudiera mínimamente justificar.

No caímos en pensar que aquella ocasión, la de las armas químicas en Irak, a ellos les interesaba crear la imagen y dar la sensación de forma patente y clara para que, con ella, sus actos de ocupación sobre aquel país fueran más que necesarios para evitar un mal mayor y nadie les pudiera criticar.

Todos sabemos que los malos dirigentes o aquellos cuya incapacidad es grande y manifiesta, tratan de influir en sus servicios de inteligencia para calmar los ánimos de la población o para apoyar sus guerras o posturas bélicas de forma patente, falsa y muy singular.

Tampoco, Putin nos ha ocultado nada su plan para invadir Ucrania y someterla a una masacre, sin ni siquiera una declaración de guerra formal. Basando sus viles y execrables actos en razones que no tienen peso alguno y que cualquiera, por pueriles y falsos, los puede desmontar.

Lleva años comiéndose las partes de Ucrania y de otros territorios a su alrededor  que más precisa o le apetecen, sin que la Comunidad Internacional diga o haga nada para sus pasos parar. Ahora, nos justificamos y acallamos las conciencias, diciendo y proclamando, que nadie podía pensar que, al borde de acabarse el primer cuarto del siglo XXI, una acción tan espantosa, ruin y cruenta como esta, pudiera pasar.

De acuerdo, toda excusa es válida para un mal perdedor. Pero si analizamos nuestros pasos recientes y actuales, vemos que las justificaciones, los inventos y los parches sobre la marcha son pobres, poco resolutivos y nada van a poder arreglar.

En la OTAN, la UE y en muchos países miembros de ellas, se acaban de revisar sus medidas y planes de seguridad y defensa nacional (España entre ellos) y colectiva, sin contemplar ni siquiera la posibilidad del más mínimo incidente en aquella zona, a pesar de como hoy vemos, lo mucho, que su inestabilidad, nos podía llegar a afectar.

La OTAN a por uvas, discutiendo si eran galgos o podencos, a punto de disolverse y frotándose las manos porque su próxima Cumbre —que paga el país organizador— era en Madrid y aquí, como todos saben, suele ocurrir que en todos los jolgorios internacionales a cargo de sufrido ciudadano están garantizados tanto la juerga, como el buen yantar.

Putin jugando al gato y al ratón, moviendo sus fuerzas a su antojo y sin ton ni son; diciendo que eran unas simples maniobras cuando en realidad eran actos de acumulación de medios, entrenamiento en acciones de fuego y de acoso psicológico a los ucranianos sin cesar.

Trataba de amedrentarlos, bajarles la moral, hacer que su presidente-humorista se meara en los pantalanes y saliera corriendo del país, donde tras una guerrita relámpago, pegando solo cuatro tiros; de nuevo, y como en ocasiones anteriores, pudiera instaurar un gobierno marioneta o simplemente, esta vez, todo su territorio poderse anexionar.

Tan solo los americanos del Tío Sam veían la jugada; pero ante su contumaz insistencia, algunos occidentales empezaban a reírse de ello, al considerarla una alarma muy “poco fundada y pertinaz”, porque la anunciada ofensiva no se producía y, al contrario, los rusos mostraban al mundo entero, ciertos movimientos de tropas, que simulaban que sus soldados se replegaban y volvían a casa tras unas maniobras agotadoras, pero nada más.

Falló la inteligencia individual y colectiva de la UE, la OSCE, Naciones Unidas y, sobre todo, la de la OTAN, que es la organización que sobre la defensa de Europa más tiene que hablar; porque no lo olvidemos, es su auténtica razón de ser y casi única prioridad.

Putin se cansó de dar vueltas en el tiovivo y sin declarar la guerra a un país vecino, democrático y soberano, lanzó una pequeña ofensiva sobre él, que pronto, contrariamente a los previstos planes por sus estados mayores, se volvió en su contra, por lo que aquellos planes iniciales se tuvieron que cambiar.

Ante tal atropello y ruindad, la ONU mostró su total y absoluta impotencia e incapacidad, un Organismo mastodóntico, que está aquí para evitar este tipo de actos ilegales y crueles, mostró sus incapacidades y que tiene los pies de barro y las manos atadas por Rusia y en algo China; dos países que forman parte de su Consejo de Seguridad como miembros permanentes, con derecho de veto a la hora de votar.

