EL HIDRÓGENO PODRÍA SER UN ACTOR CLAVE EN EL PLAN DE RECUPERACIÓN Y RESILIENCIA

Giancarlo Elia Valori*

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Gracias al aporte de vacunas, la pandemia de Covid-19 está comenzando lentamente a disminuir y poco a poco va perdiendo su agresividad, con la consiguiente reducción de su impacto en la salud de las personas en todo el mundo. Sin embargo, mientras que los efectos sobre la salud de la pandemia parecen estar desapareciendo, los efectos económicos negativos de un año y medio de confinamiento y cierre forzado de muchos negocios se están sintiendo fuertemente a nivel mundial y parecen destinados a durar mucho más allá del final de la emergencia sanitaria.

Con el fin de apoyar y fomentar la “reactivación” de la economía, la Unión Europea ha puesto en marcha un “Plan de Recuperación y Resiliencia”, asignando una enorme cantidad de fondos que se utilizarán en los próximos años no sólo para ayudar a los países en dificultades con medidas contingentes, sino también para estimular el crecimiento económico y productivo capaz de modernizar los modelos de producción con referencia específica al equilibrio ambiental, que se enfrenta cada vez más a una crisis debido al uso de fuentes no renovables, altamente contaminantes.

Italia recibirá más de 200 mil millones de euros en fondos europeos para desarrollar sus propios proyectos para salir de la crisis económica de la pandemia y, con razón, quiere utilizarlos no solo para tapar las fugas causadas por los diversos ‘lockdowns’ en el tejido productivo nacional, sino también para poner en marcha proyectos estratégicos capaces de hacer más eficientes no solo los sectores productivos sino también la administración pública y los sistemas sanitarios y judiciales.

En resumen, el “Plan de Recuperación y Resiliencia” que está saliendo a la historia puede resultar una poderosa fuerza impulsora para el desarrollo y la modernización de Italia.

Los proyectos presentados por Italia a las instituciones de la UE incluyen una asignación inicial de más de 200 millones de euros —de los 47 mil millones de euros previstos para la próxima década— para promover la investigación y el desarrollo en el campo de las energías renovables y, en particular, en el sector del hidrógeno.

¿Por qué hidrógeno?

El hidrógeno es potencialmente la fuente más abundante de energía “limpia” en el universo. Es versátil, seguro y fiable; cuando se obtiene de fuentes de energía renovables, no produce emisiones nocivas para el medio ambiente.

Sin embargo, no está disponible en la Naturaleza en su forma gaseosa —que es la única que se puede utilizar como fuente de energía— ya que siempre está unida a otros elementos, como el oxígeno en el agua y el metano como gas.

Los procesos tradicionales utilizados para “separar” el hidrógeno del oxígeno en el agua y del metano consumen grandes cantidades de electricidad, lo que hace que los procesos no solo sean muy caros, sino también altamente contaminantes, con la paradoja de que, para producir energía limpia, el medio ambiente queda «contaminado» de todos modos, especialmente si – como ha sido el caso hasta hace poco – la electricidad necesaria se produce con fuentes de energía no renovables tradicionales (carbón, gas y petróleo).

La mejor fuente de hidrógeno en forma gaseosa es el mar. La electrólisis puede separar fácilmente el hidrógeno del oxígeno y almacenarlo en forma gaseosa para su uso como fuente de energía.

Las células electrolíticas utilizadas para desarrollar el proceso consumen grandes cantidades de energía y, afortunadamente para nosotros, la ciencia está encontrando la manera de producirla sin contaminar, utilizando energía solar, eólica y, sobre todo, de las olas del mar. El uso de la energía marina crea una especie de “economía circular” para la producción de hidrógeno: de la fuente primaria prácticamente inagotable de agua oceánica, el hidrógeno se puede extraer con la energía proporcionada por el movimiento de las olas y las mareas.

El cuarenta por ciento de la población mundial vive a menos de 100 kilómetros del mar, lo que demuestra el potencial de la energía de las olas y las mareas marinas como motor del desarrollo sostenible en términos económicos, climáticos y ambientales.

