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PENSAR EN CLAVE GEOPOLITICA

Nicolás Lewkowicz*

Foto de Aksonsat Uanthoeng en Pexels

La era de la globalización aboga que una normativa universal única puede ser un instrumento para crear progreso para todos los países.

Desde la caída de la Unión Soviética, las relaciones internacionales buscaron fomentar los intereses de la potencia ganadora de la Guerra Fría, los Estados Unidos, a través de un mayor intercambio de bienes y servicios a nivel global. Desde la década del ‘90 hasta la llegada al poder de Donald Trump, la evolución del sistema de estados tuvo como piedra basal la idea de que la erosión de la soberanía era un prerrequisito para dotar al ser humano de una idea de progreso material sostenido.

Hubo algo de utópico en la idea del “fin de la historia”, promovida desde las usinas de pensamiento de alcance global. Pero más allá de eso, la idea de una ley universal homogeneizada y puesta en práctica por instituciones supranacionales servía, en definitiva, para promover los intereses de la potencia hegemónica (los Estados Unidos) en un mundo decididamente unipolar.

El concepto de nomos universal homogeneizado se empieza a desdibujar debido a que a la potencia hegemónica ya no le reditúa tanto proyectarse a través de la globalización, la cual termina siendo mucho más útil a las unidades dominantes, aglutinadas en torno al capital transnacional, que operan con una lógica propia y que sirven a sus propios intereses.

Este fenómeno debilita tanto a los países periféricos como a los centrales, ya que ninguno de estos termina protegiendo a su población en la manera en que otrora lo hacía un estado-nación. Este fenómeno tiene un resultado que está a la vista de todos: el marco teórico y práctico de las relaciones internacionales sirve cada vez menos para poder entender lo que pasa y para crear perspectivas de progreso para las naciones.

En un mundo cada vez más volátil, resulta mucho más útil ver lo que acontece desde una perspectiva geopolítica. La geopolítica tiene mucho de parecido al cuento de Hans Andersen en el cual, a partir de un acto de inocencia pueril, la gente se da cuenta de que el emperador está desnudo.

La geopolítica obliga a los países a verse tan cual son y a darse cuenta de aquello que pone obstáculos a su capacidad de acción. El énfasis en las relaciones internacionales tiene una perspectiva economicista que, a la larga, termina ahondando la debilidad relativa del estado-nación. La geopolítica enfatiza la necesidad de acumular y conservar poder, ya que esta es la única forma de asegurar la estabilidad interna de una nación y su supervivencia a largo plazo. Poner el énfasis en el estudio de las relaciones internacionales siempre termina llevándonos a imaginar a un mundo que solo existe en nuestra imaginación. Pensar lo que ocurre desde la geopolítica nos hace, inevitablemente, ver al mundo tal cual es.

Los países que no detentan poder suelen examinar lo que ocurre en el mundo a través de categorías interpretativas emanadas de los grandes centros de poder. Desde la óptica de las relaciones internacionales, esas categorías interpretativas suelen responder a la (cada vez más falsa) dicotomía entre realismo y liberalismo, las cuales resultan ser dos caras de una misma moneda. En efecto, las nociones de conflicto y cooperación están de última destinadas a servir intereses que no son los de los países que no detentan poder. 

¿Qué hacer?

Hay mucho de profético, y por lo tanto de liberador, en la perspectiva geopolítica. El momento de revelación suprema que propone la óptica geopolítica tiene lugar cuando un país determinado empieza a percibir su debilidad relativa frente a las unidades dominantes.

La geopolítica propone, tanto en su formulación clásica como crítica, la configuración de un esquema conceptual que sirva para crear espacios de autonomía y para tomar decisiones estratégicas de muy largo plazo

En las próximas décadas veremos una atomización cada vez más pronunciada del orden global. Esto significa que el foco de atención virará cada vez más hacia la geopolítica.

En este contexto, será cada vez más relevante para nuestro país pensar en las causas que explican el proceso de erosión interna en el cual se encuentra e identificar los factores que determinan por qué tiene tan poco señorío sobre sí mismo.

Le tocará entonces a una emergente clase técnica convencer a la próxima generación de políticos de que ninguna situación geopolítica adversa es irreversible. Esta clase técnica deberá necesariamente emerger en forma paralela a la que está manejando el destino del país.

