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SIN ESCUELAS NI MAESTROS

Santiago González*

Izamiento de  bandera, 1940. Archivo Histórico de la Escuela Normal de Quilmes «Silvia Manuela Gorleri», https://archivo104.blogspot.com/2012/04/

La degradación de la educación pública y del docente ha sido obra de una camarilla ideológica instalada desde la recuperación democrática.

 

Cualquier docente mayor de 50 años lo puede atestiguar: el estado de la educación en la Argentina es catastrófico, en todos sus niveles. Un poco menos en la educación privada que en la pública, pero no por mérito propio sino del ambiente familiar de sus alumnos, y también en decadencia. Esa percepción personal e intuitiva se ve corroborada por todas las pruebas sobre rendimiento escolar: más de la mitad de nuestros alumnos terminan la escuela primaria sin poder entender cabalmente lo que leen y sin poder resolver problemas aritméticos simples. Ese retraso inicial no se compensa en los niveles superiores y se arrastra hasta la universidad. La profesora de una materia de Economía que se cursa en mitad de la carrera me cuenta que apenas el 60% de los inscriptos se presenta a rendir los exámenes, y que de esa proporción apenas el 60% los aprueba. Poco más de tres de cada diez. La profesora se pregunta cómo llegaron hasta allí.

La mayoría de los argentinos cree que el principal problema del país es económico, y es lógico que lo crea porque la inflación destruye las vidas de todos, incluso las de quienes más o menos se las arreglan para llegar a fin de mes. Pero las bases de la economía nacional son sanas, y una vez que la casta política canallesca y ladrona haya sido apartada del poder, bastan tres o cuatro decisiones inteligentes para poner la casa en orden. Los problemas económicos son importantes pero pueden resolverse con relativa rapidez. Los problemas más serios que tiene la Argentina son la defensa nacional, que ya apunté en una nota anterior, y la educación, que es el más grave de todos. Sin una población razonablemente educada el país no tiene futuro, con o sin inflación, con o sin misiles. Esto lo entendieron bien los organizadores de la República, que pusieron la educación en el centro de su programa.

Los políticos en campaña hablan de la economía porque las encuestas les dicen que es la mayor preocupación de la gente, y se jactan de tener equipos que estudian en profundidad sus problemas y soluciones. Ninguno habla de la defensa, y a la educación le dedican rosarios de buenas intenciones edulcoradas con los lugares comunes de la corrección política. Pero como no les importa el país sino llegar al poder para beneficiarse de él, nadie se ha planteado el problema en serio y cuando se los apura dan respuestas de ocasión: más aulas, más computadoras, más horas de clase, más capacitación docente, el modelo finlandés o el modelo japonés, y ahora la más novedosa incorporación al cotillón, los vouchers educativos, cuyo mayor atractivo es que nadie sabe o entiende bien en qué consisten.

Pero el problema de la educación argentina no pasa por ninguno de esos lugares ni se soluciona con ninguno de esos remedios. El problema de la educación argentina es a la vez más simple y más complejo: la educación argentina no tiene escuelas ni tiene maestros. La educación argentina tiene edificios escolares y trabajadores de la educación, pero carece de escuelas y de maestros en virtud de un proceso de degradación iniciado en 1983, y continuado desde entonces como una verdadera política de Estado. Le debemos a la querida democracia la destrucción de un sistema educativo que hizo de la Argentina el primer país en eliminar el analfabetismo, le dio cinco premios Nobel, le permitió ubicarse en la vanguardia tecnológica, aportó descubrimientos médicos que salvaron millones de vidas y produjo talentos que revolucionaron las artes y la lengua.

 

Esa degradación hizo que nos olvidáramos de algo elemental: la escuela es el lugar donde los maestros van a enseñar y los alumnos van a aprender. La escuela no es una continuación del hogar, ni la maestra es la “segunda mamá”; la escuela no es un comedor ni un merendero; la escuela no es un lugar de recreo ni un salón de entretenimientos animado por docentes; la escuela no es un agente de asistencia social ni un instrumento de adoctrinamiento ideológico. La escuela fue convertida en todas esas cosas pero no es ninguna de esas cosas. La escuela es únicamente, exclusivamente, el lugar donde los maestros van a enseñar y los alumnos van a aprender. Esto deberían tenerlo perfectamente en claro los maestros, los alumnos y los padres de los alumnos.

