Siguiendo la sana costumbre de tratar de releer a quienes pensaron una Argentina distinta, una Argentina pujante y nacionalista, me encontré con esta maravillosa obra y la quiero compartir con Ustedes:
La justicia de este país se está mostrando bastante deficiente. Siendo como soy pueblo pobre, estaba inclinado a escribir: “Se está mostrando horrorosamente falluta.” Pero como al escribir cumplo una función pública, me modero en mis sentimientos particulares y aporto el ajustado adjetivo deficiente; calificativo que pocos habrá se atrevan a contestar. Si yo no digo ni siquiera eso, se levantarán a clamarlo las piedras. Y será peor.
Días pasados, un amigo me dijo:
—Le aviso que vaya con cuidado y no se meta en honduras.
Yo le contesté: —Cuando me dio el estado que tengo, el Obispo me metió en una gran hondura. Después de esa hondura, ¿qué me pueden hacer a mí las honduras? Me podrán sacar de mi casa, pero no me pueden sacar de mi barrio. Yo vivo en Villa Devoto. Otra cosa sería si en la Argentina fusilaran a los periodistas. Y aun entonces quedaba aquella otra sentencia: No temáis a los que pueden matar el cuerpo.
La Justicia argentina aparece deficiente al pueblo pobre en su parte baja, en su parte media y en su parte alta. En su parte baja está representada por la Comisaría y el Juzgado de Paz. Sabemos nosotros los periodistas lo que son los comisarios bravos.
La Justicia de Paz fue pensada en nuestro país con el intento de brindar una justicia rápida, sencilla y conciliatoria, es decir, más arbitral que formalista: como el sheriff y el squire de los anglosajones. Se ha convertido en tan complicada como los otros tribunales más altos, en una maquinaria compleja que deja por patentes fisuras puerta libre a la iniquidad.
El otro día estuve hojeando con un joven jurista un abultado expediente de un juicio de sucesión en San Antonio de Areco; y la impresión desprendida era bastante peor que desconsoladora. Murió una viuda y dejó 10 hijos menores, una casa de 3.000 pesos y tres deuditas de 300 pesos en todo. Un procurador de pueblo, que ni siquiera es procurador recibido, vio oportunidad de trabajo y puso en movimiento la máquina legal, ejecutando a la sucesión para pagar los 70 pesos del panadero, los 120 de impuestos territoriales, los 90 del entierro y … sus honorarios. Se remató la casa en 900 pesos. Se pagó al rematador, al procurador, se pagó el otro pico, el sellado y demás gastos causídicos; y cuando se acabó el último centavo se acabó de golpe también el expediente, que iba navegando majestuosamente por fojas 73. Llamaron a la hermana mayor (que como dije, era menor) y le dijeron: —Alaba a Dios: ya no tienes deudas. —¿Y mi casa? —Alaba a Dios: tampoco tienes casa. —¿Y dónde vivo yo ahora con los chicos? —Alaba a Dios: has servido de materia al ejercicio de la precisión técnica de la Justicia argentina; hemos hecho brillar el Código de Procedimientos. —No alabo a Dios nada —dijo ella y se fue.
Se fue a vivir de la caridad pública, para hacer cumplir monstruosamente lo que dice la Escritura se verifica en la sociedad cristiana: “Se abrazaron y se besaron la justicia con la caridad”. Yo me quise enojar, como Quijote que soy, pero me aseguraron que hay centenares de casos así en esta nación doliente; y yo no puedo enojarme centenares de veces, por más que Dios Nuestro Señor, a quien remito el caso, pues para mí viene a ser como una corte Suprema, tiene nervios para eso y mucho más.
En la parte media falla la justicia porque muchísimos crímenes quedan sin castigo, y no crímenes cualesquiera, sino muy grandes. Para qué vamos a enumerarlos. En la Edad Media, como advierte el jurisconsulto Renault, la judicatura tenía esta condición, que los crímenes más bien se escondían al pueblo y los castigos se propalaban, y hasta a veces (por un principio de pedagogía social) se espectaculizaban. En la Edad Moderna, a la inversa, se espectaculan y pasquinizan los crímenes y se ocultan los castigos; lo cual a veces no es costoso, porque no hay nada que ocultar. O bien el reo ocultamente se va a Ushuaia a podrirse el alma y el cuerpo; o bien, ocultamente ha hecho su jueguito de sobornos, o de chicanas, o de influencias o de procedimientos; y se ha zafado como una anguila, a veces sin dejar en las zarzas ni siquiera un rasguño de su buen nombre y honor. Se ha hecho un pronunciamiento militar para “castigar a los culpables y rehaber los bienes mal habidos»; y ahora va resultando que todos son muy honrados y la capa no aparece. Sinceramente creo (y corríjanme si yerro) que un individuo que premeditadamente asesina a un vigilante en ejercicio de su vigilancia, debe ser fusilado. Si ese crimen fue provocado por atropellos o torturas por parte de algún guardián de la ley, este también debe ser fusilado, no una sino dos veces. De lo contrario, volvemos a la ley de la selva.
