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SIRIA Y EL «ATLANTISMO»

Roberto Mansilla Blanco*

La caída del régimen de Bashar al Asad en Siria tras la toma de Damasco por parte de los rebeldes recuerda levemente dos precedentes con desenlaces distintos: el final del régimen libio de Muammar al Gadafi en medio de las hoy inexistentes Primaveras árabes de 2011; y el regreso al poder en Afganistán por parte de los talibanes en 2021.

Desde entonces, la Libia post-Gadafi está sumida en una caótica confrontación entre «señores de la guerra» y crisis humanitaria a las puertas de las costas mediterráneas europeas. Por su parte, Afganistán con el retorno Talibán vuelve al redil del islamismo salafista más radical pero bajo un prisma geopolítico diferente tras la retirada estadounidense y con Rusia y China como actores de mayor influencia regional y global. Ambos contextos, el libio y el afgano, pueden resultar clarividentes a la hora de intentar descifrar qué es lo que le espera a la Siria post-Asad.

No se debe pasar por alto un elemento histórico: la caída del régimen de al Asad pone punto final al predominio de los regímenes nacionalistas, socialistas y panarabistas que, bajo el influjo del nasserismo y del partido Ba’ath, ejercieron una importante repercusión política desde la década de 1950 en países como Egipto, Siria, Irak y Sudán. Visto en perspectiva histórica, lo recientemente ocurrido en Siria marca una nueva etapa.

Obviamente la actual crisis siria implica observar importantes pulsos geopolíticos que deben también analizarse bajo el prisma de las crisis libia y afgana. Más allá de las revueltas populares propiciadas por la denominada Primavera árabe, la caída de Gadafi bajo presión de la ONU y la OTAN significó una pírrica victoria para el «atlantismo» y un revés para Rusia y China, que tenían en Gadafi a un aliado regional. Un revés geopolítico mucho más significativo para Beijing, que tenía en Libia un importante entramado de inversiones petroleras y de infraestructuras.

Por otro lado, el retorno al poder de los talibanes en Afganistán supuso un duro golpe para el prestigio de EEUU y una victoria geopolítica para Rusia y China, que veían con ello alejar la presencia de Washington en sus esferas de influencia en Asia Central. Puede intuirse que, en este caso y tras la caída de Gadafi, Moscú y Beijing le devolvieron el golpe al Occidente «atlantista».

Estos sórdidos pulsos geopolíticos explicarían la crisis actual en Siria. La caída del régimen del clan al Asad (en el poder desde 1970) supone notoriamente una victoria para el primer ministro Benjamín Netanyahu y, tangencialmente, para los intereses «atlantistas» que están a la espera de reconfigurarse ante la toma de posesión presidencial de Donald Trump el próximo 20 de enero de 2025. El duro golpe asestado en Siria al denominado eje chiíta (también propagandísticamente conocido como «Eje de la Resistencia») en Oriente Próximo, manejado desde Teherán con apoyo ruso y chino, abre el compás a una súbita e inesperada recomposición de piezas y de equilibrios geopolíticos en la región.

La reciente tregua de Netanyahu con el movimiento islamista libanés Hizbulá resultó clarividente porque precedió a la espectacular ofensiva de los rebeldes sirios liderados por un hasta ahora desconocido Hayat Tahrir al Sham (HTS), un grupo islamista yihadista cuyo nombre literal es Organización para la Liberación del Levante, antiguo Frente al Nursa y con vínculos con Al Qaeda.

Con presunto apoyo turco, país miembro de la OTAN, aliado del eje sino-ruso con incómodas relaciones con el régimen de al Asad y que tiene intereses estratégicos en Siria a la hora de evitar la posibilidad de un reforzamiento en sus fronteras del irredentismo kurdo, la «nueva Siria» que auguran los rebeldes se asemeja al rompecabezas de fuerzas militares, paramilitares y políticas que han dominado en el Afganistán de los últimos treinta años y en la Libia post-Gadafi. Un delicado equilibrio que no necesariamente augura un marco de estabilidad regional.

