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Y EUROPA SE VOLVIÓ «MILITARISTA»

Roberto Mansilla Blanco*

Imagen: TheAndrasBarta en Pixabay, https://pixabay.com/es/photos/europa-viaje-mapa-mundo-conexiones-1264062/

El presidente francés Emmanuel Macron y la presidenta de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen, «llamaron a filas» para construir la Europa de la Defensa ante la «amenaza rusa». Alemania retoma el servicio militar obligatorio. Suecia, como Finlandia, abandona su histórica neutralidad e ingresa definitivamente en la OTAN. En vísperas de unas elecciones presidenciales en Rusia (15-17 de marzo) con un Vladimir Putin cada vez más fortalecido y que ya acelera sus estrategias para el nuevo período 2024-2030; con comicios parlamentarios europeos (junio) que intuyen el posible avance de partidos euroescépticos e incluso prorrusos; y ante la perspectiva de un retorno de Donald Trump a la Casa Blanca en las presidenciales estadounidenses de noviembre, Bruselas quiere «cortar por lo sano» y asegurar un modelo propio de defensa.

Ante estas inesperadas declaraciones de tintes belicistas por parte de Macron y von der Leyen puede que estemos en el momento de decir adiós a la Europa que hasta ahora me los conocía. La Unión Europea (UE) siempre fue observado como un espacio dinámico de integración económica y social aunque políticamente más endeble y militarmente casi inexistente por estar precisamente supeditada al «paraguas defensivo» de la OTAN.

Pero la guerra de Ucrania contempla otra perspectiva: la Europa de 2024 aparentemente se prepara para una posible nueva guerra contra un viejo enemigo, Rusia. Putin respondió inmediatamente a Macron y von der Leyen sobre las «peligrosas consecuencias» de una eventual implicación directa de Europa y de la OTAN en Ucrania.

No olvidemos a Polonia, cuyo peso geopolítico y militar comienza a forjarse como la nueva avanzadilla de la OTAN contra Rusia. La población polaca de Rzeszów, a escasos kilómetros de la frontera con Bielorrusia (con un gobierno, el de Lukashenko, aliado de Putin) se está convirtiendo en la nueva gran base de operaciones de la OTAN, con masiva presencia de soldados estadounidenses. Y Polonia, con viejas aspiraciones geopolíticas desempolvadas por la guerra ucraniana, no se queda atrás en el ardor militarista aumentando su presupuesto en defensa y observando una cada vez mayor inclinación social hacia el entrenamiento militar o paramilitar.

En esta nueva dinámica del conflicto ucraniano entra también un Estado de facto, Transnistria, de mayoritaria población étnica y lingüística rusa y que pide ahora protección a Moscú ante las «amenazas» contra su soberanía e integridad estatal ante las históricas reclamaciones territoriales de Moldavia y Ucrania. Cabe recordar que desde la desintegración de la URSS en 1991, Transnistria, una especie de parque temático de reminiscencias soviéticas, no es reconocida como entidad estatal por ningún país ni por la ONU a pesar de contar con el tácito apoyo de Moscú y con un contingente militar ruso, el VII Ejército. Con ciertos matices pero sin perder la perspectiva, lo de Transnistria recuerda el contexto del Donbás previo a la invasión militar rusa y Ucrania.

Pero es hoy en Bruselas, además de Moscú y Kiev, donde mejor se observa el ardor militarista. Washington calcula a la distancia con la velada intención de someter definitivamente a Europa y romper cualquier ecuación geopolítica que implique tentativamente un acercamiento europeo al eje euroasiático sino-ruso, cada vez más fortalecido con la guerra ucraniana. En el caso ruso, el factor energético sigue siendo esencial para Europa, a pesar de las sanciones por la guerra.

Dos años después del comienzo de la guerra en Ucrania y con una masacre humanitaria en vivo y directo en Gaza (sin que la UE tenga capacidad de maniobra por su sumisión al «atlantismo» de Washington), Europa ve cómo se desliza casi a ciegas hacia un imprevisible escenario bélico que, curiosamente, nadie garantiza que exactamente sucederá; pero mejor estar prevenidos, por si acaso, como aparentemente conciben Macron y von der Leyen. Cobra así importancia la vieja frase del general estadounidense Patton: «en tiempos de paz, prepárense para la guerra». Y eso que no estamos precisamente en tiempos de paz.

