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LO QUE NOS DICE LA CRISIS DE UCRANIA SOBRE LAS RELACIONES INTERNACIONALES EN EL SIGLO XXI

Alberto Hutschenreuter*

La decisión rusa de aumentar sus capacidades militares en la frontera con Ucrania con el fin de intervenir eventualmente en este país ocupando la zona del Donbás, ha elevado la tensión entre Rusia y Occidente a una cota sin precedentes en los últimos treinta años. El hecho que se trate de dos actores preeminentes implica que, si bien la crisis tiene lugar en una región del mundo, la placa geopolítica de Europa del este, las repercusiones de la misma, en caso de producirse intervención y enfrentamientos, serán de alcance global. En cuanto a un escenario de escalonamiento mayor, es decir, querellas militares entre Rusia y la OTAN, la carencia de registros en materia de choques entre poderes con capacidades militares totales vuelve casi imposible la traza de escenarios. 

Pero hasta el momento, con marchas y contramarchas, la diplomacia se mantiene activa, aunque también hasta el momento en Occidente se ha evitado toda referencia a la “demanda cero” de Moscú, esto es, la petición rusa de garantías relativas con el abandono por parte de la OTAN de continuar la expansión al este, es decir, al inmediato oeste y sur de Rusia; indudablemente, se trata de la “clave de bóveda” para salir de la preocupante situación. 

Ahora bien, más allá del desenlace que llegue a tener esta crisis mayor entre Estados, quizá es pertinente plantearnos qué nos dice la misma sobre el estado de las relaciones internacionales, particularmente tras el tremendo seísmo mundial que ha causado la COVID-19, una de cuyas manifestaciones más discernibles ha sido y es el grado de desconfianza y poco sentido de unión, particularmente entre los actores poderosos. 

Por tanto, si ante una amenaza no estatal letal e invisible como son los virus los países priorizaron la vía nacional por sobre la vía de una ampliada cooperación, vía que se pregona y hasta pondera en cuestiones como el riesgo ambiental, ¿podemos realmente sostener que hay o habrá cambios favorables o de escala en las relaciones entre Estados? Entonces, de nuevo: ¿qué nos dice la crisis en Europa del este sobre ello?

Comencemos por el rasgo principal en dichas relaciones: la anarquía internacional, es decir, la ausencia de un gobierno mundial superior que centralice la política entre las múltiples unidades políticas.

Desde comienzos de este siglo han surgido corrientes de pensamiento que relativizan la anarquía entre Estados como rasgo central de la disciplina. Consideran que mantener aquello que la teoría sostiene hace décadas es hoy un ejercicio perimido. Más todavía, piensan que insistir en dicho rasgo ha creado algo así como una “anarchophilia”, o “discurso de la anarquía”, que no resiste una conectividad global que va creando diferentes niveles de anarquía; es decir, se van estableciendo, a diferencia de la vieja anarquía fragmentadora, diferentes planos de “anarquías cooperativas”. En alguna medida, ello va fundando un grado de “gobernanza mundial”. 

Sin duda que el mundo está más conectado que nunca y las redes son cada vez más profusas. Pero ello no ha implicado que las relaciones internacionales se hayan des-jerarquizado. Por el contrario, los reparos y cuidados de los Estados frente a fenómenos percibidos como “relocalizantes” de su autoridad los empujaron a fortalecer mecanismos de control (más, por supuesto, en aquellos actores políticamente centralizados). 

En estos términos, la “tercera imagen” a la que se refería Kenneth Waltz (“un perimido”), la estructura anárquica como causa de rivalidad y confrontación entre Estados, continúa siendo tan válida como cuando ese autor la consideró en su obra “El hombre, el Estado y la guerra”, escrita hace más de sesenta años. 