Hoy en día se dispone de herramientas modernas y no invasivas para extraer electricidad de las olas del mar, como el “pingüino”, un dispositivo fabricado en Italia, que —situado a 50 metros de profundidad— produce electricidad sin dañar la flora y la fauna marinas.

Otro ejemplo de la inteligencia y creatividad de los científicos italianos es el Convertidor Inercial de Olas marinas (ISWEC), un dispositivo alojado en el interior de un casco de 15 metros de largo que, ocupando un área marina de solo 150 metros cuadrados, es capaz de producir 250 megavatios de electricidad al año, lo que permite reducir las emisiones a la atmósfera en 68 toneladas de CO2.

Con estos dispositivos y los otros que la tecnología desarrollará en los próximos años, será posible alimentar células electrolíticas para la producción de hidrógeno en forma gaseosa a escala industrial, a niveles que —en los próximos 15 años— conducirán a la producción de al menos 100.000 toneladas de hidrógeno “verde” al año, lo que permite reducir significativamente la contaminación atmosférica, con efectos positivos en la economía, el ambiente y el clima.

En el verano de 2020, la Unión Europea puso en marcha un proyecto denominado “Estrategia del Hidrógeno”, con una financiación de 470 mil millones de euros, destinado a proyectos de investigación y producción capaces de equipar a los países de la UE con herramientas de electrólisis para producir al menos un millón de toneladas de hidrógeno “verde” a finales de 2024.

La lucha contra las emisiones de CO2 continúa sin cesar: en Estados Unidos que, tras la Presidencia de Trump, ha reafirmado su compromiso con la reducción de emisiones; en China que, en su último plan quinquenal, ha pronosticado una reducción del 65 % de las emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera para finales de 2030; en Europa, que siempre ha estado a la vanguardia en la creación de dispositivos para producir energía de las olas y las mareas y exporta sus tecnologías a Estados Unidos, Australia y China.

Según el Consejo del Hidrógeno, una asociación de más de 100 empresas de todo el mundo que comparten una visión común a largo plazo para una transición al hidrógeno, en el futuro Europa y China competirán y cooperarán en la producción de energía obtenida de las olas y mareas y la producción relacionada con el “hidrógeno verde”.

Con su 14º plan quinquenal, China, en particular -después de haber sido durante décadas una de las principales fuentes de emisiones de CO2 a la atmósfera y de contaminación global- ha asumido el compromiso de “desarrollar y promover la coexistencia armoniosa entre el hombre y la naturaleza, mediante la mejora de la eficiencia en el uso de los recursos y un equilibrio adecuado entre la protección y el desarrollo”, como ha indicado claramente su Ministro de Recursos Naturales Lu Hao.

Puede sonar como frases dulces de un político en una conferencia. Sin embargo, en el caso de China y su Ministro de Recursos Naturales, las palabras se han convertido en hechos.

Como parte de la Hoja de Ruta 2.0 para la tecnología de ahorro de energía y los vehículos de nueva energía, China ha establecido el objetivo de un millón de vehículos de combustible de pila y dos millones de toneladas de producción de hidrógeno al año para finales de 2035.

El Informe de desarrollo de la industria de la energía del hidrógeno de China 2020 prevé que, para finales de 2050, la energía del hidrógeno satisfará el 10 por ciento de las necesidades energéticas, mientras que el número de vehículos de combustible de pila de hidrógeno aumentará a 30 millones y la producción de hidrógeno será igual a 60 millones de toneladas.

Con miras a dar contenido a estas perspectivas, China ha establecido el “Centro Nacional de Tecnología Oceánica” en Shenzhen y ha desarrollado —junto con el “Grupo Mundial Internacional” italiano— el “Proyecto de cooperación China-Europa para la generación de energía y la producción de hidrógeno a partir de las olas del mar y de otras fuentes de energía renovables”.

