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EL «NUEVO-VIEJO ORDEN» DE TRUMP II

Roberto Mansilla Blanco*

Imagen: gregroose en Pixabay

 

Empieza el nuevo gobierno de Donald Trump en la Casa Blanca con un perfil bastante similar al de su anterior mandato (2017-2021) pero políticamente más reforzado.

Tal y como había advertido, el anuncio de deportación de miles de inmigrantes ilegales realizada por Trump el día de su investidura como el 47º presidente de los EEUU este 20 de enero, calificando este como el «día de la liberación», confirma que las señales de identidad en este retorno del «trumpismo» siguen intactas.

Unas señas mucho más reforzadas políticamente, con una agenda global más uniforme y elaborada, aderezada por el apoyo y los intereses de una elite oligárquica y tecnócrata, principalmente proveniente de Silicon Valley, con pretensiones de carácter «futurista», en la que Elon Musk tendrá, a priori, un protagonismo clave a través de su ministerio de Eficiencia de Gobierno (sin desestimar a Jeff Bezos y Mark Zuckerberg), ampliando incluso su margen de actuación hacia nuevas perspectivas dentro de la industria militar y de defensa estadounidense.

Como hizo en 2017 con Barack Obama, en 2025 Trump ha mantenido inalterable su vocación de «pasar página» del legado de la administración anterior, en este caso de Joseph Biden. Mucho se ha hablado del tono revanchista que presagiaba esta toma de posesión de Trump en su retorno a la Casa Blanca. Sus declaraciones tras jurar la Constitución dejaron clara su visión de no olvidar el pasado. «El camino para volver no ha sido fácil (…) pero el 20 de enero de 2025 es el Liberation Day», dijo Trump antes de firmar unas 200 medidas y decretos de aplicación inmediata, bajo un ritmo frenético orientado mediáticamente a satisfacer las expectativas políticas y electorales previas.

Aupado por sus aliados internacionales, destacando aquí la presidenta de gobierno italiano Giorgia Meloni (cuya pretensión es convertirse en el eco del «trumpismo» en Europa), los presidentes de Argentina, Javier Milei, y El Salvador, Nayib Bukele, Mateusz Morawiecki, ex primer ministro polaco y líder en el Parlamento Europeo del grupo Conservadores y Reformistas, y el líder del VOX español Santiago Abascal (por su parte no pudo asistir el presidente húngaro Viktor Orbán, uno de sus principales aliados), Trump se prodigó en mensajes emocionales de corte subliminal: «La edad de oro de EE.UU comienza ahora» dijo toda vez la «mano dura» se prevé con la declaración de emergencia en la frontera con México, el final del pacto sobre energías limpias y una posición conservadora en materia de identidad sexual: «Habrá solo dos géneros, hombres y mujeres».

China: «en tiempos de paz, por si acaso prepárense para la guerra»

Vale la pena destacar la reacción que el regreso de Trump a la Casa Blanca generó en su principal rival geopolítico, China. Un día antes de la investidura, el vicepresidente chino Han Zheng se reunió con el nuevo vicepresidente estadounidense, J.D. Vance, a quien las cábalas políticas le otorgan el presunto papel protagonista de ser el sucesor de Trump y quien formaría parte de una supuesta logia “ilustrada y oscurantista”, aparentemente configurada como una importante base de poder del nuevo «trumpismo».

Desde Washington, Zheng aseguró que «China está lista para trabajar con EEUU para adherirse a la orientación estratégica de la diplomacia del jefe de Estado y dar seguimiento al importante consenso alcanzado entre el presidente chino, Xi Jinping, y el presidente electo Donald Trump, a fin de impulsar el desarrollo estable, sano y sostenible de los lazos bilaterales». Una declaración oficial que refuerza el tradicional tono pragmático y protocolario de Beijing, una apuesta por la conciliación, la distensión y el diálogo sin ocultar las bases inalterables e ineludibles de los intereses geopolíticos chinos.

Mientras Trump asumía su cargo, en Beijing, Xi Jinping, secretario general del Comité Central del Partido Comunista de China (PCCh), presidió una reunión del Buró Político del Comité Central del PCCh. Quedaba claro que no era una reunión casual: el objetivo era coordinar estrategias y afinar detalles concretos sobre lo que supone para China este nuevo período presidencial de Trump hasta 2029.

Un análisis de la agencia estatal Xinhua también revelaba estas claves sobre la relación entre China y EEUU con el regreso de Trump. Allí se explicaba que «aunque la relación entre China y EEUU está marcada por la cooperación, la competencia y, a veces, la tensión, cada vez más se caracteriza por la interdependencia. La cooperación económica y comercial se ha convertido en la piedra angular de los lazos bilaterales, con un comercio que ha crecido más de 200 veces. Las inversiones bilaterales han superado los 260.000 millones de dólares, con más de 70.000 empresas estadounidenses operando en China y generando ganancias anuales de 50.000 millones de dólares. Además, las exportaciones a China sostienen 930.000 empleos en EEUU». Aviso para navegantes desde Beijing ante las expectativas de aranceles proteccionistas por parte de la nueva administración de Trump.

