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VON MOLTKE: ARTÍFICE DEL ESTADO MAYOR GENERAL

Agustín Saavedra Weise*

El general alemán Karl Helmuth von Moltke, nació con el siglo XIX (1800) y falleció casi en sus postrimerías (1891). Su vida transcurrió por carriles normales. Se destacó como enviado en Turquía y escritor de prestigio. Así siguió su trayectoria, honorable y valorada, pero no mucho más que eso. Su trascendencia histórica no la alcanzaría hasta una edad muy madura: 61 años.

En 1857 se hizo cargo del Estado Mayor General prusiano, institución castrense en descrédito desde la época de las guerras napoleónicas y a la que nadie le daba importancia. Luego de profundos cambios internos que transformaron por completo a esa entidad, hace 140 años von Moltke inició una verdadera revolución, provocando avances cualitativos de enorme importancia en el desarrollo de las campañas militares. Sus acciones contra Dinamarca (1864) y luego las brillantes victorias contra Austria (1866) y Francia (1870), sellaron definitivamente su fama. Este favorable escenario bélico favoreció la creación del imperio alemán, el mismo año y en Versalles.

Cultivado intelectualmente desde su niñez, von Moltke era un dedicado estudioso de la estrategia. Desde su nombramiento en un cargo alicaído y sin prestigio, comenzó con sus radicales transformaciones. Se convirtió en el artífice de lo que son, hasta hoy, los estados mayores generales en todo el mundo: centros de planeamiento estratégico para el mejor resultado de las operaciones militares de ataque, defensa y prevención.

Von Moltke observó cuidadosamente los sucesos de la guerra de secesión norteamericana (1861-1865). Percibió que si bien tanto telégrafo como ferrocarriles ya fueron usados en las campañas de unionistas y confederados, el tal uso no fue muy eficiente. A partir de ahí inició su flamante plan, consistente en una verdadera maximización de la nueva tecnología y esta vez en suelo europeo. Diseñó un nuevo sistema de movimiento de tropas que alteró radicalmente el dogma —arraigado desde que lo impuso Napoleón— de la concentración en un lugar único y por líneas interiores. Von Moltke —con telégrafo y ferrocarriles como base de su seguimiento y control operacional—, optó por transportar grandes masas de soldados en forma separada, pero con la capacidad de agruparse en un punto decisivo, para golpear allí al desprevenido enemigo con la fuerza de un mortal.

Fue en su momento tan revolucionario el esquema de von Moltke que no se le dio total libertad de acción durante las acciones libradas en Dinamarca durante 1864. Aún así, Prusia se alzó con la victoria. En 1866 la historia fue diferente. Esta vez von Moltke contó con la total confianza del Káiser y del Canciller (Primer Ministro) Otto von Bismarck. En la corta guerra contra el imperio austriaco, les asestó un golpe definitivo a éstos en la batalla de Könitggrätz. Mientras el ejército de Austria se concentraba en un solo sitio, las columnas de von Moltke aparecían dispersas y aparentemente sin coherencia alguna; todo era parte de un minucioso diseño previo. Llegado el momento, todas las tropas convergieron sobre el punto de concentración del enemigo y lo sorprendieron por completo. Este crucial triunfo marcó el ascenso prusiano entre los pueblos germanos y disminuyó el de su tradicional contendiente —Austria— por la unidad de los alemanes bajo un solo Estado. A partir de ese momento, las guerras cambiaron, junto con la mentalidad y conducta de los oficiales a cargo de grandes unidades.

Von Moltke emitía “directivas” y dejaba amplio margen de autonomía a sus comandantes. Todo lo planificaba previamente, pero también dijo que una vez iniciadas las hostilidades lo planeado podía irse al “tacho”, por lo imprevisible de las situaciones.

El viejo soldado falleció siendo miembro del Parlamento (Reichstag) alemán, no sin antes pronosticar que las guerras europeas del inmediato futuro serían generalizadas, de matanzas terribles y de larga duración. Lo sucedido en el mundo en el pasado siglo XX, penosamente le otorgó la razón.

