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FOCO EN LA SITUACIÓN RUSIA – UCRANIA

Giancarlo Elia Valori*

Imagen de Clker-Free-Vector-Images en Pixabay 

Los Estados Unidos de América y Rusia han estado recientemente en desacuerdo sobre el tema de Ucrania.

Semanas atrás, los líderes de las dos superpotencias detrás de la situación ucraniana convocaron a una reunión sobre la crisis. Aunque ambos trazaron una línea clara entre ellos durante la reunión, no hicieron ningún compromiso político, lo que demuestra que el juego de ajedrez político que rodea a Ucrania no ha hecho más que empezar.

En lo que fue visto como una conversación “franca y pragmática” por ambas partes, el presidente Putin le dejó en claro al presidente Biden que no estaba satisfecho con la implementación del Acuerdo de Minsk-2 del 11 de febrero de 2015 (que, además de establecer acuerdos de alto el fuego, también reafirmó los arreglos para la futura autonomía de los separatistas prorrusos), ya que la OTAN continúa expandiéndose hacia el este. El presidente Biden, a su vez, señaló que si Rusia se atrevía a invadir Ucrania, los Estados Unidos de América y sus aliados impondrían fuertes “sanciones económicas y otras medidas” para contraatacar, aunque no se consideraron despliegues de tropas estadounidenses en Ucrania.

Aunque ambos jugaron bien sus cartas y acordaron que continuarían negociando en el futuro, las conversaciones no calmaron la situación en la frontera ucraniana y, después de que las dos partes emitieron advertencias civiles y militares mutuas, el desarrollo futuro en la frontera ucraniana sigue siendo muy incierto.

Desde noviembre de 2020, Rusia ha tenido miles de soldados estacionados en la frontera de Ucrania. El tamaño de las fuerzas de combate desplegadas ha puesto bastante nervioso al Estado vecino.

La crisis actual en Ucrania se ha profundizado desde principios de noviembre de 2021. Rusia, sin embargo, ha negado cualquier especulación de que está a punto de invadir Ucrania, enfatizando que el despliegue de tropas en la frontera ruso-ucraniana es puramente con fines defensivos y que nadie debería señalar con el dedo tal despliegue de fuerzas en el territorio de la propia Rusia.

Es obvio que tal declaración no puede convencer a Ucrania: después de la crisis de 2014, cualquier problema en la frontera entre las dos partes atrae la atención y Ucrania todavía tiene conflictos esporádicos con separatistas pro rusos en la parte oriental del país.

En primer lugar, la razón fundamental por la que la disputa entre Estados Unidos y Rusia sobre Ucrania es difícil de resolver es que no hay una posición o espacio razonable en la arquitectura de seguridad europea liderada por Estados Unidos que coincida con la fuerza y el estatus rusos.

En los últimos treinta y dos años, los Estados Unidos de América han excluido por la fuerza cualquier propuesta razonable para establecer una seguridad amplia e inclusiva en Europa y han construido un marco de seguridad europeo posterior a la Guerra Fría que ha aplastado y expulsado a Rusia, al igual que lo hizo la OTAN cuando contuvo a la Unión Soviética en Europa entre 1949 y 1990.

Además, el deseo largamente acariciado de Rusia de integrarse en la “familia europea” e incluso en la “comunidad occidental” a través de la cooperación con los Estados Unidos de América —que, en los días del impotente Yeltsin, no lo consideraba un socio igualitario sino una semicolonia— se ha visto ensombrecido por las acciones resueltas de la OTAN, que se ha expandido hacia el este para elevar aún más su estatus como única superpotencia, al menos en Europa, tras su reciente fracaso en Afganistán.

Mantener una paz duradera después de las grandes guerras (incluida la Guerra Fría) en el siglo XX se basó en tratar al lado derrotado con tolerancia e igualdad en la mesa de negociaciones. Los hechos han demostrado que esto no ha sido tenido en cuenta por la política de los Estados Unidos de América y sus aduladores occidentales. Tratar a Rusia como el perdedor en la Guerra Fría equivale a frustrarla severa y despiadadamente, privándola así de la característica constitutiva más importante del orden de seguridad europeo posterior al corto siglo.

