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EL JUEGO DE PODER DE LAS GRANDES POTENCIAS EN EL CONFLICTO ARMENIO-AZERÍ

Cristian Beltrán*

Monasterio de Geghard, Kotayk, Armenia (siglo IV), según la tradición fundado por San Gregorio (el Iluminador).

Enero de 2020. Eran las 20:30 cuando el tren Tbilisi-Bakú se puso en marcha, de forma lenta y cansina. A través de la única ventana que tenía el camarote, observé los últimos vestigios de Tbilisi, capital de Georgia, país que aspira desde hace una década, a pertenecer al exclusivo club de la Unión Europea. Mientras el tren travesaba los arrabales de la vieja capital, nos sumergimos en un laberinto de viejos edificios de monoblocks seguido de casas bajas y viejas fábricas de cuyas chimeneas emanaba un humo oscuro y pesado. La frontera no estaba muy lejos, por lo que antes de medianoche llegué al último puesto fronterizo de Georgia antes de entrar a Azerbaiyán.

Atravesamos los escarpados montes georgianos donde apenas se podía ver el escenario, cada tanto, algún conjunto de luces me anunciaba la existencia de una aldea de pastores. Me dirigía hacia el sur del Cáucaso, hacia las costas del mar Caspio al este y que divide Asia Central con la última frontera de Europa, al norte, Rusia, al oeste Turquía y Armenia. El mar Caspio y los campos petrolíferos de Bakú, defendidos por el ejército soviético, fueron la obsesión de Hitler en la Segunda Guerra Mundial, en 1941, cuando las tropas alemanas atacaron territorio ruso; hacia allá me dirigía. Rustavi era la última ciudad en importancia de Georgia. Una hora después de haber salido de la estación de Tbilisi el tren arribó a la frontera con Azerbaiyán. El puesto fronterizo azerbaiyano era una vieja casa de ladrillos iluminada por faroles viejos, la bandera nacional ondeaba suavemente sobre la plataforma, debajo de un alero; un perro negro bostezaba mientras se acomodaba sobre una vieja colcha, a su lado, dos policías fronterizos, jóvenes, fumaban mientras se movían para mitigar el frío de la noche caucásica.

El tren se detuvo cuando dos policías fronterizos lo abordaron, mi camarote estaba ubicado en el vagón número 5 por lo que los policías tardaron unos pocos minutos en llegar. Mientras observaba la inmensidad de la noche, la azafata, una mujer de unos 50 años, rubia y baja, golpeó la puerta.

“Passport, Passport!!!” – me indicó mientras se apresuraba a golpear los otros camarotes.

Prepare nuestros papeles y en menos de 5 minutos un policía con gesto parco y cara de pocos amigos me pidió los papeles.

“¿Estuvo en Armenia, de allá?”- preguntó secamente mientras revisaba mi pasaporte.

“¿Tiene alojamiento, cuantos días se queda?”-. Volvió a preguntar mientras le mostraba la documentación que probaba que tenía adonde quedarme. El breve diálogo entre el guardia y yo marcaba la situación que se estaba viviendo en el Cáucaso sur desde hacía un tiempo; en la región la paz es frágil, sólo basta una chispa para encender el polvorín, cosa que sucedería en los meses subsiguientes a mi llegada.

La enemistad entre armenios y azeríes, como se denomina al pueblo de Azerbaiyán, tiene raíces profundas, no obstante haber estado ambos dentro de ese Estado multinacional que fue la Unión Soviética, durante gran parte del siglo XX. Hubo paz al amparo del poder soviético que no toleraría ningún enfrentamiento en sus fronteras del sur. La histórica región del Cáucaso ha sido objeto por décadas de interés geopolítico para rusos y turcos. Con la caída de los imperios al final de la Primera Guerra Mundial, las repúblicas de Georgia, Armenia y Azerbaiyán se pensaron independientes. Pero el manto de la recién creada Unión Soviética los cobijó represivamente con el guiño de la nueva nación de Turquía. En 1921, un líder soviético tomó una decisión que desafió la historia: cederle Nagorno-Karabaj, a la entonces República Soviética de Azerbaiyán[1].

Este verdadero caldero siempre en ebullición se mantuvo calmo por setenta años, hasta que la caída de la URSS abrió la caja de pandora, los armenios se apropiaron rápidamente de un territorio que consideran suyo, Nagorno-Karabaj, dentro de los límites de Azerbaiyán, desatando una guerra que terminó con la victoria de Armenia y la ocupación de una porción occidental de territorio azerbaiyano[2].