Las “nuevas formas”, que parecen haber afirmado una “sociedad internacional”, no equivalen a la superación de la sustancia de las relaciones internacionales. Por más que nos esforcemos en tratar de ver al mundo desde el sitio del idealismo-liberal, siempre acabaremos sintiéndolo desde el poder, la seguridad, los informes de inteligencia, las capacidades propias y las inciertas intenciones de sus principales protagonistas, los Estados; por cierto, todos componentes categóricamente presentes en la crisis en Europa del este y más allá también. 

Por otro lado, guerra y geopolítica: la crisis actual volvió a recentrar estos “vocablos malditos”.  

Queda suficientemente en claro que por más intentemos mantenernos lejos de ellos, la guerra y la geopolítica vienen a nosotros. También aquí hay nuevas corrientes que nos dicen que en un mundo bajo el “imperio” de la interdependencia, la conectividad y la inteligencia artificial, guerra y geopolítica se encuentran en camino de ser moderadas y hasta superadas. 

Cuando terminó la Guerra Fría, pareció que con ella se fueron esas realidades que habían marcado a fuego el siglo XX. Es verdad que (siguiendo la “moda” de entonces) no se habló de “el fin de la guerra”, aunque sí de “el fin de la geopolítica”. Treinta años después, estamos de lleno frente a ambas realidades, en acción (la geopolítica) y en potencia (una guerra mayor). De nuevo, la corriente de los anhelos ve el mundo en términos de Locke y Kant, es decir, comercio y paz. Pero, en verdad, y no solo por la crisis de Europa del este, lo que vemos en el mundo está más cerca de Hobbes (rivalidades) y “semi-Locke” (“comercio beligerante”). 

No existe la paz total, ni siquiera existe la paz sino el orden; sin embargo, existe la guerra total. Y en Europa del este, aunque difícilmente suceda, la posibilidad de una confrontación armada entre poderosos nos dejaría ante un territorio desconocido: la “guerra post-total”. En cuanto a la geopolítica, es decir, política-territorio-poder, a la luz de los acontecimientos tal vez deberíamos preguntarnos si el siglo XXI no va camino a ser otro siglo de geopolítica total. 

 

Por otra parte, la pugna por Eurasia no solo supone una continuidad geopolítica con el siglo XX, sino que la iniciativa geoeconómica de China, presentada en 2013, supone la emergencia de una concepción geopolítica de nuevo cuño, una suerte de diagonal político-territorial euroasiática entre los enfoques terrestres y los de tierras costeras. Un rumbo que, por primera vez, tendría a un actor no blanco como protagonista central. 

En tercer término, en las relaciones internacionales no existen “buenos y malos”. 

En la actual crisis hay cierto sesgo a presentarla como una contienda entre liberales defensores de la seguridad y conservadores revisionistas geopolíticos; un eufemismo por “buenos” de un lado, “malos” del otro. Pero en las relaciones internacionales solo existen intereses y competencia. En la materia lo central es el poder, y el poder es un concepto relacional: importa si le permite lograr a un actor, frente a un determinado rival, ganancias o ventajas, precisamente de poder. 

De nuevo recurrimos a Waltz, pues su “segunda imagen” alude a los Estados como causa de confrontaciones. Pero allí el autor no hace referencia alguna a “Estados buenos” y “Estados benevolentes”; podrán existir políticas exteriores agresivas, pero siempre lo serán en función de intereses o ambiciones. En relación con la crisis actual, Occidente exige a Rusia que practique el “pluralismo geopolítico”, es decir, una concepción benevolente que consiste en respetar la soberanía en su “vecindad”. Ahora, ¿practica la OTAN el pluralismo geopolítico cuando se expande sin considerar reparos y aprensiones territoriales de Rusia? ¿Qué habilita a la OTAN a hacerlo? ¿La victoria en la Guerra Fría? ¿Algún sentido de repartidora de justicia internacional? 

