EL PUERTO DE VIGO LIDERA LA PESCA ILEGAL ESPAÑOLA EN EL MAR ARGENTINO

César Augusto Lerena*

Perfil, 27 de noviembre de 2025.

 

Los puertos de España -particularmente el de Vigo- lideran en Europa el desembarque de Pesca Ilegal de los buques pesqueros españoles en el Atlántico Sur y, los buques de este país, asociados a empresas de isleños británicos, junto a taiwaneses y coreanos pescan ilegalmente en Malvinas y, se agregan a los chinos, cuando se trata de la pesca de los recursos migratorios originarios de la Zona Económica Exclusiva Argentina en alta mar.

A pesar de ello, la Revista Puerto (13/11/2025) nos informa que la Secretaria de Pesca de España María Isabel Artime García se florea y nos dice que «Ningún producto en nuestros puertos procede de actividades de Pesca INDNR». Una abreviatura, de pesca ilegal, no declarada y no registrada; tecnicismo que refiere a “Pesca Ilegal”, que no es otra que «aquella en la cual se capturan especies pesqueras, sin cumplir, con la regulación internacional o nacional y/o sin control presencial del Estado de Bandera (Art. 87º; 92º; 94º y 117º de la CONVEMAR) y/o en espacios marítimos donde no se ha determinado previamente la captura máxima sostenible (Art. 119º de la CONVEMAR) y/o dañando intereses de terceros Estados por realizar las operaciones pesqueras sin acuerdo previo con los Estados ribereños (Art. 27º; 63º; 64º 116º a 119º de la CONVEMAR) sobre aquellas especies que interaccionan o están asociadas o son migratorias originarias de las Zonas Económicas Exclusivas (ZEE) o migran desde alta mar a la ZEE; o, en el caso argentino desde la ZEE Argentina a las aguas argentinas de Malvinas o desde estas a la ZEE continental argentina, donde realizan todo acto, de cualquier naturaleza, que atente contra la sostenibilidad de las especies pesqueras y/o contaminen el medio ambiente y/o amenacen la seguridad alimentaria, las fuentes de trabajo y la economía de los Estados…» (Lerena, César “Pesca ilegal … de los recursos pesqueros de Latinoamérica”, 2022).

Si bien la Pesca Ilegal, puede ser realizada por los buques nacionales en su propia ZEE, en su gran mayoría es una operatoria ilegal de los buques que pescan a distancia fuera de sus jurisdicciones. El 85% de la pesca a distancia en alta mar la realizan cinco países: China, España, Taiwán, Japón y Corea, quienes del total mundial de 37 millones de horas de pesca ocupan 25 millones de horas; motivo por el cual, puede apreciarse que el mayor daño no lo ocasionan los 216 Estados restantes, sino que lo generan solo cinco, que son los mismos -salvo Japón en los últimos años- que operan en el Atlántico Suroccidental y, por lo tanto, los esfuerzos para reducir la Pesca Ilegal tendrán pobres resultados sino se trabaja sobre esos cinco países que son responsables de las capturas en alta mar, e igualmente, responsables del desequilibrio de los ecosistemas, ya que juntos capturan unos 26 millones de toneladas del total 84 millones/año (2019), es decir, el 31% de las capturas sobre 221 Estados que notificaron actividad en el comercio pesquero (FAO, “Estado Mundial de la Pesca y la Acuicultura”, p: 18, 2020).

Los funcionarios español y europeo parecen ignorar esta información, a pesar de que los Reglamentos de la Unión Europea considera a la pesca ilegal una infracción grave, que «mina la consecución de los objetivos de las normas vulneradas y pone en peligro la sostenibilidad de las poblaciones».

Cuando la Secretaria de Pesca refiere a que “no ingresan productos de la pesca ilegal a sus puertos”, ¿basa esta afirmación en datos estadísticos o es el resultado de la verificación presencial del origen y la trazabilidad de los productos pesqueros que ingresan a España? Esta ilegalidad no se resuelve como indica esta funcionaria y el Comisario de Océanos y Pesca de la Unión Europea Costas Kadis digitalizando las certificaciones para ingresar al mercado, por el contrario, lo que se hace es “blanquear” las capturas ilegales fuera de la jurisdicción marítima de la Unión Europea; sin controles presenciales de captura que solo los estados ribereños podrían realizar.