A menos que Rusia reaccione con medios más fuertes, siempre estará en una posición de defensa y nunca de igualdad. Rusia no aceptará ninguna legitimidad por la persistencia de un orden de seguridad europeo que la priva de intereses vitales de seguridad, queriendo convertirla en una especie de protectorado rodeado de bombas nucleares de fabricación estadounidense. La prolongada crisis ucraniana es la última barrera y el eslabón más crucial en la confrontación entre Rusia, los Estados Unidos de América y Occidente. Es una advertencia para aquellos países europeos que en las últimas décadas se han visto privados de una política exterior propia, no solo de obedecer las órdenes de la Casa Blanca.

En segundo lugar, la cuestión ucraniana es un problema estructural importante que afecta a la dirección de la construcción de la seguridad europea y nadie puede permitirse perder en esta crisis.

Si bien Europa puede lograr la unidad, la integridad y la paz duradera, el desafío clave es si realmente puede incorporar a Rusia. Esto depende crucialmente de si la expansión de la OTAN hacia el este se detendrá y si Ucrania podrá resolver estos dos factores clave por sí sola y de forma permanente. La OTAN, que ha seguido expandiéndose en la historia y la realidad, es la amenaza más letal para la seguridad de Rusia. La OTAN continúa debilitando a Rusia y privándola de su condición de Estado europeo y se burla de su estatus como gran potencia. Impedir que la OTAN continúe su expansión hacia el este es probablemente el interés de seguridad más importante no solo de Rusia, sino también de los países europeos sin política exterior propia, pero con pueblos y público que ciertamente no quieren ser arrastrados a una guerra convencional en el continente, en nombre de un país que tiene un océano entre Europa y ella misma como cinturón de seguridad.

La solución factible actual para garantizar una seguridad duradera en Europa es que Ucrania no se una a la OTAN, sino que mantenga un estatus permanente de neutralidad, como Austria, Finlandia, Suecia, Suiza, etc. Este es un requisito previo para que Ucrania preserve su integridad territorial y soberanía en la mayor medida posible, y también es la única solución razonable para resolver el profundo conflicto entre Rusia y los Estados Unidos de América.

Con este fin, Rusia firmó el mencionado Acuerdo de Minsk-2 de 2015. Sin embargo, al observar la evolución de la OTAN en las últimas décadas, podemos ver que no tiene absolutamente ninguna posibilidad de cambiar una política de membresía de “puertas abiertas” bien establecida.

Los Estados Unidos de América y la OTAN no aceptarán la opción de una Ucrania neutral, y el nivel actual de toma de decisiones políticas en el país está dirigido a otros. Por estas razones, Ucrania ahora parece moralmente desmembrada, y tiene un parecido sorprendente con el Berlín dividido y las dos Alemanias anteriores a 1989. Se puede decir que la división de Ucrania es un signo de la nueva división en Europa después de la Primera Guerra Fría, y la construcción de la llamada seguridad europea —o más bien la hegemonía estadounidense— termina con la realidad de una Segunda Guerra Fría entre la OTAN y Rusia. Hay que decir que esto es una tragedia, ya que las consecuencias devastadoras de una guerra serán pagadas por los pueblos de Europa y, ciertamente, no por los de Nueva Inglaterra a California.

En tercer lugar, la naturaleza engañosa de la diplomacia estadounidense-rusa y la miopía de la UE, sin una política exterior propia con respecto a la construcción de su propia seguridad, son las principales razones de la actual falta de confianza mutua entre los Estados Unidos de América —que se basa en el servilismo de la mencionada UE— y Rusia,  aterrorizada por el cerco nuclear en sus fronteras.

Estados Unidos se aprovechó de los profundos problemas de la Unión Soviética y del celo y las políticas de Rusia por el cambio auto infligido en la década de 1990 —de hecho, un punto de inflexión— a expensas de la diplomacia de “compromiso verbal”.