Hans Morgenthau (¿acaso “otro perimido”?) sostuvo entre sus principios de realismo político algo que deberíamos considerar sobremanera en relación con lo que estamos tratando: “El realismo político se niega a identificar las aspiraciones morales de una nación en particular con los preceptos morales que gobiernan el universo”.

En cuarto lugar, en caso de inseguridad los Estados no tienen a quién acudir.

Básicamente, nos estamos refiriendo a lo que se conoce como “autoayuda”. Aquí tenemos una realidad contundente en relación con la condición de anarquía que prevalece en las relaciones internacionales. Por ello, a menos que un Estado se encuentre bajo la protección de otro u otros, está obligado a contar con sus propias capacidades para sobrevivir. 

Nada existe en el mundo de hoy que nos haga considerar que en este tema hay “nuevas realidades”. Stanley Hoffmann diría que existe “lo de costumbre”, es decir, recursos propios y vigentes que permiten a los Estados afrontar per se una situación de amenaza a su seguridad e intereses mayores. 

Las inversiones en materia de defensa son contundentes: en 2020, dos billones de dólares, y en 2021, posiblemente un 2.8 por ciento más que en 2020, En este marco, al menos 12 países de la OTAN incrementaron sus partidas hasta quedar en un 2 por ciento del PBI, tal como lo demandaba Washington. 

Finalmente, las posibilidades relativas con un multilateralismo ascendente

El multilateralismo en baja ha sido una realidad durante los años previos a la llegada de la COVID-19. La pandemia expuso dicha realidad y la ausencia de régimen internacional no es una realidad que favorezca el fortalecimiento del multilateralismo. No obstante, hay reputados expertos, por caso, el embajador argentino Ricardo Lagorio, que sostienen que las respuestas que exigen los desafíos globales necesariamente impulsarán la lógica multilateral por sobre la territorial. 

Pues bien, en buena medida, el desenlace de la crisis en Europa del este podría ser un hecho favorable, es decir, si allí finalmente predomina una resolución que combine casos donde diplomacia y reconocimiento superaron conflictos, como sucedió en la crisis de los misiles de 1962 y en la Conferencia de Helsinki de 1975 (un “Helsinki 2.0”, como la ven hoy), quizá existan posibilidades para abordar otras temáticas (armas estratégicas, ataques cibernéticos, clima, etc.).

Pero si finalmente la situación permanece o, peor, hay confrontación, la situación internacional se orientará hacia la desconfianza y la rivalidad, es decir, el mundo se alejará de cualquier esbozo de orden y multilateralismo ascendente. Será un mundo donde no habrá ni guerra ni paz. 

En breve, hemos tratado aquí algunos de los principales temas de las relaciones internacionales en un contexto de discordia creciente entre Occidente y Rusia. Hay otras cuestiones, pero las desarrolladas seguramente serán suficientes para dudar y continuar reflexionando sobre el mundo del siglo XXI. 

 

* Doctor en Relaciones Internacionales (USAL). Ha sido profesor en la UBA, en la Escuela Superior de Guerra Aérea y en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación. Su último libro, publicado por Almaluz en 2021, se titula “Ni guerra ni paz. Una ambigüedad inquietante”.

©2022-saeeg®

 

OCCIDENTE QUIERE UNA SEGUNDA VICTORIA ANTE RUSIA

Alberto Hutschenreuter*

Se viven horas decisivas en la placa geopolítica de Europa del este. Como consecuencia de una crisis que prácticamente ha dejado a las partes sin estrategias de salida, el mundo se encuentra ad portas de un desenlace sin analogías, pues la posibilidad de un enfrentamiento militar entre la OTAN y Rusia proyecta una gran sombra en relación con el “modo” que adoptaría el mismo. Más allá de la (cierta) teoría existente, no contamos con ningún precedente de guerras entre poderes nucleares y convencionales supremos.