Este ardor militarista «preventivo» europeo contrasta con su negativa a la hora de apoyar opciones diplomáticas en Ucrania que no signifiquen otra cosa que la «derrota definitiva de Putin». Tras recibir al presidente ucraniano Volodymir Zelenski, el mandatario turco Recep Tayyip Erdogan presentó una iniciativa de negociación para intentar acabar con la guerra ucraniana. Pero ni Estados Unidos ni Europa quieren una pax turca aunque Ankara sea miembro estratégico de la OTAN. Y no lo quieren por la capacidad turca de interlocución entre el «atlantismo» y el «eje euroasiático», lo cual alteraría esos intereses estratégicos «atlantistas».

Una paz en Ucrania sin sus condiciones es inaceptable para Washington. Así fue en el caso de China con su plan de paz en 2023 y ahora con una nueva iniciativa diplomática por parte de Beijing. Hoy lo es con un incómodo actor como Erdogan (Europa le critica su autoritarismo) que, al mismo tiempo, implique fortalecer el peso de un interlocutor válido con capacidad para dialogar con Putin y Zelenski. Como era de prever, el presidente ucraniano también rechazó con indignación una iniciativa de paz del Vaticano que le instaba a rendirse en el terreno militar para propiciar la negociación.

Muy probablemente instigada por Washington, Bruselas desperdicia así una oportunidad interesante para sumarse a una serie de iniciativas diplomáticas (China, Turquía, Vaticano) que le podrían reportar una imagen más apropiada de resolución de conflictos y menos belicista, en consonancia con los parámetros de la línea dura «atlantista» vía OTAN.

De este modo, Bruselas parece apostar por la opción militarista. Hoy las empresas privadas (como BlackRock) y los «perros de la guerra» vuelven a darse la mano con los ejércitos europeos. Ese modelo de «privatización de la guerra» con implicación de gobiernos aliados ya fue ensayado por Washington en Irak tras la ilegítima invasión de 2003. Hoy Europa prevé incrementar su gasto militar hasta un 5% del PIB para los próximos años. Viendo esto, cabe preguntarse: ¿cómo queda el gasto social en tiempos de crisis económica? ¿Estamos ante el final de esa «Europa del bienestar» de la posguerra?

La narrativa belicista comienza a marcar la pauta en los mass media europeos. Para algunos, la guerra es «inevitable» e incluso hasta necesaria. Discursos que recuerdan a los que se emitían desde las Cancillerías europeas previo a la I Guerra Mundial (1914-1918) Rusia es hoy el enemigo. Mañana lo será seguramente China. Precisamente ambos enemigos que la OTAN no dudó en identificar en la cumbre de Madrid de 2022.

Está por verse si esta paranoia de guerra «inevitable» que se está instalando en Europa finalmente se convertirá en una estrategia por parte de Bruselas para forzar a la creación de un Ejército europeo menos «atlantista» que no dependa de la OTAN ante posibles escenarios imprevistos, entre ellos el retorno de Trump a la Casa Blanca. Y quien sabe si en contextos de crisis socioeconómica como el que vive Europa, con malestar en las calles ante protestas como la de los agricultores y camioneros, los servicios sociales, etc., reactivar el complejo militar-industrial vía escenarios preventivos de guerra se convierta en un catalizador para el empleo y para mitigar ese malestar social. Se atiza así el temor y el miedo ante un «nuevo-viejo» enemigo exterior (Rusia, China) que se muestra capacitado para hacer frente a una hegemonía «atlantista» hoy contestada y que amenaza con propiciar su declive.

Ahora bien, esta Europa (y también la OTAN) precisamente desacostumbrada a la guerra tras varias décadas de inocente «belle èpoque», ¿está realmente preparada para ir a la guerra, ahora contra un rival cuando menos competente? ¿Será que este ardor militarista esconde, en el fondo, la crisis y la incapacidad del Occidente «atlantista» por reconducirse como actor de resolución de conflictos?

