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LO QUE NOS DICE LA CRISIS DE UCRANIA SOBRE LAS RELACIONES INTERNACIONALES EN EL SIGLO XXI

Alberto Hutschenreuter*

La decisión rusa de aumentar sus capacidades militares en la frontera con Ucrania con el fin de intervenir eventualmente en este país ocupando la zona del Donbás, ha elevado la tensión entre Rusia y Occidente a una cota sin precedentes en los últimos treinta años. El hecho que se trate de dos actores preeminentes implica que, si bien la crisis tiene lugar en una región del mundo, la placa geopolítica de Europa del este, las repercusiones de la misma, en caso de producirse intervención y enfrentamientos, serán de alcance global. En cuanto a un escenario de escalonamiento mayor, es decir, querellas militares entre Rusia y la OTAN, la carencia de registros en materia de choques entre poderes con capacidades militares totales vuelve casi imposible la traza de escenarios. 

Pero hasta el momento, con marchas y contramarchas, la diplomacia se mantiene activa, aunque también hasta el momento en Occidente se ha evitado toda referencia a la “demanda cero” de Moscú, esto es, la petición rusa de garantías relativas con el abandono por parte de la OTAN de continuar la expansión al este, es decir, al inmediato oeste y sur de Rusia; indudablemente, se trata de la “clave de bóveda” para salir de la preocupante situación. 

Ahora bien, más allá del desenlace que llegue a tener esta crisis mayor entre Estados, quizá es pertinente plantearnos qué nos dice la misma sobre el estado de las relaciones internacionales, particularmente tras el tremendo seísmo mundial que ha causado la COVID-19, una de cuyas manifestaciones más discernibles ha sido y es el grado de desconfianza y poco sentido de unión, particularmente entre los actores poderosos. 

Por tanto, si ante una amenaza no estatal letal e invisible como son los virus los países priorizaron la vía nacional por sobre la vía de una ampliada cooperación, vía que se pregona y hasta pondera en cuestiones como el riesgo ambiental, ¿podemos realmente sostener que hay o habrá cambios favorables o de escala en las relaciones entre Estados? Entonces, de nuevo: ¿qué nos dice la crisis en Europa del este sobre ello?

Comencemos por el rasgo principal en dichas relaciones: la anarquía internacional, es decir, la ausencia de un gobierno mundial superior que centralice la política entre las múltiples unidades políticas.

Desde comienzos de este siglo han surgido corrientes de pensamiento que relativizan la anarquía entre Estados como rasgo central de la disciplina. Consideran que mantener aquello que la teoría sostiene hace décadas es hoy un ejercicio perimido. Más todavía, piensan que insistir en dicho rasgo ha creado algo así como una “anarchophilia”, o “discurso de la anarquía”, que no resiste una conectividad global que va creando diferentes niveles de anarquía; es decir, se van estableciendo, a diferencia de la vieja anarquía fragmentadora, diferentes planos de “anarquías cooperativas”. En alguna medida, ello va fundando un grado de “gobernanza mundial”. 

Sin duda que el mundo está más conectado que nunca y las redes son cada vez más profusas. Pero ello no ha implicado que las relaciones internacionales se hayan des-jerarquizado. Por el contrario, los reparos y cuidados de los Estados frente a fenómenos percibidos como “relocalizantes” de su autoridad los empujaron a fortalecer mecanismos de control (más, por supuesto, en aquellos actores políticamente centralizados). 

En estos términos, la “tercera imagen” a la que se refería Kenneth Waltz (“un perimido”), la estructura anárquica como causa de rivalidad y confrontación entre Estados, continúa siendo tan válida como cuando ese autor la consideró en su obra “El hombre, el Estado y la guerra”, escrita hace más de sesenta años. 

Las “nuevas formas”, que parecen haber afirmado una “sociedad internacional”, no equivalen a la superación de la sustancia de las relaciones internacionales. Por más que nos esforcemos en tratar de ver al mundo desde el sitio del idealismo-liberal, siempre acabaremos sintiéndolo desde el poder, la seguridad, los informes de inteligencia, las capacidades propias y las inciertas intenciones de sus principales protagonistas, los Estados; por cierto, todos componentes categóricamente presentes en la crisis en Europa del este y más allá también. 

Por otro lado, guerra y geopolítica: la crisis actual volvió a recentrar estos “vocablos malditos”.  