Un anciano y sabio sacerdote irlandés me decía días pasados que la supresión de la pena capital del sistema jurídico argentino, le parecía no sólo contraria a la sabiduría cristiana, sino también al simple buen sentido. No hay derecho que un hombre de 25 años elimine a un padre de 6 hijos por puro gusto de hacerse el comunista, haga después 17 años de cárcel no muy dura, y salga tan tranquilo a los 42 años mucho más comunista que antes. En efecto, el presidio no regenera sino empeora; en tanto que ese gran acto de vida política, que es una sentencia capital bien dada, tiene la virtud de quebrantar casi infaliblemente con su peso mayestático el hábitus criminal y hacer reconocer al reo actual y a los innumerables reos potenciales (que somos todos los hombres) el horrendo rostro del error y la injusticia. Y al hacérselo reconocer lo salva, según la doctrina de Platón en el Gorglas, de que la injusticia es el máximo mal del hombre; y para limpiarse y librarse de ella por medio de la metanoia, el precio de la misma vida no es demasiado. Lo peor de todo es que esta deficiencia o ineficacia de la justicia parece haberse corrido a la parte suprema.
La Corte Suprema en nuestro país no parece haber sido nunca muy suprema; y ahora parece como impotente delante del duro y oculto poder del Becerro de Oro. Un proceso de desacato contra nuestro ponderoso Presidente —quiero decir, el Presidente actual del diario— ha llamado peligrosamente la atención del público que piensa sobre la función real de este Tribunal, ocupado ahora en defender a un interés extranjero llamado Rongé. Jamás, que nosotros sepamos, la Corte Suprema ha producido un acto de justicia suprema, la defensa de un derecho natural conculcado: como por ejemplo la defensa del derecho natural y constitucional del padre de familia a dirigir la educación del hijo conculcado por el monopolio estatal de la enseñanza. Si se publicaran las acordadas de la Corte en sus 80 años de vida, no hallaría el pueblo en esos documentos herméticos y regiminosos un sólo gesto inteligible y grande: la posición de algún gran principio jurídico —un golpe certero a la insolencia desmesurada del mercader logrero, sea o no extranjero— el hacer tascar el freno de la ley a un multimillonario —la defensa heroica de la Nación contra alguno de esos grandes estupros de que ha sido víctima—, en fin, cualquier actitud en que aparezca el Juez y no el Legista, el Jefe y no el Intérprete, la gran espada luminosa y desnuda de la Justicia en vez del compás y la cinta métrica. Todas esas acordadas justifican el dicho cortante de un gran profesor argentino de que la Suprema Corte se ha mostrado sumamente competente para declararse incompetente. Una cosa es ser Corte, y otra darse corte.
Como me decía ayer mi portero: “Pero ese fiore, ¿es Fiore o es Fiorello?” Si la Corte Suprema se convierte en un blocao del Becerro de Oro, y de su horrenda dominación en el mundo, es como si el Apostolado de la Oración se convirtiese en la Corte de Faraón. Cuando un supremo tribunal se vuelve opereta, siempre hay baile. Es peligroso conocer lo mentiroso que son los hombres antes de ser expertos de lo veraz que es Dios. David conoció ambos a la vez cuando dijo: “Ego dixi in excessu meo: Omnis homo méndax.” El pobre es capaz de sufrir, pero nadie es capaz de sufrir cuando piensa que a su pena no hay remedio. Nuestro pueblo está en camino de desanimarse de los hombres, sin ganar mayormente en confianza en Dios, como aquella muchacha que dijo: “No alabo a Dios nada.” Una Nación se juzga por su justicia. La justicia es uno de los nombres de Dios, el cual no es indiferente a que se lo santifiquen o se lo ensucien, porque Dios también tiene entre nosotros su buen nombre y honor. Un obispo nuevo dijo en un discurso que hizo al poblado el día del Reservista, que Dios nos iba a castigar si seguía entre nosotros tan mala la justicia. ¡Qué Dios lo desoiga al obispo! Pero temo que tiene razón.
Padre Leonardo Castellani
(22 de diciembre de 1944).
Parece mentira, un texto de hace 77 años que parece actual, casi nada ha cambiado, y lo que nos urge, indefectiblemente, es un cambio de raíz, como sociedad y no exento de ella, de nuestra casta política. Argentina está llamada a ser un país de primer orden, no lo hemos alcanzado porque viven poniéndonos palos en las ruedas, robándonos y conformando alianzas perniciosas. Es tiempo de cambio, “Nacionalismo o más de lo mismo”.
¡Argentina Despierta!
DyPoM
Por Der Landsmann para SAEEG
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