De forma colateral, las amenazas de Trump hacia Groenlandia y el Canal de Panamá (sin olvidar Canadá) advirtiendo utilizar incluso la intervención militar para recuperar la soberanía estadounidense tienen en mente a China.

En Groenlandia está en juego la carrera geopolítica de poder por el control del Ártico, donde Rusia y China también juegan sus cartas. En el caso del Canal de Panamá, el objetivo es alejar a China del hemisferio occidental, en particular por su condición de socio comercial y de cooperación estratégica con varios países latinoamericanos (Brasil, México, Cuba, Venezuela, Bolivia, Nicaragua, Uruguay) y ante las expectativas de Beijing de avanzar en la concreción de otro canal, el de Nicaragua, que una al Atlántico con el Pacífico.

Consciente de que el «enemigo» en esta especie de «neo-guerra fría» es China, Trump deberá contemporizar entre mantener una posición de distensión y neutralidad con Rusia y, al mismo tiempo, intentar romper el eje euroasiático que lidera China, con unos BRICS en ascenso que precisamente observan a China y Rusia como socios económicos alternativos a la hegemonía «atlantista» que Trump quiere reconvertir en plenamente «estadounidense» o en todo caso «anglosajona».

El otro gran retorno: Trump y Putin

Si la reacción china ante Trump II es relevante, igualmente importante lo es la del otro gran actor global, Rusia. Al igual que su aliado chino, el Kremlin ha reflejado una posición de mesura y expectación con el foco en las previsibles negociaciones que lleven a una reunión de Trump con su homólogo ruso Vladimir Putin, con Ucrania en el epicentro de atención.

Como era de esperar, durante una reunión extraordinaria en Moscú del Consejo de Seguridad, Putin felicitó a Trump como 47º presidente de EEUU y se mostró dispuesto a reanudar los «contactos directos» con la Casa Blanca bajo la perspectiva de «evitar una Tercera Guerra Mundial». La alusión a una guerra mundial no es baladí en el imaginario histórico y político ruso. En su página de X, el ministerio de Exteriores ruso dejó claras cuáles son las prioridades de su país ante el contexto actual rememorando un hecho histórico como el 82º aniversario del levantamiento del sitio de Leningrado a manos del Ejército soviético tras 872 días de asedio nazi.

El comunicado del Kremlin ante la toma de posesión de Trump fue lo suficientemente elocuente y sugerente a la hora de emitir su mensaje en perspectiva geopolítica y una velada despedida a Biden: «por supuesto, saludamos ese espíritu y felicitamos al presidente electo de EEUU por su toma de posesión. Escuchamos las declaraciones del presidente electo y su equipo sobre el deseo de reanudar los contactos directos con Rusia, rotos por la Administración saliente no por nuestra culpa».

Por otra parte aumentan los preparativos por parte de la Administración Trump para una posible reunión con Putin con el foco en una eventual tregua en la guerra ucraniana. Con ello se evidencia el reseteo y la nueva era (que no necesariamente se prevé cordial) en las relaciones ruso-estadounidenses, muy diferentes al antagonismo preponderante durante la administración Biden por su irrestricto apoyo a Ucrania y su pretensión de luchar «hasta el último ucraniano» enviando ayuda militar y financiera cuando la guerra parece entrar ahora en una fase de tregua y negociación más favorable a los intereses geopolíticos y militares rusos.

Este contexto deja en una delicada posición a la pieza «atlantista» de Biden en Ucrania, el presidente Volodomir Zelensky, quien también participa en esta carrera de obstáculos y de preparativos para la presidencia de Trump aceptando negociar con Rusia (y sus ganancias territoriales) a cambio de un ingreso en la OTAN que se observa prácticamente imposible y. aparentemente, aún menos con Trump en la Casa Blanca.

Buscando complicidad orientada a ganar espacios ante esta negociación, Zelensky felicitó a Trump argumentando que «es un día de esperanza para la resolución de muchos problemas». Con todo, Zelensky prepara también su terreno político y personal: previo a la investidura de Trump acordó con Gran Bretaña un tratado de asociación de 100 años que establece la cooperación militar y tecnológica contra la «amenaza rusa».

Kiev teme que la previsible sintonía de Trump con Putin implique la degradación de la importancia estratégica del conflicto ucraniano y la expectativa de confirmar la insignificancia de Zelensky como líder político en la Casa Blanca. El impulso de un ultranacionalismo ucraniano legitimado ahora por una narrativa «heroica» de su resistencia contra el «invasor ruso» podría tener el beneplácito de una OTAN que precisa mantener la Kiev en su órbita de influencia.

Por su parte, la certificación de la presencia rusa en el Donbás, Zaporiyie, Mariúpol, territorios ya integrados desde 2022 en la estructura estatal de la Federación rusa (así como lo fue anteriormente Crimea desde 2014) puede intuir un reacomodo de equilibrios políticos dentro del Kremlin en esta nueva etapa presidencial de Putin hasta 2030, con el posible ascenso de una nueva élite de poder constituida por nuevos «oligarcas» y funcionarios actualmente establecidos en esos territorios y ocupados en la tarea de reconstrucción bajo la soberanía rusa.

