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EN DEFENSA DEL HISTORICISMO

Nicolás Lewkowicz*

Imagen de StockSnap en Pixabay 

El mundo contemporáneo solo puede ser entendido a través de las herramientas interpretativas que provee el historicismo. El historicismo aboga que la historia es resultado de causas y efectos y que, por lo tanto, no hay individuo ni colectividad que quede afuera del devenir histórico. Esta perspectiva otorga al individuo la posibilidad de operar con una visión activa de la historia.

Una visión activa de la historia conlleva la posibilidad de convertirse en la portadora de los logros que le han sido legados por una tradición de la que es parte por pertenecer a un ámbito sociológico específico. Los patrones de conducta generados dentro del ámbito social facilitan la identificación de ciertas leyes históricas que tienen un alto nivel de efectividad para entender al mundo moderno.

Las grandes transformaciones que informan los procesos históricos siempre tienen lugar como resultado de las circunstancias engendradas por grandes grupos de poder, los cuales buscan ejercer tutela y autoridad sobre las acciones del individuo. Fenómenos como la Guerra contra el Terrorismo, la Gran Crisis Financiera de 2008-2009, la Crisis de la Eurozona de 2011, la pandemia del Covid-19 y el conflicto que se desarrolla en Ucrania son entendibles a través del estudio de las causalidades particulares que dieron lugar a dichos eventos.

La reivindicación del historicismo también tiene que ver con el hecho de que los dilemas morales y éticos que aquejan a la humanidad no son muy diferentes de los que afectaron al género humano en el pasado. Las grandes transformaciones que afectan el espacio social invitan a transitar la modernidad adoptando una visión que conecte pasado, presente y futuro. Este precepto está decididamente contrapuesto a la idea que emana de los centros de producción de sentido, los cuales tienden a desconectar las ideas y los hechos que pueblan el espacio político de los factores que dieron luz a estos.

Según la visión que propugna la idea de la historia como un presente eterno y totalmente descolgado de hechos pretéritos, no existe la posibilidad de establecer una causalidad lineal entre pasado y contemporaneidad. Esta perspectiva filosófica se nutre de la tradición posmodernista, la cual viene, supuestamente, a liberar al individuo de su pasado, el cual se ve siempre como traumático y opresivo. De hecho, el acto de despojarse de una tradición histórica es visto como un proceso que facilita la sanación ontológica del individuo. El “fin de la historia” no es más que un momento revelador en el cual la humanidad toda debe partir de cero y despojarse de su pasado histórico.

La influencia de la filosofía analítica anglo-americana en el estudio de la historia tiene mucho que ver con esa percepción tan típica del posmodernismo. Cuando la filosofía se ajusta meramente a analizar variables del uso del lenguaje y/o manifestaciones subjetivas de la conciencia, se imposibilita la tarea de hacer grandes preguntas acerca del sentido de la existencia y la realidad material que rodea al ser humano.

Para la visión desculturizada y homegeneizada de la historia, emanada del ultra-racionalismo promovido por la filosofía analítica, el ser humano no está ligado a ningún pasado que lo condene ni tampoco a ninguna tradición heredada que pueda redimirlo y que pueda otorgarle los mecanismos necesarios para resolver los problemas que lo aquejan. La idea de desacreditar a la historia como herramienta de entendimiento de lo que ocurre en el mundo contemporáneo es propulsada como un elemento que viene a liberar al ser humano de todas las condicionalidades impuestas por un pasado que no le fue legado, sino impuesto para ejercer control sobre él. En este contexto, todo lo que sucedió en el pasado debe entenderse como hechos que están totalmente desligados de la realidad que impacta al individuo.

La visión de la historia como una serie de actos que no aparentan tener mucha relación entre sí, y que no tienen contenido trascendental, lleva al individuo a ser un sujeto pasivo de la realidad que lo rodea. Renunciar a la posibilidad de usar la historia como herramienta para entender la realidad no tiene como propósito ulterior crear un sentido propio de las cosas y redimir al ser humano de las condiciones impuestas sobre él, como lo describían autores existencialistas como Jean-Paul Sartre. Por el contrario, la falta de interés en la historia como sucesión de sucesos sucedidos sucesivamente a redundar en la imposibilidad de participar activamente en la configuración de principios de ordenamiento social que puedan brindar progreso moral y material a la sociedad.