El inesperado final de la dinastía al Asad debe medirse igualmente como un notorio revés geopolítico para Rusia, Irán e incluso China, país con importantes inversiones en infraestructuras en ese país árabe. El factor geoeconómico también está presente en la caída de al Asad. Siria aspiraba ingresar en los BRICS, cuya cumbre en Kazán (Rusia) en octubre pasado impulsó toda serie de mecanismos orientados a «desdolarizar» la economía global y procrear alternativas al esquema económico occidental predominante desde el final de la II Guerra Mundial.

Moscú cuenta con una base militar en Tartus, en las costas mediterráneas sirias, una importante posición geoestratégica que obstaculiza los intereses «atlantistas» manejados desde Washington. Una Rusia absolutamente concentrada en la guerra en Ucrania y un Irán ocupado en la guerra cada vez menos híbrida y más directa con Israel son factores que igualmente pueden explicar la súbita caída del régimen sirio, en especial a la hora de tomar en cuenta la aparente incapacidad de Moscú y Teherán para asistir a su aliado y mantenerlo en el poder. Tras aterrizar en la capital rusa, el Kremlin concedió el asilo humanitario a Bashar al Assad y su familia.

Por otro lado, Teherán nutría de apoyo logístico y militar a al Asad, siendo éste su principal aliado en la región. Su caída, así como la neutralización por parte israelí del Hizbulá y del movimiento islamista palestino Hamás, deja a Irán en una difícil posición geopolítica a nivel regional, mucho más a la defensiva y sin aliados estratégicos con capacidad para asestar una respuesta asertiva.

El propio Trump arrojó más suspicacias sobre lo que sucede en Siria asegurando que la caída de al Asad se debió porque a Rusia «dejó de interesarle» el suministro de apoyo militar y político a su aliado árabe. Esta declaración, unida al asilo otorgado por Moscú a la familia al Asad, es una clave para nada descartable a la hora de confirmar que, a pesar de las confrontaciones geopolíticas, detrás del final del régimen sirio podría estar operándose un tácito quid pro quo entre Rusia y el Occidente «atlantista».

Con todo, este escenario no descarta la plasmación de pulsos geopolíticos en otras latitudes orientados a disminuir la capacidad de influencia entre uno y otro contendiente. Un caso significativo es la crisis georgiana tras las elecciones legislativas de octubre pasado.

Mientras que el gobierno del partido Sueño Georgiano ha congelado el proceso de negociación para una eventual admisión en la Unión Europea (un evidente triunfo geopolítico para Rusia), en las calles de Tbilisi, la capital georgiana, se presentaba una serie de protestas que parecían recrear un nuevo «Maidán» similar al acontecido en Kiev durante el invierno de 2013-2014 y que implicó la caída del presidente ucraniano Viktor Yanúkovich, pieza estratégica del Kremlin.

 

Desde Europa hasta Asia Oriental

El prudencial optimismo que se ha observado en Occidente tras la caída de al Asad, aparentemente sin percatarse demasiado ante el hecho de que los rebeldes sirios están dominados por un oscuro movimiento yihadista con redes de conexión con Al Qaeda y el Estado Islámico, implica observar cómo la crisis siria define un margen de actuación del «atlantismo» que viene acelerándose en las últimas semanas como política preventiva ante la asunción al poder de Trump, cuyas declaraciones definen la posibilidad de contraer los compromisos de Washington con los intereses «atlantistas».

Estos marcos de actuación se han observado en las últimas semanas desde Europa hasta Asia Oriental. Comencemos por el rocambolesco escenario electoral en Rumanía tras la primera vuelta de las elecciones presidenciales de noviembre pasado.

El 2 de diciembre la Comisión Electoral validó la victoria de Calin Georgescu, considerado un candidato prorruso. Tres días después, las autoridades electorales en Bucarest desconocieron esos resultados toda vez que en Francia se escenificaba la caída del gobierno del primer ministro Michel Barnier tras una moción de censura impulsada por la ultraderechista Marine Le Pen (conocida por sus lazos con el Kremlin) y la izquierda francesa.