Groenlandia, Europa y la crisis dentro de la OTAN

A la espera de lo que suceda con Ucrania en esta cumbre Trump-Putin aún en preparación salió inesperadamente a la luz la crisis de Groenlandia, la cual implica a dos miembros de la OTAN como EEUU y Dinamarca, en un momento estratégicamente delicado para la Alianza Atlántica, obsesivamente preocupada por el desafío que comprenden Rusia y China.

Esta crisis entre Washington y Copenhague ante las advertencias de Trump de pretender ocupar militarmente la enorme masa glacial pone en el foco el tantas veces mencionado artículo 5 de defensa común ante una hipotética agresión, que en este caso no sería exterior sino interna, aumentado así los recelos en Europa ante las intenciones de Trump de desarticular la cooperación trasatlántica, obligando a la UE a acelerar las expectativas de autonomía estratégica defensiva.

No sería por tanto descartable que Trump «tense la cuerda» con esta crisis por Groenlandia con la finalidad de advertir sus expectativas por diluir los compromisos de Washington con la OTAN y de que los socios de la Alianza aumenten exponencialmente el gasto militar incluso más allá del 2% del PIB acordado en la cumbre de Madrid de 2022. Trump pretende que ese gasto aumente al 5%.

Como ya se mencionó con anterioridad, el objetivo «trumpista» en Groenlandia también es geoeconómico motivado por los intereses empresariales en torno a los minerales existentes en las «tierras raras» así como ganar espacios en la carrera por el control del Ártico en la que Rusia y China ya tienen terreno abonado. Trump y Musk tienen aquí un interés específico.

Volviendo a Europa está por ver cuál será la óptica definitiva de la nueva administración de Trump, si seguirá siendo un aliado estratégico ante el eje euroasiático sino-ruso, un estorbo derivado de los compromisos estadounidenses en materia de seguridad o una avanzadilla para la consolidación de un «trumpismo» continental ya abonado en figuras como Orbán, Meloni, Abascal, Marine Le Pen, Gert Wilders, el FPÖ austriaco y la nueva estrella emergente de la ultraderecha populista europea, Alternativa por Alemania (AfD), formación a la que el propio Musk ha pedido el voto al electorado alemán en las elecciones generales de febrero próximo.

La internacional «trumpista» transatlántica aterrizaría así con bases firmes en Europa, cuestionando los compromisos militares vía OTAN, erosionando las estructuras institucionales de la Unión Europea y estableciendo un canal de transmisión con Rusia con la pretensión, a priori bastante improbable, de ejercer una brecha entre Moscú y Beijing que desarticule ese eje euroasiático igualmente consolidado tras la guerra en Ucrania.

América Latina, Oriente Medio y Asia Pacífico

La llegada de Trump a la Casa Blanca generó una vertiginosa «carrera contra reloj» por parte de los principales líderes mundiales a la hora de ganar posiciones ante la nueva administración estadounidense. Los efectos de esa «carrera contra reloj» se dejaron sentir con mayor impacto en Oriente Medio y América Latina.

Desde Cuba hasta Gaza observamos treguas, altos al fuego y liberación de presos políticos (en el caso cubano) y de rehenes (Hamás) En este último caso es de prever que Trump mantenga inalterable su apoyo irrestricto al primer ministro israelí Benjamín Netanyahu, cuyos conflictos regionales (Gaza, Líbano, Siria) contra el decaído «eje de la resistencia» (Hamás, Hizbulá, Irán) puede abrir nuevos canales de confrontación.

No deben pasarse por alto las suspicacias de Netanyahu con esta tregua de carácter táctico para ganar tiempo. Las presiones de los sectores ultranacionalistas dentro de la coalición de gobierno y su influencia en el estamento militar pueden alterar las condiciones de esta tregua, toda vez Netanyahu es consciente de que su sintonía personal con Trump puede resultar decisiva en caso de volver al campo de batalla.

Tras la caída de Bashar al Asad en Siria, Moscú y Teherán observaron un visible revés geopolítico. Para asegurar posiciones, el Kremlin viene de completar un acuerdo defensivo de cooperación con Irán por 20 años, una medida muy probablemente diseñada para contrarrestar esa pérdida de peso geopolítico en una Siria cuyo nuevo gobierno comienza a ser cortejado por países europeos y árabes vía relaciones diplomáticas y acuerdos económicos.

Por otro lado, el objetivo de la UE no es únicamente la estabilidad siria como mecanismo de seguridad para estos intereses «atlantistas» en Oriente Próximo (con Israel como pieza estratégica clave para Washington) sino la posibilidad de abrir la veda de un retorno de refugiados sirios en Europa con la perspectiva de aminorar el alza electoral y política de los partidos de ultraderecha en Europa, en especial el ya mencionado AfD, acusado desde Bruselas de ser una presunta pieza estratégica del Kremlin.

Un apunte final: Turquía, miembro estratégico de la OTAN que, al mismo tiempo, tiene conexiones con Rusia y China. Ankara ha ganado peso en la Siria post-Asad a través de la milicia islamista HTS y del Ejército de Liberación Sirio (ELS). Durante su primer mandato, sin menoscabar algunos roces, existió una sintonía personal entre Trump y el presidente turco Recep Tayyip Erdogan.