La falta de participación activa en la creación de cultura política se refleja en la imposibilidad de crear conocimiento que sirva para entender lo que sucede en un entorno social y cultural específico. El mundo moderno es transitado por el individuo a través de conceptos e ideas desculturizadas y homogeneizadas de consumo masivo. La reivindicación del historicismo como forma para entender al mundo contemporáneo implica que existe cierta trazabilidad entre los hechos pretéritos, los cuales sirven para crear una visión activa del presente, construida sobre la base de una cierta correlación entre lo material y trascendental.

El historicismo pone en jaque la idea de la historia como presente infinito y divorciado de lo que aconteció en el pasado próximo y lejano. Entender la realidad desde la perspectiva de una causalidad entre los hechos que afectan el entorno social tiene un efecto emancipatorio, porque ayuda a determinar la manera en la cual la historia se convierte en un instrumento heurístico capaz de cambiar una realidad adversa. Esta visión activa de la historia es útil para no caer en la tentación de colgarse a narrativas que presentan versiones simplificadas de los hechos históricos y que no sirven para entender realidades sociales y culturales específicas.

Afirmar que existen ciertos patrones que permanecen inmutables en lo que respecta al entendimiento de la historia puede contribuir a establecer principios precautorios que ayuden al ser humano a navegar las grandes transformaciones que están teniendo lugar en el siglo veintiuno.

La idea de historia como fenómeno de causa y efecto, en vez de constelación amorfa de retazos de la vida pasada, lleva también a hacernos identificar aquello que aún no podemos conocer. Todo lo que es histórico es, necesariamente, empíricamente comprobable e incrustrado en una cadena de factores entrelazados entre sí. Esto no significa que el análisis histórico lleve siempre a una visión completa de lo sucedido. Pero al menos nos ayuda a identificar lo que puede ser comprobado y lo que no.

Una visión activa de la historia está estrechamente ligada a una forma de entender al mundo influenciada por una herencia cultural particular El ser humano está influenciado principalmente por una cierta forma de entender al entorno inmediato y por sucesos pretéritos que han impactado sobre su realidad inmediata.

La absorción de interpretaciones sociológicas que están fuera del entorno íntimo del ser humano no logra crear la posibilidad de progreso en espacios culturales específicos. No sirve entender las grandes transformaciones desde una hermenéutica uniforme. Ser parte activa de la historia implica entender la realidad a través de un prisma que está influenciado por la manera en la cual un grupo social específico entiende lo profano y lo sacro, lo contingente y lo necesario, lo temporal y lo perenne.

Los sucesos políticos que vienen desarrollándose en la actualidad demandan interpretaciones que no se sujeten a los estrechas y autorreferenciales avenidas conceptuales del mundo anglosférico. La forma de ver la historia fomentada desde el mundo anglófono se basa en tomar retazos del pasado para luego configurar una visión politizada de la realidad que sirve, de manera fundamental, al portador del mensaje y no a su receptor. Este método de analizar los hechos históricos no está dotado de la suficiente fuerza conceptual para explicar la manera en la cual los eventos políticos y sociales afectan a cada espacio cultural.

No se puede ser crítico con la realidad cuando lo ideacional prevalece sobre lo empírico, ya que esta modalidad no sirve para explicar lo que está ocurriendo en nuestro entorno más íntimo. De ahí que los hechos que han marcado la historia del siglo veintiuno, como el advenimiento del fenómeno del terrorismo islamista, las debacles económicas y catástrofes como la pandemia global de Covid-19 no tengan sentido y efecto de manera uniforme.

El estudio de la historia debe ofrecer la posibilidad de esbozar respuestas a los desafíos que aquejan a la humanidad desde la perspectiva ontológica de cada una de las ecúmenes culturales que existen en el sistema político internacional. La herencia cultural legada del pasado presupone ciertas leyes que sirven como herramientas para enfrentar a los desafíos que impone cada época histórica.

