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ACERCA DEL IMPUESTO A LAS GRANDES FORTUNAS

Agustín Saavedra Weise*

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El pasado 16 de marzo se llevó a cabo el foro vía Zoom denominado Análisis económico y legal del Impuesto a las Grandes Fortunas realizado a iniciativa del Colegio de Economistas de Bolivia. Contó con la participación del director del Centro de Estudios Bolivianos de Estudios Económicos (Cebec), Lic. Pablo Mendieta y el especialista en derecho tributario, abogado Pablo Ordóñez. Estuvieron presentes connotadas personalidades. El objetivo fue conocer diferentes aspectos de la medida que tiene como fecha de inicio el ya inminente 31 de marzo. Fue un evento positivo, realizado en el tiempo justo para que la gente vea con mayor perspectiva este controvertido nuevo gravamen. Felicito a los organizadores, expositores y participantes.

El domingo 21 pasado, el periodista especializado en temas económicos Fernando Rojas Moreno publicó una extensa nota sobre el mismo evento, detallando con precisión diversos aspectos técnicos y legales de la flamante normativa. Ergo, nos corresponde ahora más bien reflexionar globalmente acerca del impuesto, si es adecuado o no y sobre su impacto macroeconómico. De partida, la experiencia internacional nos señala en forma tajante que no. La mayoría de los países que en su momento lo impusieron o quisieron hacerlo lo dejaron de lado o desistieron de su puesta en práctica.

Por donde se lo mire, aplicar un impuesto a las grandes fortunas (IGF) genera elementos urticantes e inhibitorios de la inversión privada. Por otro lado, y aparte de su dudosa legalidad, la nueva norma se presta a determinadas maniobras que -con justa razón- los potencialmente perjudicados intentarán ejercer o aplicar. Eso de que el IGF es “igualitario” y demás palabrerío oficialista oculta la realidad real: no tendrá éxito; más bien generará un efecto perverso, es decir, un resultado contrario al esperado y además es un doble gravamen.

Bolivia precisa con absoluta urgencia disponer de un conjunto de ideas económicas pragmáticas que alienten la inversión, calmen expectativas negativas crecientes y fomenten la confianza, hoy muy venida a menos en todos los campos. La prensa ha comentado que más de 8 franquicias internacionales ya abandonaron el país y otras están por hacer lo mismo. Eso significa menos empleo, menos inversión y menos crecimiento. Así de simple. El propio Banco Interamericano de Desarrollo (BID) ha expresado que si los países de América Latina hacen bien las cosas, podrán crecer por encima del 4% en esta gestión 2021, pero si no hacen lo que debe hacerse, el resultado final será muy pobre o nulo.

Todo este conjunto de elementos básicos debe hacer reflexionar a las autoridades económicas nacionales, sumando además la necesidad de una tregua sociopolítica que genere un nuevo amanecer, una nueva perspectiva, en lugar de seguir enredados en el pasado y en la generación de conflictos, como sucede ahora con el tema de querer imponer la tesis del “golpe de Estado” a como dé lugar, en vez de mirar hacia adelante, procurar conciliaciones y pensar en el futuro de Bolivia. Bien decía Sir Winston Churchill: “Los países que miran atrás terminan igual que el cangrejo: también caminan hacia atrás”.

El IGF es un factor inhibitorio que fracasará rotundamente. Como eso, hay varias cosas más que pretenden imponerse demagógicamente y que por simple realismo no funcionarán. Por favor presidente Arce: cambie de rumbo, aún no es demasiado tarde, todavía se confía en usted.

 

*Ex canciller, economista y politólogo. Miembro del CEID y de la SAEEG. www.agustinsaavedraweise.com

Publicado por El Deber, Santa Cruz de la Sierra, https://eldeber.com.bo/opinion/acerca-del-impuesto-a-las-grandes-fortunas_225942

CARLOS MENEM (1930-2021)

Santiago González

Encaminó a la Argentina por el derrotero de la posmodernidad, y la dotó de una institucionalidad perversa

Armado de un desparpajo a toda prueba, una simpatía arrolladora y una confianza en sí mismo inquebrantable, Carlos Menem condujo durante diez años los destinos de la Argentina y la entregó a sus sucesores firmemente encaminada por el derrotero de la posmodernidad. Adelantó la faena de destrucción del orden conservador iniciada por los militares de 1976 y continuada por su predecesor Raúl Alfonsín sin edificar nada en su reemplazo, lo cual no significa realmente un fracaso porque de eso se trata precisamente la posmodernidad: nihilismo extremo como condición para la imposición de un nuevo orden.