Pero todavía quedan los reflejos de la diplomacia y de la vieja cultura estratégica de Estados Unidos y Rusia, aunque con los demócratas en el poder y las ensoñaciones internacionales liberales que anidan en sus círculos de poder, es difícil apostar demasiado por aquello último. En un reciente artículo publicado en la página de la influyente Foreign Policy, “Liberal Illusions Caused the Ukraine Crisis”, el especialista Stephen Walt es categórico sobre la responsabilidad de dicha corriente en la crisis actual.

No hay ninguna duda sobre el fin de la Guerra Fría. Esa pugna casi secular acabó a principios de los años noventa con el mismo desplome de una de las partes, la URSS. Si bien tampoco hay dudas sobre las causas mayormente internas de la caída, la competencia internacional jugó un papel determinante en relación con el debilitamiento geoeconómico del imperio soviético.

Aunque la presión estratégica se inició con Carter, fue Reagan el que acabó doblegando al oponente: desde el principio de su presidencia, la URSS no se extendió más por ninguna parte del mundo, al tiempo que renunció a la marca de disciplinamiento de bloque que implicó la “Doctrina Brezhnev”. Se trató, esta última, de una decisión sin retorno.

Solo para el presidente Yeltsin y su joven equipo de economistas e internacionalistas “Estados Unidos y Rusia ganaron la Guerra Fría por haber derrotado al comunismo soviético”, como sostuvo la experta Hélène Carrère d’Encausse. Para Estados Unidos la victoria sobre la URSS fue tal que en los años siguientes trabajó no sólo para afianzar su predominancia solitaria, sino que desplegó iniciativas para que Rusia no volviera a desafiarla. Los medios para ello fueron sutiles e incluso, increíblemente, contaron con la confianza de la dirigencia Rusa.

Ahora: ¿por qué se consideró que una Rusia recuperada volvería a ser un problema? Ante todo, porque históricamente Rusia ha sido un poder autocrático, nacionalista, desafiante, imperialista y expansivo. En segundo lugar, porque una Rusia en ascenso podría implicar más relaciones con Europa, particularmente con Alemania, es decir, Rusia podría “perturbar” el vínculo atlántico-occidental. El especialista Rafael Poch de Feliu no pudo ser más preciso en relación con esto último: “[…] aunque el verdadero adversario de Washington está en Asia, la gran potencia imperial americana dejaría de serlo en cuanto dejase de dominar Europa”. En tercer lugar, una Rusia recuperada podría llevarla a soldar una verdadera asociación con China.

Luego hay respuestas más centradas en cuestiones generales y en determinadas especificidades que van más allá de “Rusia como problema”. Una es la propia esencia de las relaciones internacionales: relaciones de poder e influencia antes que relaciones de derecho. Otra causa es el “peso” de la singular pugna entre ambos poderes en el siglo XX, una rivalidad equivalente a la competencia entre Esparta y Atenas (cuyo desenlace fue una guerra de 30 años en el siglo V a.C. que acabó debilitando a ambas). Otra razón es geopolítica: Estados Unidos no puede permitir el surgimiento de un poder hegemónico en Eurasia. Por otra parte, Rusia en clave de reto supone la justificación para el despliegue de una política exterior. Por último, pudo haber pasado el tiempo, la contienda bipolar, etc., pero continúa existiendo en Estados Unidos una autopercepción de “territorio del bien”. Durante un siglo, dicha percepción nacional-religiosa excepcional se mantuvo “encapsulada”, hasta que en el siglo XX “salió” al mundo para conjurar los males que lo asolaban: guerras, retos diversos, potenciales rivales… Intentó hacerlo el presidente Wilson tras La Gran Guerra, pero predominó la vieja lógica de “no contaminarse con los males que se encontraban allende el territorio sagrado”.

Que el mundo en el siglo XXI tenga una base más multipolar y que no haya ya condiciones para el ejercicio de la hegemonía estadounidense no implica que esa autopercepción se haya modificado.