Cualquiera de las leyes que presuman hacernos entender la contemporaneidad debe brindarnos los mecanismos para entender la relación entre causa y efecto en la manera en la cual los hechos tienen lugar. De hecho, como lo señala Carl Hempel, existe una analogía fundamental entre las leyes naturales y la investigación histórica. Dentro de este esquema, la relación entre causa y efecto siempre es entendida de mejor manera cuando se aplica a las circunstancias sociales y políticas de cada espacio cultural.

Hay que destacar que la memoria histórica no sirve para explicar las causas y los efectos de los sucesos pretéritos. La idea de la historia como una constelación de hechos que pueden entenderse de forma aislada es incapaz de brindarle al individuo la posibilidad de obtener conocimiento práctico acerca de los desafíos que implica enfrentarse a las grandes transformaciones del mundo moderno. Los sucesos históricos son consecuencia de causas que tienen un largo proceso de maduración. Por ende, son productos de las acciones de actores que detentan un alto grado de poder para generar procesos de transformación. La historia no es accidental. Los hechos históricos son producto de efectos sociales, culturales y económicos que pueden ser observados en retrospectiva a través del tiempo y la distancia.

Esta visión se yuxtapone a la idea de la historia como memoria de hechos que no están necesariamente entrelazados entre sí. Robin Collingwood observaba que la historia es una narrativa que el historiador construye a través del ensamblaje de ciertos retazos del pasado. La tesis de la historia explayada por Collingwood se centraba en la primacía de las acciones del individuo en el entendimiento del pasado. Desde esta perspectiva, el enfasis no debe estar en las causas sino en las razones que provocan ciertos hechos. La diferencia entre causa y razón denota, desde la perspectiva esbozada por Collingwood, que no hay leyes de la historia sino solo decisiones que determinan ciertas acciones.

A su vez, para Edward H. Carr la tarea del historiador es determinar cuáles son los “hechos del pasado” que ameritan la atención necesaria para ser transformados en “hechos históricos” de acuerdo con ciertos prejuicios. Esta visión de la historia está desprovista de una filosofía que pueda generar el conocimiento necesario para enfrentar los desafíos del mundo moderno. La falta de atención a los procesos de causa y efecto deriva en la idea de una relación caótica de los hechos pretéritos.

El resultado inmediato de dicha perspectiva es poner al individuo en un estado de intemperie conceptual y hermenéutica acerca de la realidad que lo rodea. El problema con esta noción de la historia es que responde a la necesidad de reconstruir en la memoria ciertos sucesos del pasado a través de algún tipo de interés personal o sectorial. Además, esta visión de la historia deja de lado la multicausalidad implícita en la manera en la cual los procesos históricos se desarrollan. Este método sirve para perpetuar la memoria de ciertos hechos, la cual en muchos casos es tergiversada en favor de ciertos intereses sectoriales.

El historicismo se contrapone a esta visión, afirmando que la memoria histórica no es la forma más conveniente de entender la simbiosis entre causa y efecto ni de comprender la enseñanza que los sucesos sucedidos sucesivamentejan para el individuo y la sociedad. No es conveniente encerrarse en una narrativa que tenga como propósito ulterior defender cierta visión angosta de los hechos históricos. La historia no es simplemente un conjunto de artificios narrativos que sirve para explicar lo sucedido de manera simple.

Cuanto más compleja es nuestra visión de la historia, más podemos aprender de ella. La historia no consiste en actos aislados ni mera narrativa. La noción de memoria histórica sirve, en el mejor de los casos, para entender la magnitud histórica de ciertos hechos. Pero no para explicar sus causas y consecuencias. La configuración de una narrativa histórica para materializar un objetivo político determinado está siempre basada en un proceso de simplificación que termina alejándonos de la comprobación empírica de los hechos.

Para entender la historia es imprescindible saber lo que se puede saber y lo que no se puede saber. Es también de suma importancia tener en cuenta aquello que aun no ha sido develado, sea por falta de evidencia o por no poder entender las motivaciones que ocasionaron ciertos hechos. Una de las grandes ventajas de la historia es, precisamente, el hecho de que sea imposible conocerla en su totalidad.