*Ex canciller, economista y politólogo. Miembro del CEID y de la SAEEG. www.agustinsaavedraweise.com

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UN PASADO COMÚN ENTRE ARGENTINA Y BOLIVIA

Agustín Saavedra Weise

El pasado 9 de julio de 2020 se celebró el 204º aniversario de la independencia de las Provincias Unidas del Río de La Plata, la hermana Argentina de nuestros días. Los historiadores argentinos coinciden en que el haber repelido exitosamente las invasiones inglesas de 1806 fue un primer hito fundamental de lo que después sería la proclamación de la independencia. Del fallido asalto británico a Buenos Aires mediaron cuatro años hasta el 25 de mayo de 1810 y seis hasta el Congreso de Tucumán.

La Revolución de mayo mantuvo la ficción de reiterar lealtad a Fernando VII, rey de España erradicado del poder por Napoleón Bonaparte. El contexto independentista -tanto argentino como íberoamericano- no puede entenderse bien sin la sincronización con lo que ocurría en Europa desde la Revolución Francesa (1789) y antes con la creación de Estados Unidos (1776).

En 1816 las condiciones europeas cambiaron. Tras la derrota de Napoleón en Waterloo (1815), el viejo orden volvió y la restaurada monarquía hispana se endureció con sus colonias. Obviamente, ya no era necesaria la ficción de representar al monarca desplazado; fue así que el Congreso de Tucumán optó por la proclamación de la independencia el 9 de julio de 1816. El Alto Perú (hoy Bolivia) estuvo representado por 6 delegados.

Entre los delegados de las provincias altas a Tucumán destacó José Mariano Serrano, redactor del manifiesto de la independencia argentina. Posteriormente Serrano también estuvo presente en Charcas cuando se creó Bolivia (1825). Tuvo así el raro privilegio de participar en la declaración de dos soberanías. Del Congreso de Tucumán no participaron Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe y Banda Oriental, hoy Uruguay. Desde 1813 esas provincias estaban enfrentadas con Buenos Aires. Paraguay ya era de hecho un estado independiente y tampoco participó.

A partir del 9 de julio de 1816 se inicia el proceso de consolidación de la Nación Argentina. Otros estados se fueron independizando progresivamente y buscaron su lugar bajo el sol. Todos desecharon la monarquía y decidieron ser republicanos. Hubo guerras y enfrentamientos fratricidas, pero al final, cada país siguió su propio derrotero. En el campo rioplatense, Bolivia, Paraguay y Uruguay —territorios con derecho y legalidad para haber sido un solo país con las Provincias Unidas— optaron por la auto determinación, forjando así sus propias nacionalidades.

El apelativo “Argentina” tiene su origen en el Alto Perú, hoy Bolivia. Como había que llegar a Potosí, dónde estaba la plata (“Argentum” en latín), los aspirantes a nuevos ricos ingresaban por Buenos Aires y desde allí partían hacia las “tierras de argento”, hacia Potosí. El nombre se asentó en la región y de ahí derivó el gentilicio “Argentina” (tierra de la plata). Otro elemento para rescatar es el de las nacionalidades. Hoy se dice “Cornelio Saavedra era boliviano” y Serrano “fue un boliviano que redactó el Acta de independencia”. Lo mismo ocurre en otros contextos. La verdad: en esa época las mezquinas fronteras del presente no existían y tampoco había cabida para nacionalismos estrechos. El pensamiento era continental, continentales eran las presencias y las mentes de los ilustres personajes que forjaron nuestra historia común. No importaba de dónde sean ni nadie se preocupaba por su origen natal, simplemente todos eran americanos parte de las provincias unidas; el resto carecía de valor. A ese pensamiento en grande, volveremos algún día. Y mientras, no debemos olvidar los fuertes vínculos de origen que existen entre Bolivia y Argentina.

Nota original publicada en El Deber, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia https://eldeber.com.bo/opinion/un-pasado-comun-entre-argentina-y-bolivia_191616

HASTA EL MÁS VALIENTE SOLDADO ES DÉBIL ANTE EL TERRORISMO

Agustín Saavedra Weise*

14 de julio de 2016. Un atentado utilizando un camión dejó 86 muertos y unos 120 heridos en la ciudad francesa de Niza.

