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LOS MALES DEL OJO EN LA POBLACIÓN DE LAS ZONAS ALTAS

Francisco Carranza Romero*

El libro “Oftalmología en la altura” (2019, Lima) llegó a mis manos autografiado gracias a la generosidad de su autor, el doctor Daniel Enrique Haro Haro. Apenas hojeando vi hermosas fotos del paisaje andino (naturaleza y personas) y los ojos enfermos. Además, los cuadros estadísticos que dan objetividad a la investigación.

En el primer párrafo de la Introducción el autor, natural de Carhuaz (provincia del Callejón de Huaylas, Áncash), declara: “[…] durante más de medio siglo dediqué mi labor a estudiar la patología ocular más frecuente de la población andina del Perú” (p. 13). Cita el principio quechua: Alli yachay, alli munay, alli ruray (Pensar bien, querer bien, hacer bien). La gente andina vive según su realidad natural y cultural: con poco oxígeno (hipoxia), clima frío, sequedad, lejos de la ciudad capital, sin la buena atención en la educación, medicina, vías de comunicación, etc. Pero el autor, por ser un andino describe con conocimiento y emoción la realidad geográfica y cultural de la región andina del Perú. Y yo, un lector sin formación en Medicina de la escuela europea, a pesar del uso frecuente de los tecnolectos médicos (la mayoría procedente de la lengua griega), he mantenido la lectura a buen ritmo porque tengo la experiencia vivencial sobre los males del ojo y su curación por ser nativo de un pueblo a 3300 msnm, y por ser hablante e investigador del quechua y de la cultura andina. Durante el proceso de la lectura he recordado también las clases de latín y griego que estudié en la secundaria.

Los lugares más específicos de la investigación son: Hospital Arzobispo Loayza, Hospital Dos de Mayo (en Lima); Morococha (4540 msnm), Cerro de Pasco y Callejón de Huaylas.

El libro está dividido en cuatro partes con los capítulos que, como los ríos andinos, continúan sin detenerse hasta llegar al capítulo XVIII que es el último. Al final de cada capítulo está la bibliografía correspondiente al tema tratado.

La primera parte. Es la ubicación del área de estudio, y tiene tres capítulos. Aquí se hace referencia al geógrafo peruano Javier Pulgar Vidal quien diferencia los pisos ecológicos en Perú de menos a más altitud con palabras quechuas castellanizadas:

  1. Chala: De 0 a 500 msnm.
  2. Yunga: De 500 a 2300 msnm.
  3. Quechua: De 2300 a 3500 msnm.
  4. Suni o jalca: De 3500 a 4000 msnm.
  5. Puna: De 4000 a 4800 msnm.
  6. Janca: Desde 4800 msnm.

El soroche o el mal de la altura es de dos tipos: Mal de Montaña agudo (MMA) o “enfermedad de Hurtado”, Mal de Montaña Crónico o “enfermedad de Monge”. Son referencias a los que estudiaron este mal (Alberto Hurtado Abadía, Carlos Monge Medrano, pioneros de los estudios de los males de la altura a más de 3000 metros).

La segunda parte. Es la más extensa, desde el Capítulo IV hasta el Capítulo XII, trata de la repercusión del medio ambiente en el ojo. “En la sierra se suma al efecto de los rayos UV, la hipoxia de la altura, la sequedad ambiental y el frío intenso en las variaciones del segmento anterior del ojo y sus anexos” (p. 53). Se refiere al oscurecimiento (melanosis), formación de placa áspera (xerosis), conjuntivitis y carnosidad (pterigión). También habla del surumpi (léxico quechua que se refiere a oftalmia de nieve), irritación de los ojos por el reflejo de los rayos solares en la capa blanca y cristalina de la nieve. A mayor altitud, más radiación ultravioleta. Por eso, los mayores, cuando se camina sobre los campos cubiertos de nieve, advierten a los menores: Surumpi tsarishunkimantaq (Cuidado que te afecte el surumpi) o la forma más escueta: Surumpitaq (Cuidado con el surumpi).