Por cierto, puede que el estudiante de historia se sienta amedrentado por el vasto territorio que separa al individuo de una versión definitiva de los hechos ocurridos. Pero esto puede convertirse en una ventaja. La imposibilidad de conocer totalmente el pasado debe ser tomada como una oportunidad para ejercer un cierto escepticismo hacia cualquier versión definitiva de los hechos históricos.

Lo complejo de los sucesos que impactan al siglo veintiuno hace que debamos ejercer un riguroso escepticismo basado en la búsqueda de causa y efecto en la forma más objetiva posible. La tentación antihistoricista está también influenciada por la conexión entre individualismo y memoria histórica. El individualismo extremo, el cual es producto de los excesos del liberalismo que caracterizan a la era moderna, hace que la explicación del pasado esté centrada en narrativas que usan retazos del pasado desarraigados de una cadena de causalidad para servir a algún interés determinado.

La primacía de la memoria histórica que guía a la era moderna hace que lo emotivo tenga más importancia que lo que puede ser comprobado empíricamente. La manera de entender la realidad está cada vez más informada por un uso del lenguaje que sirve para otorgar valor, más que para dar sentido y desocultar la verdad.

Esto tiene que ver con el hecho de que la cosa política está cada vez más informada por consideraciones de índole personal. Es decir, lo que sucede en la realidad material importa a la gente en la medida en que afecte, en alguna medida, a sus intereses personales. En este contexto, tiende a ser verdadero lo que se percibe como tal. Existe una primacía de lo subjetivo por sobre lo objetivo que involucra a gente de todas las convicciones ideológicas. Esta primacía de lo subjetivo se sostiene a través de una narrativa que proyecta ciertas perspectivas morales utilizadas para desacreditar cualquier versión alternativa de la historia.

En la “fluida” era moderna vemos un incremento en el nivel de conflicto debido a la complejidad del entorno social que rodea a los procesos históricos. La necesidad de materializar intereses de índole personal o sectorial, más allá de si estos logran crear una visión del bien común, pone en jaque la estabilidad del espacio doméstico e internacional. Estos factores hacen que en esta Ciudad del Hombre, tan imperfecta y exasperante en su complejidad, solo se puede entender la realidad a través del esquema interpretativo del historicismo.

 

* Realizó estudios de grado y posgrado en Birkbeck, University of London y The University of Nottingham (Reino Unido), donde obtuvo su doctorado en Historia en 2008. Autor de Auge y Ocaso de la Era Liberal—Una Pequeña Historia del Siglo XXI, publicado por Editorial Biblos en 2020. 

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LIBERALISMO, SOCIALDEMOCRACIA Y COMUNISMO

Marcos Kowalski*

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Dentro del escenario de las ideologías políticas se tienden a usar muchas palabras y conceptos que no todo el mundo maneja, si bien esto no es algo necesariamente malo, generalmente causa mucha confusión y desinterés en las personas al momento de debatir sobre temas de esta índole.

Es el caso de muchas personas que se autocalifican como liberales, pero en realidad pretenden ser económicamente libres, confunden libertad económica con liberalismo económico. Desde siempre en la sociedad humana, existió el circuito económico, la economía es preexistente a toda idea de ella. Y para estudiarla como dijo J. Stuart Mills “No puede ser economista, quien es solo economista”[1].

Vemos, a poco de investigar la historia, que el germen de la noción de economía se encuentra, en el período más antiguo, en libros como el código Babilonio “Hammurabi” el “libro egipcio de los Muertos” o el “Avesta” de los persas. Cuando la ideología liberal ni siquiera existía ya existía la economía y, por supuesto, el intercambio, los mercados.

Pero, para estos intercambios el ser humano no puede concebirse solo, necesita interactuar con otros hombres y establecer las reglas de esa interactuación, fundamentalmente los seres humanos somos sociables, nos dimensionamos como tales en conjunto, en comunidades, en definitiva en sociedad. Para que la sociedad de hombres funcione se necesitan reglas, fundadas en valores, que proporcionan derechos y obligaciones, facilitando la convivencia pacífica.