Queda suficientemente en claro que por más intentemos mantenernos lejos de ellos, la guerra y la geopolítica vienen a nosotros. También aquí hay nuevas corrientes que nos dicen que en un mundo bajo el “imperio” de la interdependencia, la conectividad y la inteligencia artificial, guerra y geopolítica se encuentran en camino de ser moderadas y hasta superadas. 

Cuando terminó la Guerra Fría, pareció que con ella se fueron esas realidades que habían marcado a fuego el siglo XX. Es verdad que (siguiendo la “moda” de entonces) no se habló de “el fin de la guerra”, aunque sí de “el fin de la geopolítica”. Treinta años después, estamos de lleno frente a ambas realidades, en acción (la geopolítica) y en potencia (una guerra mayor). De nuevo, la corriente de los anhelos ve el mundo en términos de Locke y Kant, es decir, comercio y paz. Pero, en verdad, y no solo por la crisis de Europa del este, lo que vemos en el mundo está más cerca de Hobbes (rivalidades) y “semi-Locke” (“comercio beligerante”). 

No existe la paz total, ni siquiera existe la paz sino el orden; sin embargo, existe la guerra total. Y en Europa del este, aunque difícilmente suceda, la posibilidad de una confrontación armada entre poderosos nos dejaría ante un territorio desconocido: la “guerra post-total”. En cuanto a la geopolítica, es decir, política-territorio-poder, a la luz de los acontecimientos tal vez deberíamos preguntarnos si el siglo XXI no va camino a ser otro siglo de geopolítica total. 

 

Por otra parte, la pugna por Eurasia no solo supone una continuidad geopolítica con el siglo XX, sino que la iniciativa geoeconómica de China, presentada en 2013, supone la emergencia de una concepción geopolítica de nuevo cuño, una suerte de diagonal político-territorial euroasiática entre los enfoques terrestres y los de tierras costeras. Un rumbo que, por primera vez, tendría a un actor no blanco como protagonista central. 

En tercer término, en las relaciones internacionales no existen “buenos y malos”. 

En la actual crisis hay cierto sesgo a presentarla como una contienda entre liberales defensores de la seguridad y conservadores revisionistas geopolíticos; un eufemismo por “buenos” de un lado, “malos” del otro. Pero en las relaciones internacionales solo existen intereses y competencia. En la materia lo central es el poder, y el poder es un concepto relacional: importa si le permite lograr a un actor, frente a un determinado rival, ganancias o ventajas, precisamente de poder. 

De nuevo recurrimos a Waltz, pues su “segunda imagen” alude a los Estados como causa de confrontaciones. Pero allí el autor no hace referencia alguna a “Estados buenos” y “Estados benevolentes”; podrán existir políticas exteriores agresivas, pero siempre lo serán en función de intereses o ambiciones. En relación con la crisis actual, Occidente exige a Rusia que practique el “pluralismo geopolítico”, es decir, una concepción benevolente que consiste en respetar la soberanía en su “vecindad”. Ahora, ¿practica la OTAN el pluralismo geopolítico cuando se expande sin considerar reparos y aprensiones territoriales de Rusia? ¿Qué habilita a la OTAN a hacerlo? ¿La victoria en la Guerra Fría? ¿Algún sentido de repartidora de justicia internacional? 

Hans Morgenthau (¿acaso “otro perimido”?) sostuvo entre sus principios de realismo político algo que deberíamos considerar sobremanera en relación con lo que estamos tratando: “El realismo político se niega a identificar las aspiraciones morales de una nación en particular con los preceptos morales que gobiernan el universo”.

En cuarto lugar, en caso de inseguridad los Estados no tienen a quién acudir.

Básicamente, nos estamos refiriendo a lo que se conoce como “autoayuda”. Aquí tenemos una realidad contundente en relación con la condición de anarquía que prevalece en las relaciones internacionales. Por ello, a menos que un Estado se encuentre bajo la protección de otro u otros, está obligado a contar con sus propias capacidades para sobrevivir. 

Nada existe en el mundo de hoy que nos haga considerar que en este tema hay “nuevas realidades”. Stanley Hoffmann diría que existe “lo de costumbre”, es decir, recursos propios y vigentes que permiten a los Estados afrontar per se una situación de amenaza a su seguridad e intereses mayores. 

Las inversiones en materia de defensa son contundentes: en 2020, dos billones de dólares, y en 2021, posiblemente un 2.8 por ciento más que en 2020, En este marco, al menos 12 países de la OTAN incrementaron sus partidas hasta quedar en un 2 por ciento del PBI, tal como lo demandaba Washington. 