 

* Analista de geopolítica y relaciones internacionales. Licenciado en Estudios Internacionales (Universidad Central de Venezuela, UCV), Magister en Ciencia Política (Universidad Simón Bolívar, USB) Colaborador en think tanks y medios digitales en España, EE UU y América Latina.

 

Artículo originalmente publicado en Novas do Eixo Atlántico (en gallego): https://www.novasdoeixoatlantico.com/e-europa-volveuse-militarista-roberto-mansilla-blanco/

 

¿POR QUÉ LOS ESTADOS UNIDOS QUIEREN EXPULSAR A FRANCIA DE ÁFRICA?

Raphaël Chauvancy*

Artículo originariamente publicado el 27/08/2023 en francés en la revista Conflits https://www.revueconflits.com/pourquoi-lamerique-veut-elle-chasser-la-france-dafrique /

Michael Shurkin, especialista estadounidense en el Sahel y del ejército francés, acaba de escribir la oración fúnebre de Francia en África[1] un artículo sin concesiones, pero revelador de las intenciones encubiertas de los Estados Unidos.

¿Debería Francia abandonar el continente negro? Para Michael Shurkin, la suerte está echada. “Se acabó el tiempo para Francia en África”, escribe este antiguo analista de la RAND y de la CIA, reflejando el sentir de los círculos militares y diplomáticos estadounidenses.

Considera que Francia no tiene ningún interés fundamental en el Sahel; de hecho, su ”patio trasero” en África ya no existe salvo en algunas mentes enfermas. También señala con razón que algunas de las masas sahelianas no culpan a Francia por lo que hace, sino por estar allí.

Así pues, no se trata de que Francia se aferre a un miserable y superpoblado trozo de desierto donde ya no la quieren, sino de encontrar una forma de resolver entre la renuncia y la obstinación. Es imperativo que Francia revise a fondo sus modos de acción y las condiciones de su presencia en África, asegurándose al mismo tiempo de no seguir consumiendo sin beneficio una parte demasiado grande de sus fuerzas.

Intenciones estadounidenses ocultas

Pero Shurkin va mucho más lejos. Cree que Francia debería repatriar sus tropas, cerrar sus bases y renunciar a cualquier papel estratégico en África, aunque ello signifique conservar un resto de poder blando a través de la francofonía.

En su opinión, ese sería el problema, incluso más que Rusia, ya que la actual ola pro rusa no es más que la expresión de una francofobia que se ha vuelto endémica en el continente. De hecho, la pobreza creciente y la inseguridad persistente predispusieron a las poblaciones a encontrar un chivo expiatorio. Los operadores rusos de la guerra informacional proporcionaron el blanco ideal al nombrar y avergonzar al antiguo colonizador. Sólo que, y esto se pasa por alto en silencio, tenían la ventaja porque el terreno había sido preparado hacía mucho tiempo por el “French bashing” y las operaciones de influencia estadounidenses.

De hecho, Shurkin adopta una narrativa estratégica estadounidense clásica cuando escribe que sus relaciones con Francia “han obstaculizado sin duda el desarrollo económico y político de los países africanos”. Por el contrario, podemos reprochar a los franceses de haber fomentado el complejo de un hijo pródigo en algunos de ellos al recibirlos generosamente en París tras cada desencuentro o bancarrota. Se gastaron en ello más de lo que los recursos y los intereses justificaban. Es dudoso que alguna otra potencia haga lo mismo.

En el trasfondo, los ataques al laicismo[2] por parte de la prensa y de los funcionarios estadounidenses alimentan las sospechas de islamofobia de parte del Estado francés, incluso en países amigos como Senegal. La promoción de la desastrosa política anglosajona de minorías ha erosionado al proyecto de sociedad post-racial que era uno de los factores de la influencia universalista de Francia. La financiación del movimiento extremista “descolonial” por Washington ha tenido efectos nocivos en los suburbios franceses, pero también en el África francófona. Sus teorías de victimismo conspirativo, a veces retransmitidas por las diásporas en Francia, se han tomado al pie de la letra. Si Rusia financió y retransmitió el discurso francófobo del activista Kémi Séba, Estados Unidos promovió el de Rokhaya Diallo. Ambos imperios tenían el mismo interés en eliminar el “poder de equilibrio” francés. París no vio venir el peligro y quedó atrapada en un cerco narrativo.

