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EL FANATISMO, LA MÍSTICA Y EL PATRIOTISMO

Marcos Kowalski*

Imagen de Vicki Nunn en Pixabay

Existe un trastorno del carácter, una manera de ser, ciertamente anómala por el dolor y el daño que ocasiona, que está bastante extendido. Me refiero al carácter soberbio, a la personalidad desmesuradamente egoísta y ególatra, esto es, al narcisismo.

Cuando el narcisismo de las personas o de los grupos es excesivo, entonces creen, piensan y sienten que cualquier modificación o evolución propia es peligrosa. Por consiguiente, esperan siempre que el cambio sea el ajeno, de manera que para el narcisista el que debe cambiar tiene que ser el otro en el sentido de mejorar, ser compasivo o indulgente y demás cosas favorables para él.

Al igual que en el individuo singular, también en el seno de la comunidad, si el fanatismo se extiende, se observa, entonces, un potente narcisismo del grupo influyente. No es raro, por ejemplo, que en cualquier comunidad o en los grupos institucionales convivan sectores que se tengan por escogidos y se sientan exquisitos.

El fanatismo es una actitud que podemos entender como de narcisismo social, caracterizada por una adhesión intolerante a unos ideales que pueden llevar en algunos casos a conductas destructivas. En las personas fanáticas hay una amalgama de componentes afectivos (la exaltación emocional), cognitivos (el valor absoluto de las creencias) y comportamentales (las conductas impositivas contra quienes piensan distinto).

En el caso del fanatismo violento el proceso es el siguiente: a) una creencia victimista sirve de aglutinador de un grupo; b) hay una identificación emocional de cada sujeto con la creencia y con el grupo; c) se refuerza la homogeneidad grupal mediante la creación de un enemigo exterior, que puede ser una amenaza para el grupo propio; d) ese enemigo no es de los nuestros ni siquiera es “humano” como nosotros; y e) hay que destruir al enemigo en defensa propia.

Este fanatismo como sistema de creencias genera mucho fervor, cristaliza esperanzas y funciona como una droga cultural. El fanático se obnubila con una mentalidad sectaria y entre los componentes esta la violencia que genera el fanatismo, el odio y la glorificación de dicha violencia. Un fanático simplemente es una persona irreflexiva, vulgarmente un borrego. Fanáticos hay en todos lados, en la religión, las ideologías políticas, el deporte, etc.

La promoción de ideologías individualistas y materialistas como el liberalismo y el comunismo derivan en el narcisismo de las personas o de los grupos sectarios, que cuando es excesivo, entonces creen, piensan y sienten que cualquier modificación o evolución a su pensamiento único no es posible. Es el fanatismo propio de los que creen ser dueños de la verdad absoluta y solo les hacen el juego a los inescrupulosos que los manipulan.

Las personas, presionadas por la contracultura del individualismo que impulsa el narcisismo en los hombres, son más vulnerables al fanatismo y a la violencia cuando acumulan frustraciones repetidas procedentes de percibir que la soberbia personal de su narcisismo se enfrenta a una realidad diferente que les resulta hostil; y que contradice sus sentimientos produciéndole humillación y ansias de venganza que los convierte en “resentidos” sociales, entonces se les cae la autoestima y pasan a carecer de un proyecto existencial propio y de una identidad personal.

Las características psicológicas como sugestionabilidad, hipersensibilidad emocional, con poca disposición al razonamiento e intolerancia a las críticas, autoestima baja, impulsividad les generan una dependencia emocional de otras personas a quienes confieren un liderazgo incondicional.

Las actitudes fanáticas se aplican especialmente a la política. El fanático quiere creer a toda costa algo increíble. No se somete ante lo evidente, sino a lo que escapa a la racionalidad. Por ello, hay personas inteligentes y racionales en diversas facetas de su vida, pero que, en cambio, pueden ser fanáticas en otras, como en la política, que calman sus ansiedades personales.

En tiempos electorales este fenómeno es bien común, reflejado en la preferencia de líderes políticos en tener fanáticos y no copartidarios, como el fanático “solo ve lo que quiere ver” en sus caudillos, “ve” bondades inexistentes y en medio de escándalos políticos, funcionarios destituidos y condenados por la Justicia por inmoralidad administrativa y desfalco, solo ven persecuciones de adversarios.