La caída de Barnier muestra a una Europa que observa atónita como el histórico eje franco-alemán, que marcó los cimientos de la UE, se sume en sendas crisis políticas que afectan los intereses «atlantistas» y que cambian los delicados equilibrios de poder de Bruselas con Rusia.

El adelanto de elecciones generales en Alemania para febrero de 2025 es sintomático porque podría confirmar el progresivo ascenso de la ultraderecha de Alternativa por Alemania (AfD), señalada como aliada del Kremlin. Así, desde París hasta Berlín el clásico bipartidismo entre socialdemócratas y conservadores se ve alterado ante el ascenso de opciones más populistas y críticos con el establishment europeísta que la actual presidente de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen, intenta mantener en pie a toda costa con el apoyo de las fuerzas «atlantistas» vía Washington y la OTAN.

Por otro lado, el cada vez más opaco presidente ucraniano Volodymir Zelenski ha dejado entrever su presunta aceptación de una tregua con Moscú incluso aparentemente aceptando las ganancias territoriales rusas desde que comenzó el conflicto en 2022.

En medio de las tensiones entre Moscú y la OTAN, las expectativas de Zelenski evidenciarían la incapacidad ucraniana y «atlantista» para mantener el esfuerzo militar contra una Rusia demasiado concentrada en varios frentes dentro de sus esferas de influencia geopolítica en su espacio contiguo euroasiático. En caso de eventualmente darse esta tregua ruso-ucraniana anunciada por Zelenski, la OTAN estaría persuadida a observar con atención en qué medida sus intereses en Ucrania no se verán afectados manteniendo firme su apoyo militar a Kiev.

Pero dejemos Europa y concentremos la atención en Asia Oriental. El 3 de diciembre se observó una surrealista escenificación de un intento de golpe de Estado en Corea del Sur, cuando el presidente Yoon Suk-yeol intentó impulsar la Ley Marcial para, horas después, postergarla por el rechazo parlamentario. Esto dio paso a inesperadas protestas en la capital, Seúl, la destitución del ministro de Defensa y la salvación in extremis del propio presidente surcoreano de ser objeto de una moción de censura similar a la de Barnier en París.

El mandatario surcoreano atribuyó su fracasada decisión de imponer la Ley Marcial a una presunta interferencia de Corea del Norte vía parlamentarios opositores. Unos días antes, el ministro de Defensa ruso, Andrei Belousov, estuvo en Pyongyang para reforzar la alianza estratégica militar entre Rusia y Corea del Norte.

En medio de estos acontecimientos, la UE y MERCOSUR rescataban un histórico acuerdo de libre comercio congelado durante 25 años con la intención de eventualmente construir la mayor área de integración a nivel global. A falta de ser ratificado y con no menos críticas sobre su operatividad, el objetivo en Bruselas con este acuerdo buscaría atar compromisos geoestratégicos ante el regreso de un Trump que ya ejerce de presidente anunciando fuertes aranceles proteccionistas, y al mismo tiempo neutralizar el peso geoeconómico y geopolítico de China en América Latina.

Vistos todos estos pulsos geopolíticos, la caída del régimen de Bashar al Asad en Siria no deja de explicar cómo los grandes actores de la política internacional intentan recomponer piezas a su favor ante las incertidumbres que se ciernen con Trump en la Casa Blanca.

Mientras ese Occidente «atlantista» clama por una transición pacífica en Siria surgen ahora tres interrogantes de calado geopolítico. La primera, ¿cuáles serán a partir de ahora las expectativas e intenciones de unos rebeldes sirios dominados por un desconocido grupo yihadista con conexiones exteriores que deberán ahora presumiblemente asumir un nuevo gobierno en un Oriente Próximo cada vez más convulsionado? En segundo lugar, la Siria post-al Asad, ¿se convertirá en la «nueva Libia» o en el «nuevo Afganistán» de Oriente Próximo?