La vida de la escuela se rige por normas precisas y de cumplimiento estricto: horarios, códigos de vestimenta, normas de comportamiento. El trabajo de la escuela no puede ser interrumpido arbitrariamente, ni por los alumnos, desde ya, ni por los docentes ni por los padres de los alumnos. Una vez iniciada la jornada escolar cesan todas las comunicaciones entre los alumnos, los docentes y el exterior. Cualquier llamado de emergencia en una u otra dirección debe ser tramitado por vía de la secretaría de la escuela. La observación de estas normas, llamada disciplina, no es algo caprichoso, sino que forma parte del proceso educativo, y esto deben entenderlo los maestros, los alumnos y los padres de los alumnos. La palabra docencia comparte la raíz indoeuropea dek con otras como dignidad, disciplina ydecencia.

El progresismo ha diluido la noción de las instituciones públicas hasta convertirlas en extensiones o prolongaciones del espacio público, donde reina la anomia y cada uno hace lo que le viene en gana, porque los límites nunca son claros o no existen, y de todos modos no hay autoridad capaz de imponerlos. No sorprende que la gente se crea con derecho a tomárselas a puñetazos con una maestra. Es necesario devolverle a la escuela su condición de lugar específico, con funciones específicas, normas específicas y autoridades específicas. Para cumplir su tarea educativa la escuela necesita recortarse respecto de lo que la rodea. Pero también necesita replicar en su funcionamiento el de la sociedad en su conjunto, que en un ambiente de libertad como el que reclama la Constitución se basa en la competencia y el mérito.

 

El ejercicio educativo es inseparable de la evaluación y los resultados. Los padres de los alumnos, y los alumnos mismos, tienen derecho a conocer el rendimiento de sus esfuerzos, cosa que sólo pueden lograr si someten su desempeño a alguna prueba objetiva. Esas evaluaciones sirven además para detectar talentos, y promover a los más aventajados hacia instituciones más exigentes, y para reubicar en institutos de nivelación a los que evidencien problemas de aprendizaje. Del mismo modo ha de evaluarse el desempeño de los docentes, quienes mal podrían conducir un sistema basado en el mérito si no estuvieran ellos mismos dispuestos a someterse a examen. El mérito así medido, y no la antigüedad ni los cursitos aleatorios e inconducentes, justifica las promociones.

Los cuerpos docentes de todo el país son hoy una especie de caja negra de la que nada sabemos. La mayoría de sus integrantes ha pasado por algún instituto de formación, pero eso no garantiza nada porque la educación terciaria en el campo de las ciencias sociales se ha convertido en adoctrinamiento ideológico y sus títulos habilitantes no aseguran competencia o pericia, como lo sabe cualquiera que haya tenido que contratar personal proveniente de ese ámbito. Los docentes ingresan amparados en esos títulos, y como los sindicatos se resisten a las evaluaciones, no hay manera de distinguir a quienes tienen capacidad y vocación de quienes entran al aula con agendas secretas y de los simples incapaces.

La calificación profesional del docente no sólo no es puesta a prueba sino que tampoco parece necesaria para las funciones que efectivamente cumplen en la escuela de hoy: asistentes sociales, cuidadores, animadores, sanitaristas, adoctrinadores, trabajadores de la educación pero no maestros. Según observó la investigadora Victoria Zorraquín en una nota reciente, los Núcleos de Aprendizaje Prioritario que desde 2004 expresan las metas del sistema educativo nacional, en ningún momento dicen que el objetivo de la educación primaria, por ejemplo, sea enseñar a leer y escribir y a resolver las cuatro operaciones en determinados plazos, y por supuesto tampoco dicen cómo debería alcanzarse ese objetivo, cuál es la metodología para lograrlo.

En los niveles secundario y terciario las cosas no son mejores, y los profesores con mayor antigüedad advierten que la docencia se ha convertido en un refugio de incompetentes, en gran medida provenientes de las populosas carreras de “sociales”: menos provistos de saberes y pericias que de artillería ideológica, encuentran allí una oportunidad laboral que jamás les brindaría el sector privado, con todos los beneficios que hoy supone un empleo formal y virtual inamovibilidad en el cargo. Un veterano profesor de la UBA llegó a decir que los bajos sueldos universitarios tenían un efecto virtuoso: desalentaban a quienes esperaban hacer carrera en la docencia y atraían a los graduados exitosos que buscan sumar la cátedra a su cursus honorum, aportándole al mismo tiempo la riqueza de su experiencia en el ejercicio profesional.