Se trata de proyectos concretos en los que —gracias a la creatividad italiana y a la racionalidad y el pragmatismo chinos— debemos seguir invirtiendo y trabajando, sobre todo para dar a la tercera revolución industrial una cara más limpia que la de la segunda revolución industrial, teñida de carbón.

Estos proyectos parecen estar en línea con los previstos tanto a nivel europeo como italiano por el “’Plan de Recuperación y Resiliencia”, que debería guiarnos para salir del estancamiento económico de la pandemia. Merecen ser financiados y apoyados, ya que no sólo pueden contribuir a la recuperación y reactivación de la economía, sino también a la reconstrucción de un mundo más limpio y habitable (demostrando así que el bien siempre puede salir del mal).

 

* Copresidente del Consejo Asesor Honoris Causa. El Profesor Giancarlo Elia Valori es un eminente economista y empresario italiano. Posee prestigiosas distinciones académicas y órdenes nacionales. Ha dado conferencias sobre asuntos internacionales y economía en las principales universidades del mundo, como la Universidad de Pekín, la Universidad Hebrea de Jerusalén y la Universidad Yeshiva de Nueva York. Actualmente preside el «International World Group», es también presidente honorario de Huawei Italia, asesor económico del gigante chino HNA Group y miembro de la Junta de Ayan-Holding. En 1992 fue nombrado Oficial de la Legión de Honor de la República Francesa, con esta motivación: “Un hombre que puede ver a través de las fronteras para entender el mundo” y en 2002 recibió el título de “Honorable” de la Academia de Ciencias del Instituto de Francia.

 

Artículo traducido al español por el Equipo de la SAEEG con expresa autorización del autor. Prohibida su reproducción. 

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EL DESORDEN INTERNACIONAL: SEIS ESCENARIOS INQUIETANTES

Alberto Hutschenreuter*

Posiblemente, el estado de desorden que existe en el mundo actual suponga uno de los desafíos más complejos al momento de pensar tendencias y desenlaces. Existen más cautelas, sí, en relación con apreciaciones que impliquen ascensos significativos en materia de cooperación internacional, particularmente entre los poderes preeminentes, como así en cuanto a “certificar” que temas como el comercio conllevan un automatismo en relación con el descenso de conflictos entre Estados.

A lo más, como concluye un interesante estudio sobre escenarios, se aprecia que podría mantenerse una convivencia relativamente pacífica entre aquellos poderes mayores que mantienen una profusa interdependencia competitiva en el segmento comercio-económico, es decir, Estados Unidos y China, pero destacando que la misma no acarrearía mejoras. Incluso aquellos expertos que reflexionan desde la esperanza que siempre supone el credo religioso, como por ejemplo el estadounidense César Vidal, se han vuelto cada vez más escépticos en relación con superar por medios políticos y económicos la crisis espiritual que sufren las sociedades.

El planteo o problema central es cómo será la trayectoria de las relaciones internacionales hasta alcanzar algún modo de configuración que implique “anclar” dichas relaciones a un patrón que aleje la discordia entre los Estados y afiance la gestión o concurrencia entre ellos. La experiencia enseña que un mundo desarreglado, es decir, no solo sin consenso entre “los que cuentan”, sino en situación de creciente desavenencia entre éstos, al punto que en algunos el estado es de “no guerra”, difícilmente pueda extenderse por demasiado tiempo. Si los propios órdenes internacionales suelen agotarse cuando se modifica el contexto o desaparecen las bases que lo gestaron y sustentaron, más precaria resultan las situaciones de desorden o desarreglo internacional.

El planteo resulta pertinente, pues, desde la situación en la que nos encontramos, dicha trayectoria difícilmente podría evitar turbulencias mayores o desenlaces altamente disruptivos entre los Estados, a menos que suceda algún acontecimiento internacional de escala, por caso, una gran conferencia o convención que suponga la antesala de acuerdos que trabajosamente, e incluso con dimisiones estratégicas, conduzcan a una configuración, aunque se trata de un acontecimiento que por ahora muy difícilmente ocurra.