Las inspecciones en los desembarcos –si los muestreos fuesen representativos- validan la pesca ilegal y la burocracia convalida el delito sino hay control durante la captura. Al respecto, la Revista Puerto, precisa: «Ni la funcionaria española ni el funcionario europeo hicieron mención a las deficiencias del sistema del cual distintos informes, incluso de la propia Unión Europea, han puesto en duda la eficiencia. Por un lado sólo el 0,29% de los certificados de captura recibidos de terceros países son objeto de verificación ante el Estado del pabellón y se inspecciona menos del 5% de las importaciones»; además de -como expuso el “Faro” de Vigo- «la publicación de un listado de barcos autorizados por la Unión Europea para ingresar al mercado figuran en la lista con alarma activa y por violación de los derechos humanos entre otras actividades de la pesca INDNR». Lo cual da por tierra con las inconsistentes informaciones portuarias respecto a la pesca ilegal.  

Lo que plantea la secretaria Artime García es puro marketing y está en las antípodas de un “sistema riguroso para garantizar que ningún producto que entre en nuestros puertos proceda de actividades de pesca ilegal”. En el mejor de los casos, con el mecanismo digital que anuncia, se evitará el uso de papel; pero, está lejísimos de evitar que productos de la pesca ilegal no se desembarquen en los puertos españoles y de ahí se comercialicen en la Unión Europea y el mundo. Ya ha dicho la FAO: el 30% de las capturas es ilegal.

Además, habría que recordarle a la secretaria Artime García que la trazabilidad no «es una salvaguarda para los océanos y un requisito indispensable para la competitividad», sino un sistema de aseguramiento alimentario desde la captura al plato del consumidor. Y en todo caso, para determinar cuál es el origen de la captura y, si se trata o no de pesca ilegal, como ocurre con las capturas de los buques gallegos en las aguas argentinas de Malvinas o sobre los recursos migratorios originarios de la ZEE Argentina en alta mar; lo que deben hacer los buques españoles es cumplir con la Constitución de la Nación Argentina a partir del reconocimiento español de la independencia argentina del 9 de julio de 1816 y, el Reino de España, reconoció esta independencia en el Tratado de Reconocimiento, Paz y Amistad con la Confederación Argentina el 21/9/1863; ratificado en Madrid el 29/11/1863 y en Buenos Aires el 12/12/1863 y, con ello, la titularidad argentina de todos los territorios que hasta 1816 pertenecían a España, entre ellos el Archipiélago de Malvinas y sus aguas correspondientes (Principio de uti possidetis iuris «como posees, así debes poseer» que establece que los nuevos Estados heredan las fronteras y territorios de las entidades coloniales previas).

Además de ello España ha reconocido expresamente la soberanía argentina de Malvinas y sus aguas correspondientes, cuando la Comunidad Económica Europea (CEE) firmó el Acuerdo Pesquero entre Argentina y esa Comunidad para pescar en las aguas argentinas (Ley 24.315) y, en cumplimiento de las exigencias de la Convención de las Naciones Unidas sobre Derecho del Mar (CONVEMAR); las leyes argentinas 23.968; 24.922 y 26.386 y las Resoluciones de la ONU 2065 (XX), 3160 (XXVII) y 31/49.

Todas las capturas en el Atlántico Suroccidental son ilegales e ingresan a los puertos españoles, sean o no certificadas con papel o digitalmente. Respecto al total de las capturas originarias de Malvinas, según las estadísticas del “Falkland Islands Government” sobre el total de 201 licencias otorgadas en 2024 a buques pesqueros por el gobierno ilegal en Malvinas, 37 son a buques de bandera española y 58 a buques de bandera “Falklands” asociadas a empresas españolas y, durante ese año el 82,7% ingresaron a España (Redes, N° 242, 2025) y eso les ha servido para renovar la flota española construida en base a una pesca ilegal de recursos argentinos en Malvinas.

A ello hay que agregar el ingreso a puertos españoles de entre 160 a 180 mil toneladas de recursos pesqueros migratorios originarios de la ZEE Argentina en alta mar.

Refiere la secretaria de Pesca y el Comisario de la Unión Europea que el sistema digital «simplificará las políticas y leyes de la Unión Europea, con el fin de facilitar y agilizar la actividad empresarial», ello, por cierto no -necesariamente- asegura la legalidad de la pesca. ¿Pueden pensar estos funcionarios que con un certificado digital de “trazabilidad” se sabrá cuál ha sido el descarte a bordo (que la FAO estima en 30%); si se realizan trasbordos o si los recursos capturados son migratorios de la ZEE?; o suponen que ¿por el solo hecho de presentar certificados de “trazabilidad” le quitará la condición de ilegal a las capturas en las aguas argentinas de Malvinas? Cómo sabrá con esa certificación de trazabilidad, si las operaciones han sido subsidiadas; se ha realizado “trabajo esclavo a bordo” o estas prácticas son depredadoras.