Paralizados por las frustraciones e impregnados de narrativas descolonizadoras, una parte de la juventud urbana, ociosa y protegida del terrorismo, se levantó contra Francia. Sin embargo, las ONGs presentes en el terreno constataron que el sentimiento antifrancés florecía allí donde la amenaza se reducía y los soldados franceses estaban ausentes… En las zonas donde estaban desplegados, por el contrario, aparecían sistemáticamente como una garantía de seguridad e incluso de prosperidad, regando la economía local[3]. Obsesionada con sus compromisos en el terreno, Francia ha abandonado y perdido la batalla informacional.

Shurkin llega a la conclusión de que los Estados Unidos y otras naciones europeas no provocan la misma reacción que Francia y pide a ésta que les ceda el paso en el Sahel. Sin embargo, las necesidades de la región están relacionadas principalmente con la seguridad, y nadie se imagina seriamente a los alemanes abandonando sus tiendas con aire acondicionado para acompañar a los ejércitos locales a la batalla. La referencia a los europeos es puramente semántica. Los estadounidenses quieren sacrificar la presencia francesa para sustituir y perpetuar la suya.

Entre la hostilidad y la pérdida de confianza

Para comprender el punto de vista estadounidense, es necesario recordar dos constantes en la forma en que se ve en Washington al ejército y a la diplomacia francesa. La primera es la exasperación respecto a su autonomía. Los estadounidenses tienen una lógica de bloque y ven a la alianza como una alineación. Cualquier distorsión es vista como una traición. Recordemos la aguda crisis provocada por la negativa de Francia a apoyar la invasión de Irak. El premio Pulitzer Thomas Friedman resumió el estado de ánimo del otro lado del Atlántico cuando escribió que Francia no merecía su puesto en el Consejo de Seguridad. Hace poco, el Wall Street Journal describía a Francia como “el aliado y enemigo más antiguo de los Estados Unidos”[4]. Una idea común y corriente es que Francia ya no existe en la escena internacional salvo por su capacidad y propensión a oponerse a los Estados Unidos.

Otra tendencia estadounidense, recurrente desde 1940, es dudar de la capacidad de Francia para asumir responsabilidades internacionales. Así, al tiempo que prestan lealmente un apoyo vital a la operación antiterrorista “Barkhane”, han avanzado sus peones y han desarrollado sus propias redes. Desde su retirada de Malí, ya no creen que París sea capaz de mantener un frente, aunque sea secundario en África, en la nueva Guerra Fría que le enfrenta al buey chino y a la rana rusa. Los Estados Unidos tienen los medios para olvidar sus propios fracasos, pero no perdona los de los demás. Su cultura de los resultados lo incita a retirar de la mesa al socio que ha perdido sus fichas[5].

Desde su punto de vista, el único acto brillante de Francia en los últimos veinte años ha sido su oposición a la guerra de Irak, que Washington sigue echándole en cara. Por lo demás, Francia ha mostrado un flagrante amateurismo diplomático a través de su intervención en Libia, desestabilizando todo el Sahel a largo plazo; sólo logró salir dolorosamente de la trampa marfileña; se puso en fuera de juego en el Levante; pensó demasiado a lo grande en el Indo-Pacífico antes de ser devuelta a la realidad por la alianza AUKUS; a pesar de sus notables éxitos militares tácticos, ha sido ridiculizada en República Centroafricana, Malí, Burkina Faso y Níger, donde se ha dejado sorprender sistemáticamente sin reaccionar; ha mostrado su incoherencia en Ucrania al pasar del diálogo con Putin, “a quien no debemos humillar”, a promover la adhesión de Ucrania a la OTAN; por último, sus proyectos europeos de defensa se han topado con la amenaza rusa, contra la que ha podido desplegar un millar de hombres, mientras que los estadounidenses han desplegado 100.000.