Finalmente, las posibilidades relativas con un multilateralismo ascendente

El multilateralismo en baja ha sido una realidad durante los años previos a la llegada de la COVID-19. La pandemia expuso dicha realidad y la ausencia de régimen internacional no es una realidad que favorezca el fortalecimiento del multilateralismo. No obstante, hay reputados expertos, por caso, el embajador argentino Ricardo Lagorio, que sostienen que las respuestas que exigen los desafíos globales necesariamente impulsarán la lógica multilateral por sobre la territorial. 

Pues bien, en buena medida, el desenlace de la crisis en Europa del este podría ser un hecho favorable, es decir, si allí finalmente predomina una resolución que combine casos donde diplomacia y reconocimiento superaron conflictos, como sucedió en la crisis de los misiles de 1962 y en la Conferencia de Helsinki de 1975 (un “Helsinki 2.0”, como la ven hoy), quizá existan posibilidades para abordar otras temáticas (armas estratégicas, ataques cibernéticos, clima, etc.).

Pero si finalmente la situación permanece o, peor, hay confrontación, la situación internacional se orientará hacia la desconfianza y la rivalidad, es decir, el mundo se alejará de cualquier esbozo de orden y multilateralismo ascendente. Será un mundo donde no habrá ni guerra ni paz. 

En breve, hemos tratado aquí algunos de los principales temas de las relaciones internacionales en un contexto de discordia creciente entre Occidente y Rusia. Hay otras cuestiones, pero las desarrolladas seguramente serán suficientes para dudar y continuar reflexionando sobre el mundo del siglo XXI. 

 

* Doctor en Relaciones Internacionales (USAL). Ha sido profesor en la UBA, en la Escuela Superior de Guerra Aérea y en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación. Su último libro, publicado por Almaluz en 2021, se titula “Ni guerra ni paz. Una ambigüedad inquietante”.

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PENSAR EN CLAVE GEOPOLITICA

Nicolás Lewkowicz*

Foto de Aksonsat Uanthoeng en Pexels

La era de la globalización aboga que una normativa universal única puede ser un instrumento para crear progreso para todos los países.

Desde la caída de la Unión Soviética, las relaciones internacionales buscaron fomentar los intereses de la potencia ganadora de la Guerra Fría, los Estados Unidos, a través de un mayor intercambio de bienes y servicios a nivel global. Desde la década del ‘90 hasta la llegada al poder de Donald Trump, la evolución del sistema de estados tuvo como piedra basal la idea de que la erosión de la soberanía era un prerrequisito para dotar al ser humano de una idea de progreso material sostenido.

Hubo algo de utópico en la idea del “fin de la historia”, promovida desde las usinas de pensamiento de alcance global. Pero más allá de eso, la idea de una ley universal homogeneizada y puesta en práctica por instituciones supranacionales servía, en definitiva, para promover los intereses de la potencia hegemónica (los Estados Unidos) en un mundo decididamente unipolar.

El concepto de nomos universal homogeneizado se empieza a desdibujar debido a que a la potencia hegemónica ya no le reditúa tanto proyectarse a través de la globalización, la cual termina siendo mucho más útil a las unidades dominantes, aglutinadas en torno al capital transnacional, que operan con una lógica propia y que sirven a sus propios intereses.

Este fenómeno debilita tanto a los países periféricos como a los centrales, ya que ninguno de estos termina protegiendo a su población en la manera en que otrora lo hacía un estado-nación. Este fenómeno tiene un resultado que está a la vista de todos: el marco teórico y práctico de las relaciones internacionales sirve cada vez menos para poder entender lo que pasa y para crear perspectivas de progreso para las naciones.

En un mundo cada vez más volátil, resulta mucho más útil ver lo que acontece desde una perspectiva geopolítica. La geopolítica tiene mucho de parecido al cuento de Hans Andersen en el cual, a partir de un acto de inocencia pueril, la gente se da cuenta de que el emperador está desnudo.

