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HACIA EL ORDEN POST-LIBERAL

Roberto Mansilla Blanco*

Cada vez se hace más perceptible que un nuevo orden mundial está cobrando forma. No sabemos con exactitud cuál será su carácter sistémico pero muy probablemente se podrá interpretar que sus equilibrios de poder y sus conflictos condicionarán la realidad internacional a corto y mediano plazo.

Lo que sí se observa con mayor nitidez es que, sin menoscabar la incertidumbre en torno a qué nuevo sistema está alumbrando, la estructura de balanzas y equilibrios de poder vía consensos heredera del legado liberal plasmada después de 1945 está llegando a su fin.

Este sistema procreó organizaciones globales, normativas y reglas que, a pesar de las tensiones de la «guerra fría» y las incógnitas de la «posguerra fría», logró mantener un equilibrio de poderes vía consensos institucionales. Desplazada por la realpolitik y la visión personalista que imprimen los principales líderes mundiales, la naturaleza de la actual realidad del poder a menudo gira hacia la verticalidad, la deriva autoritaria, el desprecio por los consensos institucionales, su cooptación y neutralización, la noción de «libertad sin democracia» y el predominio de los intereses de elites «oligocráticas» cada vez más globalizadas.

La pretensión de la administración de Donald Trump por desmantelar el sistema económico internacional imperante desde hace ocho décadas implica repensar en qué quedó ese legado del liberalismo clásico que, compatibilizado con la socialdemocracia, ha estado vigente desde entonces. Sin ánimo de realizar analogías históricas que suelen interpretarse como recurso de atracción mediática, el momento que vive actualmente la democracia «social-liberal» es ligeramente similar al que experimentó el comunismo y buena parte de la izquierda mundial en su particular “travesía por el desierto” tras la desaparición de la URSS y del bloque socialista en Europa del Este entre 1989 y 1991.

En ese momento se exhortaba la tesis del «fin de la historia» proclamada por el politólogo estadounidense Francis Fukuyama y que exclamaba el triunfo definitivo del liberalismo sobre los totalitarismos. Hoy la realidad es, a grandes rasgos, distinta. Los liberales de hoy se ven aturdidos ante el afán proteccionista y «patriotero» de un empresario ícono del capitalismo global como Trump, quien en dos ocasiones ha logrado convertirse en presidente de EEUU, precisamente el centro de ese «imperio liberal».

El vuelco es significativo. El personalismo y la tendencia «trumpista» parece dar curso a una democracia de carácter delegativo que gana terreno por encima del sistema de reglas y de instituciones internacionales hasta ahora vigente. No es un modelo nuevo: ya lo instauró Hugo Chávez en Venezuela en 1999, aunque obviamente con otras perspectivas ideológicas muy diferentes a las que pregona Trump. No obstante, lo que estamos observando en este sistema internacional de 2025 aprecia otras expectativas: opciones de carácter más efectistas y cortoplacistas, que no requieran de las complicadas negociaciones propias del sistema de contrapesos de poder.

Esto no significa necesariamente que los liberales observen hoy una especie de «caída de Roma», el final de su predominio ideológico y de su imaginario colectivo. El fenómeno sigue encarnado (Javier Milei en Argentina) pero reconstruido en torno a una plataforma neoconservadora, reaccionaria y fuertemente nacionalista y proteccionista que gana terreno en EEUU, Europa y América Latina. Sea vía preservación de la seguridad (Nayib Bukele en El Salvador) o para contrarrestar la «agenda progresista e izquierdista», se está conformando lo que podríamos denominar mediáticamente como una «Internacional trumpiana», una plataforma que cobra cuerpo bajo un «cadáver» liberal cuyo «ethos» es invocado a conveniencia, aunque muchas veces con escasa convicción, sea para preservar una realpolitik que beneficia a unas determinadas elites.

Conviene igualmente reflexionar sobre la naturaleza de ese liberalismo que pregonan algunos de sus propulsores: ¿es realmente tan liberal un Milei que ha llegado a impulsar el gasto en seguridad del Estado, probablemente persuadido por mantener el apoyo de un estamento militar fuertemente asentado en diversos círculos de poder? Las opciones electorales derechistas de Kast y Káiser en Chile y la reciente victoria electoral de Noboa en Ecuador ¿implica catalogarlos de liberales clásicos o serán más bien la continuidad de este fenómeno trumpista?

La crisis del liberalismo en los tiempos «post-normales»

En el mundo de la prospectiva estratégica es común utilizar la teoría de los «tiempos post-normales» como mecanismo para explicar la realidad que actualmente domina la geopolítica. Acuñado por el investigador Ziauddin Sardar, director del Centro para Política Post-Normal y Estudios del Futuro, esta teoría ofrece un marco de reflexión a través de una serie de características que definen los nuevos tiempos que corren: imprevisibilidad, necesidad de entender mejor la complejidad y la teoría del caos, escenarios no lineales alejados del equilibrio, dificultad para la anticipación y prevalencia de contradicciones.