Neutralizar a Francia normalizándola

Para Michael Shurkin, “salir de África disminuiría, en cierta medida, la estatura global de Francia, pero la realidad es que Francia ―al igual que el Reino Unido― tiene muchos recursos y, francamente, otras prioridades que reflejan mejor sus intereses”. Estas prioridades se limitarían a una mayor participación en la defensa del glacis europeo dentro de un marco atlantista y, posiblemente, a una presencia exótica en el Indo-Pacífico, donde carece de un espacio susceptible de perturbar el sistema estadounidense.

París entraría en la carrera por ser el mejor aliado de Washington, como las demás naciones del Viejo Continente, en lugar de cultivar su propio excepcionalismo.

El estatus de Francia en África confiere a París un prestigio y un margen de maniobra irreconciliables con el proyecto “occidental” alineado tras la bandera estrellada. El juego estadounidense consiste en hacer pasar la excepción estratégica de Francia por una anomalía; por el peligroso capricho “separatista” de un pueblo simpático, pero pretencioso cuyos mejores intereses se verían beneficiados si se uniera al bloque occidental y de consolidarlo. Esta curiosa antífona encuentra eco no sólo en las naciones europeas que han abdicado de su soberanía ante el protectorado estadounidense, sino también en el resto del mundo. Difunde la idea de que París es ilegítimo para desempeñar un papel internacional independiente.

La convergencia entre federalistas europeos y atlantistas contra la autonomía estratégica francesa refuerza esta tendencia. En Le Monde, Pierre Haroche pide que Francia reoriente sus esfuerzos militares en Europa[6]. Se hace eco de Shurkin quien pretende confundir la adaptación del ejército francés a los enfrentamientos de alta intensidad con una opción de capacidades convencionales pesadas volcadas hacia el este. Afortunadamente, la ley de programación militar ha evitado este escollo, salvaguardando sus capacidades de proyección global.

De todas las amenazas estratégicas a las que se enfrenta Francia, las más amenazadoras son la provincialización y la normalización. El fin de su identidad estratégica significaría su absorción definitiva en el mundo anglosajón. Perdería su alma y el mundo un defensor del multilateralismo.

Francia dispone aún de los fundamentos de una potencia mundial

¿Tienen los franceses los medios para invertir la tendencia? Probablemente, siempre que demuestren un mayor rigor y coherencia estratégicos que en las dos últimas décadas. Su situación no es tan mala como nos quieren hacer creer sus competidores. A falta de un gran número de tropas, han desplegado sólidos destacamentos en Estonia y Rumanía frente a la amenaza rusa. Desempeñan un papel importante en el entrenamiento de los combatientes ucranianos y en el suministro de material a Kiev.

En Oriente Medio, los puntos de apoyo en Yibuti y en los Emiratos Árabes Unidos confieren a París capacidades de intervención reconocidas y apreciadas en la región.

América Latina es otra zona prometedora para la acción francesa. La reciente conclusión de una asociación anfibia entre las Troupes de Marine y el Corpo de Fusileiros Navais de Brasil simboliza un interés renovado por la región y una toma de conciencia de las oportunidades que se presentan.

En el Indo-Pacífico, el éxito de la misión Pegasus de este verano, en la que se envió a la región una fuerza aérea de 19 aviones, entre ellos diez Rafale, demostró una capacidad de proyección de potencia única en Europa, hasta el punto de suscitar reacciones hostiles por parte de Corea del Norte y entusiasmo por parte de Corea del Sur, Japón e Indonesia. Invertir en ella y reasignarle algunos de los recursos ya desplegados en el Sahel, la Polinesia y Nueva Caledonia, hasta ahora infravalorados y mal defendidos, constituiría un activo notable. ¿Es totalmente utópico imaginar que Nouméa se convierta un día en una pequeña Singapur francesa y concebir una ambiciosa política indopacífica, que sería la contrapartida moderna de la política árabe de Gaulle?