La geopolítica obliga a los países a verse tan cual son y a darse cuenta de aquello que pone obstáculos a su capacidad de acción. El énfasis en las relaciones internacionales tiene una perspectiva economicista que, a la larga, termina ahondando la debilidad relativa del estado-nación. La geopolítica enfatiza la necesidad de acumular y conservar poder, ya que esta es la única forma de asegurar la estabilidad interna de una nación y su supervivencia a largo plazo. Poner el énfasis en el estudio de las relaciones internacionales siempre termina llevándonos a imaginar a un mundo que solo existe en nuestra imaginación. Pensar lo que ocurre desde la geopolítica nos hace, inevitablemente, ver al mundo tal cual es.

Los países que no detentan poder suelen examinar lo que ocurre en el mundo a través de categorías interpretativas emanadas de los grandes centros de poder. Desde la óptica de las relaciones internacionales, esas categorías interpretativas suelen responder a la (cada vez más falsa) dicotomía entre realismo y liberalismo, las cuales resultan ser dos caras de una misma moneda. En efecto, las nociones de conflicto y cooperación están de última destinadas a servir intereses que no son los de los países que no detentan poder. 

¿Qué hacer?

Hay mucho de profético, y por lo tanto de liberador, en la perspectiva geopolítica. El momento de revelación suprema que propone la óptica geopolítica tiene lugar cuando un país determinado empieza a percibir su debilidad relativa frente a las unidades dominantes.

La geopolítica propone, tanto en su formulación clásica como crítica, la configuración de un esquema conceptual que sirva para crear espacios de autonomía y para tomar decisiones estratégicas de muy largo plazo

En las próximas décadas veremos una atomización cada vez más pronunciada del orden global. Esto significa que el foco de atención virará cada vez más hacia la geopolítica.

En este contexto, será cada vez más relevante para nuestro país pensar en las causas que explican el proceso de erosión interna en el cual se encuentra e identificar los factores que determinan por qué tiene tan poco señorío sobre sí mismo.

Le tocará entonces a una emergente clase técnica convencer a la próxima generación de políticos de que ninguna situación geopolítica adversa es irreversible. Esta clase técnica deberá necesariamente emerger en forma paralela a la que está manejando el destino del país.

Esta Segunda Guerra Fría está creando una situación de tripolaridad entre Estados Unidos, China y Rusia; esta última como árbitro entre los intereses de Washington y Pekín. La particularidad más notoria de esta contienda híbrida, de baja intensidad y de larguísimo plazo es que ninguno de estos pivotes detenta una situación de fortaleza. La Primera Guerra Fría tuvo a los Estados Unidos y a la Unión Soviética en el ápice de su poder militar, económico y político. En esta Segunda Guerra Fría los principales ejes parten de una situación de debilidad relativa, debido a la erosión del estado-nación como ente ordenador de las acciones en política exterior.

Nuestro país debería concentrarse en crear espacios de autonomía que no ocasionen demasiados costos económicos. En primer lugar, hay que asegurarse que hacia el fin de este siglo la Argentina esté lo suficientemente poblada para defenderse bien y para crear un mercado interno de importancia. Aquí no valen las consideraciones economicistas. Alzar los niveles de fecundidad requerirá un esfuerzo económico de gran importancia, cuyos beneficios verán solamente las próximas generaciones.

Luego, hay que reforzar el patrimonio valórico del país. Esto significa crear una pedagogía autóctona, basada en el legado cultural y religioso legado de nuestros mayores. Dentro de esa pedagogía, no debe haber nada ni nadie que quede afuera. Las “grietas” que aquejan a nuestro sistema político son configuradas por usinas de pensamiento que responden a intereses que están fuera del espectro nacional. Hay una correlación directa entre la capacidad de reforzar valores propios y (1) obtener bienestar; y (2) asegurar la defensa del país.

Por último, la geopolítica está íntimamente ligada a una concepción teológica de la nación. Separar Estado de religión es abrir las puertas a ideas que van necesariamente en contra de los intereses nacionales. El espacio público debe estar informado por valores trascendentes que emanen de nuestra fe fundante, el catolicismo de impronta criolla. La Europa del siglo XX es testimonio de las barbaridades que pueden llegar a cometerse en una situación en la cual el Estado deja de identificarse con un esquema teológico definido.

Argentina es un país receptor de gente de diversos credos y herencias culturales. Esta receptividad es parte de nuestro ADN nacional. En este sentido, la concepción teológica de la nación no afecta de ninguna manera la convivencia entre los distintos sectores de la sociedad civil. Al contrario, sirve para aunar esfuerzos mancomunados para recobrar la prosperidad y cohesión social que alguna vez tuvimos. Una teología geopolítica une pasado y futuro, nos hace pensar en las grandes cuestiones que afectan al país y ayuda a navegar los grandes desafíos que tendremos que afrontar en las próximas décadas.