El nuevo contexto en Siria puede abrir retos ineludibles para una Turquía que busca configurar sus esferas de influencia desde Asia Central hasta el Mediterráneo. La preocupación de Ankara es evitar la materialización de un corredor kurdo en sus amplias fronteras con Siria e Irak. Las fuerzas separatistas kurdas en Siria, con una especie de autonomía de facto en la región de Rojavá, cuentan con el apoyo de Washington.

Se ha especulado con una invasión militar turca al norte de Siria que recuerda la realizada por Turquía en Chipre (1974) configurando la actual República Turca del Norte de Chipre, un Estado de facto sólo reconocido por Ankara. Si la crisis de Groenlandia ocurre en el seno de dos países de la OTAN, en caso de eventual invasión turca al norte de Siria, la Alianza Atlántica se vería igualmente inmiscuida colateralmente en un conflicto que involucra a un aliado estratégico. ¿Mantendrá Trump la distancia ante este eventual escenario o se implicará directamente, quizás con la finalidad de evitar un reforzamiento del poder geopolítico turco que afecte los intereses de su aliado israelí?

En el caso de América Latina, el anuncio de la administración Biden de disminuir las sanciones contra Cuba, de eliminar a la isla caribeña de la lista de países fomentadores del terrorismo y la ampliación de las medidas de Protección de Residencia Temporal, que beneficia a cientos de miles de inmigrantes latinoamericanos en situación irregular (en el caso de los venezolanos, unos 600.000) son medidas que apuntan a dos escenarios clave para la próxima administración Trump: obstaculizar la promesa de aplicar una deportación masiva de inmigrantes; y la óptica que tendrá el nuevo gobierno en la Casa Blanca con respecto a Cuba y Venezuela, ahora con un Maduro reforzado con otro período presidencial hasta 2031.

No debemos pasar por alto que el próximo secretario de Estado en Washington es un «halcón» cubano-estadounidense, Marco Rubio, firme detractor de los regímenes cubano y venezolano. Pero la realpolitik puede también funcionar en este escenario de relaciones hemisféricas para disgusto, por ejemplo, de la oposición venezolana y sus expectativas de derribar el régimen «madurista».

Finalizamos en Asia-Pacífico. Aquí no hay mayores misterios: la estrategia de contención geopolítica y militar contra China alcanzará mayores cotas de materialización en alianzas para Trump (Taiwán, Japón, Corea del Sur, Australia) y de reacomodo de estrategias previas (AUKUS; Pivot to Asia) toda vez está igualmente por ver si se mantendrá el deshielo con una Corea del Norte mucho más reforzada en sus alianzas exteriores (Rusia, Irán, China).

La guerra comercial EEUU-China también dictará sus reglas en este escenario ante las expectativas proteccionistas de Trump que podrían resultar incluso contraproducentes para la economía estadounidense tomando en cuenta esa condición de interdependencia con China.

La era Trump II ya ha empezado en la Casa Blanca, más experimentado y reforzado políticamente pero sin modificar sustancialmente su ideario político. No obstante, el efecto impredecible del tándem Trump-Musk augura eventos vertiginosos para la política global en los próximos años, una especie de «montaña rusa» que acelerará la inevitable confrontación geopolítica con China y sus esferas de influencia globales.

 

* Analista de geopolítica y relaciones internacionales. Licenciado en Estudios Internacionales (Universidad Central de Venezuela, UCV), Magister en Ciencia Política (Universidad Simón Bolívar, USB) Colaborador en think tanks y medios digitales en España, EE UU y América Latina. Analista Senior de la SAEEG.

 

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LOS DILEMAS DE UCRANIA TRAS LA CRISIS SIRIA

Roberto Mansilla Blanco*

Como sucede con todo acontecimiento que genera efectos tectónicos en la política internacional, la crisis siria derivada de la caída del régimen de Bashar al Asad y que abre el compás de una incierta transición deja en el tablero geopolítico la posición de determinados actores que, indirecta y colateralmente, se ven de alguna manera afectados.

Son múltiples los intereses geopolíticos creados en torno a un país como Siria, epicentro de los principales conflictos que atañen a Oriente Próximo. Pero observando con mayor detenimiento el prisma de la actualidad geopolítica, lo que sucede en Siria afecta también a otros escenarios estratégicos para la seguridad internacional.

Uno de esos escenarios es Ucrania, cada vez más sumida en un conflicto a gran escala entre Rusia y la OTAN en la que, aparentemente, mantiene escasa capacidad para influir en el devenir de los acontecimientos. La clave que une colateralmente a Ucrania y Siria lleva inevitablemente a Rusia, el país agresor en el primer caso tras la invasión militar de 2022, y que, en el caso del segundo, ayudó militarmente en su momento al defenestrado Bashar al Asad a ganar posiciones en la guerra interna que vive desde 2011 el país árabe.