La idea fundamental de la ideología liberal es el individualismo, el principio hedónico de Hobbes[2], llevado a la teoría económica de mercado de Adam Smith[3] que basándose en el “dejar hacer dejar pasar”[4] sostiene que una mano invisible, regula el mercado. Surge de esta forma la idea del Estado mínimo y creando la ficción del “homo economicus” que maximiza su utilidad, tratando de obtener los mayores beneficios con un esfuerzo mínimo.

Este “homo economicus” (hombre económico) sirve a los efectos de calcular una variable económica en un pizarrón, pero poco tiene que ver con las personas reales, su mundo “individual” no son características inherentes a la condición humana y cuando aparece no lo hace porque sí, sino que es resultado de inducciones a cambios concretos y materiales en las conductas cotidianas de la gente sobre todo en la sociedad de la ciudad moderna.

A tal punto el individualismo no es característica del hombre que en la medida que fueron creciendo las ciudades, a lo largo de los últimos años y siglos el comportamiento cotidiano ha ido individualizándose progresivamente hasta el día de hoy, llegando al punto donde surge la extrañeza o la evitación ante el contacto social y con ella algunos de los trastornos psicológicos más frecuentes hoy día; tales como depresión, enfado, angustia, irritabilidad etc.

La sociedad de hoy día, donde se pretende tener como estructura económica e ideológica el liberalismo, es un régimen donde la identidad del individuo no viene definida por lo que es como persona si no por su rol laboral y el status económico que ese rol le puede brindar. Reiteramos: no por lo que es sino por lo que tiene.

La publicidad pretende convencer de que la identidad de la persona está en el propio producto. Ya no nos resulta extraño que incluso un desodorante nos sea vendido como el objeto milagroso bajo el cual podremos llegar a la cima del éxito sexual. Como consecuencia; los llamados bienes de consumo, dejan de ser objetos para empezar a formar parte de la identidad del individuo.

De esta forma se potencia este individualismo cada vez más creciente y que es promovido por la publicidad, que además impulsa el consumismo. El liberalismo parece una corriente muy heterogénea y al hombre común le da la impresión que hay muchas formas y tipos de liberalismo.

Esta ideología impacta despersonalizando al hombre real y transformándolo en un mero consumidor de productos. El tener un mejor coche y un reloj más caro ya es un valor en sí mismo, es decir, ya son criterios por los que juzgamos la valía de una persona hoy en día, independientemente de sus méritos, conocimientos o personalidad.

En la sociedad actual es fundamental alcanzar reconocimiento social y consideración y, sobre todo, mostrarlo en los espacios creados para ello: las “redes” sociales y cuesta, por ello, encontrar algunas relaciones personales y sociales que no tengan un interés laboral, económico o de status detrás, incluyendo, lamentablemente las relaciones de familia.

Un movimiento de actualización del liberalismo, aparecido después de la Primera Guerra Mundial, radicaliza la ideología liberal y pretende limitar la intervención del Estado en asuntos jurídicos y económicos a la mínima expresión. En las últimas décadas, una coalición entre ricos inversores y profesionales financieros utilizó el neoliberalismo como un instrumento ideológico para su enriquecimiento[5].

En el siglo XIX aparece Karl Marx y su famoso manifiesto comunista, donde dice que “el socialismo es hijo heredero y enterrador del capitalismo (liberalismo)” y propone en su teoría catastrófica, la abolición de la apropiación privada sobre los medios de producción, esto es, “la abolición del sistema de propiedad burguesa”, tal y como lo menciona en su “Manifiesto comunista”[6].

Marx, acepta sin beneficio de inventario la teoría de mercado de Smith, con el solo agregado en el mismo de la “fuerza de trabajo” como una mercadería más, sujetos al vaivén de la oferta y de la demanda y equilibrada, en el precio, como todo el resto de los bienes, por la famosa “mano invisible”.

Liberalismo y marxismo o comunismo parecen dos ideologías diferentes, pero están fundadas en idénticos valores; el materialismo de las acciones humanas, por eso terminan siendo aliadas. El marxismo es una ideología y no un mero programa político, pero su modelo antropológico es idéntico al de la ideología liberal.