Sobre el tracoma ocular (infección bacteriana) dice: “En el Perú no es endémica, solamente se encuentra en algunas comunidades pequeñas de la selva alta y en algunas poblaciones de la sierra” (p. 69). El crecimiento de la pestaña dentro del ojo (triquiasis) y el doblamiento del párpado inferior hacia adentro (entropión) nos hace recordar estos problemas que hemos visto. Sobre la carnosidad en los ojos dice con conocimiento de causa: “El pterigión, afección ocular común en el Perú, tiene una connotación importante en la sierra, no por la gravedad de sus síntomas y signos, ni por las dificultades en su tratamiento quirúrgico, sino por la falta de atención primaria de salud ocular y la inequidad por parte del Estado en la atención de miles de pobladores de los andes, convirtiéndose en causa importante de ceguera” (p. 84).

Al tratar sobre el glaucoma dice que a mayor altura menos glaucoma; pero, advierte: “En el Perú, se calcula que el 20% de ciegos es por causa del glaucoma y se considera que igual porcentaje de la población… está en peligro de contraer esta terrible enfermedad. Por estas razones, el glaucoma debe ser detectado a tiempo” (p. 104). Para lo cual, el paciente del área rural debe viajar a la urbe.

Los ojos no sólo se enferman por los factores geográficos, también por los hábitos de la vida: comida, higiene, vivienda, relación con los animales domésticos y métodos curativos.

La gente de los lugares alejados de la ciudad a donde no llega el médico desarrolla sus propios tratamientos de terapia con aciertos y desaciertos. Es el caso del macerado del polvo de la semilla de chirimoya en alcohol o ron que sirve para matar los parásitos. El pediculus no sólo afecta al pubis (pediculus pubis), a la cabeza (pediculus capitis) también a la pestaña y párpado (pediculus oculi). Si, por matar este parásito, se aplica el macerado, éste puede entrar al ojo causando la quemadura corneal (queratopatía). Por esta razón se necesita orientar bien a la población sobre sus tratamientos de salud; pero, para hacer esta labor didáctica hay que usar el código común de comunicación, dar la muestra de querer servir, y evitar la actitud de un sabihondo supremacista.

La cisticercosis ocular es por el quiste que penetra al ojo por la ingesta de huevos de cisticerco (verme o gusano) en alimentos contaminados (carne de cerdo mal cocida, verdura regada con agua contaminada) y por no lavarse las manos antes de la comida.

La tercera parte. Abarca desde el Capítulo XIII hasta el Capítulo XVI. Trata sobre el color de la retina más oscura de la gente de la altura. “La mácula tiene mayor brillo en comparación con la de las personas del nivel del mar, algunos con coloración oscura que le da un aspecto singular de halo por el aumento de la vascularización perimacular” (p. 127).

La verruga o el mal de Carrión fue epidemia que afectó a centenares de trabajadores en la construcción del ferrocarril central, 1870. El médico Daniel Alcides Carrión en 1885 se inoculó la sangre de un paciente para conocer mejor el proceso del mal; y, gracias a su actitud valiente, se conoció la etiología, la fase febril y la medicina. Este mal también afecta a los ojos con granulomas que en quechua se llama tikti, que ya era muy conocido en el Perú prehispano como atestiguan las cerámicas mochicas. Y el causante es la bartonella baciliformis inoculada en el cuerpo humano por la picadura del mosquito hembra que vive en las áreas de clima cálido; por lo que, para pernoctar se debe usar repelente y evitar entrar a las casas abandonadas.

El hombre andino se jacta: “Estar en la altura, es estar cerca del cielo”; pero muy lejos de la asistencia del gobierno centralista y citadino. Y también a mayor altura, mayor retinopatía circinada (acumulación de la glucosa que es un elemento blanquecino semicircular). “El exceso de glucosa actúa sobre la pared vascular, afectando a la cédula endotelial, funcional y estructuralmente” (p. 150).