Existen muchas realidades que dificultan tal rumbo favorable, algunas de las cuales la pandemia las galvanizó, por ejemplo, el nacionalismo de viejo y nuevo cuño, es decir, aquel reluctante ante el extranjero (cercano y distante), y este que se forja y vigoriza ante la inseguridad que implica lo desconocido, enfermedades contagiosas y globalismo, por citar dos muy presentes. Por otra parte, aunque se trata de una “regularidad” en las relaciones entre Estados, existe una creciente acumulación militar por parte de los países. No obstante, el hecho relativo con que en plena pandemia se haya invertido en el segmento de las armas más que en años anteriores (casi dos billones de dólares, según el informe 2021 del Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo, SIPRI) es un dato inquietante.

Pero hay otras semejantes o más complejas que aquellas. Consideremos básicamente seis de ellas: lo que podemos denominar “pluralismo geopolítico”; el creciente carácter intransigente de conflictos mayores; el multilateralismo descendente; la creciente configuración internacional “de facto”; la re-jerarquización internacional en contexto de la Covid 19 o de pos-primera ola; y, por último, el (posible) declive de civilizaciones.

En relación con la multiplicidad geopolítica, con ello queremos decir que a las clásicas dimensiones de la disciplina, tierra, mar, aire y espacio ulterior, se suman hoy el ciberespacio (en sus diferentes orientaciones, esto es, geopolítica de la conectividad pacífica, y geopolítica de la disrupción); los “territorios” funcionales a las denominadas “guerra híbrida” y “guerra gris”; la lógica territorial de los actores no estatales; y aquellos socio-espacios que fungen útiles para los actores no estatales, aunque también algunas veces para los mismos gobiernos.

Esta realidad es inquietante, pues la geopolítica tradicional siempre ha implicado (y no hay ninguna razón para que no continúe implicando) intereses aplicados sobre espacios geográficos con fines corrientemente asociados al incremento o a las ganancias de poder; es decir, supone conflictos. Pero los “nuevos temas” de la “geopolítica ampliada” no agregan algo diferente orientado hacia la cooperación (si bien es cierto que la conectividad pacífica supone adelantos en múltiples dimensiones), sino que, en buena medida, expanden las posibilidades de conflictos de nuevo cuño.

En efecto, la ciberguerra y los “espacios” utilizados en la guerras híbridas y grises, por caso, campañas de propaganda y utilización de recursos no militares ni cinéticos, suponen pugnas de poder o rivalidades a través de medios crecientemente sofisticados, pues el factor tecnológico-digital es clave para lograr ventajas internacionales. Pero se trata de una “nueva geopolítica” (más difusa en relación con las formas de guerras) que, a diferencia de la clásica geopolítica aplicada por los Estados en relación con la captura de territorios o proyección de intereses sobre zonas de recursos, puede ser ejercida por Estados “tercerizando” sus acciones por medio de “hackers patrióticos” y fuerzas irregulares, estrategias que implican “técnicas de poder” que “des-responsabilizan” de dichas acciones a un eventual Estado, o bien puede ser llevada a cabo por actores domésticos contra su propio Estado.

En cuanto a la lógica territorial de los actores no estatales como el terrorismo transnacional, la misma continúa siendo aquella que implicó un alcance global contra blancos situados en territorios nacionales altamente seguros, si bien actualmente dicho actor se encuentra en una etapa de (relativo) repliegue estratégico.

Finalmente, la profunda crisis socioeconómica que ha implicado la pandemia está fungiendo como “funcional” para el crimen organizado, que no solamente podría verse favorecido debido a la extenuación de capacidades de los Estados, algo que agudizaría aquello que hace décadas el estadounidense James Rosenau denominó “relocalización hacia abajo de la autoridad del Estado”, sino de lo que podemos denominar “consecuencias delictuales no deseadas de la pandemia”; un fenómeno que hace unos años lo observó muy bien la socióloga mexicana Rossana Reguillo Cruz en relación con el auge de las maras: “Cuando las instituciones se repliegan, otras ‘instituciones’ tienden a ocupar su lugar y los vínculos con el crimen organizado les han dado a estos jóvenes un lugar de pertenencia que no encuentran en la sociedad”. Es decir, la Covid 19 termina creando territorios deletéreos de inclusión social.