Menem sobresale entre todos los presidentes desde el restablecimiento del sistema democrático porque fue el único que hizo algo en algún sentido, que tomó decisiones audaces y afrontó las consecuencias. El resto de sus pares se dedicó a administrar la decadencia o a robar. O las dos cosas juntas. Su llegada a la Casa Rosada coincidió con la caída del Muro, y él entendió rápidamente que se avecinaban nuevos tiempos, con nuevas reglas de juego, a las que era necesario acomodar un país ya por entonces peligrosamente rezagado.

Sus detractores lo acusan de haberse atenido a las recetas del llamado Consenso de Washington, como si eso significara responder a los mandatos del Norte. Pero es un alegato tan ingenuo como el de atribuir el socialismo de los sesenta a los mandatos de La Habana. Por encima de esas influencias, reales sin duda, existe algo que se llama el espíritu de la época, y así como en los sesenta se pensaba que el mundo marchaba inexorablemente hacia el socialismo, en los noventa, bajo la guía espiritual de Reagan-Thatcher-Juan Pablo II, nadie dudaba de su decidido avance hacia lo que hoy describimos convencionalmente como neoliberalismo.

Si Menem tomó ese rumbo no fue por cuestiones ideológicas, que no le importaban. Los redactores de obituarios renunciaron a la idea de encontrar una cita suya que resumiera el espíritu de su gestión. Ni fue una persona particularmente consagrada a alguna causa o vocación patriótica. Menem fue sobre todo un político pragmático y ambicioso que decidió hacerse cargo de un país atrasado, con la infraestructura destruida, endeudado, empobrecido, azotado por las hiperinflaciones y los saqueos. El achicamiento del estado, la estabilidad monetaria y la apertura económica no eran opciones ideológicas, eran imposiciones de la realidad.

Lo que decidió a Menem a asumir esa responsabilidad, antes que la ideología o el patriotismo o la codicia, fue el ansia de poder. El poder era su dios, su patria y su maestro; lo disfrutaba sin disimulo, y a sus demandas podía ceder cualquier principio, convicción o lealtad. En el altar de esa pasión, el riojano sacrificó partes entrañables de su vida, y también partes entrañables de la nuestra. Ofrendas que no eran exigidas en su totalidad por el modelo económico adoptado, sino por su bulímica necesidad de acumular, conservar e incrementar poder.

Su desdén por las cuestiones ideológicas le permitió exhibir un perfil ecuménico al disponer la repatriación de los restos de Juan Manuel de Rosas, estrechar en un abrazo al almirante Isaac Rojas, figura consular del antiperonismo, e indultar por igual a guerrilleros y militares condenados por los enfrentamientos de los setenta, pero cuando sintió su autoridad amenazada por el coronel Mohamed Seineldín no lo eximió de un largo encarcelamiento, y echó de la residencia presidencial a su propia esposa Zulema Yoma, quien le recordaba sus compromisos previos con Seineldín. (“Cuidado, coronel, que éste lo va a traicionar”, le dijo Zulema refiriéndose a Menem, según relató el militar).

A quienes atravesamos su presidencia, Menem nos dio una década de serenidad económica desconocida, y una sensación de libertad para andar por el mundo, o para ponernos en contacto con las cosas del mundo, que también resultó una novedad para los nacidos y criados en una Argentina cerrada. Los camporistas y otros millenials se sorprenderían al enterarse de que ese ambiente de tecnología y comunicaciones que los rodea, y que consideran natural, es posible gracias a Menem. Dos de las grandes fuentes de divisas que hoy mantienen el país andando —la informática y la agroindustria— nacieron o se modernizaron en el marco de la apertura menemista. Las cosechas salen por rutas y puertos construidos durante los noventa.

Los desarrolladores y habitantes de los barrios privados que florecieron como hongos en esa década seguramente saben que su saludable estilo de vida se debe a que Menem modernizó y amplió la infraestructura vial, y a que las empresas de servicios privatizadas por Menem pudieron acudir rápida y eficazmente a proveerles de lo necesario. Muchos jubilados que hoy comprueban con angustia cómo se diluye su estipendio mensual deben recordar que Menem había creado un sistema sustentable donde sus aportes y sus réditos estaban identificados con nombre y apellido.

