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LAS FORTINERAS (1878 Y 1885)

Comandante Espuela (Revista “Tiempo GNA”*

Lo que no menciona la historia oficial: la mayoría lo ignora, pero casi la mitad de las fuerzas de frontera fueron mujeres que dejaron todo para vivir, pelear y morir junto a sus hombres. Por la cultura religiosa de la época, la historia casi no menciona a las jóvenes que acompañaron a nuestras tropas en todas sus campañas. Sobre una fuerza efectiva de 6000 hombres, 4000 eran mujeres, las llamaban “las fortineras” y sobre ellas cayó el oprobioso e injusto manto del olvido. Pero el número es demasiado importante para que no se les haga un merecido recuerdo. 

Las fortineras

De postas incendiadas por los salvajes o ranchos perdidos en el desierto, fueron quedando mujeres solas, tras la muerte de los hombres en las luchas con la indiada. Sin protección ni refugio; asimilarse a las tropas y fortines era a veces una forzada solución. Casi todas eran jóvenes analfabetas de bajo nivel social. En su mayoría campesinas gauchas, había negras, mestizas, indias, también mujeres de piel blancas y las bellas eran muy pocas. Algunas buscaban marido, otras ejercer el “oficio más viejo de mundo”, pero en esa aventura ninguna sabía qué destino les esperaba. Allá en la inmensa Pampa, caminaban kilómetros, las más aguerridas portaban sable y estaban integradas en algún escuadrón. ¡Fueron verdaderas heroínas y se les debe tener un gran respeto! 

Jirones de Patria

Cada regimiento tenía un numeroso grupo de mujeres entre novias, esposas y prostitutas. Las jóvenes que se incorporaban a un fortín, perdían sus nombres originales por apodos extravagantes, como: la “Siete Ojos”, la “Cama caliente”, la “Botón Patria’, la “Pasto Verde”, “la Pastelera y la “Pocas Pilchas”; éstas dos últimas figuraron en un parte diario porque se habían trenzado en una pelea. La vida en los fortines fue muy dura, la comida escaseaba, el agua en el desierto era una dicha conseguirla, de día la temperatura en verano podía llegar hasta los 40ºC y en invierno a varios grados bajo cero. La paga rara vez llegaba en tiempo, a veces con retraso de un año y no siempre alcanzaba para todos los soldados. Las mujeres sufrían a la par de los hombres y eran de vital importancia en el apoyo de las operaciones de guerra, se encargaban de atender y cuidar a los heridos y enfermos que no podían valerse por sí mismo. Hacían turnos de centinela en la empalizada o en lo alto del mangrullo oteando la inmensidad de la llanura y cuidaban la caballada para que de noche no fuera robada por el indio.

Cazaban avestruces cuando escaseaba la comida, cocinaban y lavaron la suciedad infinita de sus ropas. También fueron amantes en momentos de mucha crisis, constituían el apoyo moral y físico de sus hombres. Tenían forzosamente que adaptarse a las mismas condiciones que la tropa o morir en la soledad del desierto. Desarrollaron en silencio una y mil tareas como dar a luz y criar a sus hijos en situaciones muy difíciles.

La vida en los fortines

Los fortines del desierto eran un reducto de tierra de una hectárea, rodeados con una empalizada de dos metros de alto, con ranchos de paja y barro en su interior donde no había intimidad. Niños que chillaban, perros que ladraban, harapos que se secaban al sol y un centinela apostado en lo alto de un mangrullo.

No había comodidades, pero cada una atendía a su hombre. Las fortineras, no eran muñecas de porcelana, cuando estaban solas a veces había escándalos pero los Jefes sabían que no podían expulsarlas. Eran la alegría del campamento y disfrutar del amor con ellas evitaba en gran parte las deserciones.

Se habían convertido en la ayuda más poderosa para el mantenimiento de la disciplina y sin ellas la existencia hubiera sido imposible. Los únicos momentos de alegría social eran los ocasionales bailes en el fortín, donde la orden era que todas debían concurrir. Iban felices, algunas pocas bien ataviadas y representaban todo el esplendor del regimiento.

Eran mujeres de carácter fuerte acostumbradas a no pedir permiso para pelear y parte de la diversión era cuando en pleno baile se trenzaban en una feroz pelea con una rival. Siempre lucían sus cicatrices de guerra o de peleas con orgullo. Se decía que cambiaban de hombre pero nunca de regimiento. Cuenta una historia que en cierta fecha Patria cuando se ordenó tocar el Himno Nacional, el Comandante gritó: ¡VIVA LA PATRIA! Aquellos sufridos milicos respondieron con todo el entusiasmo de sus corazones. Hubo asado y las penas fueron sofocadas alrededor de un fogón con algo de alcohol, mientras en la oscuridad las fortineras bailaban con esos hombres que estaban haciendo Patria. Por ello el Ejército fomentaba la presencia de guerreras‑amantes en los fortines, pero por la cultura católica de la época nunca las mencionaron en sus escritos oficiales, igual entraron a formar parte de la Conquista del Desierto.