Pero, también, determinados gobiernos de cuño populista pueden favorecerse rentabilizando secuelas de la pandemia. Aunque resulte un fenómeno inicuo, el capital político que supone el “pobrismo funcional” representa el territorio de una geopolítica no clásica sino “evanescente” e inficionada, tanto en las ideas como en los hechos, por el fenómeno del relato. En otros términos, se trata de una “geopolítica de la decadencia”.

La geopolítica es acaso el segmento que registra las mayores extensiones. Sin embargo, es importante tener presente que la disciplina no puede desnaturalizarse, es decir, hay fenómenos nuevos que implican otros territorios, pero el fin siempre nos lleva a una relación intrínseca entre intereses políticos y geografía. Hay situaciones más vitales y reales, por ejemplo, los propósitos que tienen los poderes mayores en relación con el espacio ulterior, donde las concepciones nacionales prácticamente no ocultan fines asociados a la seguridad y la militarización; y hay otras en las que dicha relación es más difusa (e incluso posiblemente hasta cuestionable desde la disciplina). Pero en todas hay una situación en la que se suceden política, intereses y territorio.

Existe otra situación relativa con lo que podemos denominar irreductibilidad de los conflictos, un estado riesgoso pues prácticamente se acotan sensiblemente las posibilidades de lograr moderación por medio de negociaciones.

La región de Oriente Medio ha sido siempre la plaza de los conflictos irreductibles, por ejemplo; sin embargo, hay otros conflictos en los que la intransigencia de las partes en liza lo están tornando irreductibles. Concretamente, la situación de tensión que existe entre Occidente y Rusia, una rivalidad que, dado el estado en el que se halla, difícilmente se logren concesiones.

Por caso, ¿es posible suponer que la OTAN se comprometa a reducir significativamente la acumulación militar y renunciar a ampliar la membresía a países del este, como por ejemplo a Ucrania? Por su parte, ¿se puede esperar que Rusia abrace el “pluralismo geopolítico” y sea impasible a lo que suceda en su “vecindad inmediata”, como, por ejemplo, en Bielorrusia?

Es casi imposible responder afirmativamente a estos interrogantes estratégicos. Pero hay que agregar que la situación en Europa del este es una de las cuestiones. Sin duda, la principal; pero existe una canasta de conflictos entre Occidente y Rusia que plantean una nueva rivalidad que dificultan sobremanera hallar salidas, situación que, a su vez, dificulta posibilidades de considerar escenarios de pactos que prefiguren un esbozo de orden internacional.

En este contexto, la Unión Europea sostiene una geopolítica extraña o “blanda” fundada en la creencia de que sus normas e instituciones pueden (y deben) ser exportadas, y así “neutralizar” la geopolítica en clave clásica (que es la que predomina en el mundo allende las fronteras de la UE).

En tercer término, el multilateralismo sufre un descenso prácticamente sin precedentes, inquietante porque el mismo se inició bastante antes de la pandemia, aunque la enfermedad sin duda la precipitó. Será complejo re-construir un multilateralismo activo, no solo por las secuelas de desconfianza derivadas de la pandemia, sino porque la denominada “política como de costumbre” en las relaciones internacionales, es decir, las cuestiones relacionadas con la seguridad, la autoayuda, las percepciones, el poder, los intereses, el nacionalismo, etc., seguirá constituyendo el fondo de tales relaciones. Es verdad que “nada será igual” cuando finalmente pase la pandemia, pero ello no implica que nos encontraremos ante temas o situaciones superadoras de lo que viene sucediendo protohistóricamente en las relaciones entre Estados.