Pero al producirse una época de crecimiento económico en la Europa de su tiempo no se había producido lo que había vaticinado Marx, porque la situación del sistema económico había cambiado. El principio de inevitabilidad de la teoría catastrófica marxista no valía, ni existía la voluntad política de llevar a cabo la revolución social preconizada.

En las postrimerías de la primera gran guerra de Europa, en el siglo XX, es Alemania la que alienta una revolución en Rusia, a los efectos de librarse de combatir en el frente oriental, en la necesidad de obtener un acuerdo de paz, propiciando el viaje por tren de los “lideres” comunistas que van a protagonizar la Revolución de Octubre y primero desplazan y después asesinan al zar de Rusia, ocupando el poder en nombre del “comunismo”.

Esta revolución es copada por los llamados “Bolcheviques” liderados por “Lenin” quien desarrolla la teoría del “socialismo científico” como paso previo al comunismo marxista, este “socialismo” en muchos aspectos se parece al comunismo puro, pero difieren en las formas; pueden ser entendidos como dos etapas de un proyecto político y de producción: primero viene el socialismo y después llega el comunismo[7].

Tanto el socialismo como el comunismo pueden ser vistos como modelos de producción y como movimiento social y político. En este último aspecto, ambos dan mucha importancia a la redistribución de los bienes, al materialismo, pero no proponen lo mismo. Mientras que el socialismo trabaja bajo el lema “de cada cual su capacidad, a cada cual según su esfuerzo”, el comunismo gira en torno al lema “de cada cual, según su capacidad, a cada cual según su necesidad”.

Es decir, que en el comunismo se asume que ya se está en una situación, utópica, en la que es relativamente sencillo cubrir las necesidades de todas las personas, mientras que en el socialismo sí existen limitaciones que impiden eso, por lo que a la hora de priorizar el modo en el que se redistribuye se tiene mucho en cuenta el esfuerzo. El socialismo es el comunismo puesto en práctica.

Algunas de las formulaciones del revisionismo, que impulsan con un pragmatismo los bolcheviques de Lenin ya se podían rastrear en el prólogo de Engels en “La Lucha de Clases en Francia” de Marx, cuando expresaba que los elementos revolucionarios prosperaban más empleando los medios legales, es decir, cuando entraban en el juego político.

También en el final del siglo XIX, Eduard Bernstein[8], en Alemania, pretendía acabar con la contradicción entre las propuestas revolucionarias del comunismo y la praxis política del mismo. Pensaba que el desarrollo social podría producirse sin cataclismos. Si la catástrofe social no era inmanente a las cosas, no era, por lo tanto, necesaria históricamente.

En realidad, se estaba plasmando la tendencia de la integración progresiva de la socialdemocracia en las sociedades y sistemas políticos, en las “democracias” de Europa, si eran “parlamentarias” mejor. El sufragio universal en toda Europa occidental fue objetivo de la socialdemocracia porque se podía convertir en un arma poderosa para el socialismo.

Pero, además, se podía intentar contar con el apoyo de una parte de la “burguesía”, ya que el desarrollo económico había generado muchas diferencias internas, apareciendo las clases medias. En el cambio de siglo comenzó el debate sobre el posible acercamiento a esos sectores progresistas y acerca de las colaboraciones parlamentarias y hasta gubernamentales.

El socialismo podía o debía sustituir al capitalismo de forma paulatina, a través de conquistas alcanzadas en el juego político, con reformas, sin llegar a la revolución. Pero el pensamiento marxista más ortodoxo respondió al revisionismo formulando la “teoría del imperialismo”, que permitía salvar la cuestión de la revolución y adaptar las ideas de Marx y Engels, propias de la época del librecambismo de la primera Revolución Industrial, a la realidad de la Segunda Revolución Industrial.

La socialdemocracia es un sistema económico y político a favor de una transición pacífica y deshumanizada, desde la economía liberal de mercado hacia el socialismo por medio de los canales políticos propios de las democracias liberales, de ser posible el parlamentarismo. Para destruir mediante la propaganda los paradigmas de la cultura y remplazarlos por una cultura progresista de origen marxista.

