Alberto Hutschenreuter*
Para el entorno de la seguridad internacional de buena parte del siglo XXI, el curso que adopte el conflicto en Ucrania será crucial. En efecto, la existencia o no de una configuración entre Estados, tan necesaria para contar con un contexto de paz o conciliación relativa, depende de la compleja partida en liza que tiene lugar Europa del este.
Por tanto, se trata de una partida estratégica regional pero de alcance mundial. En alguna medida, hay en ella algo de 1914: por cuestiones relativas con un actor no central, Serbia, acabaron enfrentados entonces los actores mayores. En su gran obra “La diplomacia” Henry Kissinger fue por demás claro en cuanto a lo que sucedió aquel año estratégico, cuando sostuvo que los países preeminentes, que no tenían razones suficientes para ir a la guerra, acabaron enfrentados entre sí por defender a actores menores que sí tenían razones para enfrentarse.
Estados Unidos y Rusia no tienen cuestiones mayores como para dirimirlas en una gran prueba de fuerza. Por supuesto que existen asuntos encontrados, pero ninguno que requiera una guerra para superarlas. Como bien advierte el ex canciller ruso Igor Ivanov, “Nadie necesita una confrontación Todos perderían con una guerra. Implicaría tales costos políticos, sociales, militares y económicos para todos que se necesitarían décadas para la recuperación. Las repercusiones de una gran guerra en el centro de Europa no serían menos duraderas que las ramificaciones desencadenadas por el desastre de Chernóbil, que persisten desde hace casi cuarenta años. ¿Quién estaría dispuesto a correr ese riesgo?”.
Sin embargo, la obstinación de Ucrania en ser miembro de la OTAN los ha dejado en una peligrosa situación de carácter casi insumiso. Es cierto que el mandatario estadounidense ha dicho que el país de Europa oriental no ingresará en el corto plazo a la Alianza Atlántica, pero ¿qué implica el corto plazo, cinco meses, un año? Incluso otro plazo más extenso no eliminaría la raíz del problema, esto es, las demandas geopolíticas de Rusia, las que suponen que la OTAN ni otras alianzas político-militares se acerquen a los lindes de Rusia. En este sentido, el “cinturón de amortiguación” que significa para Rusia el territorio continuo de Belarús y Ucrania en el inmediato oeste y el de Georgia en el sur, tiene status de interés vital para Rusia, es decir, este país estaría dispuesto a ir a la guerra para impedir que se ponga en riesgo aquella condición geopolítica mayor, que no es una condición exclusivamente de Rusia, sino de todo actor preeminente. Solo que en el caso de Rusia la experiencia remota y reciente, o sea, casi permanente, la ha marcado sensiblemente.
Se ha señalado que la cuestión es geohistórica. Por su parte, la especialista Angela Stent señala que hay algo así como una “doctrina Putin” basada en la pretensión rusa de que Estados Unidos debería tratar a Rusia como si fuera la Unión Soviética. Sin duda que el pasado relativo con la génesis del cuerpo y el espíritu eslavo es importante para Moscú; asimismo, sin duda que Moscú pretende que Washington mantenga deferencia estratégica. Pero el centro de la crisis actual es geopolítica y la salida de la misma pasa por no forzar o trastocar el profundo interés político-territorial que posee Ucrania para Rusia por medio de una estrategia basada en la prevención ante lo que se considera un irremediable revisionismo geopolítico ruso.
Lamentablemente, Ucrania no puede modificar esta situación. O puede, pero a un precio muy alto para ella y para la seguridad internacional. Por ello, debe asumir que su condición de “Estado pivote”, por su ubicación, requiere de un grado de “necesaria diagonal geopolítica” que no lesionará su soberanía, pues la misma podrá ampararse por medio de robustos compromisos internacionales. Pero por ahora no se admite esta alternativa, tornándose la crisis cada vez más inflexible.
En cuanto a Occidente, considerando la relevancia geopolítica que implica Ucrania para Rusia, una política congruente por parte del oeste debería basarse en el abandono de toda estrategia sempiterna relativa con debilitar geopolíticamente a Rusia y negociar con Rusia un marco de entendimiento estratégico mayor sobre aquellas cuestiones que van a demandar respuestas en clave de firmes acuerdos en las próximas décadas, por caso, el equilibrio nuclear, es decir, el segmento relativo con la seguridad estratégica internacional en el que se habrían producido “desajustes” o “fugas” entre ambos poderes. Queda aquí solamente un tratado en pie, el START III o New START y es necesario mantenerlo, cumplirlo y, de ser posible, ampliarlo horizontal y verticalmente, más allá de las diferencias cualitativas y cuantitativas que existan con terceros nucleares como China.