Habría que preguntarse ¿por qué los españoles destinan sólo el 3% de sus buques arrastreros a aguas comunitarias y el 97% lo destinan a caladeros externos, donde manifiestan tener 193 buques de gran porte y, efectúan el 58% de sus capturas? (CEPESCA. Seminario Instituto Marítimo Español, 20/05/2020). Pesca que no se realiza en forma selectiva y sin control presencial. ¿Por qué las empresas gallegas que pescan ilegalmente en el Atlántico Sur no se acogen al régimen de las empresas españolas en la Argentina?

Como muy relevante también España y la Unión Europea violarían a los acuerdos en la OMC respecto al otorgamiento de subsidios a la pesca a distancia.

En fin, parece que los funcionarios españoles, luego de 533 años de la colonización de América todavía nos quieren seguir entregando “cuentas de vidrio” (espejitos de colores) como a los indígenas de entonces y como decía el periodista, historiador y político mexicano Abelardo López de Ayala “Cuando la estafa es enorme toma nombre decente”.

 

* Experto en Atlántico Sur y Pesca. Ex Secretario de Estado. cesarlerena.com.ar

 

MADURO, TRUMP Y UNA «BAHÍA DE COCHINOS 2.0»

Roberto Mansilla Blanco*

Meses de táctica intimidatoria, presiones y ambigüedades dialécticas por parte de Donald Trump mientras aumentaba acciones militares «antinarcóticos» en el Mar Caribe que progresivamente se han instrumentalizado en acciones operativas orientadas a un eventual cambio de régimen en Venezuela, dan a entender que la crisis que actualmente se está llevando a cabo entre Washington y Caracas parece encaminarse hacia un escenario de colisión, a priori, inmediato e irreversible.

El pasado 22 de noviembre, aerolíneas estadounidenses y europeas anunciaron la preventiva suspensión de vuelos directos a Venezuela ante el aumento de la presencia militar estadounidense en el Caribe. Recomendaciones similares de cautela giró Washington con respecto a su personal diplomático y profesional establecido en Venezuela.

Con anterioridad, Trump autorizó a la CIA realizar operaciones encubiertas contra el presidente venezolano Nicolás Maduro, lo cual confirma su pretensión de conocer el terreno con mayor exactitud vía trabajo de inteligencia. Por otro lado, medios estadounidenses filtraron informaciones sobre una posible oferta de Maduro a Trump para dejar el poder y exiliarse en Turquía, rechazada oficialmente por la Casa Blanca.

A pesar de la escalada militar, Trump ha anunciado que no descarta la vía de negociación con Maduro, un escenario que implica una negociación entre varios actores, dentro y fuera de Venezuela que, eventualmente, podría arrojar pistas en torno a una posible transición pactada de poder en Caracas, buscando evitar contextos conflictivos.

No obstante, la tensión se ha elevado ante el anuncio este 24 de noviembre por parte de Washington de etiquetar oficialmente de «terroristas» a Maduro y al controvertido Cártel de los Soles, una directriz que parece definir una nueva fase en la estrategia de Trump, ahora bajo la denominación oficial de «Lanza del Sur», pero hasta ahora condicionada por los vaivenes de una escalada de tensiones que, en el fondo, revela interrogantes e incluso incongruencias sobre cuál es la verdadera estrategia de Washington con respecto a Venezuela.

El papel de Marco Rubio y la crisis del MAGA

En la escalada de tensiones entre Trump y Maduro destaca igualmente el papel del secretario de Estado Marco Rubio, cuyo objetivo estratégico es romper el eje Cuba-Venezuela. El medio estadounidense Político asegura que Rubio encabeza la campaña de presión de Trump para forzar la salida de Maduro en la que se incluirían ataques aéreos selectivos, buques de guerra y hasta 15.000 tropas estadounidenses posicionadas cerca de la región bajo la narrativa de una «guerra contra los cárteles».

El verdadero objetivo sería un cambio de régimen en Venezuela que, visto en términos políticos e incluso hasta electorales a mediano plazo, buscarían mejorar la imagen de Trump, muy golpeada recientemente en las encuestas, así como también del propio Rubio, especialmente entre la comunidad de exiliados venezolanos y cubanos en Florida. El primer test electoral del «trumpismo 2.0» instalado en la Casa Blanca serán las elecciones del mid-term en noviembre de 2026, donde se renovarán el Congreso y un tercio del Senado.