Viviendo una realidad que nos les pertenece, negando toda crítica a ello y sobre compensándose a sí mismos., confunden lealtad con sumisión, convicción con creencia, poder relativo con poder absoluto, tolerancia con debilidad, flexibilidad con blandura, paciencia con inoperancia y entereza e integridad con fanatismo.

A diferencia de este fanatismo tonto y vulgar está el apasionamiento por hacer las cosas bien o acercarse a la perfección como lo es el bien común, la religión, el arte o la literatura o el cultivo de las ciencias, mediante una actividad espiritual que aspira a conseguir sus objetivos por diversos medios como ascetismo, devoción, amor, contemplación, etc. Es el misticismo.

El término mística hace referencia a un adjetivo relacionado con una palabra que proviene del verbo “myein” del griego que significa encerrar. Y, más específicamente, de la palabra “mystikós” que significa misterioso o arcano. Lo místico se refiere a un estado donde el alma humana se une a lo divino en el plano terrenal. Este estado de unión es muy propio en las religiones ya sean monoteístas, politeístas y no teístas.

Cuando hablamos de una persona como alguien místico, estamos haciendo referencia a un individuo que tiene un lado espiritual muy desarrollado, quizás más que el promedio de las personas, y que manifiesta esa espiritualidad o esa conexión con lo que está en la vida o más allá de la vida terrenal a partir de sus acciones tendientes a hacer proselitismo de sus creencias, pero sin imponerlas.

Si bien el verdadero místico es aquel individuo que a partir de su fe en Dios alcanza un estado de plenitud y de paz interior, en una deformación del concepto, en un sentido coloquial se dice que alguien es místico cuando tiene afición por cuestiones espirituales de cierta profundidad, cuando es un apasionado por alguna cuestión.

Es el caso del que posee, lo que este escriba denomina, la mística patriótica. El tema del amor a la Patria se ha descuidado con exceso. De una parte, los abusos históricos, y de otra, su invocación banal, han contribuido a lograrlo. Pero ni lo que se ha llamado la Patrolatria, ni el patrioterismo, pueden ser causa bastante para distraer nuestra atención del misticismo patriótico que no es otra cosa que el amor verdadero a la Patria.

El misticismo patriótico se nos presenta inicialmente como un deber, como una obligación con que la justicia nos interpela con respecto a la Patria, porque la Patria es la depositaria del bien común. El patriotismo como lealtad exigida parece obvio, porque la Patria, como dice San Agustín, (“De libero arbitrio” (XV, 32), debe ser considerada “como una verdadera madre”. Pero el patriotismo no es sólo, una obligación, es algo más.

Y es algo más porque se enmarca, no en el orden de la justicia, sino en el “ordo amoris”; y hay que explorar a fondo esta “orden del amor”, (el amor a la Patria), el sentimiento que se explica en forma coloquial como misticismo, para encontrar el patriotismo verdadero. En el “ordo amoris” sorprendemos un brote inicial en lo telúrico, en el patriotismo que San Agustín llamó amor sensual, afectivo, de ternura por la tierra nativa.

Pero creemos que no es aquí donde está la esencia del patriotismo, y por dos razones: porque si esta inclinación natural lo fuese, los hombres, como decía también el obispo de Hipona “cederían en patriotismo a las plantas, puesto que las plantas ganan a los hombres en apego a la tierra”; y porque el patriotismo delectatio, fruición, erotismo, concupiscencia, como Fichte le calificara, es pasajero porque se adhiere a lo fugaz, y el patriotismo, si es un amor auténtico, sólo “se despierta, inflama y reposa en lo eterno”.