La OTAN pronto se escudó, en que, según sus estamentos y acta constitucional, no lucha en terrenos que no son parte de sus Aliados, de su interés o responsabilidad; obviando, impúdica y vergonzosamente los años que ha estado desplegada y guerreando en Afganistán y sus intervenciones más o menos prolongadas y cruentas en escenarios como los Balcanes e Irak.

La UE, la pobre, sabe que para esto no se creó, aunque con un tal Borrell a la cabeza quiere jugar a ser mayor; aunque conoce, que la idea de ser algo mejor en cuestiones de defensa y seguridad, son sueños caros y, por el momento, bastante idílicos, a los que solo dentro de muchos años o incluso nunca, se harán realidad. Por lo que se ha limitado a jugar la baza de la economía por ver, si en ese mar revuelto, en algo pudiera influir o sacar.

China expectante sobre el escenario bélico y a la espera de lo que sucede con Rusia. Como aliado especial militar y económico ruso, no quiere involucrarse, de momento, a no ser que las circunstancias le obliguen a tomar parte de forma clara y sin medias tintas, a poner sus cartas sobre la mesa y no nos las pueda ocultar.

Las restricciones económicas que pretendemos implantar sobre Rusia y sus dirigentes, aunque aparentemente sean fuertes y efectivas, no lo son tanto en realidad. Los rusos pronto han encontrado varios caminos como las criptomonedas y otro tipo de tarjetas chinas que se unen a la hipocresía europea de seguir costeándole esta inhumana guerra, porque la compra masiva y diaria de petróleo ruso, a estas fechas, aún no han decidido cortar.

Solo nos queda intentar que algún día sea juzgado de forma presente o en rebeldía como criminal de guerra por llevar a cabo crímenes colectivos de lesa humanidad; por invadir un país sin declaración previa de guerra y por hacerlo con toda saña, fiereza e irracionalidad. Pero ese tema, mucho me temo, no es algo que preocupe en demasía al nuevo y despiadado zar.

Mientras tanto los ucranianos están cada día más solos, en una lucha numantina, que, de momento, tiene mucho de un débil David contra un fuerte Goliat; mientras, los vecinos europeos y los amigos de algo más allá, calmamos nuestras conciencias, mandándoles pistolas, fusiles, ametralladoras, algún misil ligero, cascos, tiritas y compresas para que con sus propios cuerpos, un pueblo poco o nada entrenado bélicamente, pueda tratar de parar a una potente máquina bélica, que ya está claro, no va a cejar, hasta la derrota o conquista final.

Ahora, eso sí, como parte de nuestra poca vergüenza, inutilidad e incapacidad para frenar al tirano y hacer algo que merezca la pena, nos limitamos y aprestamos a recibir a los refugiados que, por millones, este conflicto ha provocado y que huyen despavoridos de un país, el suyo, al que un sátrapa, dictador e irracional ha decido dejar arrasado como un solar. 

Veremos lo que nos dura ese sentimiento y corriente humanitaria; tenemos cercanos y presentes, varios ejemplos al respecto, que no nos hacen augurar nada bueno y duradero, porque somos dados al cansancio y pronto buscamos la forma de olvidarnos de ellos, por mucho que ahora lloremos por su seguridad y actuemos por su integridad.

Por último, no puedo cerrar este trabajo, que trata de mostrar las inmundicias y debilidades de la política internacional, sin hacer mención a la vergüenza que siento personalmente, porque en mi gobierno y parlamento, haya ministros y partidos, que defiendan públicamente esta masacre con toda caradura e impunidad.

    

* Coronel de Ejército de Tierra (Retirado) de España. Diplomado de Estado Mayor, con experiencia de más de 40 años en las FAS. Ha participado en Operaciones de Paz en Bosnia Herzegovina y Kosovo y en Estados Mayores de la OTAN (AFSOUTH-J9). Agregado de Defensa en la República Checa y en Eslovaquia. Piloto de helicópteros, Vuelo Instrumental y piloto de pruebas. Miembro de la SAEEG.

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