Estos intereses políticos en torno a la crisis con Venezuela ocurre igualmente en un contexto de divisiones dentro del «movimiento MAGA» de Trump en EEUU, lastrada por la polarización interna tras la defección de Marjorie Taylor Greene, una de las principales bazas de apoyo a Trump. Existen aristas ideológicas y de movilización de liderazgos que comienzan a distanciarse del propio presidente estadounidense. Por otro lado, no existe un consenso político entre republicanos y demócratas sobre la necesidad de intervención militar en Venezuela.

Esta crisis interna del «MAGA» observa una estrategia poco esclarecedora sobre cómo afrontar el «tema Venezuela». Un fracaso o un desenlace caótico de la crisis con Venezuela pondría en riesgo esta base política, especialmente entre votantes aislacionistas del movimiento MAGA, colocando en una difícil posición a una presidencia de Trump que comienza a observar un tímido resurgir de la oposición, especialmente tras la reciente victoria electoral de Zohran Mamdani en la Alcaldía de Nueva York.

Del mismo modo, si la campaña punitiva contra Maduro se vuelve estéril y Trump apuesta por negociar con él una especie de transición pactada de salida de poder y exilio toda vez que Washington se asegura el retorno firme de las multinacionales estadounidenses al mercado energético venezolano, la posición de Rubio se vería igualmente en riesgo al no poder explicar por qué este amplio despliegue militar no produjo resultados políticos tangibles y deseosos para varios sectores de la «línea dura» tanto del MAGA como del Partido Republicano, ansiosos de por desalojar a Maduro del poder.

¿Sobrevivirá Maduro a una «Bahía de Cochinos 2.0»?

La oficialmente denominada operación antinarcóticos en el Mar Caribe impulsada por Washington supone la mayor movilización militar en el Caribe probablemente desde la crisis de los misiles de Cuba de 1962.

Continuando con las comparaciones históricas, este escenario podría igualmente amparar la posibilidad de reproducción de una especie de «Bahía de Cochinos 2.0», realizando una comparativa con la operación llevada a cabo contra Cuba en 1961 por exiliados cubanos y la CIA apoyados por la administración Kennedy.

Ante este intrigante escenario no se debe descartar que sus consecuencias podrían implicar efectos contraproducentes para la estrategia de Washington. Por un lado, y al igual que sucedió en 1961 con el recién instaurado régimen socialista en Cuba, el eventual fracaso de una operación «Bahía de Cochinos 2.0» de 2025 contra Venezuela podría significar una perspectiva de consolidación del poder de Maduro, ahora instrumentalizada en términos de relato «soberanista y revolucionario» que le permita consolidar un sello personal y político dentro del «chavismo».

El uso punitivo de la fuerza por parte de Washington busca otra salida: la puesta en marcha de una transición pactada entre las elites del poder en Caracas y los actores exteriores con peso decisivo en los asuntos venezolanos, principalmente en los casos de EEUU, Rusia y China y, en menor medida, Brasil y Colombia.

En este último caso, el presidente colombiano, el izquierdista Gustavo Petro, ha sido igualmente señalado por Trump dentro de esta campaña militarista «antinarcóticos» en el Caribe, aspecto que le habría obligado al mandatario colombiano adoptar una prudente distancia en lo relativo a su tradicional apoyo a Maduro y ante lo que pueda suceder en Venezuela. Por su parte, el presidente brasileño Lula da Silva ha mantenido su tradicional posición de rechazar la violencia y apostar por la negociación.

Así mismo, la tensión entre EEUU y Venezuela determina un respectivo pulso de legitimidades entre los actores involucrados. Toda vez que le favorece el giro hacia la derechización en América Latina por la vía electoral (Bolivia, Ecuador, Argentina, posiblemente Chile), Trump necesita consolidar un triunfo internacional que desvíe la atención de las tensiones internas en EEUU, ya anteriormente mencionadas.

En el caso venezolano, Maduro, simbólicamente entronizado como «el hijo de Chávez», su sucesor no sólo en el poder sino en el devenir del proceso revolucionario, busca hacer realidad el viejo sueño de su «padre político»: resistir el asedio del «Imperio del Mal» estadounidense, independientemente si la misma conlleva una acción militar. Un episodio que, si bien no es exactamente comparable con la histórica invasión de «Bahía de Cochinos», sería convenientemente aprovechado por Maduro para instrumentalizar una narrativa heroica propia que le permita fortalecer su imagen y la de su estructura de poder.