La degradación de la educación pública como institución y del docente como su agente principal ha sido obra de una camarilla ideológica de matriz marxista que llegó al poder con el restablecimiento del sistema democrático y desde entonces no ha hecho más que consolidarse. Para agravar las cosas, esa camarilla dio ingreso a nuestra planificación educativa a una variada gama de entidades extranjeras, que van desde bancos e instituciones multilaterales a una infinidad de fundaciones y organizaciones no gubernamentales, todas impulsoras de una agenda ajena y casi siempre contraria al interés nacional. Frisos, carteles y leyendas sobre multiculturalismo, diversidad, educación sexual y globalismo han sustituido en los muros de las escuelas de la CABA, como lo puede comprobar cualquiera, a las escenas memorables de la historia patria.

 

La educación es la transmisión de un conjunto de saberes, creencias y valores de una generación a otra. Educamos en primer lugar porque somos conscientes de nuestra propia finitud, porque sabemos que el día en que nuestras fuerzas flaqueen otros deberán ocupar nuestro lugar y queremos prepararlos para ello. Pero también educamos porque deseamos que nuestros descendientes puedan desarrollar sus capacidades tal como lo hicimos nosotros, mejor que lo que lo hicimos nosotros, en beneficio propio y, por lógica consecuencia, del conjunto. Obsérvese que en todo lo que acabo de decir hay un “nosotros” implícito: la educación es expresión de la conciencia nacional, y sin conciencia nacional no habría sistema educativo posible. La educación es el instrumento con el cual una nación asegura su propia supervivencia.

Los saberes que transmite la educación, las pericias, las competencias, pueden ser de validez universal, pero las creencias y los valores nos pertenecen por completo, son intransferibles y los hemos amasado a lo largo de nuestra historia: definen nuestra identidad. La Argentina puede tener la misma lengua, la misma religión, el mismo ordenamiento jurídico y ocupar el mismo continente que otras naciones pero no es ninguna de esas naciones, ni se les parece. Los ingredientes pueden ser similares, e incluso iguales, pero el moldeado y la cocción son diferentes y nos caracterizan. La educación tiene por objeto preservar ese amasado, enriquecerlo, “levarlo”, no diluirlo en el mazacote indiferenciado que proponen los activistas de la “patria grande” o de la “gobernanza global”.

La solución de una problemática compleja como la que traté de describir sólo puede darse en el largo plazo y es subsidiaria de la definición de un proyecto nacional para la Argentina del siglo XXI: sin ponernos de acuerdo sobre quiénes somos, qué nos une, qué queremos ser y hacia dónde queremos ir difícilmente podamos imprimir a nuestro sistema educativo un rumbo y una energía como la que le dieron los organizadores de la república en el siglo XIX. Pero hay cuestiones urgentes que demandan una reacción rápida, y no encontré mejor alternativa que la propuesta de Iris Speroni, que básicamente consiste en derogar toda ley, resolución y norma educativa posterior a 1976, y reponer los contenidos educativos previos, incluyendo los manuales para estudiantes y docentes, probadamente exitosos. Propone además someter a exámenes a los maestros y expulsar del sistema a quienes hayan recibido becas del BID, el Banco Mundial o similares. Nada que un gobierno realmente preocupado por el país no pueda hacer de inmediato.

 

* Estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires y se inició en la actividad periodística en el diario La Prensa de la capital argentina. Fue redactor de la agencia noticiosa italiana ANSA y de la agencia internacional Reuters, para la que sirvió como corresponsal-editor en México y América central, y posteriormente como director de todos sus servicios en castellano. También dirigió la agencia de noticias argentina DyN, y la sección de información internacional del diario Perfil en su primera época. Contribuyó a la creación y fue secretario de redacción en Atlanta del sitio de noticias CNNenEspañol.com, editorialmente independiente de la señal de televisión del mismo nombre.