Para buena parte de Occidente, la Rusia actual es lo que se ha destacado. Por ello, quienes reivindican la extensión de la OTAN consideran que si no hubiera sido así, hoy Rusia mantendría una firme esfera de influencia (y presencia) en las ex repúblicas soviéticas y más allá también. Consideran que Rusia habría militarizado Europa del este con complejos misilísticos orientados hacia Europa occidental con el fin de presionarla. Asimismo, estiman que el cerco evitó que Rusia no desplegara ampliamente su poder naval en el Mediterráneo y el Báltico.

Es decir, desde la visión estadounidense, no hay otra forma de tratar con Rusia que no sea a través de la vigilancia, la advertencia y la fuerza. Es el mismo enfoque y recomendación que proveyó el diplomático George Kennan al gobierno estadounidense en 1945 sobre cómo tratar con los soviéticos. Pero aquella “nueva” visión fue más allá de Kennan (y a pesar de Kennan). Es decir, había que contener a Rusia en sus mismas fronteras, quebrantando su sentido de seguridad territorial y, a la vez, estimulando en su interior las fuerzas democráticas, es decir, las que menos se opongan a los intereses de Estados Unidos en Eurasia.

Es cierto que el competidor de Estados Unidos es China. Pero con este país la situación es de conflicto e interdependencia. Rusia, en cambio, es considerado un rival conocido, con diferentes tiempos que China, al que hay que doblegar. Así se supuso desde el mismo momento que terminó la Guerra Fría. Lo que sucede en relación con Ucrania es la fase final de un propósito estratégico que descartó cualquier posibilidad de nuevos equilibrios o gestión internacional multipolar.

El momento es pertinente, pues Rusia se encuentra en una situación relativamente frágil y, hasta cierto punto, la propaganda relativa con señalarla como “un problema” ha funcionado; aunque también es cierto que los planes casi grotescos de la OTAN permitieron que Putin mostrara otra parte del rostro del conflicto y lograra para Rusia ganancias relativas de poder, particularmente en el segmento blando del mismo.

Occidente quiere lograr una segunda victoria, ahora ante la continuadora (no la sucesora) de la URSS. Sabe que ello significará aumentar la debilidad y el aislamiento de Rusia, afectar el apoyo a Putin y estimular el posicionamiento de las fuerzas pro-occidentales. Pero el precio podría ser alto y hasta quedar fuera de lo que podemos llegar a imaginar.

 

* Doctor en Relaciones Internacionales (USAL). Ha sido profesor en la UBA, en la Escuela Superior de Guerra Aérea y en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación. Su último libro, publicado por Almaluz en 2021, se titula “Ni guerra ni paz. Una ambigüedad inquietante”.

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SEIS TRANSGRESIONES ESTRATÉGICAS Y GEOPOLÍTICAS QUE AYUDAN A ENTENDER LA CRISIS ENTRE OCCIDENTE Y RUSIA

Alberto Hutschenreuter*

La crisis que tiene lugar en Europa del este se debe, en buena medida, a la transgresión o quebrantamiento de al menos seis “leyes” estratégicas y geopolíticas históricas en las relaciones entre Estados.

La primera de ellas es parte casi elemental en la teoría de la guerra de Clausewitz: nunca se debe rebasar la línea de la victoria.

Esto significa que la Guerra Fría tuvo un ganador, Occidente. El triunfo fue categórico en todos los segmentos. Más todavía, lo fue tanto que la parte continuadora de la URSS, la Federación Rusa, acabó repudiando la ideología comunista soviética, adoptando el modelo capitalista y “siguiendo” al ex rival en materia de política exterior.

“La victoria otorga derechos”, sin duda. Occidente rentabilizó su triunfo y una de las estrategias para impedir que una Rusia restaurada se convirtiera (eventualmente) en un nuevo desafío fue ampliar la OTAN a los países eurocentrales y los tres del Báltico, siempre ajenos y reluctantes a Rusia. Entonces, la ampliación a Polonia, República Checa y Hungría fue considerada una medida comprensible.