Mientras mantiene en pie el esfuerzo bélico en Ucrania sin aparentemente negarse a llevar a cabo una negociación que contemple respetar sus condiciones, resumidas en asegurarse los territorios ganados en Ucrania durante la invasión militar, causa cierta perplejidad la posición rusa de aceptar, con discreción y bajo perfil, el hecho de perder un peón estratégico dentro de sus imperativos geopolíticos como es el caso de Siria. La inesperada caída de su aliado Bashar al Asad y su inmediato refugio en Moscú genera todo tipo de suspicacias, interpretaciones y expectativas.

En el caso de Ucrania, y a pesar de las promesas de ayuda occidental vía OTAN que se materializaron en el despliegue de misiles ATACMS, la caída de al Asad ha estado precedido de un ambiente de cierto derrotismo ante una ofensiva rusa que ha estancado el frente bélico. Una palabra comienza a generar un matriz de opinión en la guerra ruso-ucraniana: la negociación.

El presidente ucraniano Volodymir Zelenski ha llegado a proponer una «paz justa» que intensifica las expectativas sobre qué sucederá con la guerra ruso-ucraniana en vísperas de la asunción presidencial de Donald Trump, prevista para el 20 de enero de 2025.

El pasado 7 de diciembre, la reinauguración de la Catedral de Notre Dame en París se convirtió en una pasarela de las negociaciones de la alta política internacional. Allí, un día antes de la huida de Bashar al Asad de Damasco, Zelenski se reunía con su atribulado anfitrión, el presidente francés Emmanuel Macron (quien tres días antes venía de observar la caída de su primer ministro Michel Barnier y la apertura de una situación política incierta y hasta caótica en Francia) y un exultante Trump que prepara «sin prisa pero sin pausa» lo que será su nueva y próxima presidencia en la Casa Blanca.

En París, Zelenski midió el ambiente en torno a qué sucederá en la guerra con Rusia y, principalmente, si es viable una negociación en pleno invierno, donde la aviación rusa ha destruido buena parte de la infraestructura energética ucraniana. Ese clima lo percibió el propio Trump, quien al día siguiente (mientras los al Asad huían de Damasco) escribió en red social Truth Social que «a Zelenski y a Ucrania les gustaría llegar a un acuerdo y acabar con la locura. Han perdido de manera ridícula la cifra de 400.000 soldados y muchos más civiles. Debería haber un alto el fuego inmediato y comenzar las negociaciones». Más claro no parecía el mensaje.

Desde entonces, la agencia oficial ucraniana Ukrinform ha venido informando, con un claro sentido subliminal, como Occidente, mientras asegura su compromiso de armar a Ucrania para que luche «hasta el último ucraniano» (Biden dixit), tantea al mismo tiempo la posibilidad de una negociación con Rusia que comienza a cobrar forma y peso, si es que los tan inesperados como inevitables «cisnes negros» no aparecen y dictan otra sentencia.

Desde entonces, Zelenski se ha reunido con el nuevo secretario general de la OTAN, Mark Rutte, y con el líder de la oposición alemana y candidato al cargo de canciller del bloque conservador CDU/CSU, Friedrich Merz, en este último caso una toma de contacto estratégica tomando en cuenta el adelanto de las elecciones generales alemanas para febrero de 2025 y la posibilidad de que una coalición de derechas llegue al gobierno en Berlín, con la presencia de la ultraderecha de Alternativa por Alemania (AfD), señalada de ser un partido pro-Kremlin y detractora con la ayuda alemana a Ucrania.

En esas reuniones salieron declaraciones públicas de Zelenski y sus interlocutores que parecen resultar reveladoras: «garantizar el establecimiento de una paz duradera y confiable mediante la toma de decisiones que funcionen a largo plazo» y la creación de un «Grupo de Contacto de cuatro países europeos que permita desarrollar una posición común sobre el fin de la guerra desatada en Ucrania».

Declaraciones con evidente tono tendiente a propiciar el marco de negociación necesario para «acabar con esta locura» (Trump dixit) Pero sin descuidar que aún estamos en una guerra: Zelenski advirtió que «Ucrania necesita entre 10 y 12 sistemas Patriot adicionales para garantizar la vida y hacer que la guerra carezca de sentido para Putin».

Consciente de que carece de efectivos suficientes para mantener el esfuerzo bélico contra Rusia, Zelenski juega contra reloj con la mira en la asunción presidencial de Trump. Sabe que sin el apoyo de la OTAN le resulta imposible sostener la guerra contra un Putin que, tras la caída de Bashar al Asad, muy probablemente estará desviando hacia el frente ucraniano los efectivos militares rusos asentados desde 2015 en Siria sin que ello signifique abandonar sus imperativos geopolíticos en el país árabe. Todo ello sin descartar la posibilidad de utilizar esos 12.000 norcoreanos que, según medios occidentales, estarían adiestrándose en academias militares rusas para ser enviados al combate.

La propuesta de Zelenski de «paz justa» para dar curso a una negociación para una tregua aceptando incluso la cesión de territorios a Rusia es una variable cada vez más aceptada en Occidente, toda vez que la OTAN volvió a asegurar que Ucrania no entrará en la Alianza Atlántica. El desinterés de Trump por la guerra ruso-ucraniana aceleraría esas expectativas de negociación. Cada bando quiere llegar a la mesa de negociaciones con garantías geopolíticas suficientes para negociar con cierto margen de ventaja.