Y finalmente, una tercera interrogante: en este pulso geopolítico entre las grandes potencias, tras la caída de al Asad, ¿se puede especular con una situación similar en la Venezuela de Nicolás Maduro, aliado precisamente de Rusia, China, Irán, Hizbulá y el hoy derribado régimen de Bashar al Asad y que parece estar en la diana de Trump, a tenor de las declaraciones realizadas por el próximo Secretario de Estado, el cubano-estadounidense Marco Rubio? Como en el caso de al Asad en Siria, ¿se verán obligados Moscú y Teherán a eventualmente dejar caer a un aliado como Maduro?

 

* Analista de geopolítica y relaciones internacionales. Licenciado en Estudios Internacionales (Universidad Central de Venezuela, UCV), Magister en Ciencia Política (Universidad Simón Bolívar, USB) Colaborador en think tanks y medios digitales en España, EE UU y América Latina. Analista Senior de la SAEEG.

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ESPERANDO A TRUMP

Roberto Mansilla Blanco*

Hay una carrera contra reloj en la política internacional que lleva como fecha clave el próximo 20 de enero de 2025. Ese día asumirá Donald Trump por segunda vez la presidencia de los EEUU hasta 2029. Con un poder prácticamente absoluto tras ganar los votos electoral y popular, manteniendo la mayoría y el control de las dos Cámaras, la de Representantes y el Senado (lo cual a priori evitaría cualquier perspectiva de bloqueo legislativo y político) y un poder judicial neutralizado (viene de desestimar dos demandas en su contra), los principales actores a nivel global comienzan a posicionarse ante este nuevo período en la Casa Blanca con un Trump visiblemente reforzado.

Trump ya comenzó a diseñar las señales de identidad de su próximo gobierno, que por cierto no eran ningún secreto: aranceles comerciales del 25% contra Canadá y México y del 15% contra China. El proteccionismo económico será una baza estratégica de Trump abriendo la veda de una guerra comercial, especialmente con Beijing.

Europa está a la expectativa, tan desconcertada como inerte particularmente ante lo que pueda suceder con los compromisos «atlantistas» vía OTAN de Trump y el futuro de una guerra en Ucrania que aumenta en intensidad tras los recientes ataques con misiles de mediana y larga distancia por parte de Washington y Moscú.

No escapa de la atención el escenario político en países motores de la UE como Alemania, cuya caída del tripartito en manos del socialdemócrata Olaf Schölz anuncia elecciones anticipadas para febrero de 2025, con la perspectiva de un posible giro político hacia una eventual reconfiguración de fuerzas entre la derecha (CDU) y la ultraderecha de Alternativa por Alemania (AfD), considerado en algunos sectores políticos y medios de comunicación como un presunto aliado del Kremlin.

El «europeísmo» obtuvo una pírrica victoria en las recientes elecciones presidenciales en Moldavia; el pasado 24 de noviembre fue el turno de la vecina Rumanía donde la sorpresa saltó con la victoria de un «outsider», Calin Georgescu, acusado desde Occidente de ser presuntamente «prorruso y antisemita». Un candidato que no tenía ni el 5% de la intención de voto pero que terminó ganando con el 21% de los votos y deberá ahora disputar la segunda vuelta el 8 de diciembre contra la periodista de centroderecha Elena Lasconi, la presumible candidata del establishment europeísta y «atlantista» que ve a Rumanía como un aliado clave en el entorno del Mar Negro y de Europa Oriental.

Las acusaciones de interferencia rusa no se hicieron esperar tras esta inesperada victoria electoral de Georgescu. Pero valdría la pena preguntarse: con escasa atención mediática antes de las elecciones, esas presuntas interferencias del Kremlin, identificadas vía redes sociales (campaña electoral en TikTok) y constante desinformación, ¿realmente terminaron siendo tan decisivas para la inesperada victoria de Georgescu? ¿O más bien otros factores como el descontento, la crisis económica, terminaron siendo más determinantes en ese resultado electoral?