Superando lo telúrico y para conducirnos al final a lo teándrico, otro tipo de amor, el amor intelectual, que no desconoce ni rechaza el afectivo primario, pues nada hay en la inteligencia que no se halle previamente en los sentidos, pero lo supera, porque, como dijo San Agustín: “juzgo de necesidad que la mente sea más poderosa que el apetito»” De este amor intelectual nos hablaron Spinoza y Legaz Lacambra, al pedir que los puntales del patriotismo se claven en lo intelectual. Pero, este patriotismo intelectual no es un patriotismo matemático, como lo veía Spinoza, y no sólo porque haya una poesía de los números y de las ecuaciones, sino porque, siendo una superación, que no supresión, del patriotismo telúrico, es un punto de apoyo en su línea ascendente, es decir, en su ánimo de perfección, en definitiva en su misticismo.

En la lógica del pensamiento que estamos desarrollando el primer peldaño nos permite pasar de los sentidos a la inteligencia, el siguiente peldaño nos eleva en el “ordo amoris”, de la inteligencia a la voluntad, porque sólo se quiere y se ama en serio lo que de una u otra forma se conoce (“Nihil volitum quin praecognitum”).

Este amor de voluntad, este amor místico,  tiene varias manifestaciones. Cuando se refiere a Dios se llama religión, cuando se refiere a los padres, respeto y piedad filial, y cuando se refiere a la Patria, patriotismo. En los tres casos, y cada uno a su manera, suponen, como decía Santo Tomás, una especie de culto.

Entonces lo que entendemos por misticismo patriótico, por patriotismo, es una manifestación de la “pietas” como virtud; Por eso, el II Concilio Vaticano (Gaudiam et Spes, número 75) desea que se cultive con “magnanimidad y lealtad el amor a la Patria”, y León XIII, en Sapientiae Christianae, escribe que el “amor sobrenatural a la Iglesia y el que naturalmente se debe a la Patria, son dos amores que proceden del mismo eterno principio, pues que de entrambos es causa y autor el mismo Dios”.

Cuando Cristo dice que amemos como Él nos ama, quintaesencia del cristianismo, lo que nos dice es que amemos con su mismo amor. Si el Cántico de las criaturas de San Francisco de Asís demuestra cómo es posible amar con amor de caridad al hermano sol o al hermano lobo, cómo el cristiano no ha de amar a su Patria.

Lo que ocurre, y aquí se hace preciso completar el pensamiento de León XIII, es que el amor natural a la Patria que puede exigirse a todo hombre, cuando se contempla en el cristiano, por la pietas, se sobrenaturaliza, y llega a su plenitud cuando la pietas, animada y vivificada por las caritas, que es el amor de Dios con que el cristiano debe amarlo todo, nos empuja a amar a la Patria con pasión, en definitiva, con mística.

Por el Amor divino, que eso es, en suma, la caridad. A este patriotismo de la caridad alude San Agustín cuando pide que “amemos al prójimo, y más que al prójimo a los padres, y más que a los padres, a la Patria, y más que a la Patria a Dios”; y el citado gran pensador, que tanta insistencia puso en el patriotismo intelectual, acaba hablándonos del “patriotismo encendido por un amor”, de un misticismo patriótico inflamado por la caridad.

La Patria y la nacionalidad son, como la individualidad, hechos naturales y sociales, fisiológicos e históricos al mismo tiempo; ninguno de ellos es un principio. Sólo puede considerarse como un principio humano aquello que es universal y común a todos los hombres; la nacionalidad separa a los hombres y, por tanto, no es un principio. Un principio es el respeto que cada uno debe tener por los hechos naturales, reales o sociales. La nacionalidad, como la individualidad, es uno de esos hechos; y por ello debemos respetarla todos y algunos sentir la mística del patriotismo.

Una patria representa el derecho incuestionable y sagrado de cada hombre, de cada grupo humano, asociación, comuna, región y nación a vivir, sentir, pensar, desear y actuar a su propio modo; y esta manera de vivir y de sentir es siempre el resultado indiscutible de un largo desarrollo histórico.

Por tanto, nos inclinamos ante la tradición y la historia; o, más bien, las reconocemos, y no porque se nos presenten como barreras abstractas levantadas metafísica, jurídica y políticamente por intérpretes instruidos y profesores del pasado, sino sólo porque se han incorporado de hecho a la carne y a la sangre, está en nuestra esencia humana pegada a los pensamientos reales y a la voluntad de las poblaciones.