Llegué a Bakú al amanecer, la producción petrolera transformó a la ciudad en lo que se conoce como la “Dubai del Cáucaso”, la guerra me estaría pisando los talones.

Dejé Bakú para trasladarme a Ereván, la capital de Armenia, el primer reino cristiano de la historia, a través de la frontera con Georgia, desde Azerbaiyán a Armenia el paso fronterizo está cerrado. Llegué a Ereván a las 5 de la tarde, casi en el ocaso del día, la nieve se desparramaba a cada lado de las calles, sobre la avenida principal; fui testigo de un desfile en la que participaban veteranos de la guerra contra Azerbaiyán en los años ‘90, las banderas armenias ondeaban en los mástiles y en las columnas de las farolas que iluminaban el centro de la ciudad. Permanecí en esta antigua república del Cáucaso algunos días, pero no percibí ningún aire beligerante en comparación con lo que había visto en Azerbaiyán para comienzos de 2020. Gracias a la exportación de petróleo, el gobierno azerbaiyano rearmó el ejército a gran escala.

Esta breve reseña de viaje pretende servir de preludio a lo que sucedería finalmente pocos meses después de mi viaje por tierras caucásicas. A fines de 2020, desde el 27 de setiembre al 10 de noviembre, el Cáucaso sur se sacudió nuevamente cuando tropas azerbaiyanas y armenias se enfrentaron en el enclave de Nagorno-Karabaj en la llamada “Segunda Guerra de Nagorno-Karabaj”. El resultado del breve enfrentamiento se zanjó a favor del ejército azerbaiyano, superior en armas y tecnología que recuperó gran parte de Nagorno-Karabaj a expensas de la población civil armenia, pero más allá del histórico enfrentamiento entre armenios y azeríes el factor determinante esta vez fue la intervención de las potencias vecinas, Turquía y Rusia, tradicionalmente aliados a uno u otro bando[3].

La intervención de Moscú y Ankara propició un alto al fuego sobre la derrota militar armenia a manos de las fuerzas azeríes. La firma del acuerdo, a instancias de Rusia, fue un claro triunfo para Azerbaiyán que recupera gran parte del territorio del Karabaj y una derrota humillante para Armenia, al mismo tiempo que realza la influencia turca en su frontera oriental como antiguo aliado de Bakú. Nikol Pasinian, Primer Ministro armenio, dio la primera pista sobre el acuerdo de paz, al decir que la firma del acuerdo “era la única opción en un panorama en el que las fuerzas azerbaiyanas estaban a las puertas de conquistar Stepanakert, considerada la capital del Alto Karabaj”[4].

Con el rediseño del mapa, según los términos del acuerdo, que además marca un calendario de plazos, Azerbaiyán controlará algunas áreas fuera del Alto Karabaj, como el distrito oriental de Agdam; también la zona de Kelbajar. Bakú dominará también la región de Lachin y la carretera principal que va del enclave a Armenia (conocida como corredor de Lachin) que estará custodiada por soldados de paz rusos. También consolida el control que Azerbaiyán ha logrado en esta escalada sobre la ciudad estratégica de Shushá (Shushi para los armenios), la segunda más grande de la región y a solo 11 kilómetros de Stepanakert, capital de facto de Nagorno Karabaj, que permanecerá bajo dominio de los armenios[5].

El acuerdo de paz celebrado a fines de 2020 puso de manifiesto la reafirmación de la influencia rusa y turca en la región a expensas de Estados Unidos y la Unión Europea que, salvo en el caso georgiano, ha manifestado poco interés en una región que por sus recursos naturales, es de vital importancia geopolítica.

El acuerdo de paz supone un nuevo de balance de poder en la región y la reaparición de Moscú como gran jugador en el tablero geopolítico en el Cáucaso sur. Por primera vez, desde la desaparición de la Unión Soviética, Rusia tiene tropas estacionadas en las tres repúblicas caucásicas, Georgia, Armenia y Azerbaiyán. Además de Rusia, Turquía, Irán y un jugador inesperado, Israel, apuestan sus fichas en la región. Este último ha firmado importantes acuerdos  de ayuda militar con el gobierno de Bakú mientras que Irán ve con recelos la creciente influencia israelí en la región. En este contexto, los Estados Unidos y la Unión Europea están cada vez más relegados y Georgia aparece como la única cabeza de puente viable para que Occidente se inserte geopolíticamente en el Cáucaso.