Esta Segunda Guerra Fría está creando una situación de tripolaridad entre Estados Unidos, China y Rusia; esta última como árbitro entre los intereses de Washington y Pekín. La particularidad más notoria de esta contienda híbrida, de baja intensidad y de larguísimo plazo es que ninguno de estos pivotes detenta una situación de fortaleza. La Primera Guerra Fría tuvo a los Estados Unidos y a la Unión Soviética en el ápice de su poder militar, económico y político. En esta Segunda Guerra Fría los principales ejes parten de una situación de debilidad relativa, debido a la erosión del estado-nación como ente ordenador de las acciones en política exterior.

Nuestro país debería concentrarse en crear espacios de autonomía que no ocasionen demasiados costos económicos. En primer lugar, hay que asegurarse que hacia el fin de este siglo la Argentina esté lo suficientemente poblada para defenderse bien y para crear un mercado interno de importancia. Aquí no valen las consideraciones economicistas. Alzar los niveles de fecundidad requerirá un esfuerzo económico de gran importancia, cuyos beneficios verán solamente las próximas generaciones.

Luego, hay que reforzar el patrimonio valórico del país. Esto significa crear una pedagogía autóctona, basada en el legado cultural y religioso legado de nuestros mayores. Dentro de esa pedagogía, no debe haber nada ni nadie que quede afuera. Las “grietas” que aquejan a nuestro sistema político son configuradas por usinas de pensamiento que responden a intereses que están fuera del espectro nacional. Hay una correlación directa entre la capacidad de reforzar valores propios y (1) obtener bienestar; y (2) asegurar la defensa del país.

Por último, la geopolítica está íntimamente ligada a una concepción teológica de la nación. Separar Estado de religión es abrir las puertas a ideas que van necesariamente en contra de los intereses nacionales. El espacio público debe estar informado por valores trascendentes que emanen de nuestra fe fundante, el catolicismo de impronta criolla. La Europa del siglo XX es testimonio de las barbaridades que pueden llegar a cometerse en una situación en la cual el Estado deja de identificarse con un esquema teológico definido.

Argentina es un país receptor de gente de diversos credos y herencias culturales. Esta receptividad es parte de nuestro ADN nacional. En este sentido, la concepción teológica de la nación no afecta de ninguna manera la convivencia entre los distintos sectores de la sociedad civil. Al contrario, sirve para aunar esfuerzos mancomunados para recobrar la prosperidad y cohesión social que alguna vez tuvimos. Una teología geopolítica une pasado y futuro, nos hace pensar en las grandes cuestiones que afectan al país y ayuda a navegar los grandes desafíos que tendremos que afrontar en las próximas décadas.

 

* Realizó estudios de grado y posgrado en Birkbeck, University of London y The University of Nottingham (Reino Unido), donde obtuvo su doctorado en Historia en 2008. Autor de Auge y Ocaso de la Era Liberal—Una Pequeña Historia del Siglo XXI, publicado por Editorial Biblos en 2020.

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FOCO EN LA SITUACIÓN RUSIA – UCRANIA

Giancarlo Elia Valori*

Imagen de Clker-Free-Vector-Images en Pixabay 

Los Estados Unidos de América y Rusia han estado recientemente en desacuerdo sobre el tema de Ucrania.

Semanas atrás, los líderes de las dos superpotencias detrás de la situación ucraniana convocaron a una reunión sobre la crisis. Aunque ambos trazaron una línea clara entre ellos durante la reunión, no hicieron ningún compromiso político, lo que demuestra que el juego de ajedrez político que rodea a Ucrania no ha hecho más que empezar.

En lo que fue visto como una conversación “franca y pragmática” por ambas partes, el presidente Putin le dejó en claro al presidente Biden que no estaba satisfecho con la implementación del Acuerdo de Minsk-2 del 11 de febrero de 2015 (que, además de establecer acuerdos de alto el fuego, también reafirmó los arreglos para la futura autonomía de los separatistas prorrusos), ya que la OTAN continúa expandiéndose hacia el este. El presidente Biden, a su vez, señaló que si Rusia se atrevía a invadir Ucrania, los Estados Unidos de América y sus aliados impondrían fuertes “sanciones económicas y otras medidas” para contraatacar, aunque no se consideraron despliegues de tropas estadounidenses en Ucrania.

Aunque ambos jugaron bien sus cartas y acordaron que continuarían negociando en el futuro, las conversaciones no calmaron la situación en la frontera ucraniana y, después de que las dos partes emitieron advertencias civiles y militares mutuas, el desarrollo futuro en la frontera ucraniana sigue siendo muy incierto.