Pero en París, Zelenski no se las vio únicamente con Macron, Trump y Rutte. Otro actor colateral en todo este escenario tan volátil como impredecible entra en escena: Georgia. En Notre Dame, Zelenski se reunió con la presidenta georgiana Salomé Zurabishvili (de talante europeísta) en un crítico momento para el país caucásico que vive jornadas de protestas tras la decisión del gobierno de Sueño Georgiano presidido por el primer ministro Bidzina Ivanishvili, de suspender temporalmente las negociaciones de admisión georgiana en la UE, abiertas a finales de 2023.

En Tbilisi, la capital georgiana, parece recrearse una especie de «Maidán II» similar al que se vivió en Kiev en el invierno de 2013-2014 y que propició (con apoyo occidental) la caída del prorruso Viktor Yanúkovich. Esto llevó a la posterior anexión rusa de Crimea y el conflicto en el Donbás, acontecimientos todos ellos predecesores de la actual guerra ruso-ucraniana. No se debe olvidar que la breve guerra ruso-georgiana de agosto de 2008 propició la secesión de facto de las repúblicas de Abjasia y Osetia del Sur, enclaves estratégicos reconocidos de iure por Moscú para mantener sus intereses en esferas de influencia como Georgia y el Cáucaso.

Notre Dame es una de las catedrales góticas más antiguas del mundo. Sus torres ofrecen unas de las mejores vistas de París. En este escenario repleto de historia y belleza arquitectónica, Zelenski se dio un baño de realidad horas antes de que su homólogo sirio, persuadido por la realpolitik de su aliado ruso, debiera abandonar Damasco tras cinco décadas de poder del clan al Asad y refugiarse en Moscú.

Más que «debilidad rusa», como proclaman sin cesar los mass media occidentales tras la pérdida de un aliado como el ex presidente sirio, el Kremlin calcula discreta y estratégicamente cuáles serán sus próximos pasos dentro de su prioridad geopolítica absoluta: Ucrania. Preparado para la continuidad de la guerra pero, al mismo tiempo, dispuesto a iniciar negociaciones de paz en condiciones de ventaja en el plano militar. Todo ello obviamente sin perder de vista que, para Kiev, Moscú y Bruselas, entre otros, el regreso de Trump augura otro efecto tectónico en la política internacional.

 

* Analista de geopolítica y relaciones internacionales. Licenciado en Estudios Internacionales (Universidad Central de Venezuela, UCV), Magister en Ciencia Política (Universidad Simón Bolívar, USB) Colaborador en think tanks y medios digitales en España, EE UU y América Latina. Analista Senior de la SAEEG.

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SIRIA Y EL «ATLANTISMO»

Roberto Mansilla Blanco*

La caída del régimen de Bashar al Asad en Siria tras la toma de Damasco por parte de los rebeldes recuerda levemente dos precedentes con desenlaces distintos: el final del régimen libio de Muammar al Gadafi en medio de las hoy inexistentes Primaveras árabes de 2011; y el regreso al poder en Afganistán por parte de los talibanes en 2021.

Desde entonces, la Libia post-Gadafi está sumida en una caótica confrontación entre «señores de la guerra» y crisis humanitaria a las puertas de las costas mediterráneas europeas. Por su parte, Afganistán con el retorno Talibán vuelve al redil del islamismo salafista más radical pero bajo un prisma geopolítico diferente tras la retirada estadounidense y con Rusia y China como actores de mayor influencia regional y global. Ambos contextos, el libio y el afgano, pueden resultar clarividentes a la hora de intentar descifrar qué es lo que le espera a la Siria post-Asad.

No se debe pasar por alto un elemento histórico: la caída del régimen de al Asad pone punto final al predominio de los regímenes nacionalistas, socialistas y panarabistas que, bajo el influjo del nasserismo y del partido Ba’ath, ejercieron una importante repercusión política desde la década de 1950 en países como Egipto, Siria, Irak y Sudán. Visto en perspectiva histórica, lo recientemente ocurrido en Siria marca una nueva etapa.

Obviamente la actual crisis siria implica observar importantes pulsos geopolíticos que deben también analizarse bajo el prisma de las crisis libia y afgana. Más allá de las revueltas populares propiciadas por la denominada Primavera árabe, la caída de Gadafi bajo presión de la ONU y la OTAN significó una pírrica victoria para el «atlantismo» y un revés para Rusia y China, que tenían en Gadafi a un aliado regional. Un revés geopolítico mucho más significativo para Beijing, que tenía en Libia un importante entramado de inversiones petroleras y de infraestructuras.

Por otro lado, el retorno al poder de los talibanes en Afganistán supuso un duro golpe para el prestigio de EEUU y una victoria geopolítica para Rusia y China, que veían con ello alejar la presencia de Washington en sus esferas de influencia en Asia Central. Puede intuirse que, en este caso y tras la caída de Gadafi, Moscú y Beijing le devolvieron el golpe al Occidente «atlantista».