Entran en esta ecuación algunos aspectos que no se deben pasar por alto y que podrían beneficiar a Maduro. Si bien es cierto que existe un portentoso despliegue militar estadounidense, es evidente la disparidad en el equilibrio de fuerzas en relación con Venezuela, en este caso obviamente favorable a EEUU, son escasos los indicios que confirmen la posibilidad de que Trump tenga decidida una invasión terrestre para desalojar del poder a Maduro, bajo el argumento de la amenaza del narcotráfico, siguiendo un guion similar al de la invasión a Panamá de 1989.

Diversas fuentes estiman en 15.000 los marines establecidos en este despliegue militarista estadounidense en el Caribe, ampliados con una logística naval y comunicativa de alto nivel, con nueve buques de guerra. No obstante, es preciso resaltar que esta cifra es insuficiente para invadir un país, Venezuela, de casi un millón de kilómetros cuadrados, 3.000 kilómetros de costa con el Mar Caribe, aproximadamente 30 millones de habitantes y una Fuerza Armada que, si bien observa condiciones de cierta precariedad si lo comparamos con sus homólogos estadounidenses, cuenta con más de medio millón de efectivos y el apoyo logístico y de entrenamiento de potencias militares como Rusia, China e Irán.

Los rumores constantes y las idas y venidas de la estrategia diletante de Trump dan a entender que, más allá del hecho de que la invasión «esté sobre la mesa», no existe una estrategia definida y efectiva ni mucho menos una «quinta columna» dentro de Venezuela capacitada operativamente para apoyar esta invasión exterior que permita derrocar a Maduro. No se percibe quiebra ni en el Alto Mando de la FANB ni en los mandos medios, así como tampoco en las altas esferas del poder ni en los cuadros políticos y burocráticos del oficialismo. Lo que se observa es un «atrincheramiento» dentro del «chavismo-madurismo», en actitud expectante hacia lo que realmente pretende Trump.

Si bien es cierto que predomina una tensa calma y la consecuente incertidumbre y expectación hacia lo que puede ocurrir toda vez que se activan de manera disuasiva los mecanismos de seguridad oficiales, hoy en día las calles de Caracas distan notablemente de observar un clima de efervescencia política o de paranoia social ante una inminente invasión.

Por otro lado, la oposición venezolana está prácticamente desaparecida, por mucho que María Corina Machado, galardonada con el Premio Nobel de la Paz 2025 que irónicamente apoya la intervención militar estadounidense en su país, se esfuerza hasta la saciedad desde la clandestinidad por hacer un llamado a la rebelión militar incluso anunciando un gobierno de transición donde ya ha sellado las claves de la nueva relación con Washington vía beneficios de inversiones petroleras y de otros recursos minerales estratégicos. Machado prometió generar US$ 1,7 billones en los próximos 15 años a través de la privatización de la industria petrolera.

Por otro lado está el eje Cuba-Venezuela que Rubio ansía desarticular en aras de procrear transiciones políticas en ambos países. De acuerdo con el economista cubano Pavel Vidal, la isla caribeña perdería el 7,7% del PIB si deja de recibir petróleo venezolano. No obstante, los expertos especulan con que la cúpula militar cubana difícilmente se encamine a destruir el sistema del que es la piedra angular, con riesgo incluso de desaparecer en caso de que esto suceda.

En respuesta a la puesta en escena militarista de Trump, Maduro ha hecho lo mismo en las calles venezolanas vía extensión de la Milicia Popular Bolivariana. El número de efectivos es lo de menos; lo importante es el mensaje en clave política. Y no es exactamente dirigido hacia Trump sino más bien ante cualquier posibilidad de disidencia política y militar dentro del régimen venezolano, y ante la posibilidad de acciones sediciosas opositoras aparentemente amparadas desde Washington.

Como imagen propagandística ante la sociedad venezolana y la comunidad internacional a la hora de reflejar quién «está al mando», Maduro está aprovechando la crisis en términos políticos, reorganizando las estructuras de poder vía consejos comunales populares y organizaciones sindicales y trabajadores. Con ello, Maduro busca recuperar la noción «chavista» del «pueblo armado en las calles», de la «revolución pacífica pero armada», del «poder popular vía Comuna» que tanto explayaba Chávez en sus discursos.

Tras varios años de cierto ostracismo, la Milicia Popular, formalizada como una especie de «guardia pretoriana» del chavismo, ha retomado su protagonismo en este 2025 de rumores de invasión estadounidense.