París también podría volver a centrarse en el “África útil”, la del litoral. Aunque ha perdido su posición de socio exclusivo, sigue siendo un actor importante y solicitado. Sus bases de Dakar, Libreville y Abiyán han sido rebautizadas como “centros de cooperación operativa”, lo cual supone una valiosa garantía de estabilidad para los países beneficiarios. También le permiten llegar al África no francófona, donde tiene muchos más intereses económicos y ningún pasado colonial. Las alianzas estratégicas y militares con Francia son buscadas y están en pleno apogeo fuera del agujero negro del Sahel. Potencia no alineada cuya excelencia operativa es unánimemente reconocida, Francia ya no dispone de medios para ser verdaderamente intrusiva. Por tanto, está especialmente bien adaptada a las necesidades y aspiraciones multipolares del continente.

Así pues, lo que está en juego no es simplemente la presencia de Francia en el Sahel o en África, sino si sigue siendo una potencia mundial soberana o si queda reducida a una potencia periférica “edulcorada” en Europa. Por extensión, de ello depende la propia naturaleza de las relaciones entre las grandes democracias: ¿formarán un bloque rígido e imperial detrás de Estados Unidos o serán capaces de formar una alianza flexible en un marco multilateral, mucho más capaz de defender sus intereses y valores?

Probablemente, Estados Unidos y Europa necesitan una voz que les recuerde los peligros respectivos de su arrogancia y de su debilidad. Sin duda, el mundo necesita potencias intermedias autónomas como Francia para encontrar nuevos equilibrios, dar su lugar a las naciones emergentes, apoyar a los Estados más frágiles sin asfixiarlos y evitar la lógica del enfrentamiento directo entre bloques.

 

* Raphaël Chauvancy, alto oficial de las tropas marinas, es también profesor en la Escuela de Guerra Económica, donde es responsable del módulo de inteligencia estratégica dedicado a la política de poder. Es, en particular, el autor de Cuando Francia era la primera potencia del mundo y de Nuevas Caras de la Guerra.

Referencias

[1] https://www.politico.eu/article/france-africa-sahel-niger-al-qaeda-islamic-state/

[2] ¡La violencia de los ataques de los medios anglosajones contra el concepto francés de laicidad obligó incluso al presidente Macron a reaccionar públicamente en 2020!

[3] https://www.revueconflits.com/la-france-au-risque-du-decrochage-reputationnel-et-strategique-en-afrique/

[4] https://www.wsj.com/articles/france-us-history-australia-naval-deal-china-11632257691.

[5] En un contexto radicalmente diferente, las relaciones entre Francia y Estados Unidos en Indochina siguieron el mismo patrón. Al final, los Estados Unidos se resignaron en apoyar a Francia y a dejarla dirigir la lucha contra el comunismo en esta parte del mundo, proporcionándole el apoyo militar masivo indispensable para sus operaciones, al tiempo que se infiltraba en las redes de poder autóctonas. Después de Diên Biên Phu, considerando que París había tenido su oportunidad y se había mostrado ineficaz, los estadounidenses aniquilaron por completo la influencia francesa.

[6] https://www.lemonde.fr/idees/article/2023/08/22/la-crise-de-la-presence-militaire-francaise-en-afrique-peut-etre-l-occasion-d-un-reequilibrage-en-faveur-de-l-europe_6186144_3232.html.

Artículo traducido del francés por el Equipo de la SAEEG.

 

LA «DOCTRINA ZELENSKI»: UN RETO QUE COMPROMETE A UCRANIA Y A LA SEGURIDAD INTERNACIONAL

Alberto Hutschenreuter*

Cuando en 2019, Volodímir Zelenski, un licenciado en derecho y ex actor y director de cine y televisión, alcanzó la presidencia de Ucrania tras una breve campaña, su principal enfoque en materia de política externa y de defensa fue colocar la proa del país en dirección de las estructuras políticas-económicas y de seguridad de Occidente, esto es, la Unión Europea y la OTAN.

Es verdad que antes otros ya lo habían hecho, pero la diferencia fue que Zelenski lo hizo en términos de vía única, es decir, descartó de plano cualquier otra alternativa, entre ellas, una eventual neutralidad del país este-europeo. Para el nuevo mandatario, era imperioso tomar de una vez y para siempre esta decisión: Ucrania era un país independiente, su lugar era Europa y era aquí donde debía anclar su porvenir.