Nuestro sentido Nacional, lleva inexorablemente a algunos hombres al misticismo patriótico que se dirige al otro término subjetivo de la relación la Patria. La Patria es, de nuevo recurriendo a San Agustín, “síntesis trascendente”; en un doble sentido, a saber: trascendente a aquéllos que la integran, para desempeñar una misión en la historia profana; pero trascendente también para, en esa historia profana, realizar una tarea dentro de la Historia Universal de la Salvación.

Pero debemos estar muy atentos, para no hacer derivar el misticismo por la Patria e incurrir en los errores que convierten al patriotismo en “patrioterismo” y retrotraer nuestro amor por la patria a una especie de fanatismo narcisista como el denunciado al inicio de este artículo, no debemos caer entonces.

En asepsia. Supone una actitud indiferente ante la Patria. Podría expresarse con estos términos: “me es igual”. Ni siquiera como delectatio la Patria me interesa. Utilitarismo. Hay dos frases latinas que reflejan un estado de ánimo semejante: “ubi bene, ibi patria” y “Patria est ubicunquae est bene” (la patria esta donde estemos bien).

Romanticismo. Mi Patria está allí donde se habla mi lenguaje (recuérdese la frase de Unamuno) o donde se puede vivir en libertad. Universalismo, puesto de relieve en el apátrida voluntario por considerarse ciudadano del mundo, “Patria mea tutus hic mundus est” (mi patria es el mundo).

Separatismo. Que, insistiendo en el principio del provincialismo y federalismo, en cuyo nombre se hizo la unidad de la Nación en el siglo XIX, trata de romper la unidad nacional e histórica ya existente en un crimen contra el espíritu de la Patria, y por ello imperdonable, traición, postulada últimamente incluso por grupúsculos se sedicente pueblos originarios y aun gobernadores provinciales.

Escatologismo. Alegado por quienes, so pretexto de la patria celestial futura, tienen un concepto despreciativo del mundo y olvidan que aquella patria celestial, como el Reino de Cristo, aunque no sean como las patrias y los reinos de este mundo, se incoa y se construye en este mundo, y que por ello las cosas del mundo y las patrias de este mundo, no pueden abandonarse y dejarse en las manos de los enemigos.

Las desviaciones, pecados o errores del patriotismo deben ser descartados. Ni siquiera una situación de enfermedad, decadencia o envilecimiento de la Patria debe menoscabar el patriotismo. En una época, como la actual, en que la Patria sufre en su alma y en su cuerpo, los patriotas están obligados a poner en juego más que nunca un misticismo en defenderla.

Todo este misticismo, todo este patriotismo, que parece llevarnos a una galaxia irreal o lejanísima, resulta extremadamente lógico. Dice San Pablo (Rom. 5,5) que la caridad es el amor que Dios ha derramado en nosotros. Ese amor no se derrama para salpicar en el corazón y perderse en el suelo, ni para dejarlo secar a la intemperie, sino para fecundarlo y con ese corazón fecundado, que deja de ser un corazón de piedra, amar también a la Patria.

Que el patriotismo alcanza su plenitud como expresión de las caritas, de la entrega generosa del “ágape”, aparece a todas luces en aquellas lágrimas de Jesucristo ante la dureza de corazón de su pueblo (Luc. 19,41). Si el cristiano ha de hacer suyos los sentimientos del Redentor, uno de ellos es, sin duda, el patriotismo.

Ahora bien; el patriotismo, así contemplado, no sólo puede pedir el sacrificio supremo de la vida, sino el sacrificio diario del trabajo. Una Patria puede estar en peligro no sólo como consecuencia de una invasión militar, sino por obra de otro de tipo de invasiones. La ideológica, que le hace perder su identidad.

La invasión ética, que trata de corromperla, la económica, que busca someterla a dependencia colonial. Entender que sólo tratándose de la invasión militar hay que aprestarse a la lucha, es un error. Estar en vigilia tensa, a la intemperie, para que la Patria no pierda su talante especifico, ni sus cotas morales, ni su propia naturaleza, es un postulado esencial del patriotismo.