Vida, sacrificio y heroísmo

La poca agua que podía recogerse se usaba para beber y cocinar, quienes más sufrían esta escasez, eran las mujeres que al igual que la tropa no podían higienizarse. La negra Mamá Carmen Ledesma, llegó a Sargento, Isabel Medina alcanzó el grado de Capitán por su valentía en batalla. Algunas rivalizaban con los milicos más diestros en el arte de amansar un potro y de bolear un avestruz. Eran hábiles en manejar las armas de fuego, cuchillos, lazos, boleadoras y lanzas. Aunque no perdían su condición femenina eran mujeres de pelea, podían batirse cuerpo a cuerpo porque de ello estaba sustentada la propia existencia. Vestían uniforme y combatían jugándose la vida a cada instante.

La Sargento Carmen Ledesma: “En cierta ocasión la patrulla donde iba la Sargento Carmen Ledesma con su hijo soldado, entró en combate con una partida de indios. El entrevero fue feroz. La Suboficial Ledesma repartió sablazos como el más aguerrido de los milicos y no se alejaba de su hijo. Pero los indios lo mataron de un lanzazo. La mujer emitió un grito aterrador que hasta a los mismos indios atemorizó. Saltó de su caballo, se arrojó sobre el indio, lo derribó y se trabó en lucha. Los cuerpos se trenzaron y rodaron en un abrazo mortal, el salvaje nunca había visto tan cerca la muerte en la cara de una mujer. Carmen apuñaló varias veces a su enemigo hasta matarlo, el resto de los indios se alejó y la tropa regresó al Fortín, atrás iba la Sargento Carmen sollozando llevando a su hijo muerto y atada de la cola de su caballo iba la cabeza del salvaje”. 

La historia olvidada

En las ciudades se las llamaba despectivamente “chinas”, “milicas”, “cuarteleras” o “chusma” y eran despreciadas por las damas de la sociedad. Su presencia fue una constante y estaban incluidas en las directivas internas que daba el jefe del fortín.

Cuando terminó la Conquista del Desierto, el Ejército se olvidó de ellas. Muchas se quedaron para siempre en la vieja frontera, algunas hasta más de 40 años. Si tuvieron suerte, el gobierno les entregó alguna parcela que no siempre pudieron sostener. Con la desaparición del indio ya no hubo pagas ni racionamiento para ellas; las fundadoras de pueblos nacidos alrededor de los Fortines. Así fue la vida de la mujer fortinera, una auténtica heroína de apellido anónimo, casi olvidada en los registros de la historia escrita, que tuvo la proeza de sembrar hijos criollos que crecieron en la inmensidad de la Pampa, donde hoy existen ciudades. Esta epopeya se dio en el siglo XVIII no hay abundantes relatos y lo poco que se sabe fue por transmisiones orales de quienes se atrevieron a contar historias por lo que algunas anécdotas interesantes nunca se sabrán. 

¿Por qué se las ignoró?

El General Julio A. Roca sabía la situación y de su importancia para la tropa, pero nunca mencionó oficialmente la existencia de las fortineras y menos aún en los partes de guerra donde participaban, pues la sociedad católica de la época no lo entendería. Para la Iglesia era “pecado de lujuria”, por eso que el Ejército decidió ocultar los servicios de estas heroínas a quienes la Patria tanto les debe. 

Conclusión

Como se comprenderá sin las fortineras, difícilmente Roca podría haber concretados sus planes y país está en deuda con ellas. En el siglo XXI vinieron las feministas con ideas distintas, pero eso es otra historia, lamentable por cierto.

 

* Revista independiente para el personal de la GNA, Tiempo GNA, Nº 62 bis, octubre de 2021.

 

EL GRAL. AGUSTÍN SAAVEDRA PAZ Y LA BATALLA DE INGAVI

Agustín Saavedra Weise*

Se acerca vertiginosamente el 180º aniversario de la batalla de Ingavi, aquel glorioso 18 de noviembre de 1841 cuando las armas nacionales se cubrieron de gloria en un combate que selló para siempre la independencia e integridad de la República de Bolivia con la derrota definitiva de Gamarra, Castilla y de varias otras facciones peruanas y paceñas que los acompañaban..

Dos militares cruceños del ejército rebelde de Velasco fueron clave en la épica lucha que comandó el entonces presidente José Ballivián: Agustín Saavedra Paz y el bravo Marceliano Montero. Su brillante carga de ambos al mando del Escuadrón de Coraceros (Caballería) resultó determinante.