No es poca cosa ese legado positivo apenas esbozado, pero tampoco es toda la que pudo ser, dada la profundidad y dureza de las reformas encaradas por su gobierno, ni toda la que fue benefició al país. A la Argentina menemista le faltó un ingrediente decisivo para proyectarse en el tiempo, un ingrediente que Domingo Cavallo, y también Gustavo Béliz, reclamaron hasta la exasperación: institucionalidad, gobierno de la ley, transparencia administrativa, gestión eficiente. Pero ambos funcionarios fueron expulsados del gabinete, porque sus demandas chocaban contra las obsesivas ambiciones del presidente por eternizarse en el poder, ambiciones que explican su legado negativo.

La consecuencia inmediata de esa falta de un orden que reemplazara el que se estaba demoliendo fue que nadie creyó en la Argentina del Consenso de Washington, más allá de su incorporación al G-20 0 el tratamiento brindado a Menem en los Estados Unidos, similar al calificativo de “general majestuoso” dispensado en la década anterior al general Leopoldo Galtieri. No creyeron los argentinos, encantados con la posibilidad de sacar la plata afuera sin problemas, ni tampoco creyeron los extranjeros, que volcaron sobre el país más capitales especulativos que inversiones reales, y cuando invirtieron fue en la compra de empresas ya instaladas y con rentabilidad garantizada o cosas parecidas.

A Menem le corresponde el dudoso mérito de haber introducido el cinismo en las prácticas políticas argentinas, lo cual no ayudaba mucho en materia de credibilidad. Mejores o peores, civiles o militares, los dirigentes locales se habían cuidado siempre de guardar cierta correspondencia entre sus palabras y sus actos. Menem fue el primero en desentenderse de lo dicho, y ufanarse de ello: “Si les decía lo que pensaba hacer, no me votaba nadie”. Todos aprendieron la lección. Menem pudo burlarse de sus compromisos con Seineldín, pero muchos sostienen con fundamento que pagó caro el incumplimiento de unos acuerdos no escritos con la jerarquía política siria

El capitalismo prebendario no fue una creación de Menem pero el manejo en muchos casos desaprensivo de la política de privatizaciones por parte de su gobierno lo fortaleció, y lo convirtió en los hechos en una práctica aceptada, que sus sucesores de todo signo elevarían luego a niveles sorprendentes incluso para un país acostumbrado a convivir con la corrupción. El contexto de las privatizaciones menemistas fue asimismo el caldo de cultivo para el saqueo de los recursos del estado que, desde entonces, se practica sin culpa, en todos los niveles de gobierno, como si fuera un derecho adjunto al cargo electivo.

La subordinación de la justicia al poder político, la integración de cortes adictas, la interacción entre determinados tribunales y los servicios de inteligencia, no eran cuestiones desconocidas antes de Menem, pero eran excepcionales y puntuales. El menemismo las institucionalizó. Bien podría decirse que el menemismo dotó al país de una institucionalidad perversa, cuyo punto culminante es la Constitución de 1994, quizás lo más detestable de su legado, cuando Alfonsín cedió al ansia de poder de Menem para obtener a cambio el sometimiento del Estado argentino a los designios de la socialdemocracia.

Con Menem, finalmente, el peronismo entró en lo que otra parte describí como su tercera etapa histórica, la etapa mafiosa, como maquinaria electoral de alquiler sin doctrina ni otro propósito que no sea el de facilitar el acceso al poder de quienes les paguen por sus servicios, como hace el kirchnerismo desde 2003. La misma desnaturalización sufrieron los sindicatos desde la llegada de Saúl Menem y el ocaso de Saúl Ubaldini. Sus líderes históricos, eternizados en la conducción de los gremios, ineptos para cualquier batalla, corrieron la suerte de todo organismo emasculado: engordaron.

En su mayoría, los críticos de Menem suelen asociar su legado negativo a su supuesta adhesión al socorrido neoliberalismo. Pero no pueden explicar qué parte del neoliberalismo le exigía liquidar los ferrocarriles. O eliminar la educación técnica. O entregar al extranjero los recursos pesqueros y mineros. O ceder YPF a los españoles. O muchos otros ejemplos similares que guarda la memoria colectiva. Todos y cada uno deben explicarse seguramente de otra manera, que probablemente comience con un susurro halagador al oído de Menem, como el que le dedicó el ex rey Juan Carlos en beneficio de Repsol.