Existen múltiples conjeturas, algunas de ellas demasiados sobrevaluadas en relación con las esperanzas centradas en un futuro con “seguridades aseguradas”, por ejemplo, en materia de inteligencia artificial (IA, un entorno pos-humano), o en cuanto a una economía digitalizada. Pero se trata de conjeturas; más todavía, se podría pensar que los resultados terminen siendo totalmente contrarios a los aguardados y, por ejemplo, los Estados, sintiéndose amenazados ante cambios que “relocalicen su autoridad en todas las direcciones”, desplieguen medidas que los vigoricen hacia dentro y hacia fuera, hecho que afectaría más todavía el devaluado multilateralismo.

Quizá resulte pertinente recordar la conjetura estrella de principios de los años noventa: un mundo centrado en el comercio profuso, los bloques geoeconómicos y los regímenes ordenadores del mismo. Treinta años después, no solo nada de ello ha ocurrido, sino que el comercio entre actores mayores, Estados Unidos y China, es una fuente de desavenencias que, de complicarse más, podría provocar trastornos económicos mayores a escala global.

En cuarto lugar, el dinamismo económico de Estados Unidos y China se encuentra, por lejos, adelante de los demás, incluso de la UE, cuyo “desentendimiento” de la geopolítica no solo la priva de estar presente en uno de los segmentos clave de poder internacional, sino que la mantiene en un lugar de dependencia estratégica crónica.

Hay estudios que consideran que, a menos que ocurra una guerra entre estos dos poderes mayores, el mundo ingresará (“de facto”) a un modo u orden bipolar flexible, es decir, Estados Unidos y China proveerán (cada uno) los denominados bienes públicos internacionales, por caso, en materia de bancos, sin que ello suponga, como otrora, la existencia de cerradas esferas de influencia (en todo caso, dicho modelo se basará en una “geopolítica descentralizada”).

En este contexto, podría suceder que el gran emprendimiento geoconómico y geopolítico de Pekín que atraviesa el Asia central, “One Belt One Road” (“OBOR”), provoque tal concentración de participantes e interesados, entre ellos, la UE, que dicho bipolarismo experimente cada vez más crecientes rigideces, como consecuencia de la percepción estadounidense relativa con que su rival podría lograr considerables ganancias de poder.

En quinto lugar, la pandemia apresuró procesos de declinación de países e incluso grandes zonas continentales. Declinación interna e irrelevancia externa son realidades casi contundentes que echaron por tierra algunas conjeturas relativas con países o bloques en ascenso.

Para tomar un caso central, no todos, pero un importante número de países de América Latina se encuentra en un estado de declinación política, social, económica, tecnológica, etc., del que será complejo salir en el mediano plazo. De acuerdo con el Informe sobre el Panorama Social de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), el incremento de la pobreza, que fue sensible durante 2014-2019, supondrá tras la crisis de la pandemia un retroceso de más de 10 años y de dos décadas en términos de pobreza extrema. Sin duda ninguna, esta caída de indicadores, prácticamente un seísmo sin precedente, tiene un decisivo correlato en relación con la pérdida de posición de la región en el mundo.

En un trabajo publicado en “Nueva Sociedad” en febrero de 2021, Luis Schenoni y Andrés Malamud nos aportan datos clave en relación con la creciente irrelevancia de América Latina. Los autores demuestran que la región, comparada con otras regiones del globo, se halla en una trayectoria declinante desde hace décadas y que actualmente mantiene esa trayectoria: “La región perdió posiciones en todos los indicadores de relevancia disponibles, proporción de la población mundial, peso estratégico, volumen del comercio exterior, capacidad militar y proyección diplomática”.

Si a esta situación sumamos que desde antes de la pandemia se advertía desde la CEPAL que la región no podía quedar al margen de la “cuarta revolución industrial” y terminar arrastrada por el “tsunami tecnológico”, con la caída de las inversiones y la crisis económica casi integral en 2020 y en lo que va de 2021, será muy complejo incorporar la región a los procesos tecnológicos emergentes más sofisticados, la Internet de las cosas, la robótica, la inteligencia artificial, la genética, los activos satelitales, los drones, las cadenas de valor, etc., y marchar hacia una evolución social elevada, no ya como sucede en Japón, donde se considera que existe una “sociedad 5.0”, pero sí una comunidad más saneada de lastres como la corrupción, el crimen organizado y los “estilos políticos” orientados al pobrismo y la concentración de poder por el poder mismo.