Desde noviembre de 2020, Rusia ha tenido miles de soldados estacionados en la frontera de Ucrania. El tamaño de las fuerzas de combate desplegadas ha puesto bastante nervioso al Estado vecino.

La crisis actual en Ucrania se ha profundizado desde principios de noviembre de 2021. Rusia, sin embargo, ha negado cualquier especulación de que está a punto de invadir Ucrania, enfatizando que el despliegue de tropas en la frontera ruso-ucraniana es puramente con fines defensivos y que nadie debería señalar con el dedo tal despliegue de fuerzas en el territorio de la propia Rusia.

Es obvio que tal declaración no puede convencer a Ucrania: después de la crisis de 2014, cualquier problema en la frontera entre las dos partes atrae la atención y Ucrania todavía tiene conflictos esporádicos con separatistas pro rusos en la parte oriental del país.

En primer lugar, la razón fundamental por la que la disputa entre Estados Unidos y Rusia sobre Ucrania es difícil de resolver es que no hay una posición o espacio razonable en la arquitectura de seguridad europea liderada por Estados Unidos que coincida con la fuerza y el estatus rusos.

En los últimos treinta y dos años, los Estados Unidos de América han excluido por la fuerza cualquier propuesta razonable para establecer una seguridad amplia e inclusiva en Europa y han construido un marco de seguridad europeo posterior a la Guerra Fría que ha aplastado y expulsado a Rusia, al igual que lo hizo la OTAN cuando contuvo a la Unión Soviética en Europa entre 1949 y 1990.

Además, el deseo largamente acariciado de Rusia de integrarse en la “familia europea” e incluso en la “comunidad occidental” a través de la cooperación con los Estados Unidos de América —que, en los días del impotente Yeltsin, no lo consideraba un socio igualitario sino una semicolonia— se ha visto ensombrecido por las acciones resueltas de la OTAN, que se ha expandido hacia el este para elevar aún más su estatus como única superpotencia, al menos en Europa, tras su reciente fracaso en Afganistán.

Mantener una paz duradera después de las grandes guerras (incluida la Guerra Fría) en el siglo XX se basó en tratar al lado derrotado con tolerancia e igualdad en la mesa de negociaciones. Los hechos han demostrado que esto no ha sido tenido en cuenta por la política de los Estados Unidos de América y sus aduladores occidentales. Tratar a Rusia como el perdedor en la Guerra Fría equivale a frustrarla severa y despiadadamente, privándola así de la característica constitutiva más importante del orden de seguridad europeo posterior al corto siglo.

A menos que Rusia reaccione con medios más fuertes, siempre estará en una posición de defensa y nunca de igualdad. Rusia no aceptará ninguna legitimidad por la persistencia de un orden de seguridad europeo que la priva de intereses vitales de seguridad, queriendo convertirla en una especie de protectorado rodeado de bombas nucleares de fabricación estadounidense. La prolongada crisis ucraniana es la última barrera y el eslabón más crucial en la confrontación entre Rusia, los Estados Unidos de América y Occidente. Es una advertencia para aquellos países europeos que en las últimas décadas se han visto privados de una política exterior propia, no solo de obedecer las órdenes de la Casa Blanca.

En segundo lugar, la cuestión ucraniana es un problema estructural importante que afecta a la dirección de la construcción de la seguridad europea y nadie puede permitirse perder en esta crisis.

Si bien Europa puede lograr la unidad, la integridad y la paz duradera, el desafío clave es si realmente puede incorporar a Rusia. Esto depende crucialmente de si la expansión de la OTAN hacia el este se detendrá y si Ucrania podrá resolver estos dos factores clave por sí sola y de forma permanente. La OTAN, que ha seguido expandiéndose en la historia y la realidad, es la amenaza más letal para la seguridad de Rusia. La OTAN continúa debilitando a Rusia y privándola de su condición de Estado europeo y se burla de su estatus como gran potencia. Impedir que la OTAN continúe su expansión hacia el este es probablemente el interés de seguridad más importante no solo de Rusia, sino también de los países europeos sin política exterior propia, pero con pueblos y público que ciertamente no quieren ser arrastrados a una guerra convencional en el continente, en nombre de un país que tiene un océano entre Europa y ella misma como cinturón de seguridad.

La solución factible actual para garantizar una seguridad duradera en Europa es que Ucrania no se una a la OTAN, sino que mantenga un estatus permanente de neutralidad, como Austria, Finlandia, Suecia, Suiza, etc. Este es un requisito previo para que Ucrania preserve su integridad territorial y soberanía en la mayor medida posible, y también es la única solución razonable para resolver el profundo conflicto entre Rusia y los Estados Unidos de América.