El menemismo no perduró como corriente política, pero hizo escuela. En agosto de 2001, desde la prisión donde cumplió más de una década de condena por su levantamiento de 1990, Seineldín le escribió a Menem: “Debo recordarle que para recuperar lo que usted destruyó en diez años se necesitarán por lo menos sesenta años, y cuatro generaciones trabajando a fondo”. Pronto se va a cumplir un tercio de ese plazo, y el proceso de desintegración de la nación argentina, iniciado por los militares, continuado por Alfonsín, institucionalizado por Menem y perfeccionado por sus herederos kirchneristas y macristas sigue su marcha posmoderna hacia un nuevo orden no decidido por sus ciudadanos.

 

Publicado originalmente el 15/02/2021 en https://gauchomalo.com.ar/carlos-menem-1930-2021/  , “El sitio de Santiago González”

Santiago González

 

 

LOS ESTADOS Y SUS ESTRATEGIAS INTERNACIONALES

Agustín Saavedra Weise*

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Todo actor que opera en el sistema internacional tiene un conjunto de intereses que busca defender y promover mediante la utilización de recursos disponibles. También enfrentará en simultáneo un conjunto de rivalidades o amenazas provenientes de diversos sectores. Estos actores (básicamente estados y organismos de diverso tipo) erogarán recursos para proteger y promover sus intereses en un crudo sistema mundial en el que no se garantiza ni el éxito ni la supervivencia.

Para sostenerse en ese duro contexto hace falta disponer de un concepto estratégico global y de estrategias diversas capaces de enfrentar los distintos escenarios que se presentan, los que pueden ser de cooperación, de alianzas, rivalidades, tensiones mutuas y hasta enfrentamientos o terrorismo. Un estado sin estrategias claras no podrá sobrevivir ni intentar prosperar en el duro mundo de este tercer milenio; para triunfar y permanecer en escena deberá disponer de estrategias en función de su interés nacional que garanticen su éxito particular o, por lo menos, lograr que su existencia no esté amenazada.

El mismo término “estrategia” es flexible, pues bien podemos referirnos a la “gran estrategia” (estrategia global) como a las estrategias de menor cuantía orientadas hacia diversos escenarios. Todo país que se precie de serlo debe tener un concepto de gran estrategia y estrategias menores diferenciadas, al margen de ser siempre cambiantes en función de las circunstancias.

Como ya lo mencioné hace muchos años (1979) siguiendo la línea trazada por Sir Michael Howard, la estrategia tiene cuatro dimensiones básicas: operacional, logística, tecnológica y social. Según el escenario de coyuntura —sea este bélico, comercial, diplomático o de alguna otra naturaleza— prevalecerá una u otra de las dimensiones, pero éstas deben estar perfectamente sincronizadas en función del objetivo final: triunfar, empatar o perder con el mínimo costo.

Todos los expertos reconocen que el objetivo de la mayoría de los estados se centra en mantener su independencia e integridad; en otros casos estará orientado a extender su influencia y algunos procurarán conquistas para extender dominios o acrecentar influencia. Las herramientas materiales clásicas a disposición han sido siempre tres: poder militar, riqueza y aliados. A ello debe agregarse el potencial en materia de habitantes, nivel educativo, recursos naturales, cultura cívica y ventajas o desventajas geopolíticas.

Por debajo de la estrategia, las “tácticas” son movimientos menores que en conjunto configuran al concepto estratégico de “x” coyuntura. Además, debe haber lugar para lo impensable, para lo que ocurre sin planificar o prevenir; puede ser desde un desastre natural hasta cualquier otra contingencia extraordinaria. Lo importante es reconocer que las estrategias son flexibles y generan acciones en muchos ámbitos, desde lo militar hasta lo político, electoral, comercial, etc.

Los estados con estrategias claras y constantes en su mayoría triunfan aun siendo pequeños, ya que mantienen presencia activa en el concierto mundial, son neutrales y se los respeta; caso Uruguay, Suiza, Costa Rica o Bélgica, por citar algunos ejemplos. Por el contrario, estados ideologizados y enredados en pugnas internas, o que procuran “descolonizaciones” en marcos de fanatismos étnicos, religiosos u otros, casi siempre terminan siendo dominados o se estancan. Es una verdad irrefutable en el concierto planetario de nuestros días. Tomemos nota.

 

*Ex canciller, economista y politólogo. Miembro del CEID y de la SAEEG. www.agustinsaavedraweise.com

Publicado originalmente en El Deber, Santa Cruz de la Sierra, https://eldeber.com.bo/opinion/los-estados-y-sus-estrategias-internacionales_224197