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¿EL OSO REGRESA AL DESIERTO? RUSIA ANTE EL NUEVO CONTEXTO GEOPOLÍTICO EN ORIENTE PRÓXIMO

Roberto Mansilla Blanco*

Foto: SANA

 

Los últimos movimientos entre Rusia y los países miembros de Oriente Próximo advierten la posibilidad de que el Kremlin esté reconfigurando sus prioridades geopolíticas en la región en un momento de difíciles equilibrios regionales para sus intereses geopolíticos. Entre estos equilibrios destacan el súbito retorno de EEUU como actor clave en la región y las dificultades existentes ante la expectativa rusa de concretar un foro con el mundo árabe que le permita recuperar iniciativas y capacidad de interlocución.

En septiembre pasado, la localidad rusa de Sochi acogió una cumbre entre el ministro ruso de Exteriores Serguéi Lavrov y miembros de la Organización de Cooperación del Golfo (OCG) adoptando un enfoque multilateral. Un mes después, el presidente Vladimir Putin recibió en Moscú al nuevo mandatario sirio Ahmed al Shara’a, abriendo así una nueva era en las relaciones ruso-sirias particularmente significativa tras la caída del régimen de Bashar al Asad en diciembre pasado. Exiliado desde entonces en la capital rusa, Bashar al Asad se erigía junto a Irán en el principal aliado ruso en Oriente Próximo.

La cumbre de Sochi y la visita de al Shara’a a Moscú podrían interpretar las aspiraciones del Kremlin por reacomodar sus intereses en la región ante los nuevos equilibrios geopolíticos y militares tras la incierta (y varias veces alterada) tregua en Gaza acordada en la cumbre de Egipto bajo la iniciativa del presidente estadounidense Donald Trump a mediados de octubre. De acuerdo con fuentes del Ministerio ruso de Exteriores, Moscú recibió de Egipto la invitación a esta cumbre con plazos muy ajustados, lo cual imposibilitó que finalmente Rusia pudiera estar presente.

 

El laberinto sirio

Siendo Gaza el catalizador de nuevas iniciativas de seguridad regional, el contexto sirio tras las elecciones parlamentarias de comienzos de octubre también define un nuevo modus operandi entre Rusia y los países árabes.

La caída del régimen de Bashar al Asad supuso un notorio revés geopolítico para Moscú, tomando en cuenta que está en juego el futuro de sus dos bases militares en Siria (Tartus y Jmeimim). Por tanto, la visita a Moscú de al Shara’a resultaba determinante para Putin a la hora de asegurar el control de estas bases militares, esenciales para monitorear los intereses rusos en el Mediterráneo, Oriente Próximo e incluso el Sahel, donde Rusia tiene fuertes lazos de cooperación económica, política e incluso de seguridad con países como Burkina Faso, Níger y Malí.

Por otro lado, la visita de al Shara’a también supone para el Kremlin asegurar equilibrios geopolíticos toda vez que el controvertido presidente sirio (no debemos olvidar su pasado yihadista vinculado a Al Qaeda) está siendo cortejado por Occidente y la comunidad internacional, tal y como se observó en mayo pasado durante su reunión en Riad con Trump y posteriormente en septiembre con su intervención ante la Asamblea General de la ONU. Así, Putin busca resetear la relación con Damasco manejar todo tipo de equilibrios políticos ante lo que pueda suceder en la nueva Siria post-Asad, tomando en cuenta que el exilio moscovita de Bashar al Asad le podría propiciar un rol relevante en una Siria donde miembros del antiguo régimen siguen teniendo peso político.

El contexto post-Asad en Siria implica otra variable estratégica para Moscú: Irán. El acuerdo estratégico por 20 años alcanzado entre Rusia e Irán en diciembre pasado aborda un nuevo equilibrio de fuerzas en un momento en que la administración Trump ha decidido recuperar el papel clave de Washington en la reconfiguración geopolítica de Oriente Próximo.

Teherán es un suministrador clave de drones y misiles para las fuerzas rusas en Ucrania mientras Rusia, junto con China y Corea del Norte, han sido importantes baluartes a la hora de cooperar con el programa nuclear iraní así como para crear mecanismos financieros y económicos que le permitan a la República Islámica sortear las sanciones occidentales. Si bien es cierto que Moscú mantuvo una posición notoriamente distante ante la breve guerra de doce días escenificada en junio pasado entre Israel e Irán, los lazos militares y geopolíticos siguen estando presentes, más aún ante el fortalecimiento del eje EEUU-Israel con Trump en la Casa Blanca.

Un ejemplo podríamos identificarlo en la utilización por parte iraní de misiles hipersónicos durante los bombardeos a Tel Aviv y otras ciudades israelíes en esa breve confrontación directa. Estos misiles iraníes son muy similares al misil Oreshnik ensayado oficialmente hace casi un año en el frente ucraniano durante un ataque ruso a una fábrica de armamentos en la ciudad de Dnipró.