La realpolitik entra en escena

Mientras el despliegue militar estadounidense toma posiciones en el Mar Caribe muy cerca de las costas venezolanas se filtró la información de una negociación directa entre Trump y el presidente ruso Vladimir Putin para alcanzar un eventual plan de paz en Ucrania.

En esta ocasión aparentemente más receptivos, Europa y la OTAN no han desaprovechado la ocasión para mostrar su malestar e incluso incredulidad ante un pacto Trump-Putin en el cual quedan visiblemente fuera del centro de decisión.

Aquí vuelve a entrar en juego la realpolitik. El ultimátum de Trump al presidente ucraniano Volodymir Zelenski para aceptar este plan de 28 puntos que beneficia claramente a Rusia, evidencia la impaciencia de Washington, ansiosa de tener menos ataduras en el exterior para intentar definir una salida efectiva a la crisis con Venezuela, especialmente con la finalidad de neutralizar la posibilidad de una intervención rusa dada su alianza con Maduro. Es pertinente considerar que estos contactos informales entre Trump y Putin sobre Ucrania en medio de la crisis de EEUU y Venezuela definen equilibrios colaterales que muy probablemente influirán en lo que pueda suceder en Venezuela.

Si la escalada de tensiones aumenta, Trump podría ensayar en Venezuela lo que en 2017 hizo contra la Siria entonces gobernada por Bashar al Asad (hoy exiliado en Moscú) ordenando en este caso una serie de ataques quirúrgicos y concretos contra instalaciones militares venezolanas lanzadas desde portaaviones estadounidenses, en este caso en el Mar Caribe.

No deja de ser curioso que Trump acaba de recibir en la Casa Blanca al «sucesor» de Bashar al Asad en el poder en Siria; el ex yihadista Ahmed al Shara’a, un personaje por el que una vez Washington llegó a pedir una recompensa de US$ 10 millones por su captura «dead or alive». Una recompensa menor a los US$ 50 millones que ha pedido la Casa Blanca por Maduro con la intención de provocar una sedición militar y una rebelión popular en Caracas, hasta ahora inexistente, pero que se convierta en un bálsamo para «blanquear» las expectativas de intervención militar por parte de Washington.

Más allá de la escalada ruidosa de rumores y de la escasez de confirmaciones informativas, de salir airoso de esta crisis, una posibilidad que cobra fuerza mientras el tiempo pasa sin observarse novedades concretas, Maduro estaría por consolidar su poder incluso «legitimando» su presidencia, despejando así las acusaciones sobre el fraude electoral en las elecciones presidenciales de julio de 2024.

Por otro lado, un Trump acosado por la caída de popularidad, los rumores en torno al escándalo Epstein, el coste social y económico del cierre durante más de 40 días del gobierno federal y la crisis interna en el MAGA, se vería políticamente expuesto en caso de escenificarse una infructuosa aventura militar caribeña del que existe más ruido que certezas y que lleva ya cuatro meses de duración desde la puesta en marcha en agosto pasado de la operación «antinarcóticos».

Ante este escenario propio que podríamos denominar «Bahía de Cochinos 2.0», Maduro muy probablemente buscará imponer su sello personal y político especialmente dentro del «chavismo» que sigue comparándolo, en algunos casos con suspicacia, con el «Comandante Eterno» Hugo Chávez. Resistir, con concesiones o sin ellas, supone para «el Hijo de Chávez» ganar esta partida de póker con Trump y consolidar al «madurismo» como la estructura de poder absoluto en Venezuela.

 

* Analista de Geopolítica y Relaciones Internacionales. Licenciado en Estudios Internacionales (Universidad Central de Venezuela, UCV), magister en Ciencia Política (Universidad Simón Bolívar, USB) y colaborador en think tanks y medios digitales en España, EEUU e América Latina. Analista Senior de la SAEEG.

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SALIR DE LA GUERRA EN EUROPA DEL ESTE: EL PLAN DE PAZ Y LAS DECISIONES QUE NUNCA DEBIERON HABERSE ADOPTADO

Alberto Hutschenreuter*

En sus puntos esenciales, el plan de paz de 28 puntos que intenta detener la guerra ruso-ucraniana no ofrece demasiadas sorpresas. Su principal impulsor, el presidente Trump, antes de convertirse en mandatario ya se refirió al esfuerzo que tendría que hacer Ucrania para salir de la confrontación. Más todavía, tras su asunción, en enero pasado, advirtió que Kiev podría sufrir mayores pérdidas territoriales de no aceptar la situación en el terreno.