Se exponen así cuatro claves para entender en qué se basan los «tiempos post-normales»:

    1. Hechos inciertos;
    2. Valores en disputa y en crisis. Lo nuevo no acaba de surgir («ya no más»; «lo viejo se agota pero no termina de irse»; «no sabemos qué viene»; «lo nuevo no termina por venir»);
    3. Apuestas altas;
    4. Decisiones urgentes. El tiempo apremia, lo que establece un clima de presión sobre los analistas. Cambios muy rápidos y de alcance global; efectos multimodales y no lineales; réplicas simultáneas.

Mirando con lupa estas claves, la realidad actual aborda varias interrogantes sobre la crisis del «socio-liberalismo»: ¿estamos asistiendo al final del liberalismo clásico como ideología y modelo imperante?; ¿tiene cabida la socialdemocracia?; ¿por qué avanza en el mundo este modelo populista trumpiano?; ¿tiene pretensiones sistémicas o más bien corresponde a una simple política reaccionaria ante los inevitables (e imprevisibles) cambios que la hegemonía occidental está observando ante el ascenso de competidores como China?; la democracia liberal, los contrapesos de poder, ¿están cediendo definitivamente ante una nueva ola autoritaria y «oligocrática» que busca imponer su agenda? En tiempos «post-normales», ¿estamos observando la asunción de una era «post-liberal»?

Más allá del creciente éxito de liderazgos de talante autoritario que crecen precisamente en el seno de sistemas democráticos liberales cobra especial significado el papel de la nueva «oligocracia» tecnócrata global, cuyos máximos exponentes en la actualidad son Elon Musk, Bill Gates, Jeff Bezos o Mark Zuckerberg. Todos ellos también se han visto beneficiados por la expansión del capitalismo liberal a nivel global a tal punto de conforman un oligopolio donde el conocimiento científico vía nuevas tecnologías (informática, redes sociales, Inteligencia Artificial, robótica) adquiere un valor primordial. Más allá de los cortocircuitos que puedan existir entre ellos mismos así como con la administración Trump, queda claro que su protagonismo anuncia una nueva era de poder «oligocrática» que desafía claramente los cimientos de la democracia «social-liberal».

La reveladora investigación del sociólogo Peter Phillips (2019) sobre las elites que dominan el mundo adopta un concepto clave: la «Clase Capitalista Transnacional» (CCT) que, como si se tratase de un émulo de la «clase trabajadora», actúa «con conciencia de clase» en la que están integrados «ejecutivos corporativos, burócratas, líderes políticos, profesionales y élites consumistas globalizadoras» bajo la creencia compartida de que «el crecimiento continuado a través del consumismo impulsado por los beneficios acabará solucionando por sí mismo la pobreza mundial, las desigualdades y el derrumbe medioambiental».

De acuerdo con Phillips y otros investigadores como David Rothkopff, esta CCT «representa los intereses del 1% del top de la elite más rica a nivel mundial». Sus características son igualmente notorias: «un 94% son hombres, de raza blanca, predominantemente estadounidenses y europeos» cuya capacidad de influencia les permite manejar las agendas de organismos de poder como el G7, el G20, la OTAN, la OMC, el FMI y el Club Bildenberg, entre otros.

Vista esta concentración de poder claramente occidental y «atlantista», y ante la nueva realidad de cambio de poder que se anuncia, ¿aceptarían estas elites el ascenso inevitable de nuevos ricos y hombres de poder no occidentales, principalmente asiáticos como China, India e incluso Rusia?; ¿cómo lograrán equilibrar los contrapesos de poder en este reparto geopolítico y geoeconómico cada vez más «post-liberal»?; sus ideas ¿pueden convertirse en referencias en otras latitudes? Aquí partimos de un dato a tomar en cuenta. El modelo del ministerio de la Eficiencia Gubernamental de Musk ya gana adeptos en el exterior: en Portugal, que irá próximamente a elecciones generales, este modelo es defendido por la candidatura de Chega!, tildado de ser el «VOX luso» y, por tanto, un entusiasta simpatizante de esa «internacional trumpista». 

China, la «nueva URSS» del «trumpismo»

Todas estas interrogantes abordan un debate estructural sobre el futuro de una democracia liberal aprisionada por los embates de la geopolítica y de la realpolitik. Huyendo de los simplismos y de la necesidad existente en diversos círculos de poder por aprovisionarse de un «enemigo conveniente», resulta perceptible que, para las elites occidentales que están concentrando el poder, ese papel de «enemigo conveniente» lo ocupa China.

