Marcelo Javier de los Reyes*
Loado seas mi Señor, por nuestra hermana,
la madre tierra,
la cual nos sustenta y gobierna,
y produce diversos frutos con coloridas flores
y hierbas.
Cántico de las Criaturas
Escritos de San Francisco.
Albert Einstein y Georges Lamaître en Pasadena, California, en 1933
Suele decirse que la fe y la razón serían incompatibles o, al menos, inconciliables. Eso nos lleva a pensar que la ciencia tampoco se lía bien con la fe. En este sentido, es justo mencionar que el Papa Juan Pablo II inicia su encíclica Fides et ratio (1988) expresando: “La fe y la razón (Fides et ratio) son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad”.
En su mayoría, los hombres de ciencia consideran que la Creación es un hecho natural del cual no ha participado Dios. Entonces eso de que “Al principio Dios creó el cielo y la tierra…” (Gn 1:1) sería algo que queda reducido a la fe. Aquí vale una aclaración: ¿qué entendemos por fe? La fe es la creencia en las realidades invisibles. Esto entonces la alejaría aún más de la ciencia pero la verdad es que la Biblia no es un libro que hable de arqueología ni es un libro científico. El autor del libro del Génesis nos dice en forma poética que el universo tuvo un inicio y que Dios fue su creador. En realidad, el libro del Génesis es un relato teológico acerca de la creación del universo (Gn 1:1-2; 2:4-6) y sobre la creación de las plantas y de los animales acuáticos (Gn 1:3-19), sobre la creación de los animales terrestres (Gn 1:24-25) y sobre el ser humano (Gn 1:26-31, 2:7).
En consecuencia, desde un punto de vista teológico, Dios es el creador de la fe y de la razón humana, por tanto, éstas no pueden oponerse entre sí. No obstante, la discusión entre fe y ciencia encuentra un hito significativo a partir del momento en que Nicolás Copérnico (1473 – 1543) formula la teoría heliocéntrica en su obra De revolutionibus orbium coelestium, en oposición a la teoría geocéntrica, vigente en su época, que consideraba que los cuerpos celestes orbitaban alrededor de la Tierra.
Encuentros de la fe y la ciencia en una persona
Nicolás Copérnico fue un científico que pasó a la historia por sus conocimientos en el campo de la Astronomía pero cursó estudios de Derecho y Medicina y también escribió tratados de Economía. Dominaba cuatro idiomas y además era un monje católico[1].
Todos en la escuela estudiamos en Botánica las leyes de Mendel, en homenaje a Johann Mendel (1822 – 1884), cuyos experimentos llevaron al descubrimiento y desarrollo de la herencia genética en las plantas. Sus leyes constituyeron el punto de partida de la genética, una rama esencial de la biología moderna. En 1843 Johann Mendel ingresó en el monasterio agustino de Königskloster, cercano a Brünn —actual Brno, República Checa—, donde tomó el nombre de padre Gregor con el que también pasaría a ser conocido en la historia. Gregor Mendel, considerado el padre de la genética, fue ordenado sacerdote en 1847.
Al principio de este escrito hice referencia a la Creación, la cual se ha constituido uno de los temas de debate entre los hombres de ciencias y los hombres de fe. Al respecto me permito citar al filósofo austríaco Paul Karl Feyerabend (1924 – 1994), quien en su libro Adiós a la razón se refiere a la discusión sobre la Creación, así como de otras cuestiones en la que los científicos han acallado otras voces:
La “victoria” de la evolución, la sustitución de la autoridad de la iglesia por la autoridad de los científicos, educadores, intelectuales del montón, la expulsión del alma en psicología, la eliminación de la medicina tribal de la praxis médica en el siglo XIX, la decisión de los teólogos de no seguir interfiriendo en los debates sobre la estructura del universo material sino de dejar dichas materias a los científicos, todo esto han sido victorias políticas en el sentido descrito.[2]
Una de las teorías que fortificó la posición de los científicos en torno a la Creación fue la del Big Bang, la cual se basa en la expansión del universo a partir de un punto, en contra de la idea establecida en su época de que el universo era estático. La que luego fue denominada Ley de Hubble (1929) —en homenaje a Edwin Powell Hubble (1889-1953)— fue primeramente expresada por el físico y matemático belga de la Universidad de Lovaina Georges Lemaître (1894 – 1966), quien lo hizo en 1927. Sin embargo, el científico belga nunca intentó reclamar el derecho de primer descubrimiento sobre la teoría del Big Bang.