Estos sórdidos pulsos geopolíticos explicarían la crisis actual en Siria. La caída del régimen del clan al Asad (en el poder desde 1970) supone notoriamente una victoria para el primer ministro Benjamín Netanyahu y, tangencialmente, para los intereses «atlantistas» que están a la espera de reconfigurarse ante la toma de posesión presidencial de Donald Trump el próximo 20 de enero de 2025. El duro golpe asestado en Siria al denominado eje chiíta (también propagandísticamente conocido como «Eje de la Resistencia») en Oriente Próximo, manejado desde Teherán con apoyo ruso y chino, abre el compás a una súbita e inesperada recomposición de piezas y de equilibrios geopolíticos en la región.

La reciente tregua de Netanyahu con el movimiento islamista libanés Hizbulá resultó clarividente porque precedió a la espectacular ofensiva de los rebeldes sirios liderados por un hasta ahora desconocido Hayat Tahrir al Sham (HTS), un grupo islamista yihadista cuyo nombre literal es Organización para la Liberación del Levante, antiguo Frente al Nursa y con vínculos con Al Qaeda.

Con presunto apoyo turco, país miembro de la OTAN, aliado del eje sino-ruso con incómodas relaciones con el régimen de al Asad y que tiene intereses estratégicos en Siria a la hora de evitar la posibilidad de un reforzamiento en sus fronteras del irredentismo kurdo, la «nueva Siria» que auguran los rebeldes se asemeja al rompecabezas de fuerzas militares, paramilitares y políticas que han dominado en el Afganistán de los últimos treinta años y en la Libia post-Gadafi. Un delicado equilibrio que no necesariamente augura un marco de estabilidad regional.

El inesperado final de la dinastía al Asad debe medirse igualmente como un notorio revés geopolítico para Rusia, Irán e incluso China, país con importantes inversiones en infraestructuras en ese país árabe. El factor geoeconómico también está presente en la caída de al Asad. Siria aspiraba ingresar en los BRICS, cuya cumbre en Kazán (Rusia) en octubre pasado impulsó toda serie de mecanismos orientados a «desdolarizar» la economía global y procrear alternativas al esquema económico occidental predominante desde el final de la II Guerra Mundial.

Moscú cuenta con una base militar en Tartus, en las costas mediterráneas sirias, una importante posición geoestratégica que obstaculiza los intereses «atlantistas» manejados desde Washington. Una Rusia absolutamente concentrada en la guerra en Ucrania y un Irán ocupado en la guerra cada vez menos híbrida y más directa con Israel son factores que igualmente pueden explicar la súbita caída del régimen sirio, en especial a la hora de tomar en cuenta la aparente incapacidad de Moscú y Teherán para asistir a su aliado y mantenerlo en el poder. Tras aterrizar en la capital rusa, el Kremlin concedió el asilo humanitario a Bashar al Assad y su familia.

Por otro lado, Teherán nutría de apoyo logístico y militar a al Asad, siendo éste su principal aliado en la región. Su caída, así como la neutralización por parte israelí del Hizbulá y del movimiento islamista palestino Hamás, deja a Irán en una difícil posición geopolítica a nivel regional, mucho más a la defensiva y sin aliados estratégicos con capacidad para asestar una respuesta asertiva.

El propio Trump arrojó más suspicacias sobre lo que sucede en Siria asegurando que la caída de al Asad se debió porque a Rusia «dejó de interesarle» el suministro de apoyo militar y político a su aliado árabe. Esta declaración, unida al asilo otorgado por Moscú a la familia al Asad, es una clave para nada descartable a la hora de confirmar que, a pesar de las confrontaciones geopolíticas, detrás del final del régimen sirio podría estar operándose un tácito quid pro quo entre Rusia y el Occidente «atlantista».

Con todo, este escenario no descarta la plasmación de pulsos geopolíticos en otras latitudes orientados a disminuir la capacidad de influencia entre uno y otro contendiente. Un caso significativo es la crisis georgiana tras las elecciones legislativas de octubre pasado.

Mientras que el gobierno del partido Sueño Georgiano ha congelado el proceso de negociación para una eventual admisión en la Unión Europea (un evidente triunfo geopolítico para Rusia), en las calles de Tbilisi, la capital georgiana, se presentaba una serie de protestas que parecían recrear un nuevo «Maidán» similar al acontecido en Kiev durante el invierno de 2013-2014 y que implicó la caída del presidente ucraniano Viktor Yanúkovich, pieza estratégica del Kremlin.

 

Desde Europa hasta Asia Oriental

El prudencial optimismo que se ha observado en Occidente tras la caída de al Asad, aparentemente sin percatarse demasiado ante el hecho de que los rebeldes sirios están dominados por un oscuro movimiento yihadista con redes de conexión con Al Qaeda y el Estado Islámico, implica observar cómo la crisis siria define un margen de actuación del «atlantismo» que viene acelerándose en las últimas semanas como política preventiva ante la asunción al poder de Trump, cuyas declaraciones definen la posibilidad de contraer los compromisos de Washington con los intereses «atlantistas».

Estos marcos de actuación se han observado en las últimas semanas desde Europa hasta Asia Oriental. Comencemos por el rocambolesco escenario electoral en Rumanía tras la primera vuelta de las elecciones presidenciales de noviembre pasado.