 

Artículo publicado el 03/06/2023 en Gaucho Malo, El sitio de Santiago González, https://gauchomalo.com.ar/sin-escuelas-ni-maestros/

PROYECTO NACIONAL

Santiago González*

Desde mediados del siglo pasado la Argentina navega a la buena de Dios, incapaz de definir su lugar en un mundo cambiante.

 

Muchas veces se escucha hablar de proyecto nacional, más precisamente de la ausencia de un proyecto nacional. Pero, ¿qué cosa es un proyecto nacional? ¿Por qué deberíamos, o no, contar con uno? Y en todo caso, ¿quiénes lo diseñan? Si lo tuviéramos, ¿es algo que nos facilitaría la vida, o más bien nos obligaría a encarrilarla en rumbos decididos por otros? Quienes aspiran a conducir los destinos del país, ¿deberían venir con un proyecto nacional bajo el brazo? ¿Sería razonable interrogar a los candidatos sobre su proyecto nacional? ¿En qué se diferencia un proyecto nacional de un plan de gobierno?

Una manera de encontrar respuestas a estas preguntas es trasladar el asunto del plano social al plano individual. Cada vez que leemos en los diarios las historias de las personas exitosas en sus respectivos campos —en las artes o en el deporte, en los negocios o en la ciencia— encontramos que casi todas ellas han desarrollado a lo largo de sus vidas un proyecto personal, conscientemente perseguido. Algunos lo anticiparon desde pequeños, otros lo fueron descubriendo con el correr del tiempo, pero todos en algún momento entregaron sus esfuerzos a un propósito dominante que organizó sus esfuerzos y les confirió una dirección.

Eso que ocurre con las personas, ocurre también con las naciones. En ambos casos, siguiendo un proceso que se pone en marcha siguiendo una secuencia que yo llamo “de las tres V”: Vocación, Visión y Voluntad. La vocación le da respuesta a un llamado: ¿qué quiero ser?; la visión le da forma a esa respuesta: ¿cómo quiero serlo?; la voluntad conduce los esfuerzos orientados a convertir esas imágenes en realidades, más allá de los contratiempos y las dificultades. Quizás en este punto corresponda agregar una cuarta V, la de la Versatilidad, para ajustar en cada momento el proyecto según sean las circunstancias en que deba desarrollarse.

Ninguna de esas cuatro, conviene tenerlo en claro, garantiza la quinta V, la de la Victoria, pero protege contra la aparición de su hermana indeseable: la de darse por Vencido. Naturalmente, tanto las personas como las naciones tienen la opción de desarrollar sus vidas sin un proyecto, a la buena de Dios. En general es la opción en la que caen los escasamente dotados en términos de capacidades y energías, los indiferentes a quienes todo les da igual, y los sometidos a alguna especie de esclavitud o coloniaje. Sus vidas, nacionales o personales, son gaseosas o líquidas y se acomodan en los espacios o intersticios que dejan los que sí tienen un propósito.

Un proyecto nacional, o un proyecto personal, supone una manera de relacionarse con las demás naciones o las demás personas, con las que la convivencia es inevitable. Una persona puede tener vocación de ermitaño, que logrará cumplir siempre y cuando los demás lo dejen en paz; una nación rara vez disfruta de ese privilegio, y está continuamente bajo el escrutinio y la interpelación de las otras naciones. Los argentinos somos responsables de una nación cuyo territorio es el octavo en el mundo, y no podemos darnos el lujo de dejar a la buena de Dios nuestras relaciones con las demás naciones. Contar con un proyecto nacional no es para nosotros una opción, es una necesidad. Y una obligación.

Retomando la retórica de los libros de autoayuda, por la que pido disculpas a los lectores, digamos que la vocación nacional es previa a cualquier actividad política: la vocación de constituir la nación argentina determinó las conductas de los dirigentes y el pueblo de esta parte de América del sur, y esa vocación quedó plasmada tanto en las guerras de la independencia como en una serie de tratados, pactos y constituciones anteriores a la de 1853. Diferentes visiones compitieron políticamente hasta conducir a la organización nacional de 1880. La voluntad sostenida de todos los actores permitió colocar a la Argentina entre las primeras diez naciones del mundo. Victoria.