 

* Jurista USAL con especialización en derecho internacional público y derecho penal. Politólogo y asesor. Docente universitario.

Aviador, piloto de aviones y helicópteros. Estudioso de la estrategia global y conflictos.

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FE Y CIENCIA. REFLEXIONES Y ESPIRITUALIDAD EN TIEMPOS DE PANDEMIA.

Marcelo Javier de los Reyes* 

 

Loado seas mi Señor, por nuestra hermana,

la madre tierra,

la cual nos sustenta y gobierna,

y produce diversos frutos con coloridas flores

y hierbas.

Cántico de las Criaturas

Escritos de San Francisco.

 

Albert Einstein y Georges Lamaître en Pasadena, California, en 1933

Suele decirse que la fe y la razón serían incompatibles o, al menos, inconciliables. Eso nos lleva a pensar que la ciencia tampoco se lía bien con la fe. En este sentido, es justo mencionar que el Papa Juan Pablo II inicia su encíclica Fides et ratio (1988) expresando: “La fe y la razón (Fides et ratio) son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad”.

En su mayoría, los hombres de ciencia consideran que la Creación es un hecho natural del cual no ha participado Dios. Entonces eso de que “Al principio Dios creó el cielo y la tierra…” (Gn 1:1) sería algo que queda reducido a la fe. Aquí vale una aclaración: ¿qué entendemos por fe? La fe es la creencia en las realidades invisibles. Esto entonces la alejaría aún más de la ciencia pero la verdad es que la Biblia no es un libro que hable de arqueología ni es un libro científico. El autor del libro del Génesis nos dice en forma poética que el universo tuvo un inicio y que Dios fue su creador. En realidad, el libro del Génesis es un relato teológico acerca de la creación del universo (Gn 1:1-2; 2:4-6) y sobre la creación de las plantas y de los animales acuáticos (Gn 1:3-19), sobre la creación de los animales terrestres (Gn 1:24-25) y sobre el ser humano (Gn 1:26-31, 2:7).

En consecuencia, desde un punto de vista teológico, Dios es el creador de la fe y de la razón humana, por tanto, éstas no pueden oponerse entre sí. No obstante, la discusión entre fe y ciencia encuentra un hito significativo a partir del momento en que Nicolás Copérnico (1473 – 1543) formula la teoría heliocéntrica en su obra De revolutionibus orbium coelestium, en oposición a la teoría geocéntrica, vigente en su época, que consideraba que los cuerpos celestes orbitaban alrededor de la Tierra.

Encuentros de la fe y la ciencia en una persona

Nicolás Copérnico fue un científico que pasó a la historia por sus conocimientos en el campo de la Astronomía pero cursó estudios de Derecho y Medicina y también escribió tratados de Economía. Dominaba cuatro idiomas y además era un monje católico[1].

Todos en la escuela estudiamos en Botánica las leyes de Mendel, en homenaje a Johann Mendel (1822 – 1884), cuyos experimentos llevaron al descubrimiento y desarrollo de la herencia genética en las plantas. Sus leyes constituyeron el punto de partida de la genética, una rama esencial de la biología moderna. En 1843 Johann Mendel ingresó en el monasterio agustino de Königskloster, cercano a Brünn —actual Brno, República Checa—, donde tomó el nombre de padre Gregor con el que también pasaría a ser conocido en la historia. Gregor Mendel, considerado el padre de la genética, fue ordenado sacerdote en 1847.

Al principio de este escrito hice referencia a la Creación, la cual se ha constituido uno de los temas de debate entre los hombres de ciencias y los hombres de fe. Al respecto me permito citar al filósofo austríaco Paul Karl Feyerabend (1924 – 1994), quien en su libro Adiós a la razón se refiere a la discusión sobre la Creación, así como de otras cuestiones en la que los científicos han acallado otras voces:

La “victoria” de la evolución, la sustitución de la autoridad de la iglesia por la autoridad de los científicos, educadores, intelectuales del montón, la expulsión del alma en psicología, la eliminación de la medicina tribal de la praxis médica en el siglo XIX, la decisión de los teólogos de no seguir interfiriendo en los debates sobre la estructura del universo material sino de dejar dichas materias a los científicos, todo esto han sido victorias políticas en el sentido descrito.[2]