El 2 de diciembre la Comisión Electoral validó la victoria de Calin Georgescu, considerado un candidato prorruso. Tres días después, las autoridades electorales en Bucarest desconocieron esos resultados toda vez que en Francia se escenificaba la caída del gobierno del primer ministro Michel Barnier tras una moción de censura impulsada por la ultraderechista Marine Le Pen (conocida por sus lazos con el Kremlin) y la izquierda francesa.

La caída de Barnier muestra a una Europa que observa atónita como el histórico eje franco-alemán, que marcó los cimientos de la UE, se sume en sendas crisis políticas que afectan los intereses «atlantistas» y que cambian los delicados equilibrios de poder de Bruselas con Rusia.

El adelanto de elecciones generales en Alemania para febrero de 2025 es sintomático porque podría confirmar el progresivo ascenso de la ultraderecha de Alternativa por Alemania (AfD), señalada como aliada del Kremlin. Así, desde París hasta Berlín el clásico bipartidismo entre socialdemócratas y conservadores se ve alterado ante el ascenso de opciones más populistas y críticos con el establishment europeísta que la actual presidente de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen, intenta mantener en pie a toda costa con el apoyo de las fuerzas «atlantistas» vía Washington y la OTAN.

Por otro lado, el cada vez más opaco presidente ucraniano Volodymir Zelenski ha dejado entrever su presunta aceptación de una tregua con Moscú incluso aparentemente aceptando las ganancias territoriales rusas desde que comenzó el conflicto en 2022.

En medio de las tensiones entre Moscú y la OTAN, las expectativas de Zelenski evidenciarían la incapacidad ucraniana y «atlantista» para mantener el esfuerzo militar contra una Rusia demasiado concentrada en varios frentes dentro de sus esferas de influencia geopolítica en su espacio contiguo euroasiático. En caso de eventualmente darse esta tregua ruso-ucraniana anunciada por Zelenski, la OTAN estaría persuadida a observar con atención en qué medida sus intereses en Ucrania no se verán afectados manteniendo firme su apoyo militar a Kiev.

Pero dejemos Europa y concentremos la atención en Asia Oriental. El 3 de diciembre se observó una surrealista escenificación de un intento de golpe de Estado en Corea del Sur, cuando el presidente Yoon Suk-yeol intentó impulsar la Ley Marcial para, horas después, postergarla por el rechazo parlamentario. Esto dio paso a inesperadas protestas en la capital, Seúl, la destitución del ministro de Defensa y la salvación in extremis del propio presidente surcoreano de ser objeto de una moción de censura similar a la de Barnier en París.

El mandatario surcoreano atribuyó su fracasada decisión de imponer la Ley Marcial a una presunta interferencia de Corea del Norte vía parlamentarios opositores. Unos días antes, el ministro de Defensa ruso, Andrei Belousov, estuvo en Pyongyang para reforzar la alianza estratégica militar entre Rusia y Corea del Norte.

En medio de estos acontecimientos, la UE y MERCOSUR rescataban un histórico acuerdo de libre comercio congelado durante 25 años con la intención de eventualmente construir la mayor área de integración a nivel global. A falta de ser ratificado y con no menos críticas sobre su operatividad, el objetivo en Bruselas con este acuerdo buscaría atar compromisos geoestratégicos ante el regreso de un Trump que ya ejerce de presidente anunciando fuertes aranceles proteccionistas, y al mismo tiempo neutralizar el peso geoeconómico y geopolítico de China en América Latina.

Vistos todos estos pulsos geopolíticos, la caída del régimen de Bashar al Asad en Siria no deja de explicar cómo los grandes actores de la política internacional intentan recomponer piezas a su favor ante las incertidumbres que se ciernen con Trump en la Casa Blanca.

Mientras ese Occidente «atlantista» clama por una transición pacífica en Siria surgen ahora tres interrogantes de calado geopolítico. La primera, ¿cuáles serán a partir de ahora las expectativas e intenciones de unos rebeldes sirios dominados por un desconocido grupo yihadista con conexiones exteriores que deberán ahora presumiblemente asumir un nuevo gobierno en un Oriente Próximo cada vez más convulsionado? En segundo lugar, la Siria post-al Asad, ¿se convertirá en la «nueva Libia» o en el «nuevo Afganistán» de Oriente Próximo?

Y finalmente, una tercera interrogante: en este pulso geopolítico entre las grandes potencias, tras la caída de al Asad, ¿se puede especular con una situación similar en la Venezuela de Nicolás Maduro, aliado precisamente de Rusia, China, Irán, Hizbulá y el hoy derribado régimen de Bashar al Asad y que parece estar en la diana de Trump, a tenor de las declaraciones realizadas por el próximo Secretario de Estado, el cubano-estadounidense Marco Rubio? Como en el caso de al Asad en Siria, ¿se verán obligados Moscú y Teherán a eventualmente dejar caer a un aliado como Maduro?

 

* Analista de geopolítica y relaciones internacionales. Licenciado en Estudios Internacionales (Universidad Central de Venezuela, UCV), Magister en Ciencia Política (Universidad Simón Bolívar, USB) Colaborador en think tanks y medios digitales en España, EE UU y América Latina. Analista Senior de la SAEEG.

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