Con este fin, Rusia firmó el mencionado Acuerdo de Minsk-2 de 2015. Sin embargo, al observar la evolución de la OTAN en las últimas décadas, podemos ver que no tiene absolutamente ninguna posibilidad de cambiar una política de membresía de “puertas abiertas” bien establecida.

Los Estados Unidos de América y la OTAN no aceptarán la opción de una Ucrania neutral, y el nivel actual de toma de decisiones políticas en el país está dirigido a otros. Por estas razones, Ucrania ahora parece moralmente desmembrada, y tiene un parecido sorprendente con el Berlín dividido y las dos Alemanias anteriores a 1989. Se puede decir que la división de Ucrania es un signo de la nueva división en Europa después de la Primera Guerra Fría, y la construcción de la llamada seguridad europea —o más bien la hegemonía estadounidense— termina con la realidad de una Segunda Guerra Fría entre la OTAN y Rusia. Hay que decir que esto es una tragedia, ya que las consecuencias devastadoras de una guerra serán pagadas por los pueblos de Europa y, ciertamente, no por los de Nueva Inglaterra a California.

En tercer lugar, la naturaleza engañosa de la diplomacia estadounidense-rusa y la miopía de la UE, sin una política exterior propia con respecto a la construcción de su propia seguridad, son las principales razones de la actual falta de confianza mutua entre los Estados Unidos de América —que se basa en el servilismo de la mencionada UE— y Rusia,  aterrorizada por el cerco nuclear en sus fronteras.

Estados Unidos se aprovechó de los profundos problemas de la Unión Soviética y del celo y las políticas de Rusia por el cambio auto infligido en la década de 1990 —de hecho, un punto de inflexión— a expensas de la diplomacia de “compromiso verbal”.

En 1990, en nombre de la Administración del presidente George H. W. Bush, el Secretario de Estado de los Estados Unidos Baker hizo una promesa verbal al entonces líder soviético, Mikhail Gorbachev, de que “después de la reunificación, después de que Alemania permaneciera dentro de la OTAN, la organización no se expandiría hacia el este”. La Administración del Presidente Clinton rechazó esa promesa alegando que era la decisión de su predecesor y que las promesas verbales no eran válidas, pero mientras tanto George H. W. Bush había incorporado a los Estados bálticos a la OTAN.

A mediados de la década de 1990, el Presidente Clinton indirectamente hizo un compromiso verbal con el entonces líder de Rusia, el pusilánime Yeltsin, de respetar la línea roja por la cual la OTAN no debería cruzar las fronteras orientales de los Estados bálticos. Sin embargo, como ya se ha dicho anteriormente, la Administración del presidente George H. W. Bush ya había roto esa promesa al cruzar sus fronteras occidentales. Es lógico pensar que, a los ojos de Rusia, la «diplomacia de compromiso verbal” es con razón sinónimo de fraude e hipocresía que los Estados Unidos de América están acostumbrados a implementar con Rusia. Esta es exactamente la razón por la que Rusia insiste actualmente en que Estados Unidos y la OTAN deben firmar un tratado con ella sobre la neutralidad de Ucrania y la prohibición del despliegue de armas ofensivas (es decir, nucleares) en Ucrania.

Igualmente importante es el hecho de que después de la Primera Guerra Fría, los Estados Unidos de América, con su mentalidad de apresurarse a recoger los frutos de la victoria, atrajeron a 14 países pequeños y medianos al proceso de expansión, causando crisis en las regiones periféricas de Europa y creando ingeniosamente rusofobia en los países de Europa Central, Balcánica y Oriental.

Este completo desprecio por el “concierto de las grandes potencias” —un principio de siglos de antigüedad fundamental para garantizar una seguridad duradera en Europa— y la práctica de “ser prudente y tonto” han llevado artificialmente a una prolongada confrontación entre Rusia y los países europeos, de la misma manera que entre los Estados Unidos de América y Rusia. La antigua tendencia de enfatizar la primacía global de los Estados Unidos de América mediante la creación de crisis y la invención de enemigos reafirma la trágica realidad de su propia emergencia como un peligro para la paz mundial.