Así, China se erige como el rival emergente que contrarresta esa hegemonía de la «oligocracia» occidental que, sin necesariamente diluirse en las expectativas de un declive histórico, sí que observa una fuerte contestación de otro polo de poder, en este caso asiático, con importantes alianzas estratégicas a nivel mundial.

La obsesión china persigue a Trump y a la elite «oligocrática». En las primarias republicanas de 2016, Trump ganó en 89 de 100 condados precisamente afectados por la competitividad económica china. Este cambio de ciclo hegemónico y de la hasta ahora supremacía tecnológica occidental se ha visto superada por la desindustrialización en EEUU y en Europa como consecuencia de la vertiginosa industrialización de China y de su capacidad competitiva en materia tecnológica y laboral.

Como indica un estudio de los economistas David Autor y Gordon Hanson, la competitividad de las exportaciones chinas fueron responsables entre 1999 y 2014 de la pérdida de 2,4 millones de puestos de trabajo industriales en EEUU. Por tanto, la actual «guerra comercial de aranceles» lanzada por Trump supone un imperativo de carácter disuasivo con la finalidad de asestar un agresivo viraje geoeconómico estratégico, aunque sus consecuencias son bastante imprevisibles y puede que terminen siendo contraproducentes para los intereses de Trump y sus elites.

En este envite, tal y como hemos visto recientemente, China ya ha dado muestras de tener capacidad suficiente de respuesta para contrarrestar los aranceles de Trump precisamente aplicando mayores medidas proteccionistas mientras avanza en negociaciones con otros actores (Europa, África, América Latina) con la finalidad de mantener la cooperación económica y la interconexión del comercio global. China esperaba crecer un 5% este 2025 pero con la guerra arancelaria de Trump, estas expectativas se reducen a un 3,5%, un índice aún óptimo pero que no esconde las dificultades que estas medidas proteccionistas desde Washington afectan no sólo a la economía china sino también a la economía global.

Afianzado en su naturaleza de economía netamente exportadora, con importantes recursos laborales, alianzas geoeconómicas (BRICS, OCS, África, América Latina, sureste asiático, Europa) y la certificación de su capacidad tecnológica para afrontar los nuevos retos (Inteligencia artificial DeepSeek), Beijing, donde no olvidemos el poder está en manos del Partido Comunista en calidad de Partido-Estado, parece apostar más por la globalización que precisamente Washington. El efecto contraproducente de las tarifas arancelarias de Trump muy probablemente acelerará la cooperación económica entre China y el sureste asiático, reforzando así las expectativas de Beijing de conservar sus esferas de influencia regionales.

El impacto tecnológico de China ya comienza a generar irritación en las elites occidentales. En las últimas semanas, las empresas chinas han lanzado más de una decena de nuevos modelos o actualizaciones de Inteligencia Artificial. Baidu presentó Ernie X1, un sistema de conversación ideado para competir con ChatGPT. Este nuevo modelo desarrolla las respuestas más personalizadas e incorpora tratamiento de imágenes, una innovación clave para incorporarla a su buscador, el más importante de China y competidor global de Google.

El gigante tecnológico Tencent también ha anunciado que está desarrollando varios modelos de Inteligencia Artificial para incorporar a diferentes negocios como videojuegos. Alibaba tiene su modelo Tongyi Qianwen, una IA generativa que también procesa imágenes o vídeos. La empresa ha incorporado este sistema para mejorar el proceso de compra en sus plataformas, ofreciendo recomendaciones personalizadas para cada usuario. Por ejemplo, el sistema permite mantener una conversación con la IA para afinar la búsqueda que permiten al comprador conocer productos nuevos. 

«Tambores de guerra» y el declive liberal

Las «expectativas de conflicto» y la recuperación de la noción del «enemigo conveniente» propia de los tiempos de la «guerra fría» contra la URSS y el bloque socialista son otros factores que anuncian el advenimiento de estos tiempos «post-liberales», donde los derechos sociales que tanto esfuerzo han costado en las últimas décadas corren un riesgo importante de verse degradados y suplantados en aras de la «seguridad nacional» o «colectiva».

Si observamos los titulares, declaraciones e imágenes diarias en diversos medios de comunicación en Europa parecieran persuadir de que es inevitable una especie de apocalipsis bélico, en este caso colocando de nuevo a Rusia como enemigo. A tal magnitud ha llegado este nivel de inquietud que Bruselas ha anunciado un «kit de supervivencia» de 72 horas que le permita a la ciudadanía sobrevivir ante un «desastre natural, una guerra nuclear o una pandemia».