Agustín Saavedra Paz nació en Samaipata el 29 de agosto de 1796. Estuvo presente en la batalla de Ayacucho, que concluyó la lucha por la independencia americana. Luego participó de las epopeyas de Yanacocha y Socabaya durante el período estelar de la Confederación Peruano-Boliviana. Anteriormente, le cupo contener en 1828 —por instrucciones del Mariscal Sucre— la invasión brasileña de Chiquitos, defendiendo así la heredad oriental de nuestro naciente país.

El Mariscal de Zepita, Andrés de Santa Cruz, guardaba alta consideración por Saavedra Paz y él le prodigó permanente lealtad. Tras el desastre de Yungay Saavedra salvó milagrosamente su vida; terminó sí como prisionero en El Callao (Perú) durante largos meses. Su probado valor volvió a estar al servicio de Bolivia en Ingavi, esta vez como personaje decisivo para el triunfo.

Saavedra Paz cruzó el río Desaguadero, formando parte de la vanguardia del triunfante ejército boliviano que tras el triunfo de Ingavi ocupó suelo y puertos peruanos sobre el Pacífico en 1842. Luego de su participación en la Convención Nacional de 1843, retornó a Santa Cruz, dónde fue Prefecto del Departamento y ascendió al grado de General de Brigada.

Ya en sus años de ocaso, el viejo general tuvo fuerzas para volver a Chiquitos en la frontera con Brasil, reafirmando así la soberanía boliviana en esa alejada zona. Al efecto, creó otras atalayas de la nacionalidad en el extenso y geopolíticamente débil límite oriental, que quedó consolidado con la expedición de Saavedra Paz. El veterano soldado terminó sus días un 18 de octubre de 1862, habiendo generado hijos y fundado una familia, a la que pertenece el autor de estas líneas.

El Departamento de Santa Cruz honró a su prócer: el antiguo pueblo de “Bibosi” fue rebautizado “Gral. Saavedra” y así se sigue llamando —en honor de este citado héroe de Ingavi— a ese importante centro de producción agropecuaria. En nuestra capital oriental una importante avenida de la zona sur lleva su ilustre nombre. Varios años atrás los descendientes del prócer obtuvimos una Resolución de la H. A.M. que nos autorizó a colocar una plaqueta de homenaje en el nacimiento de esa arteria citadina. Al poco tiempo delincuentes urbanos robaron el bronce; una más de las tantas cosas anómalas que hoy por hoy suceden en el Santa Cruz de la Sierra de nuestra época.

En La Paz, era y es natural que se resalte la figura de José Ballivián, hombre prominente del lugar. Poco y nada se sabe acerca de Saavedra en la sede del gobierno y lo mismo pasa con Montero. Una calle aledaña a la Plaza Villarroel de Miraflores lleva su nombre completo con el grado que tenía en 1841: Teniente Coronel. Y eso es todo. La Paz todavía le debe el homenaje que se merecen al Gral. Velasco y a su ejército cruceño (Montero, Saavedra y otros). Todos ellos demostraron —sobradamente en esa época— patriotismo y total bolivianidad.

 

*Ex canciller, economista y politólogo. Miembro del CEID y de la SAEEG. www.agustinsaavedraweise.com

Nota original publicada en El Deber, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, https://eldeber.com.bo/opinion/el-gral-agustin-saavedra-paz-y-la-batalla-de-ingavi_252247

 

CUANDO UN REY ARMENIO GOBERNÓ EN MADRID

Marcelo Javier de los Reyes*


Escudo de armas del Reino Armenio de Cilicia (1078-1375)

Durante la Baja Edad Media, un grupo de armenios constituido por hombres comunes, nobles, dirigentes y comerciantes, huyó del reino bagrátida de Armenia (880-1045) ante el avance de los turcos selyúcidas —cuyo imperio prosperó entre los años 1028 y 1307 en la región que actualmente ocupan Turkmenistan, Irán, Iraq, Siria, Turquía y El Líbano—, para formar el reino armenio de Cilicia, en la región sudoriental de Turquía. Este reino fue fundado por la dinastía armenia Rubénida o Rupénida, que tomó el nombre de su fundador, Rubén I o Rupén I (1025–1095), quien quizás haya sido miembro de la dinastía Bagratuni, que había gobernado Cilicia tras la caída en 1045 de la ciudad de Ani, ubicada en la provincia de Kars (actual Turquía).

El reino armenio de Cilicia se mantuvo independiente entre 1078 y 1375, fue un aliado de los Estados cruzados creados por los europeos y representó una llama que permitió mantener viva la cultura y el nacionalismo armenios.

Cilicia no era una región nueva para los armenios ya que algunos de ellos vivían en esa región desde el siglo I a.C., desde la época de Tigranes II, rey de Armenia entre 95 – 55 a. C.

