Alberto Hutschenreuter*

En sus puntos esenciales, el plan de paz de 28 puntos que intenta detener la guerra ruso-ucraniana no ofrece demasiadas sorpresas. Su principal impulsor, el presidente Trump, antes de convertirse en mandatario ya se refirió al esfuerzo que tendría que hacer Ucrania para salir de la confrontación. Más todavía, tras su asunción, en enero pasado, advirtió que Kiev podría sufrir mayores pérdidas territoriales de no aceptar la situación en el terreno.
Lo relativamente novedoso es que hoy Ucrania afronta múltiples debilidades en relación con un año atrás o menos. Consideremos las principales.
En el frente militar, las fuerzas ucranianas no han podido detener el avance de los soldados rusos. Si bien ese impulso ha sido lento y con un costo humano muy alto, a la ventaja que supone para este país la capacidad de reclutamiento (que hoy podría estar disminuyendo), hay que agregar la consolidación de la adaptación de Rusia a la guerra, la producción de la industria militar y el incremento de los ataques con drones, la nueva modalidad de la guerra que, como sostiene George Friedman, está dejando atrás su modo de confrontación militar basado en el concepto de masa, es decir, gran número de tanques, tropas, entre otras capacidades.
Con la pronta llegada del frío y las lluvias, todas las dificultades que afronta Ucrania en el terreno se multiplicarán, particularmente las relacionadas con la logística, pues el avance ruso tras la captura de la ciudad de Pokrovsk, un importante centro logístico en la zona oriental del Donetsk, podría crear bolsones (la especialidad rusa en batallas) en los que queden más expuestos o directamente atrapados los soldados y equipos ucranianos. En tanto, en la región nororiental, los rusos continúan avanzando hacia las ciudades de Kupiansk y Lyman, las que durante 2022 Ucrania recuperó de Rusia.
En el frente interno de Ucrania, los problemas humanitarios y socioeconómicos se profundizaron como consecuencia del esfuerzo bélico. Los millones de ucranianos que descendieron a la pobreza superan a los millones que abandonaron el país desde 2022. Según datos de la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) de febrero de 2025, casi 13 millones de personas necesitan asistencia humanitaria urgente en Ucrania, hay más de 3,6 millones de personas desplazadas dentro de Ucrania y cerca de 7 millones de ucranianos refugiados y solicitantes de asilo en diferentes partes del mundo.
En el nivel gubernamental, las repetidas situaciones de corrupción han llevado a que en el país exista casi un «estado de corrupción» más que «casos de corrupción». Basta considerar que por la corrupción han tenido que marcharse los ministros de Energía, Justicia y Defensa.
Como bien considera el británico Ian Proud, ex Consejero Económico de la Embajada británica en Moscú, con las elecciones en pausa, en Ucrania existen menos controles y contrapesos constitucionales sobre el poder de los oligarcas que antes de la guerra. Por ello, hay quienes sostienen que poner término a la guerra y cortar el flujo de dinero facilitaría a los próximos dirigentes reorientarse hacia la adhesión a la Unión Europea.
En relación con ello, y específicamente a raíz del escándalo que se produjo como consecuencia de la malversación de fondos y sobornos en la compañía estatal de energía nuclear, no fue casual que el canciller alemán se refiriera recientemente a la creciente preocupación europea sobre la corrupción.
A estas situaciones comprometedoras para Ucrania, hay que considerar también que la concepción estratégica estadounidense en tiempos de Trump guarda propósitos relativos con el «reparto de cargas» entre los socios estratégicos occidentales, es decir, que los europeos asuman sus responsabilidades financieras en materia de defensa y en materia de conflictos intra-continentales; y con la «resignificación de zonas estratégicas» por parte de Washington, es decir, la prioridad de Estados Unidos no se encuentra tanto en la placa geopolítica del este de Europa, salvo en temas geoeconómicos que se extienden al Asia central, sino en las placas de Oriente Medio-área del golfo Pérsico y la del Pacífico-Índico, donde residen cuestiones relativas con negocios, mercados, tecnología, alianzas, neo-contención múltiple a China, entre otras.
El plan de paz sin duda es controvertible, pues se acerca demasiado a un estatuto de capitulación militar y geopolítica que prácticamente deja a Ucrania sin margen de acción.
En un reciente artículo, el especialista estadounidense Thomas Friedman considera el plan como una traición flagrante a los aliados y a los valores de Occidente. Advierte que si finalmente el plan es impuesto a Ucrania, sus impulsores vivirán en la infamia como sucedió con Neville Chamberlain, el primer ministro británico que defendió una política de apaciguamiento, cuyo objetivo era evitar la guerra con la Alemania nazi. Para ello, en la Conferencia de Múnich de 1938, junto con otros dirigentes europeos, se entregó a Hitler una parte del territorio de Checoslovaquia.
