Alberto Hutschenreuter*
La recientemente fallecida Hélène Carrère d’Encausse, una de las mejores especialistas de Occidente en Rusia y la Unión Soviética, entre sus muchas obras tiene una que se titula «El mal ruso». Allí, la experta francesa de ascendencia georgiana, plantea que la historia de Rusia podía ser explicada desde la violencia política; una práctica aplicada desde arriba hacia abajo, pero también violencia desde abajo hacia arriba, sobre todo desde el surgimiento de movimientos insurgentes en la segunda mitad del siglo XIX.
Por su parte, Alain Besançon, otro gran experto francés en ese país, consideraba que la Unión Soviética podía ser explicada desde los ciclos conocidos como «comunismo de guerra» y «nueva economía política». Mientras que en el primero el Estado avanzaba violentamente sobre la sociedad para imponer el modelo marxista leninista y eliminar toda oposición, en el segundo, para evitar la misma desaparición de la sociedad y que la economía tuviera más rendimiento, el Estado replegaba su poder, permitiendo que se revitalizara la sociedad y la producción.
Luego, el régimen regresaba al comunismo de guerra y, si era necesario, como lo fue cuando Alemania invadió la URSS, permitía otra vez que la sociedad y los soldados sintieran menos opresión. Durante la guerra de exterminio con Alemania, la nueva economía política fue acompañada de la evocación de gestas militares gloriosas y héroes del pasado ruso.
El punto es que los interesantes planteos de los dos especialistas sirven para explicar Rusia y la URSS hasta la muerte de Stalin, en 1953. Pues desde entonces el totalitarismo dejó de ser la condición política en el país, continuando el autoritarismo como rasgo del poder. Es decir, con Stalin se fue esa forma política-económica-social-cultural que solo admitía la ideología imperante. Cualquier manifestación mínima de disidencia podía significar la muerte o el Gulag, que era casi como una muerte en vida, tal como lo describe la obra mayor de Alexander Solzhenitsyn, un testigo directo, o un reciente trabajo de la historiadora Anne Applebaum.
Por supuesto que con los «sucesores de Stalin» todas las características del régimen, muy bien analizadas por Zbigniew Brzezinski y Samuel Huntington en un texto clásico de los años sesenta, continuaron, pero no con la brutalidad de antes, es decir, el terror en todas partes. Incluso se permitió la publicación de libros que nunca antes se habrían permitido. Tras la muerte del dictador, la URSS entró en un largo ciclo de nueva economía política, hasta que el país-continente se desplomó, la Guerra Fría terminó, el mundo ingresó en el régimen de la globalización y la «nueva Rusia» experimentó una era de desorden interno y debilidad externa casi sin precedentes.
En ese contexto, hacia el final de la década del noventa, Vladimir Putin, un hombre del extendido segmento del servicio secreto, fue designado primer ministro y luego fue elegido presidente. Con él, Rusia se ordenó hacia dentro y, por tanto, logró elevarse estratégicamente hacia fuera.
Pero Rusia mantuvo algunas «constantes». Por caso, siguió siendo un gran poder, aunque no un actor preeminente cabal, es decir un poder con proyección en todos los segmentos de poder. A pesar de su poder nuclear, su asiento permanente en el Consejo de Seguridad y su ascendiente geopolítico en el «vecindario inmediato» (las ex repúblicas), Rusia continuaba siendo una potencia con base «GPM» (gas, petróleo y minerales). Algunos, irónicamente decían que Rusia se apoyaba en una «economía Kalashnikof», esto es, barata, irrompible y con baja tecnología. Como otrora la URSS, su Estado continuador postergaba la modernización.
Hay otras constantes, por ejemplo, el celo geopolítico frente a situaciones que impliquen poderes tradicionalmente marítimos que se acercan a sus fronteras y amenacen su condición de poder terrestre. Por ello, Rusia siempre reaccionará desde lo que considera «medidas contraofensivas de defensa».
Además de estas constantes, Rusia también mantuvo algunos «vicios» zaro-soviéticos en relación con el ejercicio y mantención del poder. Es verdad que ya no es un régimen de partido único, aunque sí de partido hegemónico. Y si bien en un principio el régimen mostró una relativa tolerancia con opositores, durante la última década el régimen se volvió más cerrado frente a la sociedad y más duro con la oposición. En este contexto, ocurrieron asesinatos selectivos, quedando siempre el régimen y el mismo presidente en el abanico de conjeturas sobre la responsabilidad. Las recientes muertes del número uno y el número dos de la milicia Wagner han sido otro caso más en los que las sospechas se dirigieron rápidamente al mandatario.
Ello no quiere decir que acaso Rusia se vuelva a explicar desde la violencia, pero sí tal vez debamos preguntarnos si el régimen político ruso no se está dirigiendo hacia formas que podrían provocar una gran disrupción en el país. Porque en la Rusia de hoy, el centralismo y verticalidad del régimen podrán mantenerse, pero muy difícilmente un líder alcance el poder totalitario que tuvieron Stalin o Pedro el Grande.
* Alberto Hutschenreuter es miembro de la SAEEG. Su último libro, recientemente publicado, se titula El descenso de la política mundial en el siglo XXI. Cápsulas estratégicas y geopolíticas para sobrellevar la incertidumbre, Almaluz, CABA, 2023.
Artículo publicado el 25/08/2023 en Abordajes, http://abordajes.blogspot.com/.