Desde el oeste se habían emitido señales que parecían asegurar ese propósito. En relación con el eventual ingreso a la Unión Europea, si bien hacia el final de la década de los noventa se consideró la cuestión, fue en 2008 cuando se anunció que Ucrania firmaría un Acuerdo de Asociación con la UE. Pero desde Bruselas se comunicó que tal acuerdo solo sería posible si Kiev llevada adelante determinadas reformas que afirmaran el estado de derecho, particularmente en su segmento judicial. Unos años después, en 2013, una misión del Parlamento europeo sostuvo que había oportunidad para un tratado de asociación. Finalmente, los acontecimientos durante el invierno de 2014 impulsaron la firma de un acuerdo, aunque quedó pendiente la ratificación (es necesario recordar que la adopción de adhesión a la UE requiere el voto unánime de sus 27 miembros).

En relación con las “señales” de la OTAN, existía, desde los años noventa, cierto umbral puesto que Ucrania pertenecía (desde entonces) al Consejo de Cooperación del Atlántico Norte y al Programa de Asociación para la Paz. Pero no fue hasta bien entrada la primera década del siglo XXI cuando surgió la posibilidad de que Ucrania fuera parte de la Alianza: en la reunión de la OTAN en Bucarest en 2008, se emitió una declaración que parecía habilitar en el futuro el ingreso de Georgia y Ucrania. En la cumbre de la OTAN celebrada Varsovia en 2016, se estableció un paquete de asistencia integral para Ucrania. Asimismo, la Rada (Parlamento ucraniano) aprobó una legislación que reafirmaba como objetivo de la política exterior y de seguridad la pertenencia a la Alianza Atlántica. Finalmente, en septiembre de 2020, el mandatario aprobó la nueva Estrategia de Seguridad Nacional que preveía un curso de asociación distintiva con la OTAN con el propósito de ingresar a ella.

El dato más reciente en relación con las señales sucedió el 10 de noviembre de 2021, cuando el secretario de Estado norteamericano, Antony Blynken, y el ministro de Defensa ucraniano, Dmytro Kuleba, firmaron una “Carta de Asociación Estratégica”: según la misma, Ucrania “está comprometida con las profundas y ampliar reformas necesarias para su plena integración en las instituciones europeas y euroatlánticas”.

Este evidente respaldo sin duda no solo afirmó la concepción de la política exterior y de seguridad de Ucrania en relación con la orientación política, económica y estratégica-militar, sino que pareció que Occidente garantizaba dicho rumbo. Esto último tal vez hizo creer a Kiev que no estaría sola ante la reacción rusa si decidía marchar al extremo, es decir, hacia las estructuras de Occidente, pero también si se proponía recuperar el control territorial en el este y, algo más temerario, recuperar Crimea.

Fue acaso ese convencimiento y entusiasmo el que, en la Conferencia sobre Seguridad de Múnich de febrero de 2022, un foro donde se puede medir la “temperatura estratégica” de las partes, impulsó a Zelenski a decir que su país podría reconsiderar la renuncia a la posesión de armas nucleares (a las que renunció —o las retornó a Rusia en los años noventa— a cambio de seguridad y reconocimiento como país independiente). En perspectiva, fue acaso más un recurso de presión del presidente a Occidente que no calibró la desaprobación con desprecio que causaría en Rusia.

Sabemos qué sucedió a partir del 24 de febrero: Ucrania sufrió una invasión desde varios frentes. Desde entonces, y a un precio devastador para la seguridad humanitaria y material como así para la seguridad regional y global, ambos libran una guerra en la que los márgenes de salida se van haciendo cada vez más estrechos.

La invasión u “operación militar especial” de Rusia fue el resultado del fracaso de la diplomacia, pero también fue el riesgo que corría Ucrania al someter a prueba una política exterior y de seguridad descartando cualquier otra alternativa que no fuera la incorporación integral de Ucrania a Occidente. Para decirlo más claramente: lo que podemos denominar “doctrina Zelenski” implicaba no solamente remarcar diferencias geohistóricas, sino, y fundamentalmente, desafiar la geografía y la geopolítica.