Más allá de la influencia rusa, Turquía y Azerbaiyán han firmado en junio de 2020 un acuerdo, “Acuerdo de Shusha”, tendiente a fortalecer la cooperación económico-militar entre ambos países, lo que refuerza la presencia turca en la región. El acuerdo prevé la construcción de un corredor terrestre a través de una vía férrea que una Nagorno-Karabakh con la provincia turca de Kars, lo que permitiría al gobierno turco tener un acceso directo al mar Caspio. De todos modos, las políticas de las potencias regionales encuentran obstáculos en cuanto a la actitud que podrían tener los líderes armenios y azeríes, En este sentido, el presidente Ilham Aliyev no es demasiado optimista y no muestra estar dispuesto a una paz duradera y a restablecer canales de cooperación con Armenia, expresando que “aceptando los resultados de la Segunda Guerra de Karabaj, Armenia también puede aumentar su papel en el marco regional” y que «hablando de vecinos, por supuesto, nunca incluí a Armenia en esta categoría de países, todavía hoy no la incluyo»[6]. Pero los intereses de los grandes jugadores de la región están por encima de los más pequeños, ¿por qué Rusia ha decidido apostar fuertemente a la situación política de su frontera sur? Hasta el comienzo de la guerra, Azerbaiyán no representaba un gran interés para el gobierno de Putin, territorio por el cual los azerbaiyanos exportan petróleo y gas, vía Georgia, a Europa. El enfrentamiento armenio-azerí permite a Rusia establecer, como garante de paz, un pie en la región y poner bajo su esfera de influencia a la región caucásica en su conjunto pero sobre todo, controlar más de cerca las vastas riquezas naturales, gas y petróleo del mar Caspio.

En este contexto, Putin apunta a la creación del “Grupo 3+3”, es decir Rusia, Turquía e Irán más Georgia, Armenia y Azerbaiyán, como medio para establecer un canal de negociaciones y resolución de conflictos a expensas de la influencia occidental. La victoria rusa ha sido, como señalamos anteriormente, a expensas de la UE y Estados Unidos, apartados de la mesa de negociaciones, incapaces por ahora, y tal vez por decisión propia, de intervenir en los asuntos caucásicos. Desde ésta perspectiva, Rusia no está dispuesta a soltar la mano a una región geoestratégicamente tan importante no solo en lo que a seguridad en su frontera sur representa sino también desde el aspecto comercial y de recursos naturales. Turquía, en consonancia con Rusia, apostará a mantener su influencia sobre Azerbaiyán, Estado musulmán, y asegurar sus fronteras orientales y contrapesar la influencia de Moscú.

Está claro que para las potencias regionales, un conflicto entre jugadores menores no es conveniente, en momentos en que la economía mundial está en crisis y cualquier factor de desestabilización puede generar más caos. En paralelo, la política también juega un rol fundamental, quedando claro en este sentido que en el conflictivo Cáucaso sur, Occidente está perdiendo su batalla.

 

* Licenciado en Historia por la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba. Investigador free lance sobre asuntos balcánicos y del Cáucaso. Adscrito a la Cátedra de Historia Contemporánea (2011-2012) en la Escuela de Historia de la misma facultad. Docente dependiente del Ministerio de Educación de la Provincia de Córdoba. Miembro de la SAEEG.

 

Bibliografía Consultada

Clayton, Austin. “Turkey Solidifies Role in South Caucasus with ‘Shusha Declaration’”. ICR Center, 22/06/2022, https://icrcenter.org/turkey-solidifies-role-in-south-caucasus-with-shusha-declaration/.

Gabuev, Alexander. “Nagorno Karabaj: cómo Rusia y Turquía se convirtieron en los ganadores del conflicto entre Armenia y Azerbaiyán”. BBC, 12/11/2020, https://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-54913027.

Ismailov, Famil. “Nagorno Karabaj: cómo Rusia ayudó al acuerdo en el conflicto entre Armenia y Azerbayán y asumió ‘control total sobre el terreno”. BBC, 11/11/2020, https://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-54903249.

Meister, Stefan. “Shifting Geopolitical Realities in the South Caucasus”. SCEEUS (Reports on Human Rights and Security in Eastern Europe No. 8), https://www.ui.se/forskning/centrum-for-osteuropastudier/sceeus-report/shifting-geopolitical-realities-in-the-south-caucasus/.

Sahuquillo, María R. “El ‘doloroso’ acuerdo de paz para el Alto Karabaj con Bakú desencadena protestas en Armenia”. El País, 10/11/2020, https://elpais.com/internacional/2020-11-10/el-doloroso-acuerdo-de-paz-para-el-alto-karabaj-con-baku-desencadena-protestas-en-armenia.html.