En el Kremlin observan expectantes las secuelas del «terremoto» geoestratégico impulsado por Trump tanto a la hora de degradar su apoyo a Ucrania como en la guerra comercial de aranceles contra casi todo el mundo. EEUU y la UE están en el peor momento de su relación transatlántica toda vez Europa va preparando el camino para una «expectativa de guerra» contra Rusia, cuyo desenlace es tan imprevisible como las medidas (y contramedidas) que viene aplicando Trump con sus sanciones.

Mientras intenta recuperar el consenso comunitario ante la agresiva política arancelaria de Trump, la reacción europea ante este divorcio trumpiano parece más bien apostar por el rearme ante la presunta «amenaza rusa» como motor de desarrollo para el complejo militar-industrial que encarne una «nueva Unión Europea» absolutamente diferente a la instaurada a partir de 1951 con la creación de la Comunidad del Carbón y del Acero (CECA), germen institucional que ha propiciado la creación de la actual UE. En Europa ya se habla abiertamente de retomar el servicio militar obligatorio.

Observando a Rusia como su «eterno rival-enemigo conveniente», en la UE comienzan a tantear a China como un socio económico alternativo ante la guerra comercial arancelaria de Trump. Si bien este viraje europeo hacia China es igualmente impredecible, su expresión trastoca la naturaleza de la tradicional relación transatlántica con EEUU vigente desde 1941 en plena II Guerra Mundial.

Más allá de las circunstancias propiciadas por la arbitraria guerra arancelaria de Trump, Europa se ve atrapada en el pulso hegemónico de poder entre EEUU, China y Rusia, buscando recuperar margen de maniobra ante los vertiginosos cambios que se anuncian en el equilibrio geopolítico global. No obstante, acercarse a China a consecuencia de la guerra arancelaria de Trump mientras acelera el rearma contra Rusia, socio estratégico de Beijing, puede anunciar contextos aún más complejos y dilemáticos para Europa. Y aquí, el lobby “atlantista” siempre activo en la UE y la OTAN intenta cobrar protagonismo con la intención de abortar cualquier acercamiento europeo hacia un eje euroasiático sino-ruso que derrumbe los imperativos «atlantistas» vigentes desde la II Guerra Mundial.

El clima de «neo-guerra fría» entre la UE y Rusia es cada vez más latente: la vicepresidenta y Alta Representante europea para Asuntos Exteriores, la ex primera ministra estonia Kaja Kallas, advirtió a varios países de no asistir a la invitación de Putin a participar en Moscú el próximo 9 de mayo en la celebración del 80º aniversario del Día de la Victoria contra el fascismo en lo que en Rusia se conmemora como la Gran Guerra Patriótica.

Pero las fisuras en el seno de la UE también son notorias en este aspecto. El presidente eslovaco Robert Fico ya anunció que asistirá a esta invitación. Un candidato a la admisión en la UE como Serbia, el presidente Aleksandr Vučic, también confirmó su asistencia. Al desfile en Moscú también asistirán los mandatarios de China, Cuba, Brasil y Venezuela.

Por mucho que Trump intente alterarlos, los nudos transatlánticos son difíciles de desenredar. EEUU es un mercado clave para la UE, con una relación comercial que alcanza intercambios diarios de bienes y servicios por más de 4.200 millones de euros. Europa también se enfrenta a una situación delicada en términos políticos y estratégicos: tras romper su dependencia del gas ruso por la invasión de Ucrania, la UE depende ahora en gran medida del gas natural licuado estadounidense, lo que limita su capacidad para aplicar represalias en ese sector.

Los aranceles de Trump para Europa tienen más variables, como la posibilidad de que los mismos redirijan las exportaciones de China hacia el mercado europeo, inundándolo con productos baratos y generando nuevas presiones económicas. Esto podría obligar a Bruselas a tomar medidas proteccionistas adicionales, elevando aún más las tensiones comerciales internacionales. En perspectiva, proteccionismo sobre el libre comercio.

Como elemento irónico, las sanciones occidentales impuestas a Rusia desde 2022 con la invasión de Ucrania le permiten a Moscú, por el momento, ser uno de los pocos países inmune a la ofensiva arancelaria de Trump. Mientras la inquietud y la incertidumbre domina la relación transatlántica, el equipo negociador de EEUU y Rusia sigue reuniéndose en Arabia Saudita y Turquía con la finalidad de normalizar la relación diplomática y avanzar en la resolución ad hoc de conflictos como el de Ucrania.

Por cierto, en lo que en Moscú califican como la «nueva realidad» determinada por el regreso de Trump, poco se habla del eventual alto al fuego en Ucrania. Putin anunció que no negociará si no se toman en cuenta las demandas rusas, cuyos intereses en Ucrania permanecen intactos mientras la población asume como improbable el final del conflicto a corto plazo.