En relación con el pasado, dicha doctrina reafirmaba la separación de las culturas de ucranianos y rusos tras la emergencia de principados (en el siglo X) y el final del predominio mongol (siglo XIV); es decir, Ucrania y Rusia eran países culturalmente diferentes, no un mismo país separado por las potencias occidentales como sostenía el presidente Putin, quien pocos días antes de la invasión llegó a negar la existencia de Ucrania.

Por tanto, Kiev podía narrar su historia prescindiendo de Rusia; pero para Moscú ello implicaría un problema existencial. En gran medida, sucedía lo que ha dicho la especialista Hélène Carrère d’Encausse cuando se desplomó la Unión Soviética. “Entonces, cuando el 1 de enero de 1992 los ciudadanos de Rusia descubrieron su país tal como salía de los acuerdos de Belavezha (qué declaraban oficialmente la disolución de la URSS), pudieron interrogarse con toda razón: ¿qué país era ese tan diferente de aquel que había forjado la larga historia, del cual habían aprendido etapas y lugares? Kiev, la cuna de todo, ya no estaba en Rusia, ni las costas del Báltico, ni las del Mar Negro. Pedro el Grande y la gran Catalina, ¿no habían existido tampoco, igual que Oleg en el pasado ruso? Comprender la Rusia de 1992 imponía a los rusos el olvido del pasado y la contemplación del porvenir”.

Pero, además de narrar la historia en clave solamente ucraniana, la “doctrina Zelenski” implicaba romper con la condición geográfica y geopolítica, es decir, desafiar la condición relativa con la ubicación del país y con el carácter de “pivote geopolítico” que le imponía la misma, esto es, la de ser un país independiente pero prudente en relación con su política externa y de seguridad en razón de los intereses y amparos de seguridad del vecino preeminente, como ha sido Finlandia (con más de 1.300 kilómetros de frontera con Rusia) por décadas sin que ello menoscabara su condición de país soberano e independiente.

Se ha dicho que, si Ucrania llegara a pertenecer a las estructuras de Occidente, Rusia perdería su condición de potencia euroasiática y solo le quedaría la asiática. Ello puede ser cierto, pero lo verdaderamente importante es que una eventual pertenencia de Ucrania en esos marcos occidentales implicaría un impacto de escala en la necesaria indivisibilidad que debe observar la seguridad en esa placa geopolítica del globo que es Europa del Este (o, para decirlo más apropiadamente, el inmediato oeste de Rusia).

Una situación de “seguridad divisible” implicaría que una de las partes, Occidente y la OTAN, lograría ampliar y afirmar su seguridad en detrimento de otra parte, Rusia. Es decir, se romperían las reservas estratégicas y geopolíticas que contribuyen a la estabilidad interestatal regional, continental e incluso global.

Por ello, las responsabilidades de la guerra que tiene lugar hoy recaen principalmente sobre Rusia, sin duda, porque ha violentado el principio de integridad territorial; pero también comprometen a Ucrania por sostener una política externa y de seguridad reduccionista, a los países de la UE por permanecer en su área de confort estratégico y no sostener una geopolítica propia que la comprometiera más en los sucesos del Donbass a partir de 2014 y, asimismo, no ilusionara a Ucrania con la membresía en la OTAN; y a Estados Unidos por no respetar la experiencia ni los códigos estratégicos y geopolíticos.

En breve, con el reto que supone romper con la deferencia a Rusia e intentar estrecharse a Occidente, el presidente de Ucrania se ha alineado con la regularidad histórica de Ucrania en relación con enfrentar a Rusia. Su nombre seguramente se sumará a la lista en la que figuran Taras Shevshenko, Symon Petlyura y Stepan Bandera. Pero las consecuencias de su decisión podrían tener un muy alto precio: para el país, desde una nueva mutilación hasta la misma desaparición, y para el mundo, una etapa de alta desconfianza, militarización, baja cooperación, esferas de influencia y primacía de los intereses nacionales.

 

* Doctor en Relaciones Internacionales (USAL). Ha sido profesor en la UBA, en la Escuela Superior de Guerra Aérea y en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación. Miembro e investigador de la SAEEG. Su último libro, publicado por Almaluz en 2021, se titula “Ni guerra ni paz. Una ambigüedad inquietante”.

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