Shmite, Stella Maris. “El juego estratégico de Rusia en el Cáucaso Sur: Sochi 2014”. Redalyc, 13/02/2015, https://www.redalyc.org/jatsRepo/176/17646281012/html/index.html.

Suárez Jaramillo, Andrés. “¿Hay un responsable histórico del conflicto entre Armenia y Azerbaiyán por Nagorno Karabaj?” France 24, 08/10/2020, https://www.france24.com/es/20201007-historia-conflicto-armenia-azerbaiyán-cáucaso-urss.

Teslova, Elena. “Russia suggests 3+3 format with Turkey, Iran, Azerbaijan, Armenia, Georgia in Caucasus”. Andolu Agency, 06/10/2021, https://www.aa.com.tr/en/politics/russia-suggests-3-3-format-with-turkey-iran-azerbaijan-armenia-georgia-in-caucasus/2384679

Tiliç, Dogan y Topper, Ilya U.. “Rusia toma el control en el Cáucaso y deja fuera de juego a Turquía”. La Vanguardia, 10/11/2020, https://www.lavanguardia.com/politica/20201110/49387858048/rusia-toma-el-control-en-el-caucaso-y-deja-fuera-de-juego-a-turquia.html.

 

Referencias

[1] Andrés Suárez Jaramillo “¿Hay un responsable histórico del conflicto entre Armenia y Azerbaiyán por Nagorno Karabaj?” France 24, 08/10/2020, https://www.france24.com/es/20201007-historia-conflicto-armenia-azerbaiyán-cáucaso-urss.

[2] La llamada “Primera Guerra de Nagorno-Karabaj” se extendió entre 1988 y 1994 cuando la recientemente independizada República de Azerbaiyán anuló la autonomía del enclave armenio lo que aceleró el proceso independentista y la creación de la República Arsaj”. La guerra terminó en 1994 con la victoria armenia.

[3] Turquía ha sido tradicionalmente aliada de Azerbaiyán, por afinidad religiosa, mientras que Rusia hizo lo propio con Armenia.

[4] María R. Sahuquillo. “El ‘doloroso’ acuerdo de paz para el Alto Karabaj con Bakú desencadena protestas en Armenia”. El País, 10/11/2020, https://elpais.com/internacional/2020-11-10/el-doloroso-acuerdo-de-paz-para-el-alto-karabaj-con-baku-desencadena-protestas-en-armenia.html.

[5] Ídem.

[6] “Ilham Aliyev: ‘Espero que un día se establezcan relaciones de vecindad con Armenia’”. AZERTAC, 01/01/2022, https://azertag.az/es/xeber/Ilham_Aliyev__quotEspero_que_un_da_se_establezcan_relaciones_de_vecindad_con_Armenia_quot-1966380.

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NAGORNO KARABAJ, LA PEQUEÑA GUERRA DE LOS TREINTA AÑOS EN EL CÁUCASO

Giancarlo Elia Valori*

De 1618 a 1648 Europa fue destrozada por el violento e implacable conflicto entre protestantes y católicos. Después del final del ciclo de cruzadas que había resultado el primer conflicto entre cristianos y árabes, pero el primer y más severo conflicto armado entre las dos grandes almas del cristianismo, lo que los historiadores más tarde llamaron la “Guerra de los Treinta Años”, ciertamente no fue la última guerra religiosa. La Guerra de los Treinta Años terminó con la Paz de Westfalia que condujo al nacimiento de los Estados-Nación europeos y —como epílogo paradójico a una guerra desatada por razones religiosas— puso fin al control ejercido por la Iglesia sobre los reinos cristianos y sepultó cualquier intento del clero protestante de interferir en los asuntos políticos, aplastándolo mucho antes de que pudiera manifestarse abiertamente. Desde entonces, los centros de gravedad de los conflictos (también) sobre una base religiosa se han desplazado hacia la confrontación islámico-judía (las guerras árabe-israelíes de la segunda mitad del siglo XX y el enfrentamiento entre el Islam y el cristianismo.

Los conflictos religiosos tienden a ser feroces y sangrientos porque ninguna de las partes involucradas parece estar dispuesta a mediar con una contraparte considerada apóstata o de todos modos “infiel”. Frente a un público internacional distraído por las preocupaciones de la pandemia de Covid-19, el conflicto de 30 años aún no resuelto por el control de Nagorno Karabaj —una guerra de 30 años a pequeña escala porque se limitó al Cáucaso Meridional— volvió a estallar violentamente el 27 de septiembre pasado. Es el enfrentamiento entre Azerbaiyán musulmán y Armenia cristiana, que reclama un control de iure sobre una región, a saber, Nagorno, que ya controla de facto, aunque su territorio está totalmente cerrado dentro de las fronteras azerbaiyanas y sin ninguna conexión geográfica con la disputada patria armenia. Como veremos más adelante, el conflicto tiene raíces antiguas y profundas, pero está lleno de implicaciones geoestratégicas que podrían causar daños y tensiones extra regionales que son potencialmente muy peligrosas.

