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EL LÍDER MILITAR FRENTE AL JEFE DÉSPOTA: DOS FIGURAS OPUESTAS QUE LA HISTORIA NO DEJA DE CONTRASTAR

Gabriel Francisco Urquidi Roldán*

Introducción

A lo largo de la historia, los ejércitos, las organizaciones de seguridad y los Estados han convivido con dos modelos antagónicos de conducción: el líder militar, respetado por su ejemplo, y el déspota, obedecido por miedo. Aunque ambos ejercen autoridad, la naturaleza de su poder y sus consecuencias sociales son radicalmente distintas. Tal diferencia no solo es moral, sino también estratégica: un ejército puede sobrevivir a la falta de recursos, pero no a la falta de liderazgo legítimo. Como advierte Weber[1], la autoridad solo se sostiene de manera duradera cuando se legitima socialmente; la coacción pura es, por definición, inestable.

El líder militar: autoridad moral, técnica y humana

El verdadero líder militar es aquel cuya autoridad se funda en la competencia profesional, la ética, y la responsabilidad por la vida de otros. Desde los clásicos como Sun Tzu[2] [2] hasta manuales modernos de conducción operativa, la figura del comandante respetado se caracteriza por la coherencia entre palabra y acción, por la claridad en la toma de decisiones y por la capacidad de inspirar confianza incluso en la adversidad.

Sun Tzu señalaba que un comandante debía encarnar cinco virtudes: sensatez, sinceridad, humanidad, coraje y disciplina. Estos atributos no solo permiten dirigir tropas, sino también preservar la cohesión emocional y moral en los momentos más oscuros de una campaña.

La literatura contemporánea también coincide en esto. Para Morgenthau[3], el liderazgo militar es una forma elevada de poder, donde la responsabilidad moral pesa tanto como la estrategia. El líder verdadero es seguido no por imposición, sino por convicción.

El jefe déspota: poder basado en el miedo

El jefe despótico, en cambio, es una constante histórica: desde reyes absolutos hasta mandos militares autoritarios, pasando por tiranos que solo se sostienen por la coacción y la vigilancia. Su poder es un poder «condigno» en el sentido más negativo posible: la obediencia surge del temor a la sanción, no del respeto o la confianza[4].

El déspota puede lograr obediencia inmediata, pero al costo de destruir la iniciativa, la creatividad y la moral del grupo. Allí donde impera el miedo, desaparece la capacidad de actuar por convicción. Como afirma Weber, la dominación puramente coercitiva conduce a la ineficacia: no moviliza voluntades, apenas las suprime.

Históricamente, los jefes tiránicos terminan rodeados de silencio, intrigas y simulación. Son obedecidos «hacia afuera», pero saboteados o resistidos «hacia adentro». Por eso, incluso en organizaciones profundamente jerarquizadas, la tiranía nunca resulta un método efectivo de conducción a largo plazo.

Una diferencia crucial: la finalidad del poder

La diferencia esencial entre el líder militar y el déspota radica en para qué ejercen el poder.

    • El líder militar ejerce el poder para proteger, organizar y preservar a su gente.
    • El déspota ejerce el poder para dominar, controlar y preservarse a sí mismo.

Mientras el líder convoca al grupo a un objetivo común, el déspota obliga al grupo a sostener su propia figura. Uno crea institucionalidad; el otro la destruye.

Incluso Carl von Clausewitz[5], a pesar de su visión rigurosa sobre el mando, advertía que la conducción no puede ser mera fuerza bruta: la guerra es el reino de la fricción, y solo el liderazgo que inspira confianza es capaz de superarla.

El tiempo como juez implacable

La historia demuestra que los líderes militares son recordados, mientras que los tiranos son apenas anotados como advertencias en los márgenes de los libros.

Los primeros quedan inscritos en la memoria colectiva por su capacidad de orientar a seres humanos en entornos extremos; los segundos quedan congelados en el tiempo como ejemplos de abuso, arrogancia o crueldad.

La diferencia es tan marcada que incluso la cultura popular la reconoce: allí donde aparece un jefe autoritario sostenido por gritos o amenazas, sabemos que su caída es cuestión de tiempo. Allí donde aparece un líder firme, justo y respetado, entendemos que el grupo tiene futuro.

Conclusión

Aunque el cargo pueda ser el mismo, la forma de ejercerlo separa al líder del tirano. El líder militar representa la autoridad legitimada, ética y eficaz; el déspota simboliza la autoridad vacía, sostenida por el miedo. Esta distinción no es meramente teórica: define el éxito o el fracaso de organizaciones enteras.

  En un mundo donde los desafíos demandan equipos cohesionados y resilientes, comprender esta diferencia es esencial. El liderazgo militar auténtico no solo guía en la guerra: también enseña a conducir en la vida.

 

* Licenciado en Seguridad. Especialista en Análisis de Inteligencia y Maestrando en Inteligencia Estratégica Nacional, con experiencia en estrategia, geopolítica, tasalopolítica, producción de información, así como en Seguridad y Protección de Infraestructuras Críticas.

 

Referencias

[1] Weber, Max. Economía y sociedad. México D. F., México: Fondo de Cultura Económica, 1978.

[2] Sun Tzu. El arte de la guerra (Trad. S. J. Wa). Madrid, España: Alianza Editorial, 2003 (Obra original publicada ca. siglo V a. C.).

[3] Morgenthau, Hans. J. Política entre las naciones: la lucha por el poder y la paz. Nueva York, NY: McGraw-Hill, 1985.

[4] Galbraith, John K. Anatomía del poder. Buenos Aires, Argentina: Emecé, 1983.

[5] Clausewitz, Carl von. De la guerra. Buenos Aires, Argentina: Solar, 1984 (Obra original publicada en 1832).