Una de las teorías que fortificó la posición de los científicos en torno a la Creación fue la del Big Bang, la cual se basa en la expansión del universo a partir de un punto, en contra de la idea establecida en su época de que el universo era estático. La que luego fue denominada Ley de Hubble (1929) —en homenaje a Edwin Powell Hubble (1889-1953)— fue primeramente expresada por el físico y matemático belga de la Universidad de Lovaina Georges Lemaître (1894 – 1966), quien lo hizo en 1927. Sin embargo, el científico belga nunca intentó reclamar el derecho de primer descubrimiento sobre la teoría del Big Bang.

A fines de 1932, Lemaître fue al CALTECH (Instituto de Tecnología de California) en Pasadena, cerca de Los Ángeles, invitado por el ganador del Premio Nobel Robert Millikan, quien estaba profundamente interesado en la naturaleza y las propiedades de los rayos cósmicos[3]. En enero de 1933, Einstein fue a Pasadena y luego de una conferencia que Lemaître dictó allí, en la que explicó su cosmología atómica primitiva, el autor de la teoría de la relatividad expresó: “¡Esta es la explicación más hermosa y satisfactoria de la creación que he escuchado!”[4]

En 1934 Lemaitre recibió el premio científico más alto de Bélgica, el Premio Francqui, dos años después el Premio de Astrónomo Francés Prix Jules-Janssen y desde 1960 hasta su muerte fue presidente de la Academia Pontificia de Ciencias.

El padre Lemaître expresó:

Estaba interesado en la verdad desde el punto de vista de la salvación tanto como estaba interesado en la verdad desde el punto de vista de la certeza científica. Me pareció que había dos caminos que conducían a la verdad, y decidí seguirlos a ambos. Nada en mi vida profesional, nada de lo que he aprendido en ciencia y religión me ha hecho cambiar de opinión.[5]

El ingeniero de Telecomunicaciones Ignacio del Villar, en su libro Sacerdotes y Científicos. De Nicolás Copérnico a Georges Lemaître, también cita al monje Marin Mersenne (1588 – 1648) —a quien se considera el creador del concepto de “comunidad científica”—, al geólogo, anatomista y biomecánico Nicolás Steno (1638 – 1686)—quien, entre otros aportes científicos enunció las cuatro leyes fundamentales de la estratigrafía—, sacerdote danés que fue obispo y vicario apostólico en los países nórdicos, al jesuita Ruđer Bošković (1711 – 1787) quien elaboró la primera teoría atómica con un cierto fundamento y al sacerdote francés René Just Haüy —considerado el padre de la cristalografía—, quien Propuso la teoría de que los cristales minerales están hechos de bloques de construcción de tamaño molecular.

Es justo también mencionar al sacerdote italiano Giuseppe Mercalli (1850 -1914) —inventor de una escala alternativa a la de Richter para medir la intensidad de los terremotos— y al sacerdote benedictino húngaro Stanley L. Jaki (1924 – 2009), doctor en física y autor de varios escritos sobre la relación entre ciencia y fe.

El hombre, administrador de la Creación

Desde la teología se argumenta que Dios le encomendó al hombre la administración de su Creación. Le pidió que ejerciera su “señorío” sobre lo que Él había creado: “le diste dominio sobre la obra de tus manos, todo lo pusiste bajo sus pies” (Sal 8), escribió el salmista.

Bien, algún agnóstico o algún ateo podrán disentir con esto y en tal sentido podemos dejar de lado, al menos momentáneamente, el tema de la fe. Más allá de esta visión desde la fe, podemos acordar que el ser humano es el ser superior de la naturaleza y que es quien ejerce el dominio sobre la Tierra. Ahora bien, debemos preguntarnos, el hombre ¿es buen administrador de la Tierra? Por mi parte, mi respuesta es NO y sin duda que los ecologistas y muchos más coincidirán conmigo.