La cuarta parte. Abarca los capítulos XVI y XVIII donde el autor señala que Perú es un país pluriétnico y pluricultural, una realidad no sólo de ahora sino desde hace muchos milenios, resultado de muchas olas migratorias. Por eso, hablar de raza, es hablar de la cáscara y de la forma externa; porque la especie humana, en su estructura profunda, es la misma con las diferenciaciones por el lugar donde se vive por varias generaciones y por el modus vivendi.

Los yachaqkuna (los que saben) y los hampikuqkuna (los que curan) hacen su labor como sus ancestros milenarios ya que el servicio médico no llega a las áreas rurales. Ellos saben sobre el “ojeo” o el “mal del ojo” y cómo curar con ritos, sobes, brebajes y amuletos como las cintas rojas y los collares y chaquiras con semillas del huayruro. “La medicina tradicional en los Andes es aceptada culturalmente por todos sus pobladores y merece el respeto de la colectividad médica” (p. 164), doctor Haro dixit.

En el Post Scriptum expresa su gratitud a las instituciones como la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y la Universidad Peruana Cayetano Heredia y a las personas que le ayudaron en su formación profesional y en la publicación del libro.

El doctor Haro es consciente de la inequidad de la atención médica en Perú, dirigido más a la urbe capital del país y un poco a las urbes capitales de los departamentos. ¿La zona rural? Sobrevive gracias a la medicina tradicional mezclada con la experiencia terapéutica con plantas, minerales, ritos y creencias.

En Corea del Sur, me consta, existen las facultades de Medicina Oriental y de Medicina Occidental donde se preparan los profesionales para cuidar la salud de la gente. Cuando un paciente no puede ser tratado en una escuela, es recomendado para tratarse en la otra escuela. Lo importante es cuidar la salud humana. La medicina de la escuela asiática recurre a la medicina herbolaria, a la acupuntura (en todo el cuerpo o sólo en la mano), piropuntura (moxa), baños y masajes antes de recurrir a las drogas.

Ojalá (voz árabe) que, superando los prejuicios metodológicos de la curación, haya un acercamiento de los peruanos dedicados al servicio médico. El objetivo es prevenir los males, aliviar los dolores y preparar al ser mortal para terminar su existencia con dignidad.

 

* Investigador del Instituto de Estudios de Asia y América, Dankook University, Corea del Sur.

 

RÉQUIEM POR EL OBISPO IVO BALDI

Francisco Carranza Romero*

Por el periódico “La República” (12 de junio de 2021) me he informado que el sacerdote italiano Ivo Baldi Gaburri, obispo de Huari (Áncash), murió el 11 de junio, a causa del Covid-19, en la clínica San Pablo de Huaraz donde estaba internado durante diez días. Una víctima más de la peste que mata a mucha gente en Perú.

Este sacerdote, desde que llegó a Perú en 1975, prefirió hacer su labor sacerdotal en la sierra, siendo párroco de Piscobamba y San Marcos, área del Callejón de Conchucos. Desde diciembre de 1999 fue nombrado obispo de Huaraz. Desde 2008 hasta su deceso fue obispo de Huari.

Para comunicarse con los hispanohablantes no tuvo problemas porque su nivel en la lengua castellana era bueno por sus estudios realizados en Italia, y porque las lenguas italiana y castellana son románicas o neolatinas. Pero, como tenía que tratar también con la gente del área rural donde se hablaba más quechua que castellano, decidió aprender quechua para comunicarse con ellos. Gracias a su actitud sincera, valiente y sin ningún complejo de supremacismo pudo llegar a la población quechua. Se peruanizó, se cholificó.

Muchas veces salió de las oficinas parroquiales y episcopales dispuesto a informarse in situ y personalmente sobre el ambiente social, económico y cultural (creencias, ritos y el grado de religiosidad) de la población de las áreas rurales más alejadas. Él iba al encuentro de otros con la apertura mental y la voluntad de servir. Es que, cuando hay la voluntad de servir hay que esforzarse y salir de los despachos urbanos.