Con todo, la crisis de Ucrania es un tema clave para la dirección de la seguridad europea. Estados Unidos no detendrá su expansión hacia el este. Rusia, arrinconada, no tiene otro camino que reaccionar con todas sus fuerzas. Esto anuncia la Segunda Guerra Fría en Europa, la agitación duradera y la posible partición de Ucrania serán su destino inmutable.

El peor de los escenarios será una guerra convencional en el continente entre las tropas de la OTAN y las fuerzas rusas, causando millones y millones de muertos, así como destruyendo ciudades. La guerra será convencional porque Estados Unidos nunca usaría armas nucleares, pero no por la bondad de su corazón, sino por temor a una respuesta rusa que eliminaría el territorio estadounidense del nivel de seguridad de NBC.

Hasta el punto de que echaremos de menos los buenos viejos tiempos del Covid-19.

 

* Copresidente del Consejo Asesor Honoris Causa. El Profesor Giancarlo Elia Valori es un eminente economista y empresario italiano. Posee prestigiosas distinciones académicas y órdenes nacionales. Ha dado conferencias sobre asuntos internacionales y economía en las principales universidades del mundo, como la Universidad de Pekín, la Universidad Hebrea de Jerusalén y la Universidad Yeshiva de Nueva York. Actualmente preside el «International World Group», es también presidente honorario de Huawei Italia, asesor económico del gigante chino HNA Group y miembro de la Junta de Ayan-Holding. En 1992 fue nombrado Oficial de la Legión de Honor de la República Francesa, con esta motivación: “Un hombre que puede ver a través de las fronteras para entender el mundo” y en 2002 recibió el título de “Honorable” de la Academia de Ciencias del Instituto de Francia.

 

Traducido al español por el Equipo de la SAEEG con expresa autorización del autor. Prohibida su reproducción.

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OCCIDENTE QUIERE UNA SEGUNDA VICTORIA ANTE RUSIA

Alberto Hutschenreuter*

Se viven horas decisivas en la placa geopolítica de Europa del este. Como consecuencia de una crisis que prácticamente ha dejado a las partes sin estrategias de salida, el mundo se encuentra ad portas de un desenlace sin analogías, pues la posibilidad de un enfrentamiento militar entre la OTAN y Rusia proyecta una gran sombra en relación con el “modo” que adoptaría el mismo. Más allá de la (cierta) teoría existente, no contamos con ningún precedente de guerras entre poderes nucleares y convencionales supremos.

Pero todavía quedan los reflejos de la diplomacia y de la vieja cultura estratégica de Estados Unidos y Rusia, aunque con los demócratas en el poder y las ensoñaciones internacionales liberales que anidan en sus círculos de poder, es difícil apostar demasiado por aquello último. En un reciente artículo publicado en la página de la influyente Foreign Policy, “Liberal Illusions Caused the Ukraine Crisis”, el especialista Stephen Walt es categórico sobre la responsabilidad de dicha corriente en la crisis actual.

No hay ninguna duda sobre el fin de la Guerra Fría. Esa pugna casi secular acabó a principios de los años noventa con el mismo desplome de una de las partes, la URSS. Si bien tampoco hay dudas sobre las causas mayormente internas de la caída, la competencia internacional jugó un papel determinante en relación con el debilitamiento geoeconómico del imperio soviético.

Aunque la presión estratégica se inició con Carter, fue Reagan el que acabó doblegando al oponente: desde el principio de su presidencia, la URSS no se extendió más por ninguna parte del mundo, al tiempo que renunció a la marca de disciplinamiento de bloque que implicó la “Doctrina Brezhnev”. Se trató, esta última, de una decisión sin retorno.

Solo para el presidente Yeltsin y su joven equipo de economistas e internacionalistas “Estados Unidos y Rusia ganaron la Guerra Fría por haber derrotado al comunismo soviético”, como sostuvo la experta Hélène Carrère d’Encausse. Para Estados Unidos la victoria sobre la URSS fue tal que en los años siguientes trabajó no sólo para afianzar su predominancia solitaria, sino que desplegó iniciativas para que Rusia no volviera a desafiarla. Los medios para ello fueron sutiles e incluso, increíblemente, contaron con la confianza de la dirigencia Rusa.

Ahora: ¿por qué se consideró que una Rusia recuperada volvería a ser un problema? Ante todo, porque históricamente Rusia ha sido un poder autocrático, nacionalista, desafiante, imperialista y expansivo. En segundo lugar, porque una Rusia en ascenso podría implicar más relaciones con Europa, particularmente con Alemania, es decir, Rusia podría “perturbar” el vínculo atlántico-occidental. El especialista Rafael Poch de Feliu no pudo ser más preciso en relación con esto último: “[…] aunque el verdadero adversario de Washington está en Asia, la gran potencia imperial americana dejaría de serlo en cuanto dejase de dominar Europa”. En tercer lugar, una Rusia recuperada podría llevarla a soldar una verdadera asociación con China.