Raíces antiguas y profundas que, en este caso, también pueden ser llamadas “raíces del mal”. A finales de la década de 1920, Stalin —que estaba decidido a aplastar todas las ambiciones nacionalistas de las diversas almas que conformaban el enorme imperio soviético— tomó medidas drásticas para evitar que los diferentes grupos étnicos panrusos crearan problemas políticos y, con su habitual puño de hierro, decidió transferir poblaciones enteras a miles de kilómetros de distancia de sus asentamientos tradicionales para eliminar sus raíces étnicas y culturales. Chechenos, cosacos y alemanes se dispersaron a los cuatro rincones del imperio, mientras que el dictador soviético decidió —bajo la bandera del principio más clásico de “dividir y gobernar”— asignar la jurisdicción política y administrativa de la región autónoma de Nagorno Karabaj —habitada por poblaciones armenias y cristianas— a la República Socialista de Azerbaiyán, poblada por musulmanes azeríes, con el fin de mantener bajo control cualquier autonomía armenia.

Como también sucedió en los países satélites (véase el ejemplo de la Yugoslavia de Tito), el régimen comunista en Rusia logró contener —incluso con el uso sin escrúpulos del terror y la limpieza étnica— cada reivindicación nacionalista de todos los diferentes grupos étnicos que conforman el imperio. Esta operación, sin embargo, perdió su impulso cuando, en la segunda mitad de la década de 1980, la cautelosa campaña de modernización del país y el inicio de las tímidas reformas liberales de Mijaíl Gorbachov con su Perestroika causaron repercusiones inesperadas en las relaciones entre armenios y azerbaiyanos. El odio y el espíritu de venganza sin fin resurgieron debido a la disminución de medidas opresivas y represivas que, hasta ese momento, habían contribuido a mantener vivo al régimen soviético. La cohesión política y administrativa que había convertido a la Unión de Repúblicas en un organismo unitario comenzó a fracasar y las demandas de autonomía se volvieron cada vez más apremiantes.

Una vez más en 1988 el Parlamento regional de Nagorno Karabaj votó una resolución que marcó el regreso de la región a la jurisdicción administrativa de la República Armenia, la “madre patria cristiana”.

A partir de ese momento, la tensión entre armenios y azerbaiyanos se montó progresivamente, con enfrentamientos aislados y violencia interétnica que llevaron a la guerra abierta en 1991 cuando, inmediatamente después del colapso y disolución de la URSS, los armenios declararon formalmente la anexión de la disputada región de Nagorno Karabaj a la República de Armenia, desencadenando así un sangriento conflicto contra el vecino Azerbaiyán, un conflicto que duró hasta 1994 en el que murieron más de 30.000 civiles y militares.

Frente a la incapacidad del gobierno de Boris Yeltsin para llevar a las partes beligerantes de nuevo a la razón y a la mesa de negociaciones (que siempre es difícil en los conflictos étnico-religiosos) y ante la incapacidad de las Naciones Unidas para resolver el conflicto azerí-armenio, por cualquier medio necesario y lo que sea necesario, como se consagra en su Carta, intervino la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE). Bajo sus auspicios, se estableció en 1992 el “Grupo Minsk” —una mesa de negociación permanente gestionada por Francia, la Federación de Rusia y los Estados Unidos—.

A pesar del compromiso del Grupo de Minsk, la guerra entre armenios y azerbaiyanos continuó hasta 1994, cuando terminó —sin firmar ningún acuerdo de paz— después de que los armenios tomaran el control militar de Nagorno Karabaj y más de un millón de personas se vieran obligadas a abandonar sus hogares. Un doble éxodo que recordó al que siguió a la división entre la India y Pakistán, con los azerbaiyanos que, como musulmanes e hindúes, abandonaron sus tierras a los armenios y a los armenios que ocupaban casas traseras y territorios que creían que les habían sido arrebatados injustamente por maniobras estalinistas.