Cambiando de entorno geográfico, un aliado irrestricto de Trump (pero también de Biden) como el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu, fue objeto de orden de captura por parte de la Corte Penitenciaria Internacional (CPI) acusado de genocidio en Gaza contra la población palestina. Se desconoce si este anuncio afectará políticamente a Netanyahu pero es un síntoma de que las guerras que Israel ha lanzado en Oriente Próximo desde octubre de 2023, en Gaza y Líbano, sin menoscabar la confrontación inicialmente híbrida pero cada vez más directa contra Irán, aparentemente no están cumpliendo estrictamente con los objetivos trazados por el establishment militar y político israelí.

Aunque descabezados en sus respectivos liderazgos a causa de los ataques «quirúrgicos» israelíes, Hamás y Hizbulá siguen en pie sin dar síntomas de desintegración. Tras destituir al ministro de Defensa Yoav Gallant por «una crisis de confianza», Netanyahu anunció este 26 de noviembre una tregua de sesenta días con el movimiento islamista libanés Hizbulá; la guerra en cámara lenta con Irán entra en la fase de estancamiento. En el plano interno, el gobierno israelí anunció medidas contra el diario Haaretz, muy crítico contra Netanyahu.

Quedan en esta ecuación Putin y Xi Jinping, el eje euroasiático que tras la cumbre de los BRICS de octubre pasado en Kazán configuró las bases de un poder global menos hegemónico para Washington.

El Kremlin vigila de cerca cuáles son las intenciones de Trump en Ucrania. Para complicar el asunto, Biden autorizó al cada vez más insignificante presidente ucraniano Volodymir Zelenski el uso de misiles ATACMS contra territorio ruso. La respuesta de Moscú no se hizo esperar: inauguraron el lanzamiento de sus propios misiles hipersónicos de largo alcance Oreshnik contra posiciones en Ucrania. Por otro lado, desde Moldavia hasta el Cáucaso, Putin vuelve a reconstruir sus intereses y alianzas dentro de las esferas de influencia rusas, buscando alejar a Occidente de estos escenarios.

Mientras, los mass media occidentales repiten hasta la saciedad sobre la presunta presencia de 10.000 soldados norcoreanos en la región de Kursk como posible aliciente para hacer de Ucrania una guerra global que sirva de antesala al regreso de Trump a la Casa Blanca y que implique, al mismo tiempo, atar compromisos estratégicos para el próximo gobierno estadounidense vía lobbies militaristas.

Por último, y como había hecho en mayo pasado en Europa, Xi realizó una estratégica gira por América Latina con la cumbre de los COP25 en Brasil como epicentro. El interés de Beijing es tantear los equilibrios políticos en una región de escaso interés para Trump salvo por la presencia económica china, sin desestimar la de Rusia e Irán.

La reciente aprobación en Washington de la Ley Bolívar concebida para aislar aún más al régimen de Nicolás Maduro en Venezuela, evitando cualquier tipo de transacción especialmente petrolera, y la certificación del cubano-estadounidense Marco Rubio cómo próximo Secretario de Estado de la Administración Trump son medidas que apuntan claramente contra los aliados hemisféricos de China y Rusia, particularmente Venezuela, Cuba y Nicaragua, y que también se amplían cara los intereses continentales de Irán y del Hizbulá.

En definitiva, el regreso de Trump trastoca las piezas y los equilibrios geopolíticos a nivel global haciendo del final de este 2024 una carrera contra reloj para reposicionar los intereses de los principales actores de la política internacional. Un escenario inquietante para este mundo que, como Trump, se afirma tan volátil como impredecible.

 

* Analista de geopolítica y relaciones internacionales. Licenciado en Estudios Internacionales (Universidad Central de Venezuela, UCV), Magister en Ciencia Política (Universidad Simón Bolívar, USB) Colaborador en think tanks y medios digitales en España, EE UU y América Latina. Analista Senior de la SAEEG.