Pero faltó versatilidad. Un proyecto es una manera de relacionarse con los demás, y cuando los demás se mueven uno tiene que acomodarse, a riesgo de no salir en la foto o caerse del mapa. Cuando el proyecto de la generación del 80 mostró su agotamiento pasaron quince años antes de la aparición de un nuevo proyecto nacional, éste gestado por los militares del GOU y llevado a la arena política por el general Juan Perón. Alentados y organizados desde el exterior, los herederos del proyecto caduco le opusieron una resistencia feroz, basada en el rechazo ideológico y la obstrucción práctica. Pero nunca ofrecieron un programa alternativo para la inserción soberana y productiva de la Argentina en el mundo de posguerra.

Hace ya 75 años que el país, a partir de cualquiera de sus visiones políticas, no logra diseñar un proyecto nacional con la amplitud y la determinación que tuvieron los de la generación del 80 y la generación del 43. Lo más parecido fue el programa conducido por Juan Carlos Onganía en 1966, una especie de peronismo aggiornado, con amplio apoyo corporativo, eclesiástico y sindical. La llamada Revolución Argentina, tropezó sin embargo con el mismo rechazo y obstrucción que había recibido el proyecto original de Perón. Con clara vocación suicida, desde 1983 el país asistió al desmantelamiento minucioso y planificado, también con asesoramiento externo, de la herencia sobreviviente de sus dos proyectos históricos, un proceso conducido por los dos grandes liquidadores de la nación argentina: Raúl Alfonsín y Carlos Menem.

Paradójicamente, el largo debate político entre las dos facciones que se alternan en la representación política del país, compitiendo por la capacidad coercitiva del Estado para apoderarse de la renta nacional en beneficio propio y de sus amigos, gira en torno de la reivindicación retórica de los dos grandes proyectos nacionales del pasado: unos engalanan sus estrados proselitistas con la imagen de Julio Argentino Roca, los otros con la de Juan Domingo Perón. Retórica carente de contenido: el mundo ha cambiado radicalmente respecto de 1880 y de 1943, y la nación demanda con urgencia un nuevo proyecto capaz de insertarla con provecho en el contexto internacional del siglo XXI.

Vocación nacional se supone que tenemos, nos faltan visión, voluntad y versatilidad si es que queremos reencontrarnos con la victoria. Para no descargar toda la responsabilidad en la clase política, reparemos en que ninguno de los grandes proyectos nacionales del pasado, ni siquiera el ensayo más modesto de Onganía, surgieron estrictamente en el seno de los partidos políticos, sino que fueron amasados en el contexto más amplio de una élite generacional, civiles y militares preocupados y capaces, dispuestos a intercambiar ideas y resignar vanidades en la voluntad de articular propuestas y ordenarlas en un programa amplio y coherente. Sólo en una instancia posterior ese aparato conceptual fue sometido al debate político.

Tratando de captar la atención de una ciudadanía abrumada por la pobreza e inflación, los aspirantes del presente turno electoral alardean de contar con equipos abocados al diseño de un programa económico. Pero un programa económico desligado de un proyecto nacional es apenas un parche como los que ya se han aplicado en el pasado para enfrentar crisis que reaparecen porque el país navega desde hace décadas a la buena de Dios. Ni siquiera un plan de gobierno es un proyecto nacional, sino más bien el conjunto de políticas que permiten llevar a la práctica un proyecto nacional. Junto con la economía, un proyecto nacional debe ocuparse de la defensa, la educación, la justicia, la salud, la demografía y sobre todo de la política exterior, que es por definición la gran ordenadora de todo lo anterior.

 

* Estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires y se inició en la actividad periodística en el diario La Prensa de la capital argentina. Fue redactor de la agencia noticiosa italiana ANSA y de la agencia internacional Reuters, para la que sirvió como corresponsal-editor en México y América central, y posteriormente como director de todos sus servicios en castellano. También dirigió la agencia de noticias argentina DyN, y la sección de información internacional del diario Perfil en su primera época. Contribuyó a la creación y fue secretario de redacción en Atlanta del sitio de noticias CNNenEspañol.com, editorialmente independiente de la señal de televisión del mismo nombre.

 

Artículo publicado el 14/05/2023 en Gaucho Malo, El sitio de Santiago González, https://gauchomalo.com.ar/proyecto-nacional/