Pero Occidente pronto decidió ir más allá, y prácticamente fue por todo. Pero al hacerlo traspasó la línea de su victoria, que nunca estuvo en duda. Llevar la OTAN más al este implicó algo peligroso: se comenzó a desestabilizar la seguridad internacional, puesto que dos de sus partes preeminentes (de las cuales una era y es la principal del globo) ingresaron en una fase de mayor discordia.

La segunda, siguiendo en clave estratégica, es la relativa con evitar la ruptura de la cultura estratégica.

Como consecuencia de lo anterior, la tensión aumentó y ambos poderes fueron tomando decisiones que los alejaron de lo que podemos denominar “cultura estratégica”, esto es, patrones de seguridad que las potencias evitan romper. Es decir, la rivalidad no incluye alterar equilibrios clave, por caso, en el segmento de las armas estratégicas.

Durante el tiempo de rivalidad, que comienza mucho antes de 2014 (Ucrania-Crimea), ambas partes han ido abandonando importantes tratados, por ejemplo, Estados Unidos se fue del Tratado ABM, un pacto firmado en 1972 fundamental para el equilibrio, nuclear. También se fue del acuerdo relativo con la eliminación de armas de alcance intermedio; mientras que Rusia consideró que este último había quedado obsoleto y, por tanto, su seguridad quedó afectada. Asimismo, Moscú dejó el régimen de control de plutonio.

Se trata de una novedad en la relación entre estos dos actores que en el pasado, en un estado de competición general, supieron mantener una cultura estratégica que los llevaba a negociar cuando el desequilibrio surgía. Ello explica los grandes acuerdos sobre armamento de los años setenta.

La tercera es no forzar órdenes internacionales.

La victoria de Occidente en la Guerra Fría fue, por entonces, una de tres. Las otras fueron sobre Irak, en 1991, y la predominancia del modelo económico, que fue en el que se basó la globalización en los “frenéticos noventa”.

Esa “globalización 1” estuvo marcada por lo que un francés denominó el modelo “neo-americano”. Y fue tan así que la política exterior de Clinton tuvo base esencialmente geoeconómica. Fue el tiempo del poder sutil de Occidente en relación con la obtención de ganancias de poder alrededor del mundo.

Luego sucedió el 11-S, y a partir de entonces el sistema internacional casi se identificó con los intereses estadounidenses y su lucha contra el terrorismo transnacional.

Pero el mundo cambiaba, y sin duda la principal razón era el surgimiento de China que reclamaba, como en los setenta, un sitio de jerarquía estratégica acorde con su ascenso.

Si bien hubo cooperación entre las potencias mayores frente a un enemigo que los acercaba, el terrorismo, situaciones como Irak, Libia y más tarde Siria los fueron separando, sobre todo en el Consejo de Seguridad de la ONU, donde nunca se pudo autorizar una intervención en Siria para salvaguardar los derechos del pueblo sirio.

Hoy no es posible continuar con bienes públicos internacionales creados hace casi 80 años. Es decir, aunque Estados Unidos es la única potencia rica, grande y estratégica del mundo, ya no puede regir e incluso tuvo serios problemas para alcanzar objetivos relativos con su seguridad nacional, por ejemplo, en Afganistán, de donde acabó retirándose.

Desde el marco más estratégico-militar, Rusia, China y otros cuestionan que la OTAN sea el “globo cop” u organización política-militar regional del multilateralismo. En 2022 se podría impulsar un nuevo concepto estratégico de la Alianza, y se teme que entonces la OTAN asuma nuevas misiones.

La cuarta consiste en respetar códigos o aprensiones geopolíticas rivales.

Los códigos geopolíticos están relacionados, según John Lewis Gaddis, con el pensamiento y la acción geopolítica de un país. Pero en esta situación, los códigos están asociados con el pasado y las sensibilidades territoriales de Rusia.