 

Artículo originalmente publicado en idioma gallego en Novas do Eixo Atlántico: https://www.novasdoeixoatlantico.com/agardando-a-trump-roberto-mansilla-blanco/

 

SEIS IMPACTOS GEOPOLÍTICOS PARA REFLEXIONAR

Alberto Hutschenreuter*

Imagen: geralt en Pixabay

El prestigioso experto chino en temas internacionales, Yan Xuetong, considera que la geopolítica como disciplina que estudia la relación entre intereses políticos aplicados sobre territorios se encuentra en franca devaluación, pues el sitio que concentra cada vez más atención y acción es el segmento digital. Si bien las fuerzas armadas de su país mantienen su formación sobre la base de patrones territoriales, Yan asegura que en no mucho tiempo deberán reorientar su enfoque militar hacia el campo digital.

No está equivocado el analista de la universidad de Tsinghua, pero tal vez es apresurado asegurar tal devaluación, pues si echamos una mirada a los acontecimientos que han tenido y tienen lugar durante esta casi la primera mitad de la década actual, nos sorprendería el fuerte ascendente político-territorial que hay en ellos.

Más todavía, la «galaxia» digital no es más que otro «territorio» que se suma a los clásicos, es decir, se trata casi de una de regularidad en esta centenaria disciplina la ampliación de los territorios sobre los que los Estados y los actores no estatales vuelcan sus intereses con el fin de lograr ventajas o ganancias de poder.

Hasta principios del siglo XXI, la tierra y el mar eran los espacios sobre los que los Estados, tanto en ideas como en la práctica, proyectaban su poder. Poco a poco, los adelantos tecnológicos incorporaron el segmento aéreo y el espacio ultraterrestre.

De modo que la emergencia del gran «continente» digital en el siglo XXI supone un nuevo ciclo de pluralización del componente que da vitalidad a la geopolítica: el territorio, un territorio inconmensurable, sin duda, pero que funge como campo de cooperación y pugna internacional, las dos fuerzas encontradas de la política entre Estados, como así de «nuevo medio de acción» por parte de agentes y poderes fácticos (crimen organizado, ciberdelitos, hackers patrióticos, etc.).

Con el fin de evidenciar a través de hechos la vigencia y pertinencia de la geopolítica, consideremos seis situaciones bajo el categórico influjo de la ecuación vital de la disciplina: intereses políticos, territorios y poder.

En primer lugar, el factor territorial en las dos guerras que tienen lugar en la placa de Europa del este y en Oriente Medio, o en las «dos guerras y media», si nos atenemos a la situación de discordias o de «no guerra» en la enorme placa del Pacifico-Índico, particularmente la que confrontan a China y Estados Unidos.

Sin duda que existen muchas causas para comprender esos enfrentamientos militares, pero en buena medida son los intereses políticos volcados sobre territorios los que nos aportan algunas respuestas sobre las guerras.

En el caso de Rusia-Ucrania (para tomar el principal caso de violencia interestatal), en sus memorias Henry Kissinger nos proporciona reflexiones muy pertinentes sobre el significado del factor territorial en Rusia. El desaparecido estadista se refiere a la Rusia zarista y soviética, pero sus reflexiones «aplican» para la Rusia actual.

Según Kissinger, la experiencia ha llevado a Moscú a identificar seguridad con aumentar la distancia, pero también con alcanzar predominio. En Ucrania es clara esta identificación, pues la predominancia rusa en el este y sur del país pretende aumentar la distancia frente a las intenciones de la OTAN de continuar su marcha hacia el este.

En segundo lugar, siempre en clave geopolítica, la rivalidad Rusia-OTAN tiene un capítulo que implica una victoria occidental categórica: la transformación del mar Báltico en un «OTAN Lake», situación que revirtió el estado de predominancia rusa que existía allí desde la batalla de Poltava en el siglo XVIII cuando Rusia derrotó al imperio sueco. Hoy aquel viejo reino es la OTAN (y Suecia es miembro de la Alianza).

En tercer lugar, Europa y su curso intensivo de geopolítica como consecuencia de los hechos en Crimea y Ucrania.

En gran medida, Europa está preocupada por no haber desarrollado una concepción y práctica geopolítica propia cuando terminó la Guerra Fría. Optó entonces por continuar bajo la protección estadounidense y seguir perfeccionando su modelo institucional. Ese camino la llevó a alejarse de una realidad internacional que no es la del «modelo institucional» sino la del «modelo relacional» o de «poder».