A fines de 1932, Lemaître fue al CALTECH (Instituto de Tecnología de California) en Pasadena, cerca de Los Ángeles, invitado por el ganador del Premio Nobel Robert Millikan, quien estaba profundamente interesado en la naturaleza y las propiedades de los rayos cósmicos[3]. En enero de 1933, Einstein fue a Pasadena y luego de una conferencia que Lemaître dictó allí, en la que explicó su cosmología atómica primitiva, el autor de la teoría de la relatividad expresó: “¡Esta es la explicación más hermosa y satisfactoria de la creación que he escuchado!”[4]
En 1934 Lemaitre recibió el premio científico más alto de Bélgica, el Premio Francqui, dos años después el Premio de Astrónomo Francés Prix Jules-Janssen y desde 1960 hasta su muerte fue presidente de la Academia Pontificia de Ciencias.
El padre Lemaître expresó:
Estaba interesado en la verdad desde el punto de vista de la salvación tanto como estaba interesado en la verdad desde el punto de vista de la certeza científica. Me pareció que había dos caminos que conducían a la verdad, y decidí seguirlos a ambos. Nada en mi vida profesional, nada de lo que he aprendido en ciencia y religión me ha hecho cambiar de opinión.[5]
El ingeniero de Telecomunicaciones Ignacio del Villar, en su libro Sacerdotes y Científicos. De Nicolás Copérnico a Georges Lemaître, también cita al monje Marin Mersenne (1588 – 1648) —a quien se considera el creador del concepto de “comunidad científica”—, al geólogo, anatomista y biomecánico Nicolás Steno (1638 – 1686)—quien, entre otros aportes científicos enunció las cuatro leyes fundamentales de la estratigrafía—, sacerdote danés que fue obispo y vicario apostólico en los países nórdicos, al jesuita Ruđer Bošković (1711 – 1787) quien elaboró la primera teoría atómica con un cierto fundamento y al sacerdote francés René Just Haüy —considerado el padre de la cristalografía—, quien Propuso la teoría de que los cristales minerales están hechos de bloques de construcción de tamaño molecular.
Es justo también mencionar al sacerdote italiano Giuseppe Mercalli (1850 -1914) —inventor de una escala alternativa a la de Richter para medir la intensidad de los terremotos— y al sacerdote benedictino húngaro Stanley L. Jaki (1924 – 2009), doctor en física y autor de varios escritos sobre la relación entre ciencia y fe.
El hombre, administrador de la Creación
Desde la teología se argumenta que Dios le encomendó al hombre la administración de su Creación. Le pidió que ejerciera su “señorío” sobre lo que Él había creado: “le diste dominio sobre la obra de tus manos, todo lo pusiste bajo sus pies” (Sal 8), escribió el salmista.
Bien, algún agnóstico o algún ateo podrán disentir con esto y en tal sentido podemos dejar de lado, al menos momentáneamente, el tema de la fe. Más allá de esta visión desde la fe, podemos acordar que el ser humano es el ser superior de la naturaleza y que es quien ejerce el dominio sobre la Tierra. Ahora bien, debemos preguntarnos, el hombre ¿es buen administrador de la Tierra? Por mi parte, mi respuesta es NO y sin duda que los ecologistas y muchos más coincidirán conmigo.