Finalmente, una situación que tiende a ser eludida, postergada o ignorada. La relativa con las civilizaciones y la posible declinación de las mismas, una cuestión que pareciera de otro tiempo y hasta incluso perimida. Pero se trata de una cuestión que debe ser considerada en clave de procesos prolongados. Por ello, para autores como el sociólogo Krishan Kumar, existen indicios relativos con el regreso, como concepto y como modo de análisis, de la civilización.

Es preciso tener presente que se trata de una cuestión de orden superior a la erosión de poder de un actor o de una civilización. Se trata de pérdida de poder, sin duda, pero acompañada de la declinación de aquellos componentes o activos no necesariamente materiales que resultan clave para ser un centro de gravitación identitaria, política, económica, cultural, militar, etc., y de proyección de influencia y poder más allá de sus fronteras.

No nos referimos aquí a declinación desde una perspectiva de confrontaciones entre civilizaciones, conflictos que tienen lugar en las denominadas “líneas de fallas” intercivizacionales, una conjetura interesante y atractiva para el debate; sino a una situación más compleja y de extensión como es el ocaso de una determinada civilización, una regularidad en la historia, de modo que ello no implica ninguna novedad.

Habitualmente se hace referencia a la civilización occidental como la que se encuentra en un ciclo de declinación; sin embargo, es preciso distinguir la civilización occidental estadounidense y la civilización occidental europea; y es esta última la que podría encontrarse en tal ciclo. De hecho, desde 1945 (o quizá desde 1918) el poder dejó de habitar en Europa, desplazándose desde entonces hacia otros continentes. Nadie comprendió mejor dicha situación que el general Charles de Gaulle cuando en 1945 advirtió que en Europa hubo dos países que perdieron la guerra, mientras que los demás fueron derrotados.

Más de 75 años después, el poder no solamente permanece fuera de Europa, sino que la UE se empeña en desplegar una geopolítica (o más apropiadamente “anti-geopolítica”) de cuño híbrido centrada en intentar proyectar un modelo jurídico-institucional, ambición que ya ha demostrado sus (peligrosos) límites en relación con lo que sucede en la “placa geopolítica” de Europa del este. Pero a esta carencia geopolítica se suman los riesgos que supone el posible declive de su propia civilización, posibilidad por demás inquietante, pues ello podría a su vez implicar el declive y hasta desaparición de la mayor construcción de complementación e integración entre naciones.

Por tanto, si existe un sitio donde está regresando el tema relativo con la civilización, ese sitio es Europa. Si bien las fuerzas que levantan las banderas que vituperan aquello que es “políticamente incorrecto”, desde algunos segmentos políticos la cuestión es advertida, incluso desde lugares como la literatura. Por ello, de la misma manera que tímidamente se han comenzado a abordar cuestiones de geopolítica real y no tanto de “geopolítica blanda”, los europeos no harían mal en volver a tomar los “perimidos” textos de Spengler, Braudel, Toynbee…

En breve, presentamos aquí algunas situaciones que tienen lugar en el confuso mundo del siglo XXI. Las mismas discurren en un contexto de pandemia, pero preceden a la enfermedad; y, en algunos casos, se produjeron aceleraciones a partir de la misma. Además, tienen lugar en un cuadro de ausencia de configuración internacional, de creciente rivalidad entre Estados preeminentes, sin suficientes liderazgos y elites y con el retorno de temas que parecían anclados en el pasado. Un mundo cada vez más complejo para el gran reto que significa pensar tendencias y desenlaces.

 

* Doctor en Relaciones Internacionales (USAL) y profesor en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación (ISEN) y en la Universidad Abierta Interamericana (UAI). Es autor de numerosos libros sobre geopolítica y sobre Rusia, entre los que se destacan “El roble y la estepa. Alemania y Rusia desde el siglo XIX hasta hoy”, “La gran perturbación. Política entre Estados en el siglo XXI” y “Ni guerra ni paz. Una ambigüedad inquietante”. Miembro de la SAEEG.