Sabemos cómo siguió la historia. Friedman tiene razón, claro. Lo que no dice es que desde que Hitler llegó al poder en 1933, Alemania fungió como un dique de contención para Francia y Reino Unido, los garantes de la seguridad europea, ante el verdadero peligro para Europa: el comunismo soviético. Cabe preguntarse entonces, ¿valores o intereses? Por demás pertinente resulta aquí la lectura de la obra del historiador británico Ian Kershaw, «Un amigo de Hitler. Inglaterra y Alemania antes de la Segunda Guerra Mundial».
Los 28 puntos del plan de paz son, en gran medida, la respuesta a una decisión que nunca debió haber sido tomada: la de Ucrania cuando, apenas llegado al poder, el presidente Volodímir Zelenski desplegó una política exterior y de defensa que no admitía otras alternativas, esto es, convertir a Ucrania, a todo o nada, en un miembro de la OTAN.
Por supuesto que no se trató de una decisión que nació en el gobierno ucraniano. Se trataba de una política que venía desde hacía mucho tiempo atrás, en gran medida impulsada por las administraciones estadounidenses demócratas, para quienes Rusia nunca dejaría de ser un país geopolíticamente revisionista: del mismo modo que la URSS había sido un actor revolucionario que nunca detendría su lucha a nivel global, el «Estado continuador», Rusia, tarde o temprano volvería a plantear desafíos a Occidente. Porque para aquella fuerza política estadounidense y sectores de lo que en Rusia denominan la «Europa Popper» (en oposición a la «Europa Spengler»), Rusia desconoce la idea y práctica del «pluralismo geopolítico».
Por tanto, e independientemente de quién se encontrara en el poder, contenerla (o neocontenerla) en sus propios lindes era la manera de neutralizar a Rusia. En varias oportunidades la Alianza Atlántica se refirió a la inclusión de Ucrania en su seno. En 2008, uno de los años estratégicos en lo que llevamos del siglo, en la cumbre de la OTAN en Rumania se aprobó una declaración sobre la futura ampliación de la OTAN a Ucrania y Georgia.
Pronto vinieron los hechos que derivaron en la anexión o reincorporación de Crimea a Rusia (otro momento estratégico), y a partir de entonces comenzó otra de las causas profundas de la guerra en Ucrania: los enfrentamientos, tras el fracaso de los acuerdos de Minsk, en el este de Ucrania. Esta guerra sigilosa (en territorio europeo) fue casi determinante para que Moscú, cuando finalmente sus demandas relativas con alguna garantía de no ampliación de la Alianza y con la restitución de derechos a la población filo-rusa de Ucrania no fueron respondidas, decidiera poner en marcha lo que denominó «Operación Militar Especial».
Hasta ese momento, la «potencia institucional europea» tuvo la posibilidad de disuadir y persuadir a Ucrania de «bajar» su política de marcha inalterable hacia la OTAN. Pero no solo no lo hizo, sino que ni siquiera propuso algún modelo basado en un congelamiento o moratoria. Mucho menos lo hizo el gobierno demócrata en Estados Unidos (el actor primus inter pares en la OTAN), que en noviembre de 2021 continuó hablando en la misma Kiev sobre la futura ampliación de la OTAN a Ucrania. En este sentido, es muy atendible lo que ha dicho estos días el presidente Trump: «la guerra nunca habría ocurrido si él hubiese estado en la Casa Blanca en 2021».
En suma, la guerra tiene una génesis de cuño geopolítico y su salida necesariamente será en clave geopolítica. Por supuesto que aquí quedan relegados el multilateralismo y los grandes principios del derecho internacional. Pero, en rigor, fueron quedando al margen cuando su lugar fue ocupado por las silenciosos códigos e intereses de una geopolítica occidental que terminó por difuminar la necesaria seguridad indivisible en ese «cinturón de fragmentación» que es Europa del este. Ninguno de los estadistas y especialistas estadounidenses estuvo de acuerdo con la ampliación de la OTAN, desde el propio George Kennan hasta Henry Kissinger, pasando por Brent Scowcroft, Kenneth Waltz, John Mearsheimer, entre otros.
Según la experiencia internacional y la geografía a la que se pertenece, la geopolítica enseña que el mejor modo de ejercer la soberanía es no ponerla a prueba, a menos que el actor dispuesto a hacerlo cuente con la seguridad de que logrará vencer al que dejó más que en claro las consecuencias de ello.
* Miembro de la SAEEG. Su último libro, recientemente publicado, se titula La Geopolítica nunca se fue, Editorial Almaluz, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 2025.
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