Por otro lado, desde 2023 crecen las denuncias sobre el autoritarismo del presidente ucraniano Volodymir Zelensky quien, con la excusa de la guerra, ya suspendió en mayo de 2024 las elecciones presidenciales en su país. En este contexto, poco atendido por los mass media internacionales entre los que destacan la matriz de opinión de la «oligocracia», y más allá de los compromisos militares y geopolíticos con Kiev, el irrestricto apoyo europeo y de la OTAN a Zelensky también pone en entredicho la calidad democrática de los líderes de la UE.

Pero no es sólo Ucrania, si cabe, el único centro de atención geopolítico y militar. El conflicto en Yemen llama también la atención por su ubicación geoestratégica en el Mar Rojo, lo cual confirma la deriva belicista que se está observando en Occidente. Por allí transita el 12% del comercio marítimo mundial y el 30% del petróleo crudo.

Yemen vuelve a escenificar un conflicto regional con repercusiones globales. Los hutíes, un grupo insurgente, son respaldados por Irán y luchan contra un gobierno central apoyado por Arabia Saudita. En solidaridad con los palestinos de Gaza, los hutíes han lanzado ataques de misiles contra Israel. En represalia, Trump ha prometido «exterminar a los hutíes» como un émulo de la limpieza étnica que Netanyahu, su aliado irrestricto, realiza contra los palestinos en Gaza y Cisjordania.

Así mismo, Trump ha amenazado a Irán con represalias militares si la milicia hutí Ansar Allah no deja de atacar territorio israelí y a los buques que surcan el Mar Rojo y el estrecho de Bab el Mandeb, próximo a los estratégicos Cuerno de África y el Golfo de Adén. Como respuesta inmediata, el jefe de los pasdarán, Guardia Revolucionaria Islámica de Irán, Hosein Salami, ha advertido que si EEUU se atreve a dar ese paso la respuesta será «dura, decisiva y devastadora». Si bien Washington ha asestado golpes tácticos contra Ansar Allah, ha evitado realizarlos directamente contra Irán, a pesar de la insistencia de su aliado israelí, el primer ministro Benjamin Netanyahu.

En este contexto dominado por la realpolitik, el pragmatismo táctico parece imponer también su ritmo: bajo el argumento de la amenazada del programa nuclear iraní y la tensión regional, emisarios estadounidenses e iraníes negocian directamente en Omán muy probablemente sin dejar de mirar a Yemen como un foco de convulsión geoeconómica. Los negociadores iraníes también se han dirigido a Moscú para coordinar acciones conjuntas (Rusia e Irán firmaron en diciembre pasado un acuerdo de cooperación estratégica por 20 años) antes de afrontar la nueva ronda de negociaciones con EEUU a celebrarse en Roma este 19 de abril. Dejando Oriente Medio, y para mantener en pie sus intereses en esferas de influencia como Asia Central, Rusia acelera los preparativos para reconocer la legitimidad del régimen Talibán en Afganistán.

Más allá de estas tensiones geopolíticas y el nuevo reacomodo mundial, el desprecio por la legalidad internacional incentiva la impunidad, otra variable que degrada esa herencia «social-liberal» hoy cuestionada por líderes políticos cada vez más autoritarios.

Tras recibir en Budapest a Netanyahu, el presidente húngaro Viktor Orbán ha anunciado el retiro de Hungría de la Corte Penal Internacional (CPI). Netanyahu tiene una orden de arresto internacional por crímenes de guerra en Gaza. La Hungría de Orbán, como otros países europeos, ha sido prolífica en denuncias de violaciones de derechos humanos contra refugiados sirios y de otros países durante la crisis migratoria de 2015.

Fuera de estas fronteras, el gobierno nacionalista hindú de Narendra Modi en India también ha iniciado políticas coactivas hacia las minorías religiosas, especialmente musulmanas, otro aspecto que socava los principios liberales de respeto a la diversidad religiosa y comunitaria.

Trump, Orbán, Xi, Netanyahu, Putin, Musk, Modi. Nombres propios que parecen anunciar la pretensión por enterrar el orden «social-liberal» que hasta ahora ha definido la realidad internacional. El mundo entra en una nueva era donde los populismos «iliberales» buscan reorganizar el mundo y los equilibrios de poder en este nuevo siglo.

Volviendo a las analogías históricas tan controvertidas, el historiador inglés Timothy Snyder comparó los tiempos actuales «con la Europa de la década de 1930», una época condicionada por la depresión económica de 1929 y el auge de los totalitarismos que presagió la II Guerra Mundial. Mucho ha cambiado el mundo desde entonces pero el orden «post-liberal» aún en ciernes anuncia una colisión y repartición de poder entre la troika de grandes potencias (EEUU, China, Rusia) y elites «oligocráticas» por mantener y ampliar sus esferas de influencia geopolíticas y geoeconómicas, donde el pulso por el control de los avances tecnológicos (IA, robótica) adquirirán un peso cada vez más preponderante incluso por encima de las tensiones políticas.