Rusia debe igualmente nivelar sus expectativas ante la influencia creciente de otro actor con intereses en Siria como es la vecina Turquía. Ankara acrecienta su influencia ante las nuevas autoridades en Damasco incluso en el plano militar.

Miembro de la OTAN, Turquía también mantiene una agenda propia para convertirse en un actor de peso regional. Debe manejar igualmente toda seria de equilibrios y rivalidades regionales con interlocutores como Israel, Irán, Arabia Saudita y Qatar y actores exógenos como Rusia, China, EEUU y Europa. Moscú es consciente de que un acercamiento a al Shara’a implicará igualmente equilibrar sus relaciones con Ankara, con frecuencia intermitentes en cuanto a períodos de sintonía y roces.

 

El Kremlin, entre sus intereses y la «pax americana» de Trump

La reunión en Sochi con miembros de la OCG podría interpretar otro interés para el Kremlin: aprovisionarse de nuevos socios militares para la industria militar rusa, muy condicionada por la dinámica del esfuerzo bélico en el frente ucraniano, así como a la hora de afianzar estrategias de cooperación económica ante la viabilidad de proyectos energéticos relevantes que le permitan a Moscú sortear las sanciones occidentales.

Con respecto al Golfo Pérsico, Rusia ha preferido apostar por una visión integral global con Arabia Saudita, Qatar y Emiratos Árabes Unidos, tomando en cuenta su peso energético, diplomático y cada vez más militar. A pesar del histrionismo de Trump con respecto al plan de paz en Gaza, fueron más bien Arabia Saudita y Qatar los actores decisivos en las negociaciones con Hamás para alcanzar la tregua. Putin entiende a la perfección el papel estratégico que ocupan Riad y Doha en los nuevos equilibrios regionales.

Ampliando horizontes más allá del Golfo Pérsico, Rusia mantiene fluidas relaciones con Sudán que han permitido la apertura de una base militar y logística en Port Sudán. Con ello, Moscú ejerce un radio de influencia en el Golfo de Adén, Cuerno de África, el Mar Rojo y el Canal de Suez, estratégico para el comercio mundial por el paso de mercancías desde Asia pero también delicado en cuanto a la seguridad internacional por los conflictos armados (Sudán del Sur, Yemen, Somalia), crisis humanitaria y la presencia de una importante actividad de piratería marítima contra las embarcaciones rusas y occidentales. Desde 2022 Rusia mantiene ejercicios navales con China e Irán para repeler la actividad de la piratería.

Ya ubicados en África Oriental y en el océano Índico, la reciente crisis política en Madagascar tras el golpe militar contra el presidente Andry Rajoelina el pasado 12 de octubre, implicó una inmediata reacción desde Moscú llamando a la moderación hacia las nuevas autoridades militares advirtiendo a sus ciudadanos a no viajar a este país. El interés ruso en Madagascar está enfocado por los contactos existentes para abrir una base militar y logística similar a la de Port Sudán y al Centro Logístico abierto en la vecina Eritrea. El contexto post-golpe podría dejar en el aire esta posibilidad.

Por otro lado, y volviendo a Oriente Próximo, Moscú ha apostado por aplicar un enfoque menos integral y homogéneo en sus relaciones con varios países de Oriente Próximo, adoptando más bien una posición pragmática con tendencia a focalizar en aspectos concretos de carácter bilateral con cada uno de los actores de la región.

Un ejemplo de ello es la cuestión palestina. Si bien oficialmente ha defendido la tesis de los «dos Estados» reconociendo la legitimidad del Estado de Palestina, Putin ha hecho juego de un notable pragmatismo ante los delicados equilibrios regionales. Tres semanas después de los ataques de Hamás contra Israel del 7 de octubre de 2023, el Kremlin recibió a una delegación del movimiento islamista palestino, lo cual provocó la previsible protesta israelí, cuya posición ha sido de neutralidad en el conflicto ucraniano y ante las sanciones occidentales. En agosto pasado mantuvo conversaciones telefónicas con el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu.

Esta recepción a Hamás en Moscú puede igualmente interpretarse como una toma de contacto por parte del Kremlin con el objetivo de convertirse en un interlocutor eficaz ante las tensiones crecientes en Gaza así como para intentar repeler cualquier reactivación de células yihadistas dentro de Rusia adoptando un enfoque más proactivo vía movimientos islamistas.

Si bien es cierto que, más allá de la situación en Palestina, la conversación telefónica entre Putin y Netanyahu muy probablemente se concentró en propiciar una toma de contacto con la intención de reducir las tensiones entre Israel e Irán, aliado ruso, el Kremlin no deja pasar el hecho de que en Israel existe una numerosa comunidad judía de origen ruso.

Se estima que en Israel, 1,3 millones de personas hablan ruso, constituyendo aproximadamente el 15% de la población total israelí. Incluso en la década de 1990, estos judíos rusos crearon en Israel un partido político sionista y nacionalista de derechas, B’Aliya. Pero también existen importantes comunidades de judíos ucranianos en Israel, estimada en unas 170.000 personas, un 3% de la población israelí.