Por ello, a menos que Occidente considere que mantiene una leve ventaja en la partida que se juega en Ucrania, es decir, está convencido de que si Rusia utiliza la fuerza las consecuencias políticas y económicas para ella serán casi catastróficas, la decisión más conveniente es alcanzar un acuerdo estratégico con Rusia más otros actores a través del cual se garantice que la OTAN no se extenderá al este.
En el pasado, Estados Unidos y la URSS se encontraron en situaciones más riesgosas de las que salieron a través de pactos que se tributaron, por ejemplo, la crisis de los misiles de Cuba en octubre de 1962. Generalmente se tiene la perspectiva relativa con que la URSS cedió, lo cual es cierto porque retiró los misiles; pero se trató de una situación igualada, pues Washington se comprometió a no intervenir en la isla y a retirar misiles de alcance medio estacionados en Grecia y Turquía, compromiso este último que, años después, le significó serios inconvenientes para estacionar complejos en Europa ante el despliegue de los misiles soviéticos de alcance intermedio.
Este escenario, de pacto necesario en relación con el conflicto en Ucrania, podría impulsar otros acuerdos e incluso revitalizar regímenes internacionales que se volvieron casi nominales. Es decir, sin llegar a configurar un orden internacional, ambos poderes “relajarían” la tensa situación de “no guerra” que existe hoy: un marco de predisposición, ganancias relativas colectivas y expectativas favorables.
Otro contexto sería lo que el analista ruso Ivan Timofeev denomina “tensión permanente”, esto es, la situación actual se mantiene. Por supuesto que es un escenario preferible al de la guerra; pero tal escenario implicaría un deterioro más general de las relaciones internacionales, y el tiempo de duración de dicho escenario podría extenderse por años.
En este escenario sería difícil considerar ganancias para algunos. Es cierto que, si el propósito de Occidente es doblegar a una Rusia irredimible hasta volverla un actor sobrecargado de dificultades y aislado, este escenario es el “estratégicamente adecuado”. Pero tales ganancias de poder serán muy relativas, pues Rusia no es un “consumidor de seguridad” como Ucrania: se trata de un actor productor de seguridad y, si es necesario, exportador de inseguridad a través de tácticas no convencionales.
Además, los recursos de la denominada “guerra híbrida” serán utilizados por los poderes preeminentes hasta los extremos; el multilateralismo descenderá a niveles más bajos de los que se halla desde hace años; los regímenes internacionales dejarán de contar con el compromiso de los Estados en momentos que se necesita revigorizarlos, por caso, la OMS, por no recordar los relativos con armas convencionales y estratégicas; se regresará a los bloques geoestratégicos y a la política de alianzas (de hecho, algo se ha visto estos días entre China y Rusia en Pekín); desaparecerá cualquier posibilidad de “anarquía internacional administrada”; se llevarán más agresivamente adelante los procesos de acumulación militar, particularmente en sistemas antimisilísticos y armas nucleares de precisión mayor; se derrumbará la cooperación energética entre Europa y Rusia; las sanciones repercutirán más allá de Rusia; la soberanía, economía e integridad territorial de Ucrania lo convertirán en uno de los actores más frágiles del globo; etc.
Este contexto, de no alcanzarse un acuerdo de escala entre Occidente y Rusia, es el que podría afirmarse y marcar el tiempo internacional que viviremos. Ante las dudas y confusiones, Maquiavelo siempre recurría a una pregunta orientadora: ¿es necesario? Recurramos una vez más al gran pensador florentino y preguntémonos si, considerando el deteriorado escenario internacional, ¿es necesario mantener en calidad de carácter estratégico irrevocable la decisión de que Ucrania sea parte de la OTAN?
En breve, el desenlace que tenga la crisis en Europa del este determinará, en buena medida, el mundo en el que viviremos durante los años venideros: un mundo fragmentado, es decir, un escenario inestable donde no hay ni guerra ni paz; o un mundo sin orden, pero con (al menos) mínimos de seguridad interestatal establecidos que lo alejen de la posibilidad de quedar fuera de control.
* Doctor en Relaciones Internacionales (USAL). Ha sido profesor en la UBA, en la Escuela Superior de Guerra Aérea y en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación. Su último libro, publicado por Almaluz en 2021, se titula “Ni guerra ni paz. Una ambigüedad inquietante”.
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