En 1990, en nombre de la Administración del presidente George H. W. Bush, el Secretario de Estado de los Estados Unidos Baker hizo una promesa verbal al entonces líder soviético, Mikhail Gorbachev, de que “después de la reunificación, después de que Alemania permaneciera dentro de la OTAN, la organización no se expandiría hacia el este”. La Administración del Presidente Clinton rechazó esa promesa alegando que era la decisión de su predecesor y que las promesas verbales no eran válidas, pero mientras tanto George H. W. Bush había incorporado a los Estados bálticos a la OTAN.

A mediados de la década de 1990, el Presidente Clinton indirectamente hizo un compromiso verbal con el entonces líder de Rusia, el pusilánime Yeltsin, de respetar la línea roja por la cual la OTAN no debería cruzar las fronteras orientales de los Estados bálticos. Sin embargo, como ya se ha dicho anteriormente, la Administración del presidente George H. W. Bush ya había roto esa promesa al cruzar sus fronteras occidentales. Es lógico pensar que, a los ojos de Rusia, la «diplomacia de compromiso verbal” es con razón sinónimo de fraude e hipocresía que los Estados Unidos de América están acostumbrados a implementar con Rusia. Esta es exactamente la razón por la que Rusia insiste actualmente en que Estados Unidos y la OTAN deben firmar un tratado con ella sobre la neutralidad de Ucrania y la prohibición del despliegue de armas ofensivas (es decir, nucleares) en Ucrania.

Igualmente importante es el hecho de que después de la Primera Guerra Fría, los Estados Unidos de América, con su mentalidad de apresurarse a recoger los frutos de la victoria, atrajeron a 14 países pequeños y medianos al proceso de expansión, causando crisis en las regiones periféricas de Europa y creando ingeniosamente rusofobia en los países de Europa Central, Balcánica y Oriental.

Este completo desprecio por el “concierto de las grandes potencias” —un principio de siglos de antigüedad fundamental para garantizar una seguridad duradera en Europa— y la práctica de “ser prudente y tonto” han llevado artificialmente a una prolongada confrontación entre Rusia y los países europeos, de la misma manera que entre los Estados Unidos de América y Rusia. La antigua tendencia de enfatizar la primacía global de los Estados Unidos de América mediante la creación de crisis y la invención de enemigos reafirma la trágica realidad de su propia emergencia como un peligro para la paz mundial.

Con todo, la crisis de Ucrania es un tema clave para la dirección de la seguridad europea. Estados Unidos no detendrá su expansión hacia el este. Rusia, arrinconada, no tiene otro camino que reaccionar con todas sus fuerzas. Esto anuncia la Segunda Guerra Fría en Europa, la agitación duradera y la posible partición de Ucrania serán su destino inmutable.

El peor de los escenarios será una guerra convencional en el continente entre las tropas de la OTAN y las fuerzas rusas, causando millones y millones de muertos, así como destruyendo ciudades. La guerra será convencional porque Estados Unidos nunca usaría armas nucleares, pero no por la bondad de su corazón, sino por temor a una respuesta rusa que eliminaría el territorio estadounidense del nivel de seguridad de NBC.

Hasta el punto de que echaremos de menos los buenos viejos tiempos del Covid-19.

 

* Copresidente del Consejo Asesor Honoris Causa. El Profesor Giancarlo Elia Valori es un eminente economista y empresario italiano. Posee prestigiosas distinciones académicas y órdenes nacionales. Ha dado conferencias sobre asuntos internacionales y economía en las principales universidades del mundo, como la Universidad de Pekín, la Universidad Hebrea de Jerusalén y la Universidad Yeshiva de Nueva York. Actualmente preside el «International World Group», es también presidente honorario de Huawei Italia, asesor económico del gigante chino HNA Group y miembro de la Junta de Ayan-Holding. En 1992 fue nombrado Oficial de la Legión de Honor de la República Francesa, con esta motivación: “Un hombre que puede ver a través de las fronteras para entender el mundo” y en 2002 recibió el título de “Honorable” de la Academia de Ciencias del Instituto de Francia.

 

Traducido al español por el Equipo de la SAEEG con expresa autorización del autor. Prohibida su reproducción.