Más alejado geográficamente, el Magreb constituye para Moscú un escenario de creciente interés por su proximidad mediterránea, clave para los intereses de seguridad rusos.

Un caso relevante ha sido el tema saharaui. La abstención rusa en la reciente votación en el Consejo de Seguridad de la ONU sobre el nuevo plan para el Sáhara Occidental impulsado por Marruecos, el cual otorga una autodeterminación bajo soberanía de Rabat, provocó un vuelco histórico en el tema saharaui que favorece los intereses marroquíes y de aliados como EEUU y Francia.

Se esperaba que Rusia utilizara su poder de veto en el Consejo de Seguridad para bloquear esta votación, toda vez que Argelia, histórico aliado saharaui pero también socio militar y energético ruso, decidió no votar a pesar de ser miembro rotativo del Consejo de Seguridad, con voto pero sin veto. Con todo, Rusia ha expresado sus fuertes reservas sobre el proyecto de resolución redactado por EEUU y aprobado por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para prorrogar el mandato de la Misión de las Naciones Unidas para el Referéndum en el Sáhara Occidental (MINURSO), calificando el texto de la resolución de “desequilibrado” y constitutivo de una desviación de las prácticas establecidas.

A pesar de estas críticas, la abstención rusa en el tema saharaui puede igualmente interpretarse ante los reacomodos de equilibrios geopolíticos desde el Magreb hasta Oriente Próximo probablemente tendentes a reducir las tensiones con Occidente (y particularmente con EEUU) tomando distancia de un conflicto, el saharaui, que no resulta excesivamente prioritario para Moscú.

Por otro lado, los estratégicos acuerdos de defensa y seguridad adoptados por Trump con el príncipe heredero saudita Mohammed bin Salmán en mayo pasado implican un nuevo equilibrio de fuerzas que Rusia debe observar con atención no sólo dentro del contexto regional en Oriente Próximo sino igualmente hacia el Cáucaso y Asia Central, tradicionales esferas de influencia rusas que ahora observa un nuevo equilibrio de alianzas desde Oriente Próximo hasta el Cáucaso y Asia Central ante la pax americana de Trump.

El reciente acuerdo de paz suscrito en Washington entre Armenia y Azerbaiyán para solucionar el conflicto en el enclave de Nagorno Karabaj fue obviamente vendido por Trump como un triunfo diplomático cuyas repercusiones alcanzan al Kremlin, hasta ahora el histórico árbitro de resolución de controversias en la región.

De este modo, Washington estaría buscando desplazar a Rusia de su tradicional esfera de influencia caucásica muy probablemente vía Azerbaiyán, el visible ganador del conflicto en Nagorno Karabaj. En los últimos tiempos se han observado roces entre el presidente azerí Ilham Aliyev y Putin, toda vez que Bakú, un importante productor de petróleo y gas natural con importantes conexiones de oleoductos y gasoductos en la región, es también un aliado estratégico para Arabia Saudita.

En cuanto a Armenia, su presidente Nikol Pashinyan ha mantenido una posición pro-occidental tendiente a alejarse de la órbita de influencia rusa, abriendo negociaciones con Bruselas para una eventual admisión en la UE sin menoscabar sus acuerdos de cooperación con la OTAN. En marzo de 2025, el Parlamento armenio autorizó el inicio de negociaciones de admisión con la UE.

En junio de 2024 Armenia anunció su decisión de retirarse de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTCS), comúnmente señalada como la «OTAN rusa» en el espacio euroasiático ex soviético. No obstante, Armenia sigue siendo miembro de la Unión Económica Euroasiática (UEE), otro organismo dirigido desde Moscú.

Para desnivelar estos giros geopolíticos que afectan sus intereses, Moscú ha reforzado aún más sus relaciones con un gobierno en Georgia más afecto a sus prioridades geopolíticas, ayudando incluso a abortar cualquier repetición de las «rebeliones de colores» que desde hace dos décadas han estado presentes en varios países ex soviéticos.

A pesar de la alianza histórica con Israel, Trump ha optado por balancear este eje unilateral colocando a Arabia Saudita como un interlocutor estratégico ante el «nuevo juego» en Oriente Próximo que le permita establecer una especie de «cordón sanitario» contra Irán. En un cálculo estratégico similar, Putin también ha apostado por la misma ecuación de equilibrios, que pasan no sólo por reforzar las relaciones con Riad sino también con Qatar, buscando con ello desviar las inquietudes regionales en el mundo árabe por su alianza con Irán, el principal rival regional de Israel.

Este retorno ruso a Oriente Próximo acontece en un momento de máxima tensión entre Rusia y Occidente, particularmente en torno a la dinámica del conflicto en Ucrania con las escaramuzas de vuelos aéreos y de drones entre Rusia y la OTAN en los países bálticos, Polonia y Rumanía, la súbita suspensión de la cumbre de Budapest que debía reunir a Trump y Putin así como otros escenarios más alejados de este radio geopolítico como la presión militar estadounidense en el mar Caribe, que afecta a un aliado ruso como Venezuela, y la breve confrontación militar entre Pakistán y Afganistán, países donde Rusia y China poseen intereses.