Toda la socialdemocracia, progresista es heredera del marxismo, no es solo un programa político, es una ideología, idéntica al liberalismo, fundada en los mismos “valores”, el materialismo y egoísmo individualista, ambos propician la destrucción del Estado, en definitiva, en ambos casos el hombre es solo una mercadería más del mercado.

Hasta aquí hemos tratado en forma muy sintética explicar, siempre desde nuestro punto vista, como el marxismo, ya desde mucho antes del entrismo de Antonio Gramsci, se iba incluyendo en el sistema político de las democracias liberales, como se fue configurando en la denominada socialdemocracia. Como liberales y marxistas fueron cosificando al hombre, tratando de generar contra su naturaleza un hombre nuevo, más preocupado por tener que por ser, en definitiva, una humanidad manipulada de niños caprichosos grandes protestando e intentando que la realidad sea tal y como queremos que sea, aunque sea violando y jugando con la integridad y bienestar de otros seres humanos. La preocupación por el otro ha dado paso en la era del individualismo al miedo por el otro.

Nos preocupa nuestro propio bienestar, luchamos por nuestro futuro de forma individual y tendemos de forma casi automática a pensar que el otro tiene intereses y proyectos que irán en nuestra contra. Nos encerramos en nuestro bienestar material y es común enrostrar al otro lo que tenemos ostentando solo nuestros bienes materiales.

Siendo la naturaleza de las personas como es, social, cabe dudar de hasta qué punto el ser humano será capaz de soportar un clima de competitividad extrema entre sus iguales. De momento, las tasas de trastornos mentales nos están poniendo en alerta sobre unas consecuencias que ya empiezan a ser visibles.

 

* Jurista USAL con especialización en derecho internacional público y derecho penal. Politólogo y asesor. Docente universitario. Aviador, piloto de aviones y helicópteros. Estudioso de la estrategia global y conflictos.

Referencias

[1] John Stuart Mill. (Londres, 20 de mayo de 1806 – Aviñón, Francia; 8 de mayo de 1873) fue un filósofo, político y economista inglés de origen escocés.

[2] Leviatán, o La materia, forma y poder de un estado eclesiástico y civil (en el original en inglés: Leviathan, or The Matter, Forme and Power of a Common-Wealth Ecclesiasticall and Civil), comúnmente llamado Leviatán, es el libro más conocido del filósofo político inglés Thomas Hobbes, donde dice que “el hombre es el lobo del hombre”, estableciendo las bases del hedonismo filosófico, principio que adoptan la ideología liberal para preconizar el individualismo.

[3] Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones (título original en inglés: An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations), o sencillamente La riqueza de las naciones, es la obra más célebre de Adam Smith.

[4] De forma completa, la frase es: Laissez faire et laissez passer, le monde va de lui même; “Dejen hacer y dejen pasar, el mundo va solo” y fue usada por primera vez por Vincent de Gournay, fisiócrata del siglo XVIII, contra el intervencionismo del gobierno en la economía.

[5] En 1950, en Mont Pelerin, Suiza, bajo la conducción de Friedrich Hayek, un grupo de intelectuales liberales, entre los que se encontraba también Karl Popper, Ludwig von Mises y Milton Friedman, fue el antecedente de la creación de Neoliberalismo, la teoría económica neoclásica; el nuevo institucionalismo basado en los costos de transacción, la teoría de la elección pública (public choice) y la teoría de la elección racional (rational choice). Con esas teorías definieron una visión reduccionista del Estado y de la política.

[6] Se trata de un manifiesto encargado por la Liga de los Comunistas a Karl Marx y Friedrich Engels entre 1847 y 1848 y publicado por primera vez en Londres el 21 de febrero de 1848.

[7] Lenin, en la “Tercera Carta desde lejos”, escrita el 24 de marzo (11 del calendario ruso), insiste en la necesidad de un Estado revolucionario nuevo, en que la policía, la burocracia y el ejército permanente (órganos de coacción del Estado burgués, separados del pueblo) fueran sustituidos por el “pueblo en armas”; es decir, por una milicia popular, cuyas funciones describe minuciosamente.

[8] Eduard Bernstein en Alemania. En 1899 publicó “Las Premisas del Socialismo y las tareas de la Socialdemocracia”.

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