El comediógrafo latino Plauto (254-184 a. C.) en su obra Asinaria, expresó “Homo homini lupus”, “El hombre es un lobo para el hombre” —expresión luego repetida por Bacon y Hobbes—, idea con la que expresa que el hombre es para su semejante peor que las fieras. El hombre se muestra como el mayor depredador de la Naturaleza: depreda los bosques, las selvas y los mares; contamina los ríos, los océanos y la atmósfera; es el único animal que caza por deporte… Podría extenderme sobre estas cuestiones pero ya se ha escrito mucho sobre ello.
Su osadía mayor es jugar a ser Dios, manipulando genéticamente las semillas, clonando animales, creando peligrosamente una Inteligencia Artificial sin medir las consecuencias o manipulando virus, ora para encontrar la cura de alguna enfermedad, ora para crear armas biológicas. No sabemos fidedignamente si esta pandemia de COVID-19 es algo natural u obedece a una acción humana. Lo que sí está claro es que está entre nosotros por un acto humano, deliberado o no, y afirmaría que poco tiene que ver con la sopa de murciélago.
Como corolario
La pandemia de coronavirus ha paralizado al mundo. La mayoría de las actividades humanas han debido ser suspendidas. Muchos han observado que la que siguió trabajando fue la Naturaleza: diversos animales se animaron a ingresar en áreas urbanas mientras sus residentes estaban encerrados, los árboles dejaron de ser talados y hasta las aguas de una fantasmal Venecia se tornaron claras. Indudablemente, la Naturaleza comenzó a reparar lo que el hombre destroza.
Por otro lado, esta “prueba”, si bien puso el foco en ciertos sectores de la sociedad —las personas mayores y los pobres— se presentó para todos. Alcanzó a gobernantes como Boris Johnson y al descreído Jair Bolsonaro.
Las implicaciones sobre la democracia y el control social serían para otro artículo.
Esta dramática realidad que estamos viviendo debería alertarnos sobre lo que es capaz de causar el hombre cuando traspasa los límites de la ética. Del mismo modo, debería —y espero que así sea y a pesar que los templos están cerrados— despertar nuevamente la espiritualidad perdida. Porque el hombre tiene naturalmente tres dimensiones: la física, la intelectual y la espiritual. Desde el Renacimiento, cierta intelectualidad opera para neutralizar la dimensión espiritual del hombre o, en el peor de los casos, para reemplazar la fe o la religión por la ideología.
El conocimiento, en muchos casos ha sido mal empleado. Nuevamente recurro al filósofo Paul Feyerabend quien dijo que el ser humano debería utilizar el conocimiento
para resolver los dos problemas pendientes en la actualidad, el problema de la supervivencia y el problema de la paz; por un lado, la paz entre los humanos y, por otro, la paz entre los humanos y todo el conjunto de la Naturaleza.[6]
Sería deseable que esta triste experiencia que ha segado y continuará segando muchas vidas, sirva para un renacer de la dimensión espiritual del hombre y para que ejerza con responsabilidad su “señorío” sobre la Tierra.
* Maestro catequista. Licenciado en Historia (UBA). Doctor en Relaciones Internacionales (AIU, Estados Unidos). Director de la Sociedad Argentina de Estudios Estratégicos y Globales (SAEEG). Autor del libro “Inteligencia y Relaciones Internacionales. Un vínculo antiguo y su revalorización actual para la toma de decisiones”, Buenos Aires, Editorial Almaluz, 2019.
Referencias
[1] Ignacio del Villar. Sacerdotes y Científicos. De Nicolás Copérnico a Georges Lemaître. España: Digital Reasons, 2019 (Colección Argumentos para el s. XXI).
[2] Paul Feyerabend. Adiós a la razón. Madrid: Tecnos, 1992, p. 110-111.
[3] Dominique Lambert. “Einstein and Lemaître: two friends, two cosmologies…”. Interdisciplinary Documentation on Religion and Science (Pontificia Università della Santa Croce), <http://inters.org/einstein-lemaitre>.
[4] Ídem.
[5] “Quoi de neuf? #1: Georges Lemaître, le maître du Big Bang”. Louvainfo (Bélgica), <https://louvainfo.be>.
[6] Paul Feyerabend. Op. cit., p. 17.
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