 

* Analista de geopolítica y relaciones internacionales. Licenciado en Estudios Internacionales (Universidad Central de Venezuela, UCV), Magister en Ciencia Política (Universidad Simón Bolívar, USB) Colaborador en think tanks y medios digitales en España, EE UU y América Latina. Analista Senior de la SAEEG.

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¿CUÁNDO SE DESARREGLÓ LA POLÍTICA INTERNACIONAL ACTUAL?

Alberto Hutschenreuter*

Imagen: HUNGQUACH679PNG en Pixabay.

Casi promediando la tercera década del siglo XXI, el panorama de la política internacional dista de mostrar un equilibrio entre el modelo de poder y el modelo multilateral.

Desde hace ya tiempo predomina el primero, es decir, el de los «intereses nacionales ante todo», el de la acumulación de capacidades, el del fortalecimiento de la autoayuda, el de la incertidumbre de las intenciones entre Estados… Es decir, el modelo relacional o de poder.

El otro modelo, el de las instituciones intergubernamentales, el de regímenes internacionales, el de los grandes principios del derecho entre países, no sólo se halla bastante devaluado y lateralizado, sino que, en algunos casos relativos directamente con la seguridad de la misma vida en el planeta, nos referimos al segmento nuclear, la situación se encuentra en estado casi de pánico estratégico, pues solo queda en pie un tratado, el New Start, y una de las partes (Rusia) ha suspendido su participación. Por tanto, no se descarta que podría haberse «desajustado» el equilibrio del terror, es decir, se habría alterado la cultura estratégica bipolar que por décadas proporcionó relativa estabilidad al mundo.

Ahora bien, ¿por qué predomina un clima internacional tan cargado de discordia, suspicacia y armamentos?

Una primera respuesta sería que, con el fin de obtener ganancias o ventajas de poder, siempre los Estados compiten entre sí. Aun cuando pueda existir un aceptable estado de ánimo internacional, «los Estados se miran como gladiadores», para utilizar términos de Thomas Hobbes.

Pero la política internacional en clave de regularidad no es suficiente para explicar la descomposición actual de la misma. Es necesario plantearnos otras hipótesis.

Se considera que la anexión rusa de Crimea en 2014 fue el acontecimiento que empujó las relaciones internacionales a un descenso casi vertical. Desde entonces, algunos autorizados expertos advirtieron que la geopolítica estaba de regreso, lo cual era un desacierto porque la geopolítica nunca se había marchado, ni siquiera en tiempos de la esperanzadora globalización.

También se señala que la pandemia y luego la guerra ensombrecieron la política internacional. La primera porque no estimuló el surgimiento de un nuevo sistema de valores por encima de las rivalidades y los intereses nacionales; la segunda porque mostraba que tampoco la guerra se había marchado y que los Estados, como sostenía Raymond Aron hace más de medio siglo, «se reservan el derecho de hacer la guerra o no».

La crisis financiera de 2008 suele ser considerada como fuente de problemas, pero se fue saliendo de ella por medio de la cooperación internacional.

Finalmente, los casi diez años de hegemonía estadounidense tras el 11-S es otro planteamiento. En su lucha contra el terrorismo transnacional, Washington relativizó soberanías e intervino militarmente en zonas de refugio de ese actor no estatal. Pero en su lucha, Estados Unidos recibió la cooperación de Rusia y China, no por buena voluntad, claro, sino porque ambos también sufrían al mismo enemigo.

De modo que nos queda la década del noventa en nuestro intento por hallar el momento que marcó el inicio del desarreglo internacional que alcanza hoy un nivel inquietante.

Posiblemente, la concentración de poder por parte de Occidente entonces, que no sólo había logrado la victoria en la Guerra Fría, sino también la victoria en la guerra en el golfo y la primacía del modelo económico en el que se fundó la globalización, alejó toda posibilidad de una cogestión internacional basada en el consumo estratégico entre los poderes mayores.

Es cierto que la victoria proporciona «derechos» al ganador. Pero no olvidemos uno de los conceptos sobre los que pivotea la concepción de Carl von Clausewitz: la prudencia ante la tentación de sobrepasar los términos de la victoria.

En los noventa el poder estadounidense era «inigualado e inigualable». China se encontraba en etapa de ascenso (por ello John Mearsheimer dice hoy que entonces Estados Unidos pudo ralentizar su crecimiento siendo menos complaciente con ella) y Rusia se hallaba en un estado de desorden y debilidad sin precedentes, al punto que el presidente Clinton llegó a decir que las posibilidades que tenía ese país para influir en la política internacional eran las mismas que tenía el hombre para vencer la Ley de Gravedad.