 

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EL SER, EL DEBER SER Y LA PROGRAMACIÓN COGNITIVA DE LOS MILITARES

Gabriel Francisco Urquidi Roldan*

 
«¿Juráis a la Patria defender a la Constitución Nacional, hasta perder la vida?»
El ser y el deber ser de los militares

En cada ceremonia de juramento, cuando un soldado argentino pronuncia esas palabras, no solo asume una obligación legal, sino un compromiso moral que trasciende gobiernos, partidos y coyunturas. Ese juramento —establecido por la Ley N° 23.463 (1)— no es hacia una persona ni hacia un poder político, sino hacia la Constitución Nacional y, por extensión, hacia el pueblo soberano de la Nación Argentina.

El ser militar no se define por la obediencia ciega, sino por la disciplina con conciencia. Su esencia reside en servir a la Nación, no al gobernante de turno. Así lo consagra la Ley de Defensa Nacional N° 23.554 (2), que en su artículo 2° establece que la Defensa tiene por finalidad «garantizar de modo permanente la soberanía e independencia de la Nación Argentina, su integridad territorial y capacidad de autodeterminación; proteger la vida y la libertad de sus habitantes».

En consecuencia, las Fuerzas Armadas no son —ni deben ser jamás— un instrumento del poder político, sino una institución del Estado, sostenida por el principio de legalidad y subordinada al orden constitucional. Su lealtad no pertenece al presidente, sino a la República.

El deber ser: obediencia legítima y ética del servicio

El deber ser militar implica actuar dentro del marco de la Constitución, obedeciendo solo aquellas órdenes que sean legítimas y legales.

El militar argentino jura «defender a la Constitución hasta perder la vida», no «obedecer sin pensar». La obediencia, en su sentido más alto, es racional y moral, no automática ni política.

Autores como Samuel Huntington (3) ya advertían en «El soldado y el Estado» que la profesionalidad militar exige una subordinación objetiva al Estado de Derecho, y no una subordinación subjetiva al poder político. Lo contrario —decía— convierte al ejército en una herramienta partidaria, destruyendo su función republicana y su dignidad profesional.

Un marco legal que reafirma la lealtad institucional

La Ley N° 19.101 (4) del Personal Militar y la Ley N° 26.394 (5), que reformó el Código de Justicia Militar, consolidaron el principio de responsabilidad ética y respeto a los derechos humanos en el accionar castrense.

Más recientemente, el Decreto N° 1112/2024 (6), reglamentario de la Ley 23.554 (2), reafirmó la necesidad de una Defensa Nacional integrada y moderna, ajustando las estructuras operativas de las Fuerzas Armadas a los desafíos contemporáneos, pero sin alterar su esencia: la defensa del pueblo argentino y la soberanía nacional frente a toda amenaza externa.

En su articulado, el decreto sostiene que «las Fuerzas Armadas constituyen un instrumento esencial del Estado Nacional para la defensa de su soberanía, integridad territorial e independencia política, y actuarán conforme a los principios y valores establecidos por la Constitución Nacional y las leyes que en su consecuencia se dicten».

Este texto reafirma con claridad que el poder político no es dueño de las Fuerzas Armadas, sino su administrador temporal dentro de los límites del derecho. 

El relato post-democrático y la programación cognitiva

Desde el retorno de la democracia, el discurso oficial ha insistido en la idea de que «las Fuerzas Armadas están subordinadas al poder civil». Esa afirmación, en su formulación simplificada, se transformó en una suerte de programación cognitiva que asoció «subordinación» con «sumisión política».

Se olvidó que la subordinación constitucional no significa obediencia partidaria, sino obediencia institucional: al pueblo, a la Nación y a la ley.

Esa narrativa, nacida del temor a los excesos del pasado, terminó diluyendo la identidad profesional del soldado y deformando su misión esencial.

El resultado es una contradicción: se exige al militar defender la soberanía nacional, pero se le niega su autonomía ética y su rol como garante de los valores constitucionales. 

El equilibrio entre el ser y el deber ser

El militar argentino es, ante todo, un servidor del Estado y custodio de la Nación. Su ser se forja en el honor, la disciplina y la vocación de servicio; su deber ser lo orienta a proteger la vida, la libertad y la independencia del pueblo argentino, incluso frente a la posibilidad de que el poder político las vulnere.

Si algún día un gobernante —cualquiera sea su signo o ideología— atentara contra la Constitución o contra los más vulnerables (jubilados, enfermos, indigentes, discapacitados), la obligación moral del militar no sería la de callar, sino la de proteger, como lo ordena la ley y lo dicta su juramento.

El Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea no son del presidente: son de la Nación.

Y mientras exista un soldado dispuesto a defender la Constitución hasta perder la vida, la Argentina seguirá siendo libre.

 

Referencias

  1. (s.f.). Ley N° 23.463: Juramento de fidelidad y respeto a la Constitución Nacional.

  2. (s.f.). Ley N° 23.554: Ley de Defensa Nacional.

  3. (s.f.). Huntington, S. (1957). El soldado y el Estado: La teoría y la política de las relaciones cívico-militares. Harvard University Press.

  4. (s.f.). Ley N° 19.101: Régimen del personal militar.

  5. (s.f.). Ley N° 26.394: Código de Disciplina Militar.

  6. (s.f.). Decreto N° 1112/2024: Reglamentación de la Ley de Defensa Nacional.

 

* Licenciado en Seguridad. Especialista en Análisis de Inteligencia y Maestrando en Inteligencia Estratégica Nacional, con experiencia en estrategia, geopolítica, tasalopolítica, producción de información, así como en Seguridad y Protección de Infraestructuras Críticas.

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