Siendo obispo de Huaraz visitó dos veces a la comunidad campesina de Quitaracsa, mi pueblo natal, en el extremo norte de la provincia de Huaylas. Esas visitas fueron antes de la construcción de la carretera por el proyecto de la Hidroeléctrica de Quitaracsa. Viajó muchas horas a caballo y a pie. Los quitaracsinos, durante mis visitas continuas, me contaron con mucha emoción y cariño cómo el “padre obispo Ivo”, (así lo llamaban), hablaba en quechua con ellos, y hasta sus homilías eran en quechua. Así podían entender mejor su mensaje. Los comparaban con algunos docentes que, aun sabiendo quechua, preferían usar el castellano para no tener mucha relación con la gente y los estudiantes. Y los docentes monolingües hispanos enviados a Quitaracsa no mostraban ningún interés de aprender la lengua de la comunidad. Además, seamos sinceros: En Perú la sociedad y la escuela son castellanizantes en todos los niveles. Y muy pocos peruanos respetan y aprecian la cultura nativa; excepto, cuando son de utilidad lucrativa. En nuestros diálogos entre quitaracsinos comparamos al “padre obispo Ivo” con las ilustres autoridades peruanas (subprefecto, prefecto y presidente regional) que nunca se animaron a conocer Quitaracsa porque no es una zona de número relevante de votos.

Él animó a las hermanas religiosas peruanas y extranjeras para ir a los pueblos más alejados donde también hay seres humanos interesados en el mensaje evangélico. Por él llegaron a Quitaracsa un grupo de seminaristas y sacerdotes italianos que participaron en la renovación de la capilla y en la construcción de unas aulas para la escuela. Esos visitantes italianos también entraron en las labores de los campesinos: siega de cebada y trigo, trilla, fabricación del adobe, construcción de paredes, techado, etc. Y los domingos, después de la misa, jugaban el partido de fútbol con los quitaracsinos. Como resultado de esa visita el sacerdote Roberto Borroni escribió el libro “Quitaracsa [Perú]: muchas pequeñas historias para una buena compañía = Kitaracsa, shumaq aruypaq, ichishaq kawaykuna”, 2005, Mantua, Sistema Bibliotecario Ticinese. Y me escribió contándome sus experiencias y del trato familiar que habían recibido él y sus acompañantes.

La noticia del fallecimiento del “padre obispo Ivo”, realmente entristece a los que lo conocieron y lo recuerdan con cariño y gratitud. Y yo, en nombre de mi comunidad, le digo: Wawqi Ivo, nuqakunawanmi wiñay wiñay kawanki (Hermano Ivo, tú vivirás por siempre con nosotros).

 

* Investigador del Instituto de Estudios de Asia y América, Dankook University, Corea del Sur.

El Padre Leonardo Castellani y la siempre actual “Corte de Faraón”

Siguiendo la sana costumbre de tratar de releer a quienes pensaron una Argentina distinta, una Argentina pujante y nacionalista, me encontré con esta maravillosa obra y la quiero compartir con Ustedes:

La justicia de este país se está mostrando bastante deficiente. Siendo como soy pueblo pobre, estaba inclinado a escribir: “Se está mostrando horrorosamente falluta.” Pero como al escribir cumplo una función pública, me modero en mis sentimientos particulares y aporto el ajustado adjetivo deficiente; calificativo que pocos habrá se atrevan a contestar. Si yo no digo ni siquiera eso, se levantarán a clamarlo las piedras. Y será peor.

Días pasados, un amigo me dijo:

—Le aviso que vaya con cuidado y no se meta en honduras.

Yo le contesté: —Cuando me dio el estado que tengo, el Obispo me metió en una gran hondura. Después de esa hondura, ¿qué me pueden hacer a mí las honduras? Me podrán sacar de mi casa, pero no me pueden sacar de mi barrio. Yo vivo en Villa Devoto. Otra cosa sería si en la Argentina fusilaran a los periodistas. Y aun entonces quedaba aquella otra sentencia: No temáis a los que pueden matar el cuerpo.

La Justicia argentina aparece deficiente al pueblo pobre en su parte baja, en su parte media y en su parte alta. En su parte baja está representada por la Comisaría y el Juzgado de Paz. Sabemos nosotros los periodistas lo que son los comisarios bravos.