En este contexto de tensiones y de conflictos abiertos muy próximos a sus esferas de influencia, en Kremlin ha apostado por el pragmatismo, a veces disuasivo, en sus relaciones con los países de Oriente Próximo. El objetivo ruso es evitar verse arrastrada a una especie de «segundo frente bélico» con Occidente más allá de Ucrania, en este caso Oriente Próximo y el Cáucaso, el histórico «extranjero contiguo» de la geopolítica rusa. El delicado rompecabezas regional implica serios problemas de seguridad para Rusia, muy condicionada por su esfuerzo bélico y diplomático en Ucrania y las tensiones con la OTAN.

Con todo, la incierta pax trumpiana en Oriente Próximo ha abierto para el Kremlin nuevas expectativas de implicación geopolítica, aunque su capacidad de iniciativa se haya visto condicionada, incluso de manera reactiva, por las expectativas de Washington de regresar como actor decisivo en la región.

 

* Analista de Geopolítica y Relaciones Internacionales. Licenciado en Estudios Internacionales (Universidad Central de Venezuela, UCV), magister en Ciencia Política (Universidad Simón Bolívar, USB) y colaborador en think tanks y medios digitales en España, EEUU e América Latina. Analista Senior de la SAEEG.

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TRUMP QUIERE HACER LAS «PACES»

Roberto Mansilla Blanco*

«Trump ha llegado incluso a asegurar que no obtener ese galardón sería un insulto para EEUU».

 

La «carrera contra reloj», con tintes cada vez más obsesivos, de Donald Trump por alcanzar el Premio Nobel de la Paz tiene ahora un nuevo reto: Gaza. Tras haberlo intentado en Alaska en la cumbre con su homólogo ruso Vladimir Putin sin alcanzar cuando menos una tregua o la posibilidad de una «paz armada» en Ucrania, la impaciencia de Trump por convertirse en el «hombre de la paz» comienza a convertirse en un síntoma patológico.

Caso contrario al de Trump, a quien le sobra paciencia y cálculo estratégico es precisamente al presidente ruso, quien no aspira al Nobel de la Paz pero sí a trazar sus imperativos geopolíticos con Occidente, que no pasan precisamente por alcanzar una paz a cualquier precio en Ucrania. Putin ha entrado igualmente en una fase de escalada militar contra objetivos estratégicos en Ucrania toda vez ha estado probando vía aérea la solidez unitaria y defensiva de la OTAN a través del envío de drones y aviones de reconocimiento ingresando en los espacios aéreos de Polonia, Rumanía y países bálticos.

Poco deseoso de apoyar a la OTAN en su escalada de tensiones con Rusia, Trump ha optado en Ucrania por un giro disuasivo hacia el Kremlin: alentar al otrora despreciado presidente ucraniano Volodymir Zelenski a recuperar el territorio perdido a manos de los rusos e «incluso ir más allá», lo cual ha dejado entrever posibles apoyos a incursiones en territorio ruso.

Por otro lado, el reciente asesinato del influencer «trumpista» Charlie Kirk ha reforzado la agenda «securitista» de Trump a límites hasta ahora desconocidos en la política estadounidense. Para concentrarse en los cada vez más inquietos asuntos domésticos, Trump parece persuadido a solucionar, cuando menos temporalmente, los frentes abiertos en el exterior.

Gaza como salvavidas para Netanyahu

Atascada la situación en Ucrania, la impaciencia de Trump por ser el «hombre de la paz» ha motivado a enfocar en otro escenario: Gaza. Así, vía propuesta de paz, el mandatario estadounidense ha lanzado un súbito «salvavidas» de última hora al cada vez más contestado y aislado primer ministro israelí Benjamín Netanyahu.

Este plan «trumpista» ocurre en un contexto delicado que pone a prueba la alianza entre EEUU e Israel. La crisis humanitaria y el genocidio de Gaza iniciado por Israel con su invasión a la Franja a finales de 2023 han desacreditado no sólo al primer ministro israelí sino también a su país. Indiferente ante esta situación, en su reciente alocución en la Asamblea General de la ONU, Netanyahu dejó a las claras su verdadero objetivo: «no habrá Estado palestino», sin ofrecer ningún gesto de mea culpa por los más de 80.000 palestinos asesinados en Gaza, aunado ahora a las razzias en Cisjordania que impliquen avanzar en la colonización de esos territorios y hacer así definitivamente inviable cualquier tipo de Estado palestino.

Unos 157 de los 193 países de la ONU, entre ellos potencias como Gran Bretaña y Francia, han reconocido la legitimidad del Estado de Palestina, la mayor parte de la comunidad internacional aprovechó oportunamente la reciente cumbre de la ONU para mostrar su oprobio por lo que sucede en Gaza, responsabilizando con ello a Israel. Esto llevó al humillante desaire realizado a Netanyahu por parte de la mayoría de los representantes nacionales en la reciente Asamblea General de la ONU en Nueva York.