Rusia es un actor (básicamente) de geopolítica terrestre, y ello se explica en función de su notable extensión. Aunque en principio ello implica un activo de seguridad, la gran cantidad de países con los que limita Rusia, 16 países, más su encierro geográfico, siempre supusieron una cuestión o sensación de vulnerabilidad (e incluso fatalidad).

Por ello, para este país es fundamental contar con zonas de amortiguamiento. Aquí radica su activo geopolítico mayor. Contando con ello, Rusia puede defenderse de potencias extranjeras. “La guerra siempre viene del exterior”, sostiene el profesor Carlos Fernández Pardo. Y Rusia, como ningún otro país, siempre supo de ello.

En este contexto, intentar llevar la OTAN al inmediato oeste del territorio ruso es no conocer la historia geohistórica y geopolítica. Por ello, en 1997 George Kennan, el diplomático que apoyado en las ideas de Spykman propuso tras 1945 contener a la URSS, desaconsejó ampliar la OTAN más allá de lo conveniente.

La quinta es no alterar determinismos geográfico-geopolíticos.

Hay países que por su ubicación se enfrentan con algunas restricciones en materia de política exterior y de defensa. Básicamente, son actores-pivotes que lindan con poderes mayores. Pero ello no los convierte en vasallos de dichos poderes. Sólo deben desplegar una diplomacia calibrada que considere las sensibilidades geopolíticas del actor central en la zona.

Esto no sucede solamente con Ucrania, un país situado en una zona de fragmentación o de “actividad balcánica geopolítica”. Y no nos referimos a las nuevas tendencias que hablan de la “geopolítica subterránea”, es decir, temas medio ambientales, recursos bajo tierra, etc., es decir, temas “desprovistos” de intereses nacionales.

En este cuadro, Ucrania y Occidente no parecen reparar en esta cuestión: el país debe ser parte de la OTAN. No se admiten otras alternativas, hecho que trastorna el “cinturón de fragmentación” que ha sido y es Europa del este.

La sexta es no pensar estratégicamente el mundo.

La transgresión de “leyes” estratégicas y geopolíticas en relación con la región de Europa del este está reduciendo peligrosamente las posibilidades de pensar estratégicamente el mundo.

Tenemos dos actores, Estados Unidos y Rusia, que necesariamente serán partes clave de un orden o régimen internacional (sobre el que por ahora no hay indicios) y que hoy están confrontados. Cualquier cesión por parte de uno de ellos implicará para el otro ganancias de poder. En términos de un “desenlace plus o II” de la Guerra Fría, si Ucrania pasa a ser parte de la OTAN, entonces Occidente habrá logrado la victoria total; si Rusia lo impide, pacto de por medio, habrá obtenido una reparación estratégica y el presidente Putin elevará su popularidad.

Resulta difícil creer que el curso del mundo, es decir, la carencia de orden alguno, finalmente quede abandonado porque dos de sus partes de escala estratégica, que deberían estar trabajando en la construcción de un mundo estable y seguro, se encuentran en una situación con posiciones que van tornando el conflicto cada vez más irreductible.

Desafortunadamente, el pasado enseña no pocos casos de crisis que concentraron tensiones entre grandes poderes comprometidos en situaciones que se podían haber resuelto, hasta quedar estos poderes atrapados entre las fuerzas de la guerra.

La crisis entre Occidente y Rusia se debe a que se han venido omitiendo (e incluso despreciando) claves estratégicas y geopolíticas. Pero aún quedan oportunidades (muy estrechas) para que la historia, una vez más, no acabe castigando esas omisiones.

 

* Doctor en Relaciones Internacionales (USAL). Ha sido profesor en la UBA, en la Escuela Superior de Guerra Aérea y en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación. Su último libro, publicado por Almaluz en 2021, se titula “Ni guerra ni paz. Una ambigüedad inquietante”.

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