La Justicia de Paz fue pensada en nuestro país con el intento de brindar una justicia rápida, sencilla y conciliatoria, es decir, más arbitral que formalista: como el sheriff y el squire de los anglosajones. Se ha convertido en tan complicada como los otros tribunales más altos, en una maquinaria compleja que deja por patentes fisuras puerta libre a la iniquidad.

El otro día estuve hojeando con un joven jurista un abultado expediente de un juicio de sucesión en San Antonio de Areco; y la impresión desprendida era bastante peor que desconsoladora. Murió una viuda y dejó 10 hijos menores, una casa de 3.000 pesos y tres deuditas de 300 pesos en todo. Un procurador de pueblo, que ni siquiera es procurador recibido, vio oportunidad de trabajo y puso en movimiento la máquina legal, ejecutando a la sucesión para pagar los 70 pesos del panadero, los 120 de impuestos territoriales, los 90 del entierro y … sus honorarios. Se remató la casa en 900 pesos. Se pagó al rematador, al procurador, se pagó el otro pico, el sellado y demás gastos causídicos; y cuando se acabó el último centavo se acabó de golpe también el expediente, que iba navegando majestuosamente por fojas 73. Llamaron a la hermana mayor (que como dije, era menor) y le dijeron: —Alaba a Dios: ya no tienes deudas. —¿Y mi casa? —Alaba a Dios: tampoco tienes casa. —¿Y dónde vivo yo ahora con los chicos? —Alaba a Dios: has servido de materia al ejercicio de la precisión técnica de la Justicia argentina; hemos hecho brillar el Código de Procedimientos. —No alabo a Dios nada —dijo ella y se fue.

Se fue a vivir de la caridad pública, para hacer cumplir monstruosamente lo que dice la Escritura se verifica en la sociedad cristiana: “Se abrazaron y se besaron la justicia con la caridad”. Yo me quise enojar, como Quijote que soy, pero me aseguraron que hay centenares de casos así en esta nación doliente; y yo no puedo enojarme centenares de veces, por más que Dios Nuestro Señor, a quien remito el caso, pues para mí viene a ser como una corte Suprema, tiene nervios para eso y mucho más.

En la parte media falla la justicia porque muchísimos crímenes quedan sin castigo, y no crímenes cualesquiera, sino muy grandes. Para qué vamos a enumerarlos. En la Edad Media, como advierte el jurisconsulto Renault, la judicatura tenía esta condición, que los crímenes más bien se escondían al pueblo y los castigos se propalaban, y hasta a veces (por un principio de pedagogía social) se espectaculizaban. En la Edad Moderna, a la inversa, se espectaculan y pasquinizan los crímenes y se ocultan los castigos; lo cual a veces no es costoso, porque no hay nada que ocultar. O bien el reo ocultamente se va a Ushuaia a podrirse el alma y el cuerpo; o bien, ocultamente ha hecho su jueguito de sobornos, o de chicanas, o de influencias o de procedimientos; y se ha zafado como una anguila, a veces sin dejar en las zarzas ni siquiera un rasguño de su buen nombre y honor. Se ha hecho un pronunciamiento militar para “castigar a los culpables y rehaber los bienes mal habidos»; y ahora va resultando que todos son muy honrados y la capa no aparece. Sinceramente creo (y corríjanme si yerro) que un individuo que premeditadamente asesina a un vigilante en ejercicio de su vigilancia, debe ser fusilado. Si ese crimen fue provocado por atropellos o torturas por parte de algún guardián de la ley, este también debe ser fusilado, no una sino dos veces. De lo contrario, volvemos a la ley de la selva.