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OCCIDENTE QUIERE UNA SEGUNDA VICTORIA ANTE RUSIA

Alberto Hutschenreuter*

Se viven horas decisivas en la placa geopolítica de Europa del este. Como consecuencia de una crisis que prácticamente ha dejado a las partes sin estrategias de salida, el mundo se encuentra ad portas de un desenlace sin analogías, pues la posibilidad de un enfrentamiento militar entre la OTAN y Rusia proyecta una gran sombra en relación con el “modo” que adoptaría el mismo. Más allá de la (cierta) teoría existente, no contamos con ningún precedente de guerras entre poderes nucleares y convencionales supremos.

Pero todavía quedan los reflejos de la diplomacia y de la vieja cultura estratégica de Estados Unidos y Rusia, aunque con los demócratas en el poder y las ensoñaciones internacionales liberales que anidan en sus círculos de poder, es difícil apostar demasiado por aquello último. En un reciente artículo publicado en la página de la influyente Foreign Policy, “Liberal Illusions Caused the Ukraine Crisis”, el especialista Stephen Walt es categórico sobre la responsabilidad de dicha corriente en la crisis actual.

No hay ninguna duda sobre el fin de la Guerra Fría. Esa pugna casi secular acabó a principios de los años noventa con el mismo desplome de una de las partes, la URSS. Si bien tampoco hay dudas sobre las causas mayormente internas de la caída, la competencia internacional jugó un papel determinante en relación con el debilitamiento geoeconómico del imperio soviético.

Aunque la presión estratégica se inició con Carter, fue Reagan el que acabó doblegando al oponente: desde el principio de su presidencia, la URSS no se extendió más por ninguna parte del mundo, al tiempo que renunció a la marca de disciplinamiento de bloque que implicó la “Doctrina Brezhnev”. Se trató, esta última, de una decisión sin retorno.

Solo para el presidente Yeltsin y su joven equipo de economistas e internacionalistas “Estados Unidos y Rusia ganaron la Guerra Fría por haber derrotado al comunismo soviético”, como sostuvo la experta Hélène Carrère d’Encausse. Para Estados Unidos la victoria sobre la URSS fue tal que en los años siguientes trabajó no sólo para afianzar su predominancia solitaria, sino que desplegó iniciativas para que Rusia no volviera a desafiarla. Los medios para ello fueron sutiles e incluso, increíblemente, contaron con la confianza de la dirigencia Rusa.

Ahora: ¿por qué se consideró que una Rusia recuperada volvería a ser un problema? Ante todo, porque históricamente Rusia ha sido un poder autocrático, nacionalista, desafiante, imperialista y expansivo. En segundo lugar, porque una Rusia en ascenso podría implicar más relaciones con Europa, particularmente con Alemania, es decir, Rusia podría “perturbar” el vínculo atlántico-occidental. El especialista Rafael Poch de Feliu no pudo ser más preciso en relación con esto último: “[…] aunque el verdadero adversario de Washington está en Asia, la gran potencia imperial americana dejaría de serlo en cuanto dejase de dominar Europa”. En tercer lugar, una Rusia recuperada podría llevarla a soldar una verdadera asociación con China.

Luego hay respuestas más centradas en cuestiones generales y en determinadas especificidades que van más allá de “Rusia como problema”. Una es la propia esencia de las relaciones internacionales: relaciones de poder e influencia antes que relaciones de derecho. Otra causa es el “peso” de la singular pugna entre ambos poderes en el siglo XX, una rivalidad equivalente a la competencia entre Esparta y Atenas (cuyo desenlace fue una guerra de 30 años en el siglo V a.C. que acabó debilitando a ambas). Otra razón es geopolítica: Estados Unidos no puede permitir el surgimiento de un poder hegemónico en Eurasia. Por otra parte, Rusia en clave de reto supone la justificación para el despliegue de una política exterior. Por último, pudo haber pasado el tiempo, la contienda bipolar, etc., pero continúa existiendo en Estados Unidos una autopercepción de “territorio del bien”. Durante un siglo, dicha percepción nacional-religiosa excepcional se mantuvo “encapsulada”, hasta que en el siglo XX “salió” al mundo para conjurar los males que lo asolaban: guerras, retos diversos, potenciales rivales… Intentó hacerlo el presidente Wilson tras La Gran Guerra, pero predominó la vieja lógica de “no contaminarse con los males que se encontraban allende el territorio sagrado”.