Luego hay respuestas más centradas en cuestiones generales y en determinadas especificidades que van más allá de “Rusia como problema”. Una es la propia esencia de las relaciones internacionales: relaciones de poder e influencia antes que relaciones de derecho. Otra causa es el “peso” de la singular pugna entre ambos poderes en el siglo XX, una rivalidad equivalente a la competencia entre Esparta y Atenas (cuyo desenlace fue una guerra de 30 años en el siglo V a.C. que acabó debilitando a ambas). Otra razón es geopolítica: Estados Unidos no puede permitir el surgimiento de un poder hegemónico en Eurasia. Por otra parte, Rusia en clave de reto supone la justificación para el despliegue de una política exterior. Por último, pudo haber pasado el tiempo, la contienda bipolar, etc., pero continúa existiendo en Estados Unidos una autopercepción de “territorio del bien”. Durante un siglo, dicha percepción nacional-religiosa excepcional se mantuvo “encapsulada”, hasta que en el siglo XX “salió” al mundo para conjurar los males que lo asolaban: guerras, retos diversos, potenciales rivales… Intentó hacerlo el presidente Wilson tras La Gran Guerra, pero predominó la vieja lógica de “no contaminarse con los males que se encontraban allende el territorio sagrado”.

Que el mundo en el siglo XXI tenga una base más multipolar y que no haya ya condiciones para el ejercicio de la hegemonía estadounidense no implica que esa autopercepción se haya modificado.

Para buena parte de Occidente, la Rusia actual es lo que se ha destacado. Por ello, quienes reivindican la extensión de la OTAN consideran que si no hubiera sido así, hoy Rusia mantendría una firme esfera de influencia (y presencia) en las ex repúblicas soviéticas y más allá también. Consideran que Rusia habría militarizado Europa del este con complejos misilísticos orientados hacia Europa occidental con el fin de presionarla. Asimismo, estiman que el cerco evitó que Rusia no desplegara ampliamente su poder naval en el Mediterráneo y el Báltico.

Es decir, desde la visión estadounidense, no hay otra forma de tratar con Rusia que no sea a través de la vigilancia, la advertencia y la fuerza. Es el mismo enfoque y recomendación que proveyó el diplomático George Kennan al gobierno estadounidense en 1945 sobre cómo tratar con los soviéticos. Pero aquella “nueva” visión fue más allá de Kennan (y a pesar de Kennan). Es decir, había que contener a Rusia en sus mismas fronteras, quebrantando su sentido de seguridad territorial y, a la vez, estimulando en su interior las fuerzas democráticas, es decir, las que menos se opongan a los intereses de Estados Unidos en Eurasia.

Es cierto que el competidor de Estados Unidos es China. Pero con este país la situación es de conflicto e interdependencia. Rusia, en cambio, es considerado un rival conocido, con diferentes tiempos que China, al que hay que doblegar. Así se supuso desde el mismo momento que terminó la Guerra Fría. Lo que sucede en relación con Ucrania es la fase final de un propósito estratégico que descartó cualquier posibilidad de nuevos equilibrios o gestión internacional multipolar.

El momento es pertinente, pues Rusia se encuentra en una situación relativamente frágil y, hasta cierto punto, la propaganda relativa con señalarla como “un problema” ha funcionado; aunque también es cierto que los planes casi grotescos de la OTAN permitieron que Putin mostrara otra parte del rostro del conflicto y lograra para Rusia ganancias relativas de poder, particularmente en el segmento blando del mismo.

Occidente quiere lograr una segunda victoria, ahora ante la continuadora (no la sucesora) de la URSS. Sabe que ello significará aumentar la debilidad y el aislamiento de Rusia, afectar el apoyo a Putin y estimular el posicionamiento de las fuerzas pro-occidentales. Pero el precio podría ser alto y hasta quedar fuera de lo que podemos llegar a imaginar.

 

* Doctor en Relaciones Internacionales (USAL). Ha sido profesor en la UBA, en la Escuela Superior de Guerra Aérea y en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación. Su último libro, publicado por Almaluz en 2021, se titula “Ni guerra ni paz. Una ambigüedad inquietante”.

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