 

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DIFERENCIAS ENTRE GEOGRAFÍA POLÍTICA Y GEOPOLÍTICA

Agustín Saavedra Weise*

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Los especialistas coinciden en que la diferencia básica entre geografía política y geopolítica es de perspectivas. La geografía política es una subdivisión de la geografía —ciencia encargada del estudio de la superficie terrestre— que resalta fenómenos geográficos en el marco de las divisiones y configuraciones políticas del mundo; presenta una imagen de suyo importante pero relativamente estática. Por otro lado, la geopolítica —por estar íntimamente ligada a la ciencia política— estudia y privilegia fenómenos tales como poder, influencia o dominación en el marco de una particular situación geográfica, sea interna o externa.

El enfoque geopolítico es exactamente al revés que el de la geografía política y mucho más dinámico. La relación entre asentamiento geográfico y poder político encierra una posibilidad de movimiento permanente y la posibilidad también de alteraciones bruscas en la configuración geográfica como efecto de las decisiones de uno o más actores políticos, es decir, estados nacionales, fuerzas sociales o asentamientos humanos producidos o generados en determinados territorios.

El Instituto Francés de Estrategia Comparada ensaya sus propias definiciones de geopolítica: el estudio de los fenómenos políticos desde a) el ángulo de sus relaciones en el espacio; b) desde el punto de vista de su relación o dependencia de la tierra como de su influencia sobre la tierra y sobre todos los factores culturales que afectan a la geografía humana (antropogeografía) en su sentido más amplio.

En otras palabras, la geopolítica es aquello que su misma etimología sugiere: la política y su natural dinamismo en función de los espacios geográficos, sean éstos terrestres, marítimos, aéreos o ahora inclusive, del espacio exterior y hasta del espacio cibernético o virtual. Todo lo ligado a un tipo particular de espacio para vivir, expandirse, luchar por él, ocuparlo y conquistarlo o defenderlo, tiene que ver con la geopolítica cuando se trata de decisiones que entran en el marco conceptual de los fenómenos políticos. La geografía política es descriptiva, la geopolítica es de naturaleza dinámica sí, pero simultáneamente vale la pena tener en cuenta que puede estar sesgada por algunas “ideas-fuerza” o por doctrinas diferenciadas, como también puede ser vista y analizada desde un punto de vista neutral con la mayor objetividad posible. Todo ello es geopolítica, buena o mala, errada o acertada, pero geopolítica al fin. En cambio, la geografía política puede ser sólo lo que es y nada más que eso.

Creo sinceramente que esta distinción entre geografía política y geopolítica es fundamental; con mayor razón debe tomarse en cuenta ahora que el mundo ha cambiado tan bruscamente. La geografía política del planeta se ve continuamente alterada por la acción de fuerzas geopolíticas de diverso tipo, al abrigo o amparo de ideas y métodos que movilizan a dichas fuerzas y generan actos consumados de raíz geopolítica que terminan modificando la geografía política de muchas regiones del globo terráqueo. Eso lo hemos visto con abundancia luego del colapso de la Unión Soviética y tras el derrumbe de la antigua Yugoslavia. Lo vemos hoy en el Medio Oriente y en otras zonas africanas de convulsión endémica como también con el panorama geopolítico novedoso que nos presenta la terrible pandemia del Covid-19, la que por sí misma está provocando desafíos globales de múltiple naturaleza.

Los vínculos entre geografía política y geopolítica son claros; las diferencias también, aunque cabe recordar su intrínseca complementariedad para el estudio de las relaciones internacionales y en el análisis de políticas territoriales internas conectadas con la dotación espacial-territorial en función de su mejor asignación u optimización.

 

*Ex canciller, economista y politólogo. Miembro del CEID y de la SAEEG. www.agustinsaavedraweise.com

Nota original publicada en El Deber, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, https://eldeber.com.bo/opinion/diferencias-entre-geografia-politica-y-geopolitica_235128