El terror es el ataque a indefensos, el terror esquiva la fuerza directa del adversario y lo golpea traidoramente en sus partes más sensibles. Un ejército no se deja aterrorizar, una población sí. Para evitar esto último en tiempos pasados los soldados bastaban; hoy en día ello ya no es posible. Llamados a proteger, los soldados no pueden dar más la protección requerida: el terrorismo ataca en cualquier parte, en cualquier momento, con frialdad, crueldad y sin ética.

Para el ser humano en general y para el combatiente en particular, la guerra tiene sentido solamente si protege a su patria del enemigo. Y en ese contexto, la familia es fundamental. Mientras el soldado sepa que al pelear protege a los suyos, se batirá con bravura. Si las vidas de sus seres queridos pueden ser alcanzadas en la retaguardia sin previo aviso y sin auxilio inmediato, la voluntad tiende a flaquear. La guerra es razonable mientras asegure protección, preponderantemente a la de mujeres y niños. Si pierde esta condición, pierde su sentido. Y este es el caso ocasionado por el terrorismo, que implacablemente golpea por detrás y dónde menos se lo espera, desmoralizando así al luchador en el frente.

El cómo lidiar con el terror al mismo tiempo que se libra una guerra abierta contra ese mal es uno de los aspectos que más preocupa hoy a los estados mayores y estrategas. Hay que estimular la moral se dice, pero ésta tiene pocos estímulos concretos si el soldado sabe que su lucha puede ser estéril, si sabe que mientras está lejos su familia corre peligro.

Esta arma del terror y del ataque sorpresivo en la retaguardia, con todo lo terrible que resulta no es novedosa. Se la ha empleado a lo largo del tiempo y —lamentablemente— siempre con eficacia. Luego de la toma de Atlanta y con la arrasadora marcha sobre Georgia que dispuso el general Sherman en 1864 durante la guerra de secesión norteamericana, el espíritu de lucha del rebelde soldado confederado quedó seriamente minado, pues percibió que los ejércitos de la Unión amenazaban directamente a sus pueblos y familias en la retaguardia. Si no se protege a los propios, no hay por qué luchar. El terrorismo de “tierra arrasada” de Sherman les quebró la moral.

Así ganaron también los ingleses (1899-1902) su cruel guerra en Sudáfrica contra los valientes colonizadores de origen holandés —más conocidos como “bóers”— que se habían asentado en esas tierras. Incapaces de terminar con sus tenaces rivales de una manera más tradicional, los enviados de la pérfida Albión asaltaron por sorpresa las casas de los bóers y secuestraron a sus familias en infectos campos de concentración, que para ancianos y niños resultaron en la mayoría mortales; murieron por millares. Rechinando los dientes en su impotencia y desgracia, los bóers se vieron obligados a rendirse y Londres obtuvo su sucia victoria. Esa misma trágica impotencia de los bóers en 1902 pasó a ser la crisis del soldado en todos los conflictos futuros: el combatiente ya no puede cubrir más a la patria y a la familia con su cuerpo. Sabe que los suyos pueden ser matados o torturados a sus espaldas y ese peso psicológico doblega a cualquiera.

El terrorismo de nuestros días sigue esa tenebrosa tendencia iniciada por Gran Bretaña ante los bóers, con la maligna creación a principios del siglo XX de tétricos campos de concentración. Ahora el terrorismo se hace sentir en el bajo vientre del enemigo, en la parte sensible que más duele, en aquellos sitios donde no siempre está la sombrilla protectora del soldado. Las luchas francas de otrora, las luchas con caballerosidad, hace rato que son cosa pretérita. La propia globalización de estos tiempos hizo aún más terrible al terrorismo, a ese enemigo invisible que está y no está en todas partes, pero al que se lo debe combatir con el máximo de rigor. El soldado actual, al margen de la alta tecnología disponible, sigue teniendo pensamientos y sentimientos. De ahí el retorno de la vieja guerra psicológica que ya mencioné en un anterior trabajo. El terror procura vencer voluntades y quebrar espíritus, muchas veces lo ha logrado pero hoy ya no podemos permitirlo.

*Ex canciller, economista y politólogo. Miembro del CEID y de la SAEEG. www.agustinsaavedraweise.com

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