Que el mundo en el siglo XXI tenga una base más multipolar y que no haya ya condiciones para el ejercicio de la hegemonía estadounidense no implica que esa autopercepción se haya modificado.

Para buena parte de Occidente, la Rusia actual es lo que se ha destacado. Por ello, quienes reivindican la extensión de la OTAN consideran que si no hubiera sido así, hoy Rusia mantendría una firme esfera de influencia (y presencia) en las ex repúblicas soviéticas y más allá también. Consideran que Rusia habría militarizado Europa del este con complejos misilísticos orientados hacia Europa occidental con el fin de presionarla. Asimismo, estiman que el cerco evitó que Rusia no desplegara ampliamente su poder naval en el Mediterráneo y el Báltico.

Es decir, desde la visión estadounidense, no hay otra forma de tratar con Rusia que no sea a través de la vigilancia, la advertencia y la fuerza. Es el mismo enfoque y recomendación que proveyó el diplomático George Kennan al gobierno estadounidense en 1945 sobre cómo tratar con los soviéticos. Pero aquella “nueva” visión fue más allá de Kennan (y a pesar de Kennan). Es decir, había que contener a Rusia en sus mismas fronteras, quebrantando su sentido de seguridad territorial y, a la vez, estimulando en su interior las fuerzas democráticas, es decir, las que menos se opongan a los intereses de Estados Unidos en Eurasia.

Es cierto que el competidor de Estados Unidos es China. Pero con este país la situación es de conflicto e interdependencia. Rusia, en cambio, es considerado un rival conocido, con diferentes tiempos que China, al que hay que doblegar. Así se supuso desde el mismo momento que terminó la Guerra Fría. Lo que sucede en relación con Ucrania es la fase final de un propósito estratégico que descartó cualquier posibilidad de nuevos equilibrios o gestión internacional multipolar.

El momento es pertinente, pues Rusia se encuentra en una situación relativamente frágil y, hasta cierto punto, la propaganda relativa con señalarla como “un problema” ha funcionado; aunque también es cierto que los planes casi grotescos de la OTAN permitieron que Putin mostrara otra parte del rostro del conflicto y lograra para Rusia ganancias relativas de poder, particularmente en el segmento blando del mismo.

Occidente quiere lograr una segunda victoria, ahora ante la continuadora (no la sucesora) de la URSS. Sabe que ello significará aumentar la debilidad y el aislamiento de Rusia, afectar el apoyo a Putin y estimular el posicionamiento de las fuerzas pro-occidentales. Pero el precio podría ser alto y hasta quedar fuera de lo que podemos llegar a imaginar.

 

* Doctor en Relaciones Internacionales (USAL). Ha sido profesor en la UBA, en la Escuela Superior de Guerra Aérea y en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación. Su último libro, publicado por Almaluz en 2021, se titula “Ni guerra ni paz. Una ambigüedad inquietante”.

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SEIS TRANSGRESIONES ESTRATÉGICAS Y GEOPOLÍTICAS QUE AYUDAN A ENTENDER LA CRISIS ENTRE OCCIDENTE Y RUSIA

Alberto Hutschenreuter*

La crisis que tiene lugar en Europa del este se debe, en buena medida, a la transgresión o quebrantamiento de al menos seis “leyes” estratégicas y geopolíticas históricas en las relaciones entre Estados.

La primera de ellas es parte casi elemental en la teoría de la guerra de Clausewitz: nunca se debe rebasar la línea de la victoria.

Esto significa que la Guerra Fría tuvo un ganador, Occidente. El triunfo fue categórico en todos los segmentos. Más todavía, lo fue tanto que la parte continuadora de la URSS, la Federación Rusa, acabó repudiando la ideología comunista soviética, adoptando el modelo capitalista y “siguiendo” al ex rival en materia de política exterior.