 

* Realizó estudios de grado y posgrado en Birkbeck, University of London y The University of Nottingham (Reino Unido), donde obtuvo su doctorado en Historia en 2008. Autor de Auge y Ocaso de la Era Liberal—Una Pequeña Historia del Siglo XXI, publicado por Editorial Biblos en 2020.

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DILEMAS ETICOS EN LAS RELACIONES INTERNACIONALES

Salam Al Rabadi*

Las complejidades y preguntas sobre el dialecto filosófico asociado con el patrón de valor normativo que debe adoptarse en la política global están aumentando. Esto se basa en el impulso de las repercusiones del reconocimiento de los principios éticos en el nivel de tendencias que giran en torno a:

    1. El desarrollo sostenible y la brecha entre ricos y pobres.
    2. El fenómeno del terrorismo y el choque de civilizaciones.
    3. Los dilemas de la Inteligencia Artificial.
    4. Amenazas a la ciberseguridad.
    5. Desarrollos de la ingeniería genética y la revolución biotécnica.
    6. Tendencia creciente del proteccionismo comercial y el nacionalismo económico.
    7. Los desafíos del tema ambiental y el cambio climático.
    8. Interrogantes relacionados con la pandemia de «Covid-19» a todos los niveles.

Lógicamente, estas tendencias se ensaran en el marco de enfatizar la necesidad de que las relaciones internacionales tengan un elemento normativo. Desafortunadamente, sin embargo, el intento de estudiar los estándares éticos de comportamiento que los países deberían adoptar sigue siendo un tema sin valor en la actualidad. Como los estudios académicos en relaciones internacionales especializados en filosofía y ética son actualmente (hasta cierto punto) raros y decepcionantes o sujetos a patrones intelectuales tradicionales derivados de la teocrática (religiosa) o derivadas de la filosofía literaria.

Además, los estándares de comportamiento político a la luz de las transformaciones económicas y culturales modernas ya no se basan en marcos y principios legales y filosóficos, sino más bien en el principio de que “todo está permitido, a menos que esté clara y directamente prohibido”. El lenguaje del mercado se ha infiltrado en todos los conceptos y estándares de pensamiento. Por lo tanto, queda claro hasta qué punto el sistema de valores actual está lejos de los estándares éticos básicos. Esta realidad plantea el dilema de hasta qué punto es posible establecer una ciencia ética capaz de derivar en un nuevo sistema de valores (político, económico y tecnológico), así como si ese sistema seguirá dependiendo de las siguientes cuestiones:

    • ¿Qué estándares producen valores y si son éticos o no? ¿Cuáles son los organismos encargados de decidir esto: la costumbre social, el derecho, la política, la ciencia o la realidad cultural?
    • ¿En qué patrones racionales se puede confiar para determinar un principio ético al que todos puedan adherirse? ¿Cuáles son los criterios racionales que rigen la relación entre la realidad política y el pensamiento moral?
    • ¿Cuáles son las implicaciones del conocimiento científico en las que se puede confiar para determinar los principios éticos?
    • ¿Son suficientes los códigos de conducta actuales, o debería establecerse un nuevo código ético o constitución global?

Todavía es demasiado pronto para proporcionar respuestas claras a estas preguntas a la luz de la realidad intelectual actual. También, esas preguntas relacionadas con lo que se puede llamar “una ciencia de la metaética”, que pueden dejarnos caer en la trampa del vórtice de la lógica (Epistemología), ya que responder a estas preguntas es mucho más difícil de lo que uno podría imaginar. Ya que nos moverá hasta el punto más lejano que se pueda alcanzar a nivel de determinar la naturaleza del conocimiento y comprender qué es, sin mencionar cómo se utilizan la mente y los sentidos en la investigación crítica sobre ideas políticas, sus temas e hipótesis, para resaltar su lógica y valor objetivo.

Por lo tanto, estas preguntas son específicas del pensamiento político del mundo post-humanidad y lo que contiene de una nueva filosofía científica crítica, no del pensamiento clásico que todavía es rehén de la teología.