Por tanto, en lugar de favorecer un sistema de relativo equilibrio en el que el poderoso país fuera el «corrector», como lo fue Inglaterra en otros órdenes pasados, o bien como sugirió el ministro de Exteriores de Alemania Hans Genscher alcanzar algún patrón de seguridad posalianzas, Occidente buscó los mayores «dividendos de la victoria», particularmente en cuanto a impedir que Rusia se restaurara en clave geopolítica habitual, es decir, en términos revisionista-expansionista, y volviera a ser un actor que, una vez más, desafiara la supremacía de Occidente.

La extensión de la OTAN a los países de Europa central inquietó a Moscú, pero el hecho que acabó por convencer a Rusia sobre las intenciones estratégicas ofensivas para con ella fue la intervención de la OTAN en Kosovo en 1999 sin autorización del Consejo de Seguridad de la ONU, al punto que, al enterarse de ello, el primer ministro Yevgeny Primakov (considerado entonces un posible sucesor del presidente Yeltsin), casi por aterrizar en Estados Unidos, dio la orden de regresar a Rusia.

A partir de entonces, salvo en el segmento de lucha contra el terrorismo, las relaciones entre Rusia y Occidente se volvieron cada vez más ásperas.

En 2008 ocurrieron dos hechos que afianzaron las suspicacias rusas: en la reunión de la OTAN en Rumania se aprobó una iniciativa relativa con el futuro ingreso de Georgia y Ucrania a la Alianza. Poco tiempo después, cuando ocurrieron movimientos en el Cáucaso y existía rumor de una nueva ampliación de la OTAN, Rusia invadió Georgia.

En los últimos años, la historiadora estadounidense de posguerra fría Mary Sarotte ha analizado la situación entre Estados Unidos y Rusia en los años noventa, concluyendo que Estados Unidos incrementó las cargas sobre la frágil Rusia de entonces cuando amplió la OTAN: «Lo que no fue prudente fue expandir la OTAN de una manera que tuviera poco en cuenta la realidad geopolítica».

¿Tenía Rusia posibilidades de presionar? Posiblemente, pues Moscú conservaba la carta nuclear, es decir, un arsenal colosal, y este tema preocupaba sobremanera a Occidente. Hasta entonces, se mantenía la «cultura estratégica» entre Estados Unidos y Rusia, lo que explica la cooperación en ese segmento.

Sin embargo, Occidente no quiso ningún tipo de negociación ni limitaciones. La victoria en la Guerra Fría había sido contundente; por tanto, no solo consideraba Occidente que podía, sino que debía fijar y ejecutar sus propósitos.

Por tanto, volviendo a la experta, se realizaron dos preguntas: «¿Debería la ampliación de la membresía plena evitar ir más allá de lo que Moscú consideraba una línea sensible, a saber, la antigua frontera de la Unión Soviética? ¿Y deberían los nuevos miembros tener restricciones vinculantes sobre lo que podría suceder en sus territorios, haciéndose eco de las adaptaciones escandinavas y la prohibición nuclear en Alemania Oriental? A las dos preguntas, la respuesta del equipo del presidente Clinton fue un no rotundo».

En breve, es posible que el inquietante desorden internacional actual tenga su origen en una situación de «inmoderación» geopolítica y estratégica ocurrida hace más de un cuarto de siglo.

 

* Miembro de la SAEEG. Su último libro, recientemente publicado, se titula El descenso de la política mundial en el siglo XXI. Cápsulas estratégicas y geopolíticas para sobrellevar la incertidumbre, Almaluz, CABA, 2023.

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Y UN DÍA, LA HISTORIA, LA GEOPOLÍTICA Y LA GUERRA REGRESARON A EUROPA

Alberto Hutschenreuter*

Imagen: Couleur en Pixabay, https://pixabay.com/es/photos/casco-de-acero-guerra-paz-1618318/

 

Justo cuando el mundo pos estatal europeo creyó haber alcanzado el estatus de potencia institucional, sobrevinieron acontecimientos fundados en aquello que Europa aborrece y consideraba superado: el pasado, la geopolítica y la guerra; estas últimas, las «dos G» fragmentadoras en las relaciones interestatales que, por siglos, mantuvieron enfrentados y desunidos a los países del continente.

La Segunda Guerra Mundial fue tan total y devastadora que los poderes de Europa salieron de ella arruinados y, en el caso de los «ganadores», en condiciones subestratégicas, es decir, descendieron en la jerarquía de poder internacional y pasaron a ser dependientes de la ayuda y amparo de un poder mayor extracontinental.