El fuego del conflicto seguía ardiendo, con enfrentamientos y agresión armada, durante más de una década y más tarde estalló de nuevo, sin razón aparente ni factor desencadenante, en abril de 2016. Los observadores internacionales se mostraron perplejos por esa reanudación de las hostilidades: decenas y decenas de soldados de ambos bandos murieron sin razón aparente ni factor desencadenante. Según algunos observadores especializados en este extraño y arcaico conflicto, las causas de la reanudación de las hostilidades se encontraban en el deseo de los Estados opuestos de “ganar terreno” y tomar el control de las áreas estratégicas lejos del enemigo. Según otros observadores internacionales probablemente más fiables, la razón del resurgimiento del conflicto tuvo que buscarse dentro de los dirigentes armenio y azerbaiyano. En medio de una crisis económica debida al colapso del mercado internacional del petróleo crudo (y los precios), ambos gobiernos dieron una mano libre a sus respectivos “perros de guerra”, con miras a reunir de nuevo su público desorientado e insatisfechos con el colapso de la economía. Islam, petróleo y Cristianismo eran los ingredientes explosivos de una peligrosa y aparentemente insalvable situación. En Bakú, capital de Azerbaiyán, multitudes se manifestaron por semanas, meses o años bajo la bandera de “Karabakh es Azerbaiyán”.

En Ereván, la capital de “Armenia”’, multitudes similares —aunque de una religión diferente y enemiga— pidieron “Libertad para nuestros hermanos de Karabaj”.

Mientras tanto, el fuego seguía ardiendo: Armenia tenía un control de facto de la región en disputa, que estaba totalmente dentro de las fronteras azerbaiyanas, sin corredor que la conectara con la “madre patria” armenia. El conflicto interétnico e interreligioso se complica aún más por factores geopolíticos.

Turquía es un socio tradicional de Azerbaiyán, habitado por musulmanes de origen turcomano. Turquía fue el primer Estado en reconocer la República de Azerbaiyán en 1991, mientras que, hasta ahora, aún no ha reconocido a la República Armenia, probablemente porque conserva su nombre y la orgullosa memoria que la vincula con el genocidio armenio de 1916-1920, cuando los turcos —convencidos de la infidelidad de los armenios y de su apoyo al zar ruso— exterminaron rápidamente a un millón de ellos.

La posición de Rusia hacia el conflicto y los beligerantes es más ambigua: por un lado, Rusia apoya las legítimas aspiraciones del pueblo armenio mientras, por otro lado —para evitar entrar en conflicto abierto con Erdogan, con quien juega un juego complicado en Siria y Libia— Vladimir Putin evita el uso de tonos amenazantes hacia Azerbaiyán —a la que sigue vendiendo armas— y trata de mantener la equidistancia e imparcialidad entre las partes. Su actitud aún no ha atraído las críticas turcas, pero obviamente deja a los armenios perplejos.

Como ya se ha dicho, el fuego se mantuvo ardiendo hasta el 27 de septiembre, cuando, sin ningún factor de activación aparente o evidente, armenios y azerbaiyanos reanudaron las hostilidades utilizando armamento sofisticado, como drones armados o misiles de largo alcance, que mataron a decenas de soldados y civiles de ambos bandos. Como se ha dicho anteriormente, las razones de la reanudación de las hostilidades no son claras: no hubo provocación directa o factor desencadenante.

Esta vez, sin embargo, muchos observadores están señalando directamente con los dedos a Turquía y su presidente, Tayyp Recep Erdogan.

Puede que haya colocado el problema de Nagorno Karabaj en el complejo juego de ajedrez geopolítico en el que participa el “nuevo” y agresivo Presidente de Turquía. Este último, consciente del peso que tiene su papel en la OTAN en la dialéctica con los Estados Unidos y Europa —que evidentemente no se percibe exigiendo un poco de equidad de un socio tan indisciplinado y engorroso, si no bastante falto de escrúpulos y agresivo— no duda en seguir su propio camino y buscar los intereses de su país en Siria, Libia, el Mediterráneo y el mar Egeo. Desde el control de Siria Oriental hasta la búsqueda de nuevas fuentes de energía, Erdogan está jugando imprudentemente en varias mesas, sin desafiar abiertamente a Rusia, pero no dudando en burlarse de las protestas de sus socios europeos y estadounidenses.