En este contexto, si las normas éticas se caracterizan por ser vagas problemáticas de naturaleza filosófica y representan cuestiones complejas, sin embargo, deben reconocerse como de su importancia esencial. Donde, las normas éticas siguen siendo un elemento esencial para comprender y evaluar las políticas y las relaciones entre los estados, las sociedades y los individuos. En consecuencia, existe una necesidad urgente de un sistema político y cultural crítico basado en el estudio del pensamiento ético (que es indispensable en la política global) para encontrar enfoques lógicos a muchos desafíos y dificultades políticas, económicas, culturales, tecnológicas y ambientales (actuales y futuras), incluyendo:

    1. Establecimiento de normas éticas para la evaluación de los avances científicos.
    2. Frente a las repercusiones políticas y culturales altamente complejas asociadas con la revolución de la inteligencia artificial.
    3. Descubrir la relación dialéctica entre el hombre y el medio ambiente.
    4. Determinar los criterios que rigen la relación entre ciencia, política y conocimiento.

En general, independientemente de la metodología de las preguntas críticas que tienen una raíz filosófica, que no se puede responder fácilmente, debe enfatizarse que sigue siendo una necesidad urgente para comprender y enmarcar los problemas modernos en el turbulento mundo de las relaciones internacionales. Donde las cuestiones contemporáneas expresan un nuevo patrón intelectual y lo que se requiere es encontrar una filosofía ética desde una perspectiva puramente humana distinta a la perspectiva tradicional basada en la racionalidad en las relaciones internacionales. No es necesario, por ejemplo, que la literatura racional basada en las dimensiones de seguridad, políticas y económicas conduzca a la paz y la estabilidad mundiales, sino que puede conducir a un aumento de la propagación de las armas nucleares, la contaminación ambiental y el terrorismo. etc.

Lógicamente, la cuestión ética seguirá siendo una fuente de debate filosófico, político, jurídico, económico y cultural a nivel de conceptos, métodos, herramientas e implementación. Así, la metodología del enfoque filosófico ético puede ser capaz de cerrar la brecha entre las diversas ciencias, además de crear visiones multidimensionales que nos permitan formar teorías y definir conceptos y términos, que hoy se han convertido en una riqueza en sí mismas en una era que se basa en el conocimiento. En este contexto, y para comprender, interpretar y abordar el patrón de cambios y desafíos globales, es necesario:

    1. No confiar en las herramientas de la teorización clásica para comprender y enmarcar las variables globales aceleradas.
    2. Tratar el conocimiento como un proceso dinámico sin fin, límites ni tabúes.
    3. Prestar más atención a lo que es cultural en lugar de lo que es puramente económico y político.
    4. Formular un nuevo patrón en el análisis e interpretación de las relaciones internacionales, incluyendo sus complejidades éticas.

A la luz de lo anterior, y a partir del reconocimiento de la realidad de la ausencia de valores normativos y la difusión de corrientes intelectuales basadas en proposiciones del fin o muerte de la moral, se puede decir que el pensamiento político (en la era de la posverdad o la era de la poshumanidad) ya no es capaz de explicarse ni determinar su dirección. Por lo tanto, esto inevitablemente requiere hacer muchas preguntas políticas sobre las prioridades asociadas conmigo:

    • El problema de la contradicción o la inminente colisión entre la tecnología y la humanidad, que inevitablemente está llegando, especialmente a nivel de todos los desarrollos relacionados con la inteligencia artificial y la revolución biotécnica.
    • La dialéctica de los estándares éticos a través de los cuales se pueden establecer prioridades, especialmente a la luz del conflicto entre la ideología de la inevitabilidad del desarrollo tecnológico y las teorías de humanización de las relaciones internacionales.

Ciertamente, la definición de estas prioridades requiere, en primer lugar, una discusión de las razones de las diferencias en los estándares de acuerdo con la naturaleza de la sociedad, la cultura y los actores, sin mencionar las razones por las cuales la ética sigue siendo un campo de conflicto entre la ciencia y la filosofía. Tal vez la primera de estas prioridades radica en la importancia del compromiso de los estudiosos (es decir, la ciencia) con los límites de los hechos materiales, dejando la tarea de establecer y analizar los valores morales a los filósofos y pensadores (es decir, la filosofía y el pensamiento).

 

* Doctor en Filosofía en Ciencia Política y en Relaciones Internacionales. Actualmente preparando una segunda tesis doctoral: The Future of Europe and the Challenges of Demography and Migration, Universidad de Santiago de Compostela, España.

 

Artículo traducido al español por el Equipo de la SAEEG. Prohibida su reproducción. 

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