El comediógrafo latino Plauto (254-184 a. C.) en su obra Asinaria, expresó “Homo homini lupus”, “El hombre es un lobo para el hombre” —expresión luego repetida por Bacon y Hobbes—, idea con la que expresa que el hombre es para su semejante peor que las fieras. El hombre se muestra como el mayor depredador de la Naturaleza: depreda los bosques, las selvas y los mares; contamina los ríos, los océanos y la atmósfera; es el único animal que caza por deporte… Podría extenderme sobre estas cuestiones pero ya se ha escrito mucho sobre ello.

Su osadía mayor es jugar a ser Dios, manipulando genéticamente las semillas, clonando animales, creando peligrosamente una Inteligencia Artificial sin medir las consecuencias o manipulando virus, ora para encontrar la cura de alguna enfermedad, ora para crear armas biológicas. No sabemos fidedignamente si esta pandemia de COVID-19 es algo natural u obedece a una acción humana. Lo que sí está claro es que está entre nosotros por un acto humano, deliberado o no, y afirmaría que poco tiene que ver con la sopa de murciélago.

Como corolario

La pandemia de coronavirus ha paralizado al mundo. La mayoría de las actividades humanas han debido ser suspendidas. Muchos han observado que la que siguió trabajando fue la Naturaleza: diversos animales se animaron a ingresar en áreas urbanas mientras sus residentes estaban encerrados, los árboles dejaron de ser talados y hasta las aguas de una fantasmal Venecia se tornaron claras. Indudablemente, la Naturaleza comenzó a reparar lo que el hombre destroza.

Por otro lado, esta “prueba”, si bien puso el foco en ciertos sectores de la sociedad —las personas mayores y los pobres— se presentó para todos. Alcanzó a gobernantes como Boris Johnson y al descreído Jair Bolsonaro.

Las implicaciones sobre la democracia y el control social serían para otro artículo.

Esta dramática realidad que estamos viviendo debería alertarnos sobre lo que es capaz de causar el hombre cuando traspasa los límites de la ética. Del mismo modo, debería —y espero que así sea y a pesar que los templos están cerrados— despertar nuevamente la espiritualidad perdida. Porque el hombre tiene naturalmente tres dimensiones: la física, la intelectual y la espiritual. Desde el Renacimiento, cierta intelectualidad opera para neutralizar la dimensión espiritual del hombre o, en el peor de los casos, para reemplazar la fe o la religión por la ideología.

El conocimiento, en muchos casos ha sido mal empleado. Nuevamente recurro al filósofo Paul Feyerabend quien dijo que el ser humano debería utilizar el conocimiento

para resolver los dos problemas pendientes en la actualidad, el problema de la supervivencia y el problema de la paz; por un lado, la paz entre los humanos y, por otro, la paz entre los humanos y todo el conjunto de la Naturaleza.[6]

Sería deseable que esta triste experiencia que ha segado y continuará segando muchas vidas, sirva para un renacer de la dimensión espiritual del hombre y para que ejerza con responsabilidad su “señorío” sobre la Tierra.

 

* Maestro catequista. Licenciado en Historia (UBA). Doctor en Relaciones Internacionales (AIU, Estados Unidos). Director de la Sociedad Argentina de Estudios Estratégicos y Globales (SAEEG). Autor del libro “Inteligencia y Relaciones Internacionales. Un vínculo antiguo y su revalorización actual para la toma de decisiones”, Buenos Aires, Editorial Almaluz, 2019.

 

Referencias

[1] Ignacio del Villar. Sacerdotes y Científicos. De Nicolás Copérnico a Georges Lemaître. España: Digital Reasons, 2019 (Colección Argumentos para el s. XXI).

[2] Paul Feyerabend. Adiós a la razón. Madrid: Tecnos, 1992, p. 110-111.

[3] Dominique Lambert. “Einstein and Lemaître: two friends, two cosmologies…”. Interdisciplinary Documentation on Religion and Science (Pontificia Università della Santa Croce), <http://inters.org/einstein-lemaitre>.

[4] Ídem.

[5] “Quoi de neuf? #1: Georges Lemaître, le maître du Big Bang”. Louvainfo (Bélgica), <https://louvainfo.be>.

[6] Paul Feyerabend. Op. cit., p. 17.

 

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