Un juego sin escrúpulos que puede haber inducido a Erdogan a instar a sus aliados azerbaiyanos a reanudar las hostilidades contra los armenios el 27 de septiembre pasado, para que más tarde los contendientes acepten el alto el fuego del 9 de octubre: una medida que lo convertiría en una contraparte obligatoria y privilegiada para Rusia, frente a la irrelevancia geopolítica de Europa y Estados Unidos. La primera se mantiene bajo control por la pandemia, mientras que la segunda está pensando sólo en las próximas elecciones. En este vacío de ideas e intervenciones, la situación en el Cáucaso Meridional con sus posibles implicaciones explosivas en términos de producción y exportación de fuentes de energía sigue en manos de Rusia y Turquía, libre de buscar acuerdos o mediaciones consideradas favorables, obviamente en detrimento de la competencia. En el pasado, en la época de Enrico Mattei, Italia habría tratado de desempeñar su propio papel en una región tan delicada como el Cáucaso, no sólo para defender sus intereses económicos y comerciales, sino también y sobre todo para buscar nuevas oportunidades de desarrollo para sus empresas públicas y privadas. Pero la Italia de Mattei está lejos: actualmente no podemos contar con un semillero de tensión en nuestra puerta, como Libia, y no podemos traer a casa a 18 pescadores de Mazara del Vallo detenidos ilegalmente por el señor de la guerra de Tobruk, Khalifa Haftar.

 

* Copresidente del Consejo Asesor Honoris Causa. El Profesor Giancarlo Elia Valori es un eminente economista y empresario italiano. Posee prestigiosas distinciones académicas y órdenes nacionales. El Señor Valori ha dado conferencias sobre asuntos internacionales y economía en las principales universidades del mundo, como la Universidad de Pekín, la Universidad Hebrea de Jerusalén y la Universidad Yeshiva de Nueva York. Actualmente preside el «International World Group», es también presidente honorario de Huawei Italia, asesor económico del gigante chino HNA Group y miembro de la Junta de Ayan-Holding. En 1992 fue nombrado Oficial de la Legión de Honor de la República Francesa, con esta motivación: “Un hombre que puede ver a través de las fronteras para entender el mundo” y en 2002 recibió el título de “Honorable” de la Academia de Ciencias del Instituto de Francia.

 

Artículo exclusivo para SAEEG. Traducido al español por el Equipo de la SAEEG con expresa autorización del autor. Prohibida su reproducción.

 

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LA PELIGROSA SITUACIÓN DE “NO GUERRA” ENTRE ARMENIA Y AZERBAIJÁN

Alberto Hutschenreuter*

 

Según el jurista y filósofo político alemán Carl Schmitt, a las situaciones internacionales de paz y guerra hay que sumar una tercera, la “no guerra”, que no es una situación de paz ni de guerra, sino que implica un contexto que estaría anticipando un estado de guerra; una suerte de “umbral” de una confrontación militar mayor.

La historia está llena de situaciones de “no guerra”, siendo una de las más conocidas el ambiente internacional que se vivía en Europa en los dos años previos al estallido de la Segunda Guerra Mundial.

Pero una situación de “no guerra” no siempre termina en un choque abierto. Puede finalmente imponerse la diplomacia, y aquella situación acaba perdiendo fuerza. Acaso, la inminente guerra entre Argentina y Chile hacia fines de los años setenta es un ejemplo de ello.

Un caso actual en relación con ese contexto singular es el conflicto entre Armenia y Azerbaiján por el territorio de Nagorno Karabaj, un enclave que durante la era soviética se denominó Región Autónoma de Nagorno Karabaj, la que formó parte de la República Soviética de Azerbaiján. Habitada mayoritariamente por armenios, la condición de autonomía proporcionaba un importante margen de independencia cultural a los armenios. Pero, como sostiene la experta Audrey Altstadst, los armenios querían que Nagorno Karabaj fuera parte de Armenia.

Por ello, cuando la Unión Soviética, que había rechazado cambios de status político en la Región Autónoma, despareció, la guerra entre Armenia y Azerbaiján, que se había iniciado en 1988, se intensificó y terminó costando más de 30.000 muertos y un millón de desplazados. Derrotada Azerbaiján, en 1994 se alcanzó una tregua y los armenios del enclave proclamaron la República de Alto Karabaj (la que no fue reconocida por ningún Estado, incluida la misma Armenia, y cuya autodenominación desde 2017 es República de Artsaj).

Casi un cuarto de siglo después, sin que fuera un hecho inesperado, el 27 de septiembre pasado se registraron enfrentamientos militares entre las fuerzas armenias y azeríes a lo largo de la denominada Línea de Contacto, que es la que desde 1994 separa a las fuerzas de Armenia y Azerbaiján en el conflicto por el territorio en cuestión.

Si bien trascendió muy poca información sobre qué parte inició los ataques en las primeras horas de ese día domingo, los choques habrían causado centenares de muertos, la mayoría militares, y significativas pérdidas de medios militares, particularmente drones y vehículos.