“La victoria otorga derechos”, sin duda. Occidente rentabilizó su triunfo y una de las estrategias para impedir que una Rusia restaurada se convirtiera (eventualmente) en un nuevo desafío fue ampliar la OTAN a los países eurocentrales y los tres del Báltico, siempre ajenos y reluctantes a Rusia. Entonces, la ampliación a Polonia, República Checa y Hungría fue considerada una medida comprensible.

Pero Occidente pronto decidió ir más allá, y prácticamente fue por todo. Pero al hacerlo traspasó la línea de su victoria, que nunca estuvo en duda. Llevar la OTAN más al este implicó algo peligroso: se comenzó a desestabilizar la seguridad internacional, puesto que dos de sus partes preeminentes (de las cuales una era y es la principal del globo) ingresaron en una fase de mayor discordia.

La segunda, siguiendo en clave estratégica, es la relativa con evitar la ruptura de la cultura estratégica.

Como consecuencia de lo anterior, la tensión aumentó y ambos poderes fueron tomando decisiones que los alejaron de lo que podemos denominar “cultura estratégica”, esto es, patrones de seguridad que las potencias evitan romper. Es decir, la rivalidad no incluye alterar equilibrios clave, por caso, en el segmento de las armas estratégicas.

Durante el tiempo de rivalidad, que comienza mucho antes de 2014 (Ucrania-Crimea), ambas partes han ido abandonando importantes tratados, por ejemplo, Estados Unidos se fue del Tratado ABM, un pacto firmado en 1972 fundamental para el equilibrio, nuclear. También se fue del acuerdo relativo con la eliminación de armas de alcance intermedio; mientras que Rusia consideró que este último había quedado obsoleto y, por tanto, su seguridad quedó afectada. Asimismo, Moscú dejó el régimen de control de plutonio.

Se trata de una novedad en la relación entre estos dos actores que en el pasado, en un estado de competición general, supieron mantener una cultura estratégica que los llevaba a negociar cuando el desequilibrio surgía. Ello explica los grandes acuerdos sobre armamento de los años setenta.

La tercera es no forzar órdenes internacionales.

La victoria de Occidente en la Guerra Fría fue, por entonces, una de tres. Las otras fueron sobre Irak, en 1991, y la predominancia del modelo económico, que fue en el que se basó la globalización en los “frenéticos noventa”.

Esa “globalización 1” estuvo marcada por lo que un francés denominó el modelo “neo-americano”. Y fue tan así que la política exterior de Clinton tuvo base esencialmente geoeconómica. Fue el tiempo del poder sutil de Occidente en relación con la obtención de ganancias de poder alrededor del mundo.

Luego sucedió el 11-S, y a partir de entonces el sistema internacional casi se identificó con los intereses estadounidenses y su lucha contra el terrorismo transnacional.

Pero el mundo cambiaba, y sin duda la principal razón era el surgimiento de China que reclamaba, como en los setenta, un sitio de jerarquía estratégica acorde con su ascenso.

Si bien hubo cooperación entre las potencias mayores frente a un enemigo que los acercaba, el terrorismo, situaciones como Irak, Libia y más tarde Siria los fueron separando, sobre todo en el Consejo de Seguridad de la ONU, donde nunca se pudo autorizar una intervención en Siria para salvaguardar los derechos del pueblo sirio.

Hoy no es posible continuar con bienes públicos internacionales creados hace casi 80 años. Es decir, aunque Estados Unidos es la única potencia rica, grande y estratégica del mundo, ya no puede regir e incluso tuvo serios problemas para alcanzar objetivos relativos con su seguridad nacional, por ejemplo, en Afganistán, de donde acabó retirándose.

Desde el marco más estratégico-militar, Rusia, China y otros cuestionan que la OTAN sea el “globo cop” u organización política-militar regional del multilateralismo. En 2022 se podría impulsar un nuevo concepto estratégico de la Alianza, y se teme que entonces la OTAN asuma nuevas misiones.

La cuarta consiste en respetar códigos o aprensiones geopolíticas rivales.