Si bien el plan de paz de Trump para Gaza beneficia claramente a Israel, la «huida hacia adelante» de Netanyahu comienza a resultar incómoda para un Trump que, en su ansiada pretensión por el Premio Nobel, ha llegado incluso a asegurar que no obtener ese galardón sería un «insulto para EEUU».

Al ego de Trump se le une la obstinación de un Netanyahu que comienza a sentir presión interna, incluso dentro del establishment militar, y un malestar social en vísperas del segundo aniversario de la invasión a Gaza. Hamás, si bien desarticulado en su cúpula dirigente, está lejos de ser doblegado política y militarmente. Tiene en sus manos todavía a decenas de rehenes israelíes, millares de militantes armados y muy probablemente una nueva dirigencia política.

El descrédito y la maltrecha imagen internacional de Israel también pasan factura a los «halcones» instalados en las altas esferas del poder en Tel Aviv y Jerusalén. El propio Trump ya ha advertido ante sus socios árabes que no consentirá una invasión y anexión de Cisjordania. Con ello busca ralentizar, o bien contemporizar, el objetivo supremacista del «Gran Israel» de Netanyahu y los «halcones».

En lo concerniente a los 20 puntos de la propuesta de paz, el texto abunda en aspectos más técnicos que estructurales. Trump maneja una versión maltrecha de los Acuerdos de Oslo (1994) en la que la solución de los «dos Estados» pasa a estar supeditada a una especie de transición tecnocrática y apolítica con un Hamás al que se le exige la desmilitarización, apenas exigiendo a Israel una contraprestación, lo cual mantiene el desequilibrio de fuerzas. Por otro lado, Gaza se convertirá en un carrusel de negocios dominado por los intereses conjuntos entre EEUU e Israel, aunque Trump intente llevar la iniciativa.

Esta caída en desgracia de Netanyahu ante los ojos del mundo ofreció un inusual gesto durante la cumbre en Washington con Trump: el premier israelí pidió perdón por los ataques en Qatar en las que buscó, infructuosamente, asesinar a líderes de Hamas. El contexto actual, con un atasco militar en Gaza y crisis humanitaria al que no se debe olvidar la breve confrontación directa entre Israel e Irán en julio pasado, han dejado entrever que Israel no es tan invencible militarmente y es mucho más vulnerable y dependiente de la ayuda estadounidense de lo que se creía.

Un actor clave: Arabia Saudita

A buena cuenta, Trump ha tomado cálculo de esta ecuación. Trump maneja nuevos equilibrios en Oriente Próximo que no le aten necesariamente a esa alianza estratégica con Israel. Necesita tener a su favor a Arabia Saudita y los emiratos petroleros toda vez el mundo árabe e islámico, visiblemente liderado por Arabia Saudita, ha comenzado a mover fichas contra Israel, trazando un revival de unidad incluso en el plano militar contra un enemigo común, el Estado israelí.

Un aspecto que inquieta a Trump tomando en cuenta que su aliado israelí ya ha atacado militarmente en lo que va de año no solamente a Palestina sino también al Líbano, Siria, Qatar, Irán y Yemen.

En este contexto debe interpretarse el «lavado de imagen» vía discurso en la ONU por parte del ex terrorista yihadista (Washington llegó a ofrecer una recompensa de US$ 10 millones por su captura o eliminación que ahora ha sido convenientemente retirada) ahora reconvertido en presidente interino sirio, Ahmed al Shar’a. La apertura de Trump hacia la «nueva Siria post-Asad» podría interpretarse como una condición expresada por el cada vez más poderoso príncipe saudita Mohammed Bin Salmán; una petición que Trump no ha dudado en atender.

Precisamente, Riad ha sido el principal interlocutor del mundo árabe a la hora de recibir con beneplácito la propuesta de paz de Trump para Gaza. Tradicionalmente desunidos en el plano político, la crisis de Gaza ha reactivado ciertos vínculos de unidad en el mundo árabe, muy probablemente determinados por evitar que el drama palestino active el malestar social contra el estatus quo de poder.

De este modo, sin abandonar la alianza estratégica con Israel, Trump comienza a jugar otras cartas buscando atraer a otros actores de peso como Arabia Saudita, cuyas esferas de influencia regionales incluyen ahora la Siria de al-Shar’a, visiblemente ya fuera del alcance de la histórica influencia iraní, el principal aliado del extinto régimen de los Asad. De este modo, Riad parece haber sustituido a Teherán como el principal actor de influencia en la «nueva Siria» y sus implicaciones tienen peso decisivo a la hora de negociar con Washington esferas de influencia geopolítica a nivel regional.

No debemos olvidar que en octubre ser realizarán elecciones legislativas en Siria, los primeros comicios tras la caída del régimen de Bashar al Asad en diciembre pasado. Estas elecciones son vitales para calibrar el incierto futuro sirio y cuál será su orientación geopolítica en este contexto de tensiones y conflictos permanentes in crescendo.