La situación no fue una sorpresa, pues desde hace una década ambos países viven un estado de “no guerra”; incluso desde antes, cuando a principios de siglo se abrió una ventana esperanzadora desde la tregua de mediados de los noventa. Pero posteriormente cada parte se fue endureciendo, al punto que prácticamente ningún especialista que seguía la cuestión esperaba otra cosa que no fuera un choque armado, hecho que finalmente sucedió en abril de 2016. Si bien se trató de un breve enfrentamiento, la utilización de nuevos equipos (siempre negado por ambos) corroboró la carrera de armamentos en la que se encontraban los contendientes desde hacía tiempo.

Pero no solo hay una carrera de armamentos que supone una inversión militar anual del 4 por ciento del PBI por parte de cada actor, según datos del SIPRI: el discurso nacionalista-bélico por parte de ambos se ha ido afirmando, la militarización a lo largo de la frontera se incrementó, los encuentros diplomáticos fueron cada vez más frustrantes, las escaramuzas (como las de julio pasado) se sucedían, etc. En suma, todo representaba una situación de “no guerra” o de confrontación latente.

Pero acaso la situación más categórica y más “novedosa” en relación con el conflicto es lo que ha destacado Jeffrey Mankoff en la entrega digital de “Foreign Affairs”, donde sostiene que tanto las autoridades de Ereván como las de Bakú enfrentan cada vez mayores presiones para adoptar medidas duras ante dicho conflicto.

En Armenia, dichas presiones obedecen a una percepción relativa con cierta ambivalencia (e incluso distanciamiento) de Rusia en cuanto a continuar manteniendo una posición de no cambio en el status del enclave. Hay que recordar que el actual primer ministro del país, Nikol Pashinyan, llegó al poder en 2018 en medio de una ola de protestas populares que terminó con el gobierno anterior, algo que no fue bien visto en Rusia, país que mantenía nexos con los dirigentes anteriores, los que hoy enfrentan causas por corrupción. Asimismo, desde adentro podría haber descontentos: en septiembre de 2019 renunció el director del poderoso Servicio de Seguridad Nacional, Artur Vanetsyn, quien criticó al gobierno por “exceso de espontaneidad”.

En Azerbaiján, que mantiene una buena relación con Rusia, de donde ha adquirido importante cantidad de armamento, el problema pasa por la recesión, el descontento social y las inquietantes dudas sobre el producto que ha hecho del país lo que es, pues se considera que, por varias razones, sobre todo por la oferta, el precio del petróleo se mantendrá bajo.

Por tanto, el recurso a posiciones de afirmación nacional y la estimulación del nacionalismo ante el rival por parte de las autoridades de ambos países, serían las principales causas y los disparadores de los enfrentamientos actuales.

Además, si Armenia percibe riesgos en relación con Rusia, que mantiene una base y 5.000 efectivos en su territorio y con el que lo une un acuerdo de defensa y la pertenencia a la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (firmado en 1992), Azerbaiján percibe oportunidades en relación con Turquía, país con el que en 2010 firmó el Tratado de Asociación Estratégica y Ayuda Mutua, y que desde el mismo día que estallaron las hostilidades con Armenia, fiel en su búsqueda de un eje geopolítico multivectorial propio, se comprometió como nunca antes con apoyo militar.

Estas posiciones de Armenia y Azerbaiján dificultan sobremanera las posibilidades para la diplomacia del grupo integrado por Estados Unidos, Rusia y Francia en el contexto de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, en relación con la búsqueda de una salida del conflicto.

Pero aún quedan algunas esperanzas para evitar que la situación de “no guerra” pro-activa acabe transformándose en una guerra total. En buena medida, una presión mayor por parte de Rusia, una diplomacia menos “armada” por parte de Turquía y ningún intento del oeste en relación con pretender ganar poder debilitando a aquella y “disciplinando” a ésta, expandirán esas esperanzas en el sur del Cáucaso.

 

* Doctor en Relaciones Internacionales (USAL). Profesor de la asignatura Rusia en el ISEN. Profesor en la Diplomatura en Relaciones Internacionales en la UAI. Ex profesor en la UBA y en la Escuela Superior de Guerra Aérea. Autor de varios libros sobre geopolítica. Sus dos últimos trabajos, publicados por Editorial Almaluz en 2019, son “Un mundo extraviado. Apreciaciones estratégicas sobre el entorno internacional contemporáneo”, y “Versalles, 1919. Esperanza y frustración”, este último escrito con el Dr. Carlos Fernández Pardo.

 

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