Cabe destacar que el rey Tiridates III se cristianizó en 301 y convirtió al cristianismo en la religión oficial del Reino de Armenia, siendo el primer Estado del mundo que adoptó esa religión, dando inicio a la conversión masiva del pueblo.

El reino armenio de Cilicia fue conocido también como Armenia Menor, ya que sus pobladores llegaron de la Armenia del Cáucaso, la Gran Armenia. Los armenios buscaron seguridad en el Mediterráneo, en donde adquirieron cierto poder y se unieron a los cruzados franceses que se dirigieron a Tierra Santa para liberarla de lo que los cristianos consideraban el infiel.

Tres siglos después de su fundación, el reino cayó bajo el control de los mamelucos, quienes procedían de Asia Central y eran mayoritariamente guerreros de origen caucásico que habían llegado a Egipto como esclavos, pero que en 1250 lograron hacerse del poder derrocando a la dinastía, lo que llevó a que Egipto se constituyera como sede de un sultanato en Oriente Próximo. La aristocracia mameluca gobernó el país en nombre del sultán de Constantinopla. En su expansión los mamelucos, islámicos, lograron nuevamente desplazar a los armenios de su reino pero ahora del de Cilicia.

Mapa del siglo XIII del Reino armenio de Cilicia, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=22140870

Gobernaba por entonces Levon V de Armenia (1342-1393) —más conocido como León V—, quien fue soberano de ese reino armenio entre los años 1374 y 1393. Era hijo de Juan de Poitiers-Lusignan, de la dinastía franca de los Lusignan, y de Isabel de Armenia, descendiente de  Rupén o Rubén, el fundador de la ya mencionada dinastía de los Rupénidas o Rubénidas. Cuando los mamelucos derrotaron a los armenios, León V se refugió en la fortaleza de Kapan, en donde se rindió ante los mamelucos, quienes lo enviaron a El Cairo en 1375. Permaneció en Egipto siete años en calidad de prisionero. Desde Egipto escribía a los reyes cristianos para solicitarles ayuda para su liberación.

En 1382 el rey Juan I de Castilla, conmovido por la situación del monarca armenio, envió a unos emisarios a pagar el rescate. Juan de Loric llegó a El Cairo con joyas y otras riquezas así como halcones para pagar la liberación de León V.

El rey armenio logró su objetivo y llegado a la península procuró el respaldo de otros monarcas cristianos, para lo cual emprendió viajes por los reinos de Europa. Su intención era organizar una cruzada para liberar su Armenia Menor pero su esfuerzo no resultó como él deseaba.

Su protector, Juan I, había contraído recientemente matrimonio en segundas nupcias con Beatriz de Portugal. El rey de Castilla se compadeció de su par armenio y decidió nombrarlo señor de Madrid, Andújar y Villarreal, la actual Ciudad Real. A ello se sumó una considerable renta pero la realidad es que Madrid se convirtió virtualmente en la capital de Armenia, ya que León V de Armenia pasó a ser León I de Madrid.

Los madrileños no se sintieron muy contentos con ser súbditos de un monarca extranjero, por lo que se fue generando un movimiento entre el pueblo primero y entre los nobles después. Ante estas quejas, Juan I debió firmar una cláusula que dejara en claro que la cesión hecha por el monarca castellano no sería hereditaria, por lo que el título que ostentaba León I debía morir con él.

En este punto cabe señalar que el rey armenio no buscó malquistarse con los habitantes de Madrid, por lo que tomó medidas favorables como la reducción de impuestos y su compromiso de no despedir funcionarios. No obstante, su mira estaba en la recuperación de su reino y de su corona, por lo que se dirigió a Navarra en procura de fondos para su empresa. Ante el fracaso de la gestión, marchó a Francia, en donde no logró convencer a Carlos VI, quien se limitó a cederle el castillo de Saint-Ouen y una renta. A pesar de ello, León I de Madrid seguía con su obsesión de ser nuevamente León V de Armenia y con ese propósito se involucró en la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra, para interceder entre los beligerantes con la intención de lograr la paz y llevar ese espíritu bélico hacia la cruzada que le permitiera retornar a su Armenia de Cilicia.

La muerte lo sorprendió en París en 1393 sin lograr su propósito y sus restos yacen en la basílica de Saint Denis, donde yacen los monarcas franceses.

Esta es la historia de cómo Madrid, por unos pocos años, llegó a ser capital de Armenia antes que del reino de España.

 

* Licenciado en Historia (UBA). Doctor en Relaciones Internacionales (AIU, Estados Unidos). Director de la Sociedad Argentina de Estudios Estratégicos y Globales (SAEEG). Autor del libro “Inteligencia y Relaciones Internacionales. Un vínculo antiguo y su revalorización actual para la toma de decisiones”, Buenos Aires: Editorial Almaluz, 2019.

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