El panorama así se observa inquietante, donde un nuevo Parlamento deberá legislar un país fragmentado, con un proceso electoral que genera críticas por la exclusión de ciertas áreas y la falta de participación política plena, con partidos políticos prohibidos y desafíos a la seguridad. La eventualidad de una «balcanización» de Siria, que podría reproducir un contexto similar al observado en la vecina Líbano durante su prolongada guerra civil (1975-1990), es una posibilidad real ante el inflamado contexto regional.

Contando con un inmediato pero expectante apoyo internacional básicamente focalizado en intentar evitar que se amplíe el horror que se vive en Gaza con otra ofensiva militar israelí, es posible que la propuesta de paz de Trump tenga algún margen de efectividad, cuando menos temporal, toda vez las horripilantes imágenes que en los últimos meses se ha observado con el genocidio en Gaza, a la que la ONU oficialmente también ha catalogado de «hambruna», indicarían otros derroteros que propicien su inviabilidad.

Pero la pax de Trump navega igualmente por aguas inciertas. A falta de lo que responda Hamas, cuyo ultimátum enviado por Trump fue de tres a cuatro días, algunos movimientos políticos palestinos ya han oficializado su desacuerdo con la propuesta de Trump.

Por mucho que el propio Netanyahu lo haya propuesto meses atrás durante una de sus visitas a Washington, el primer ministro israelí sería un aval incómodo para un Trump obsesionado con el Nobel de la Paz. No obstante, incluso en la masacrada Gaza, destruida por la agresividad del Estado de Israel, cualquier paz se impone ahora como urgente.

 

* Analista de Geopolítica y Relaciones Internacionales. Licenciado en Estudios Internacionales (Universidad Central de Venezuela, UCV), magister en Ciencia Política (Universidad Simón Bolívar, USB) y colaborador en think tanks y medios digitales en España, EEUU e América Latina. Analista Senior de la SAEEG.

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UCRANIA, RUSIA Y LA INCIERTA «PAX TURCA»

Roberto Mansilla Blanco*

Muchas expectativas y especulaciones han dominado el clima existente en torno a la infructuosa negociación sobre la paz en Ucrania prevista para este 15 de mayo en Estambul. Lo que podía constituir un escenario clave para acordar, cuando menos, un cese al fuego en la cada vez más estéril guerra ruso-ucraniana y que, al mismo tiempo, podría suponer para Turquía un papel protagónico como mediador diplomático e interlocutor válido, se ha súbitamente degradado en medio de las sinuosas arenas de los intereses geopolíticos.

Los precedentes al eventualmente fallido encuentro en Estambul entre los mandatarios Vladimir Putin y Volodimyr Zelenski anunciaban la posibilidad de apertura de una negociación. En una inédita conferencia de prensa en Moscú durante la madrugada del 11 de mayo, dos días después del histórico «Desfile de la Victoria» que conmemoraba el 80º aniversario de la «Gran Guerra Patriótica», Putin lanzó una propuesta de negociación directa con su homólogo Zelenski poniendo fecha el 15 de mayo en Estambul. El escenario estaba servido: Turquía, miembro de la OTAN, ha ejercido una relevante capacidad de interlocución entre Rusia y Ucrania.

La respuesta inmediata del mandatario ucraniano aceptando la propuesta de Putin también daba pie a la posibilidad de este histórico encuentro, con la única condición de que Moscú decretara un alto al fuego a partir del 12 de mayo, una propuesta que el Kremlin ha rechazado de plano.

El juego de intereses precedente a la cumbre

Desde entonces hemos asistido a un rifirrafe de declaraciones y presiones en torno a la posibilidad de este encuentro Putin-Zelenski en Estambul.

Tras la oferta del mandatario ruso, el presidente ucraniano se reunió en Kiev con su homólogo francés Emmanuel Macron, el canciller alemán Friedrich Merz y el primer ministro británico Kein Starmer. Este encuentro significó la puesta en escena de la «troika» europea de apoyo a Ucrania para intentar frenar las aspiraciones rusas de sacar la mejor tajada de una eventual negociación en Estambul sobre el final del conflicto.

Ante la persistencia de Putin de que la negociación sólo debía darse directamente con Zelenski, la cumbre de Kiev reveló que Europa y la OTAN no quieren quedar fuera del protagonismo, exigiendo también sus cartas. Mientras la atención estaba enfocada en la posibilidad de esa cumbre Putin-Zelenski en Estambul, los ministros de Exteriores de la OTAN se reunían los días 14 y 15 de mayo en la localidad turca de Antalya. En esta reunión, la Alianza Atlántica sentó las bases para aumentar a un 5% del PIB el gasto militar hasta el 2032, con la mira puesta en la presunta «amenaza rusa».

Desde Washington, Trump presionó a Zelenski con la finalidad de que aceptara la negociación pero también advirtiendo a Putin de no buscar atajos. El mandatario estadounidense es consciente de que la clave de la negociación es convencer al presidente ruso. «Si fracasa la negociación entre Trump y Zelenski, EEUU y Europa ya saben en qué condiciones está la situación y actuaremos en consecuencia», dijo Trump poco antes de iniciar una estratégica gira por Oriente Próximo que le llevó a Arabia Saudita y Qatar.