Por tanto, Europa difícilmente alcance el estatus de «potencia de clase mundial» si no logra desplegarse en todo el espectro del poder agregado y más aún, es decir, no sólo ser poderosa en todos los segmentos de poder, desde el institucional hasta el energético, pasando por el comercial, el tecnológico, el geopolítico, etc., sino meditar estratégicamente desde sus intereses político-territoriales.

En cuarto lugar, en efecto, el «territorio» digital, un avance que ha «reducido» significativamente el mundo. El grado de conectividad ha creado una situación totalmente nueva y favorable para el ser humano y para las relaciones internacionales, pues las autopistas ciberespaciales contribuyen a expandir el comercio internacional, una actividad que se ha convertido, más todavía con el creciente mercado digital, en un «bien público internacional» que, si bien no elimina, sí aleja las posibilidades de confrontación militar entre Estados.

Sin embargo, esa conectividad y sensible «reducción» del espacio no implica que se haya ampliado la seguridad, pues el escenario digital está atravesado por muy altos riesgos, lo que se denomina «geopolítica de red», al punto que, por manipulación o por incidentes, podrían precipitarse situaciones de conflicto mayor entre grandes poderes.

Fareed Zakaria lo plantea como un «trilema» del mundo actual: contamos con más conexión, más velocidad, pero no disponemos de más seguridad.

En quinto lugar, el impacto de la inteligencia artificial coloca a la humanidad en un lugar donde jamás ha estado: ante un horizonte poshumano.

Pero aquí el escenario es muy incierto. De lo que sí podemos estar bastante seguros es que la IA no «derramará» sobre los múltiples problemas locales, internacionales y globales, y los superará. Proporcionará muchos aportes, sin duda, pero el lado no democrático que tendrá la IA, es decir, el relativo con el desarrollo de IA para obtener ganancias de poder entre actores mayores, particularmente entre China y Estados Unidos, posiblemente creará nuevas desestabilizaciones; incluso podrían reaparecer los bloques geoestratégicos, configurados ahora sobre la base de una rivalidad inter-IA.

Finalmente, el impacto de la geopolítica sobre el comercio internacional, acaso la última barrera que existe hoy entre los países para evitar una colisión.

El comercio de mercancías y servicios es muy elevado; sin embargo, como consecuencia de las guerras y tensiones internacionales hay datos que provocan inquietud, por caso, en el abultado intercambio comercial entre Estados Unidos y China: como advierte la experta Gita Gopinath, la participación de China en las importaciones estadounidenses disminuyó en ocho puntos porcentuales entre 2017 y 2023 tras un recrudecimiento de las tensiones comerciales. Durante el mismo período, la participación de Estados Unidos en las exportaciones de China cayó alrededor de cuatro puntos porcentuales.

Es cierto que el comercio internacional se ha pluralizado, es decir, al modo clásico de comercio entre Estados y los nuevos modos del comercio, se ha ido sumando el comercio electrónico, la automatización, la robotización, el teletrabajo, entre otros, hecho que estaría impulsando una reglobalización. Pero la falta de configuración internacional y el hecho que los poderes mayores se hallen confrontados, ha llevado a pensar en el escenario pre 1914 cuando existía un auge comercial global en el que Reino Unido y Alemania (hoy Estados Unidos y China) rivalizaban cada vez más.

En suma, sin duda es prematuro asegurar que la geopolítica se devaluó, pues tenemos varios impactos de cuño mayormente geopolítico en un breve tiempo: las principales placas del mundo atravesadas por guerras y discordias, mientras que los nuevos tópicos presentan grandes oportunidades, pero también riesgos y cursos inciertos.

 

* Miembro de la SAEEG. Su último libro, recientemente publicado, se titula El descenso de la política mundial en el siglo XXI. Cápsulas estratégicas y geopolíticas para sobrellevar la incertidumbre, Almaluz, CABA, 2023.

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