Un anciano y sabio sacerdote irlandés me decía días pasados que la supresión de la pena capital del sistema jurídico argentino, le parecía no sólo contraria a la sabiduría cristiana, sino también al simple buen sentido. No hay derecho que un hombre de 25 años elimine a un padre de 6 hijos por puro gusto de hacerse el comunista, haga después 17 años de cárcel no muy dura, y salga tan tranquilo a los 42 años mucho más comunista que antes. En efecto, el presidio no regenera sino empeora; en tanto que ese gran acto de vida política, que es una sentencia capital bien dada, tiene la virtud de quebrantar casi infaliblemente con su peso mayestático el hábitus criminal y hacer reconocer al reo actual y a los innumerables reos potenciales (que somos todos los hombres) el horrendo rostro del error y la injusticia. Y al hacérselo reconocer lo salva, según la doctrina de Platón en el Gorglas, de que la injusticia es el máximo mal del hombre; y para limpiarse y librarse de ella por medio de la metanoia, el precio de la misma vida no es demasiado. Lo peor de todo es que esta deficiencia o ineficacia de la justicia parece haberse corrido a la parte suprema.

La Corte Suprema en nuestro país no parece haber sido nunca muy suprema; y ahora parece como impotente delante del duro y oculto poder del Becerro de Oro. Un proceso de desacato contra nuestro ponderoso Presidente —quiero decir, el Presidente actual del diario— ha llamado peligrosamente la atención del público que piensa sobre la función real de este Tribunal, ocupado ahora en defender a un interés extranjero llamado Rongé. Jamás, que nosotros sepamos, la Corte Suprema ha producido un acto de justicia suprema, la defensa de un derecho natural conculcado: como por ejemplo la defensa del derecho natural y constitucional del padre de familia a dirigir la educación del hijo conculcado por el monopolio estatal de la enseñanza. Si se publicaran las acordadas de la Corte en sus 80 años de vida, no hallaría el pueblo en esos documentos herméticos y regiminosos un sólo gesto inteligible y grande: la posición de algún gran principio jurídico —un golpe certero a la insolencia desmesurada del mercader logrero, sea o no extranjero— el hacer tascar el freno de la ley a un multimillonario —la defensa heroica de la Nación contra alguno de esos grandes estupros de que ha sido víctima—, en fin, cualquier actitud en que aparezca el Juez y no el Legista, el Jefe y no el Intérprete, la gran espada luminosa y desnuda de la Justicia en vez del compás y la cinta métrica. Todas esas acordadas justifican el dicho cortante de un gran profesor argentino de que la Suprema Corte se ha mostrado sumamente competente para declararse incompetente. Una cosa es ser Corte, y otra darse corte.

Como me decía ayer mi portero: “Pero ese fiore, ¿es Fiore o es Fiorello?”  Si la Corte Suprema se convierte en un blocao del Becerro de Oro, y de su horrenda dominación en el mundo, es como si el Apostolado de la Oración se convirtiese en la Corte de Faraón. Cuando un supremo tribunal se vuelve opereta, siempre hay baile. Es peligroso conocer lo mentiroso que son los hombres antes de ser expertos de lo veraz que es Dios. David conoció ambos a la vez cuando dijo: “Ego dixi in excessu meo: Omnis homo méndax.” El pobre es capaz de sufrir, pero nadie es capaz de sufrir cuando piensa que a su pena no hay remedio. Nuestro pueblo está en camino de desanimarse de los hombres, sin ganar mayormente en confianza en Dios, como aquella muchacha que dijo: “No alabo a Dios nada.” Una Nación se juzga por su justicia. La justicia es uno de los nombres de Dios, el cual no es indiferente a que se lo santifiquen o se lo ensucien, porque Dios también tiene entre nosotros su buen nombre y honor. Un obispo nuevo dijo en un discurso que hizo al poblado el día del Reservista, que Dios nos iba a castigar si seguía entre nosotros tan mala la justicia. ¡Qué Dios lo desoiga al obispo! Pero temo que tiene razón.

Padre Leonardo Castellani
(22 de diciembre de 1944).

Parece mentira, un texto de hace 77 años que parece actual, casi nada ha cambiado, y lo que nos urge, indefectiblemente, es un cambio de raíz, como sociedad y no exento de ella, de nuestra casta política. Argentina está llamada a ser un país de primer orden, no lo hemos alcanzado porque viven poniéndonos palos en las ruedas, robándonos y conformando alianzas perniciosas. Es tiempo de cambio, “Nacionalismo o más de lo mismo”.

¡Argentina Despierta!

DyPoM

Por Der Landsmann para SAEEG

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