Visto el panorama, el Kremlin decidió dar un golpe de timón en torno a su presencia en Estambul, probablemente con la finalidad de no arrojar pistas sobre cuál sería la dinámica de la negociación. Horas previas al encuentro confirmó que ni Putin ni su ministro de Exteriores Serguéi Lavrov asistirían a Turquía al «cara a cara» con un Zelenski que ya viajaba a Estambul. Tras reunirse con el anfitrión, el presidente turco Recep Tayyip Erdogan, Zelenski decidió no reunirse con una delegación rusa de carácter técnico, probablemente persuadido por las presiones de sus aliados europeos. La cumbre, por tanto, ya no sería de alto nivel entre Putin y Zelenski sino que quedaría relegada a sendos equipos técnicos de negociadores.

Desde Riad, la capital saudita, Trump declaró su intención de asistir a Estambul probablemente con la expectativa de influir en el finalmente infructuoso «cara a cara» entre Putin y Zelenski. Previamente, la Casa Blanca anunció que a Estambul viajará el 16 de mayo el secretario de Estado Marco Rubio junto con el enviado especial para Oriente Próximo, Steve Witkoff, quien ya se había reunido con Putin semanas atrás en Moscú.

En medio de este clima de incertidumbre, la Unión Europea aprobó un nuevo paquete de sanciones contra Rusia, una decisión que lejos de acercar posiciones incrementó aún más la desconfianza y la tensión con Moscú.

La clave geoeconómica

Sin menoscabar las interpretaciones que puedan existir en torno a porqué lo que parecía una cumbre de alto nivel comenzó a desvanecerse hacia un resultado incierto, algunos eventos pueden ayudar a explicar qué podría estar detrás de lo que está por negociarse en Estambul.

El clima internacional ya venía condicionado por el impasse entre India y Pakistán que llevó al borde de la guerra entre estas dos potencias nucleares, finalmente abortado in extremis por la diplomacia de EEUU. Con un Israel preparándose para la anexión de Gaza, la atención estaba concentrada en la posibilidad de una reducción de tensiones entre Rusia y Ucrania que, al menos, implicara una tregua temporal de las operaciones militares.

El desfile del pasado 9 de mayo en Moscú con motivo del 80º aniversario de la «Gran Guerra Patriótica» en la II Guerra Mundial reunió en la capital rusa a más de 30 jefes de Estado y de gobierno, la mayor parte asiáticos, africanos y latinoamericanos. Ese mismo día en Kiev, los ministros de Exteriores de la UE renovaron públicamente su apoyo a Zelenski con la intención de contrarrestar el ambiente festivo en la capital rusa.

Con todo, la presencia de mandatarios internacionales en la Plaza Roja de Moscú le permitió a Putin obtener un importante as geopolítico orientado a retomar la iniciativa, esta vez en el terreno diplomático, para dar paso una negociación en Ucrania bajo sus condiciones. Un día después de este desfile, Putin sorprendió anunciando su propuesta de negociación con Ucrania en una conferencia de prensa ante corresponsales extranjeros. Ese mismo día, EEUU anunciaba un acuerdo con China para suspender por 90 días la guerra arancelaria iniciada por Trump meses atrás. El clima se veía, por tanto, distendido.

Aquí entran en juego algunas interpretaciones que podrían arrojar claves sobre cuál era el sentido real de la propuesta de Putin y que, más allá del terreno militar, tienen un olor a intereses geoeconómicos. Es posible que durante las reuniones bilaterales en Moscú entre Putin, el presidente chino Xi Jinping y mandatarios africanos (como fue el caso de Ibrahim Traoré de Burkina Faso, país estratégico para los intereses rusos en el Sahel) entre otros, se abordara esta posibilidad de propiciar una negociación de paz en Ucrania para intentar amortiguar la posible recesión económica que se avecina por la guerra comercial de Trump, en especial en lo relativo al alza del precio de los alimentos.

Siendo Rusia y Ucrania los principales productores de trigo y cereales, la eventual paralización del conflicto ruso-ucraniano podría suponer la normalización de la actividad comercial de los puertos rusos y ucranianos del mar Negro (Novorosísk y Odessa principalmente) para exportar estas materias primas, esenciales para varios países africanos y de Oriente Próximo ante la inminencia de un verano que anuncia sequías y posible desabastecimiento.

Y aquí entraría en juego Turquía y la razón de la cumbre en Estambul, más allá del hecho de su capacidad de interlocución entre Rusia y Ucrania, la OTAN y la UE. Erdogan observó en este contexto la posibilidad de fortalecer el peso geoeconómico turco como facilitador de unas negociaciones que podrían normalizar el transporte de alimentos y mercancías desde estos puertos rusos y ucranianos y su salida vía estrecho de los Dardanelos hacia el Mediterráneo, el Magreb, Oriente Próximo y el Atlántico para asegurar el abastecimiento alimenticio. Visto en perspectiva geoeconómica, Putin y Erdogan se aseguraban una jugada maestra que obligaba a Europa y la OTAN a reaccionar, bien aceptando el plan de paz de Putin o profundizando en el rearme a Ucrania.