Lo relativamente novedoso es que hoy Ucrania afronta múltiples debilidades en relación con un año atrás o menos. Consideremos las principales.

En el frente militar, las fuerzas ucranianas no han podido detener el avance de los soldados rusos. Si bien ese impulso ha sido lento y con un costo humano muy alto, a la ventaja que supone para este país la capacidad de reclutamiento (que hoy podría estar disminuyendo), hay que agregar la consolidación de la adaptación de Rusia a la guerra, la producción de la industria militar y el incremento de los ataques con drones, la nueva modalidad de la guerra que, como sostiene George Friedman, está dejando atrás su modo de confrontación militar basado en el concepto de masa, es decir, gran número de tanques, tropas, entre otras capacidades.

Con la pronta llegada del frío y las lluvias, todas las dificultades que afronta Ucrania en el terreno se multiplicarán, particularmente las relacionadas con la logística, pues el avance ruso tras la captura de la ciudad de Pokrovsk, un importante centro logístico en la zona oriental del Donetsk, podría crear bolsones (la especialidad rusa en batallas) en los que queden más expuestos o directamente atrapados los soldados y equipos ucranianos. En tanto, en la región nororiental, los rusos continúan avanzando hacia las ciudades de Kupiansk y Lyman, las que durante 2022 Ucrania recuperó de Rusia.

En el frente interno de Ucrania, los problemas humanitarios y socioeconómicos se profundizaron como consecuencia del esfuerzo bélico. Los millones de ucranianos que descendieron a la pobreza superan a los millones que abandonaron el país desde 2022. Según datos de la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) de febrero de 2025, casi 13 millones de personas necesitan asistencia humanitaria urgente en Ucrania, hay más de 3,6 millones de personas desplazadas dentro de Ucrania y cerca de 7 millones de ucranianos refugiados y solicitantes de asilo en diferentes partes del mundo.

En el nivel gubernamental, las repetidas situaciones de corrupción han llevado a que en el país exista casi un «estado de corrupción» más que «casos de corrupción». Basta considerar que por la corrupción han tenido que marcharse los ministros de Energía, Justicia y Defensa.

Como bien considera el británico Ian Proud, ex Consejero Económico de la Embajada británica en Moscú, con las elecciones en pausa, en Ucrania existen menos controles y contrapesos constitucionales sobre el poder de los oligarcas que antes de la guerra. Por ello, hay quienes sostienen que poner término a la guerra y cortar el flujo de dinero facilitaría a los próximos dirigentes reorientarse hacia la adhesión a la Unión Europea.

En relación con ello, y específicamente a raíz del escándalo que se produjo como consecuencia de la malversación de fondos y sobornos en la compañía estatal de energía nuclear, no fue casual que el canciller alemán se refiriera recientemente a la creciente preocupación europea sobre la corrupción.

A estas situaciones comprometedoras para Ucrania, hay que considerar también que la concepción estratégica estadounidense en tiempos de Trump guarda propósitos relativos con el «reparto de cargas» entre los socios estratégicos occidentales, es decir, que los europeos asuman sus responsabilidades financieras en materia de defensa y en materia de conflictos intra-continentales; y con la «resignificación de zonas estratégicas» por parte de Washington, es decir, la prioridad de Estados Unidos no se encuentra tanto en la placa geopolítica del este de Europa, salvo en temas geoeconómicos que se extienden al Asia central, sino en las placas de Oriente Medio-área del golfo Pérsico y la del Pacífico-Índico, donde residen cuestiones relativas con negocios, mercados, tecnología, alianzas, neo-contención múltiple a China, entre otras.

El plan de paz sin duda es controvertible, pues se acerca demasiado a un estatuto de capitulación militar y geopolítica que prácticamente deja a Ucrania sin margen de acción.

En un reciente artículo, el especialista estadounidense Thomas Friedman considera el plan como una traición flagrante a los aliados y a los valores de Occidente. Advierte que si finalmente el plan es impuesto a Ucrania, sus impulsores vivirán en la infamia como sucedió con Neville Chamberlain, el primer ministro británico que defendió una política de apaciguamiento, cuyo objetivo era evitar la guerra con la Alemania nazi. Para ello, en la Conferencia de Múnich de 1938, junto con otros dirigentes europeos, se entregó a Hitler una parte del territorio de Checoslovaquia.