En el mundo de bloques geoestratégicos que implicó la Guerra Fría, los países de Europa Occidental fueron construyendo un territorio cada vez más integrado, hasta llegar a la actual Unión Europea, la que tras el fin del régimen bipolar pasaría a incluir a países del centro y del este. Por su parte, la OTAN inició un proceso de expansión que no reconocería ni límites o líneas rojas territoriales, ni geografía para sus nuevas misiones.

Pero si bien los países europeos fueron sumando cooperación, hasta casi el final del siglo XX los líderes mantenían memoria del pasado y conocimientos sobre las denominadas por Stanley Hoffmann «políticas como de costumbre» entre Estados, esto es, la anarquía, la rivalidad, las capacidades, el poder, las suspicacias, los intereses y las técnicas para ganar influencia. Consideremos, por caso, hombres como, Konrad Adenauer, Harold Wilson, Valéry Giscard d’Estaing, Charles de Gaulle, Helmut Schmidt, François Mitterrand, Jacques Chirac, Helmuth Kohl, Ángela Merkel, etc.

Varios de ellos habían participado directamente en la guerra (algunos en las dos) y fueron protagonistas de la construcción de la gran urbe normativa europea. Otros desempeñaron papeles centrales durante la «paz larga» de la Guerra Fría, como la denominó el historiador John Lewis Gaddis. Pero prácticamente todos calificaron en la categoría de estadistas e incluso algunos en la selecta categoría que Henry Kissinger denomina «líderes profetas», es decir, «originadores de cambios» de escala.

En otros términos, conocían la historia, la geopolítica y la guerra. No tenían nada de posmodernos ni de globalistas. Algunos de ellos tuvieron que luchar contra el arraigado patriotismo, al punto de referirse siempre a «la Europa de las patrias», como lo hacía Charles de Gaulle. No obstante, consagraron sus aptitudes y ascendentes a la complementación europea y permanecieron bajo el amparo estratégico de Estados Unidos.

Los líderes que vinieron después, cuando terminó la Guerra Fría y desapareció la URSS, han sido líderes sin pasado y fervorosos de futuros improbables. Para ellos la historia, la geopolítica y la guerra son cuestiones que no sólo no se pueden repetir, sino que fueron superadas. En buena medida, para muchos de ellos el fin de la historia ha tenido lugar en Europa. Algo de ello contenía la frase soltada no hace mucho por Joseph Borrell, el Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, relativa con la comparación que hizo entre el «jardín» que es Europa y la «jungla» que es el resto.

Pero la historia, la geopolítica y la guerra regresaron a Europa o, más apropiadamente, nunca se habían marchado, solo que una parte de Europa estuvo concentrada en otra cosa y pareció alejarse de ellas desde su cómoda y ventajosa zona de amparo estratégico, incluso cuando sucedió la catástrofe bélica territorio-racial en la ex Yugoslavia. Acaso, ese conflicto fue considerado por Europa la última confrontación de una era que partía para siempre, hecho que explica la visión optimista que contenían los Libros Blancos de Defensa en los años previos a la anexión o reincorporación de Crimea por parte de Rusia.

La soberbia institucional europea no les permitió considerar aquellos «viejos permanentes» de la política internacional. Tuvieron una gran oportunidad antes del 24 de febrero de 2022 cuando la situación clamaba por una diplomacia comprometida, realista y en clave continental. Hasta Moscú llegaron (separadamente) algunos líderes, entre ellos, Macron, el mismo que hoy sostiene que hay que enviar efectivos a Ucrania, pero evidentemente ninguno de ellos se salió del libreto estratégico más atlántico que occidental.

Hoy Europa es uno de los «no ganadores» en esta guerra innecesaria y fratricida que tiene lugar en Ucrania. Sin embargo, sus líderes apuestan por continuar armando a este país, contendiente para el cual el factor tiempo cada día corre menos a su favor (y al de Occidente), y tratan por ello de despertar rápidamente del largo abandono y reluctancia de la experiencia, la geopolítica y la guerra, cuestiones que nunca habrían menospreciado y prácticamente descartado si, a pesar de su «juventud», no hubieran descartado los «viejos» textos de los grandes historiadores, geopolíticos y polemólogos de Europa.

Una mirada a esos textos, pronto los habrían convencido de que el lugar común del mundo es la jungla con centinelas armados y desconfiados, no un jardín con observadores pacifistas y despreocupados.

 

* Alberto Hutschenreuter es miembro de la SAEEG. Su último libro, recientemente publicado, se titula El descenso de la política mundial en el siglo XXI. Cápsulas estratégicas y geopolíticas para sobrellevar la incertidumbre, Almaluz, CABA, 2023.

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