Debe recordarse que Estambul ya acogió a mediados de 2022 una serie de negociaciones directas entre representantes rusos y ucranianos con la finalidad de alcanzar un alto al fuego y un acuerdo humanitario, que finalmente fueron abruptamente suspendidas. Algunas fuentes han argumentado presuntas presiones indirectas por parte de Europa y EEUU (entonces bajo la presidencia de Joseph Biden) para boicotear la posibilidad de un acuerdo entre Kiev y Moscú.

Tres años después el contexto militar y geopolítico ha cambiado drásticamente, con un conflicto estancado, una Ucrania si bien resiliente pero exhausta y cada vez más dependiente de unos aliados occidentales igualmente desgastados y defraudados con la guerra en Ucrania. Y en todo ello un Putin con cartas geopolíticas más a su favor, a pesar de las tensiones que sigue manteniendo con Occidente, manejando un sórdido juego de paciencia táctica con elementos disuasivos y de «tira y afloja», tendente precisamente a socavar el apoyo occidental a Ucrania. Por otro lado, mientras se discutía la posibilidad de la cumbre en Estambul, Washington y Moscú avanzaban en las negociaciones para restablecer el suministro de gas natural ruso hacia Europa.

Así mismo, Erdogan ha jugado a varias bandas en el conflicto ucraniano con la velada intención de mantener difíciles equilibrios y evitar posicionamientos incómodos. Mientras mantiene una táctica alianza geopolítica con Rusia, Ankara le ha vendido drones a Ucrania para ser utilizados en el frente. En 2023, Erdogan medió entre Moscú y Kiev en cuanto a la apertura de los puertos ucranianos y rusos en el Mar Negro para la exportación de cereales vía puertos turcos, un precedente que probablemente entró en juego en el actual contexto. Con ello, Erdogan mostraba su disposición para utilizar la diplomacia económica como factor disuasivo entre Rusia y Ucrania.

Trump vuelve a la escena: la alianza con Arabia Saudita

Con la atención enfocada en la infructuosa reunión Putin-Zelenski en Estambul, desde la capital saudita Riad, Trump y el príncipe Mohammed bin Salmán firmaron un estratégico acuerdo de defensa entre EEUU y Arabia Saudita con importantes implicaciones para el contexto geopolítico regional. Trump también anunció la suspensión de todas las sanciones contra Siria, con cuyo presidente Ahmed Hussein al-Shar’a se reunió en Riad en el que aprovechó para persuadirle a «reconocer a Israel».

La gira de Trump en Oriente Medio evidencia el imperativo de Washington por fortalecer la influencia saudita en la geopolítica regional y global y, al mismo tiempo, condicionar el emergente peso geopolítico turco en la Siria post-Asad. No se debe descartar que Trump espere resucitar los Acuerdos de Abraham de 2020 con la vista puesta en un histórico reconocimiento diplomático entre Arabia Saudita e Israel, con implicaciones geoestratégicas de elevado nivel para Oriente Próximo y, especialmente, para los intereses turcos y de Irán, ambos aliados de Rusia y China.

Ante los retrasos de Putin y Zelenski por materializar su plan de paz para Ucrania, Trump ha apostado por romper el equilibrio en Oriente Próximo estrechando lazos con Arabia Saudita para contrarrestar esa influencia turca vía cumbre en Estambul. Consciente del revisionismo de Erdogan en cuanto a sus relaciones con Israel y sus tácticos acercamientos con Rusia, Irán y China, Trump apuesta por ejercer contrapesos vía Arabia Saudita que le permitan mantener el escudo de apoyos a favor de Israel y de los intereses estadounidenses en la región.

Previo a la cumbre en Estambul, Erdogan se había anotado un histórico avance al certificarse oficialmente la disolución del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), lo cual pone punto final a casi cinco décadas de lucha armada contra el Estado turco. La disolución del PKK era un fait accompli desde que se iniciaron las negociaciones para su desarme en 2013 y que se confirmó el febrero pasado cuando su líder histórico Abdulah Oçalan (en cadena perpetua en una prisión turca) pidió abandonar las armas.

Neutralizado el PKK, Erdogan refuerza sus posiciones regionales con respecto a frenar el irredentismo kurdo y establecer un mecanismo de seguridad desde Siria hasta Irak, un escenario que podría contrariar los intereses de EEUU, Israel y Arabia Saudita. Falta ver si la cumbre de Estambul, ya sin Putin ni Zelenski, le permita a Turquía recuperar posiciones ante los vertiginosos cambios que observa en sus esferas de influencia.

 

* Analista de geopolítica y relaciones internacionales. Licenciado en Estudios Internacionales (Universidad Central de Venezuela, UCV), Magister en Ciencia Política (Universidad Simón Bolívar, USB) Colaborador en think tanks y medios digitales en España, EE.UU. y América Latina. Analista Senior de la SAEEG.

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