Sabemos cómo siguió la historia. Friedman tiene razón, claro. Lo que no dice es que desde que Hitler llegó al poder en 1933, Alemania fungió como un dique de contención para Francia y Reino Unido, los garantes de la seguridad europea, ante el verdadero peligro para Europa: el comunismo soviético. Cabe preguntarse entonces, ¿valores o intereses? Por demás pertinente resulta aquí la lectura de la obra del historiador británico Ian Kershaw, «Un amigo de Hitler. Inglaterra y Alemania antes de la Segunda Guerra Mundial».

Los 28 puntos del plan de paz son, en gran medida, la respuesta a una decisión que nunca debió haber sido tomada: la de Ucrania cuando, apenas llegado al poder, el presidente Volodímir Zelenski desplegó una política exterior y de defensa que no admitía otras alternativas, esto es, convertir a Ucrania, a todo o nada, en un miembro de la OTAN.

Por supuesto que no se trató de una decisión que nació en el gobierno ucraniano. Se trataba de una política que venía desde hacía mucho tiempo atrás, en gran medida impulsada por las administraciones estadounidenses demócratas, para quienes Rusia nunca dejaría de ser un país geopolíticamente revisionista: del mismo modo que la URSS había sido un actor revolucionario que nunca detendría su lucha a nivel global, el «Estado continuador», Rusia, tarde o temprano volvería a plantear desafíos a Occidente. Porque para aquella fuerza política estadounidense y sectores de lo que en Rusia denominan la «Europa Popper» (en oposición a la «Europa Spengler»), Rusia desconoce la idea y práctica del «pluralismo geopolítico».

Por tanto, e independientemente de quién se encontrara en el poder, contenerla (o neocontenerla) en sus propios lindes era la manera de neutralizar a Rusia. En varias oportunidades la Alianza Atlántica se refirió a la inclusión de Ucrania en su seno. En 2008, uno de los años estratégicos en lo que llevamos del siglo, en la cumbre de la OTAN en Rumania se aprobó una declaración sobre la futura ampliación de la OTAN a Ucrania y Georgia.

Pronto vinieron los hechos que derivaron en la anexión o reincorporación de Crimea a Rusia (otro momento estratégico), y a partir de entonces comenzó otra de las causas profundas de la guerra en Ucrania: los enfrentamientos, tras el fracaso de los acuerdos de Minsk, en el este de Ucrania. Esta guerra sigilosa (en territorio europeo) fue casi determinante para que Moscú, cuando finalmente sus demandas relativas con alguna garantía de no ampliación de la Alianza y con la restitución de derechos a la población filo-rusa de Ucrania no fueron respondidas, decidiera poner en marcha lo que denominó «Operación Militar Especial».

Hasta ese momento, la «potencia institucional europea» tuvo la posibilidad de disuadir y persuadir a Ucrania de «bajar» su política de marcha inalterable hacia la OTAN. Pero no solo no lo hizo, sino que ni siquiera propuso algún modelo basado en un congelamiento o moratoria. Mucho menos lo hizo el gobierno demócrata en Estados Unidos (el actor primus inter pares en la OTAN), que en noviembre de 2021 continuó hablando en la misma Kiev sobre la futura ampliación de la OTAN a Ucrania. En este sentido, es muy atendible lo que ha dicho estos días el presidente Trump: «la guerra nunca habría ocurrido si él hubiese estado en la Casa Blanca en 2021».

En suma, la guerra tiene una génesis de cuño geopolítico y su salida necesariamente será en clave geopolítica. Por supuesto que aquí quedan relegados el multilateralismo y los grandes principios del derecho internacional. Pero, en rigor, fueron quedando al margen cuando su lugar fue ocupado por las silenciosos códigos e intereses de una geopolítica occidental que terminó por difuminar la necesaria seguridad indivisible en ese «cinturón de fragmentación» que es Europa del este. Ninguno de los estadistas y especialistas estadounidenses estuvo de acuerdo con la ampliación de la OTAN, desde el propio George Kennan hasta Henry Kissinger, pasando por Brent Scowcroft, Kenneth Waltz, John Mearsheimer, entre otros.

Según la experiencia internacional y la geografía a la que se pertenece, la geopolítica enseña que el mejor modo de ejercer la soberanía es no ponerla a prueba, a menos que el actor dispuesto a hacerlo cuente con la seguridad de que logrará vencer al que dejó más que en claro las consecuencias de ello.

 

* Miembro de la SAEEG. Su último libro, recientemente publicado, se titula La Geopolítica nunca se fue, Editorial Almaluz, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 2025.

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