Los códigos geopolíticos están relacionados, según John Lewis Gaddis, con el pensamiento y la acción geopolítica de un país. Pero en esta situación, los códigos están asociados con el pasado y las sensibilidades territoriales de Rusia.

Rusia es un actor (básicamente) de geopolítica terrestre, y ello se explica en función de su notable extensión. Aunque en principio ello implica un activo de seguridad, la gran cantidad de países con los que limita Rusia, 16 países, más su encierro geográfico, siempre supusieron una cuestión o sensación de vulnerabilidad (e incluso fatalidad).

Por ello, para este país es fundamental contar con zonas de amortiguamiento. Aquí radica su activo geopolítico mayor. Contando con ello, Rusia puede defenderse de potencias extranjeras. “La guerra siempre viene del exterior”, sostiene el profesor Carlos Fernández Pardo. Y Rusia, como ningún otro país, siempre supo de ello.

En este contexto, intentar llevar la OTAN al inmediato oeste del territorio ruso es no conocer la historia geohistórica y geopolítica. Por ello, en 1997 George Kennan, el diplomático que apoyado en las ideas de Spykman propuso tras 1945 contener a la URSS, desaconsejó ampliar la OTAN más allá de lo conveniente.

La quinta es no alterar determinismos geográfico-geopolíticos.

Hay países que por su ubicación se enfrentan con algunas restricciones en materia de política exterior y de defensa. Básicamente, son actores-pivotes que lindan con poderes mayores. Pero ello no los convierte en vasallos de dichos poderes. Sólo deben desplegar una diplomacia calibrada que considere las sensibilidades geopolíticas del actor central en la zona.

Esto no sucede solamente con Ucrania, un país situado en una zona de fragmentación o de “actividad balcánica geopolítica”. Y no nos referimos a las nuevas tendencias que hablan de la “geopolítica subterránea”, es decir, temas medio ambientales, recursos bajo tierra, etc., es decir, temas “desprovistos” de intereses nacionales.

En este cuadro, Ucrania y Occidente no parecen reparar en esta cuestión: el país debe ser parte de la OTAN. No se admiten otras alternativas, hecho que trastorna el “cinturón de fragmentación” que ha sido y es Europa del este.

La sexta es no pensar estratégicamente el mundo.

La transgresión de “leyes” estratégicas y geopolíticas en relación con la región de Europa del este está reduciendo peligrosamente las posibilidades de pensar estratégicamente el mundo.

Tenemos dos actores, Estados Unidos y Rusia, que necesariamente serán partes clave de un orden o régimen internacional (sobre el que por ahora no hay indicios) y que hoy están confrontados. Cualquier cesión por parte de uno de ellos implicará para el otro ganancias de poder. En términos de un “desenlace plus o II” de la Guerra Fría, si Ucrania pasa a ser parte de la OTAN, entonces Occidente habrá logrado la victoria total; si Rusia lo impide, pacto de por medio, habrá obtenido una reparación estratégica y el presidente Putin elevará su popularidad.

Resulta difícil creer que el curso del mundo, es decir, la carencia de orden alguno, finalmente quede abandonado porque dos de sus partes de escala estratégica, que deberían estar trabajando en la construcción de un mundo estable y seguro, se encuentran en una situación con posiciones que van tornando el conflicto cada vez más irreductible.

Desafortunadamente, el pasado enseña no pocos casos de crisis que concentraron tensiones entre grandes poderes comprometidos en situaciones que se podían haber resuelto, hasta quedar estos poderes atrapados entre las fuerzas de la guerra.

La crisis entre Occidente y Rusia se debe a que se han venido omitiendo (e incluso despreciando) claves estratégicas y geopolíticas. Pero aún quedan oportunidades (muy estrechas) para que la historia, una vez más, no acabe castigando esas omisiones.

 

* Doctor en Relaciones Internacionales (USAL). Ha sido profesor en la UBA, en la Escuela Superior de Guerra Aérea y en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación. Su último libro, publicado por Almaluz en 2021, se titula “Ni guerra ni paz. Una ambigüedad inquietante”.

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