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ENTRE LA JUNGLA Y LA CIUDAD. EL MUNDO EN TIEMPOS DE INSEGURIDAD

Alberto Hutschenreuter*

Imagen de Prawny en Pixabay

Hace unos meses, el representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Políticas de Seguridad, Josep Borrell, advirtió que la jungla que existía más allá de la UE podría, finalmente, extenderse a este territorio de normas, centralización y cohesión social. Es decir, el lugar donde predomina la lucha por la supervivencia, aquel donde sobrevive el más apto, terminaría invadiendo el sitio de orden posestatal del globo.

El alto funcionario terminó reconociendo que sus palabras no fueron las más convenientes y se disculpó. Seguramente, cuando se refirió a la jungla estaba pensando en Rusia, China, las migraciones, los territorios de fisión, las guerras, las pandemias, el deterioro medioambiental, entre otros. Fue casi como decir, «nosotros y, allá afuera, los bárbaros. Precavamos».

Hay mucho más que podría haber dicho Borrell para traer cierto equilibrio, por ejemplo, que cuatro de los mayores vendedores de armas del mundo pertenecen a esa zona «superada» o «jardín» que es la UE y otros países europeos (Francia, Alemania, Italia y Reino Unido); también podría haber dicho que si la muerte se extiende desde hace más de un año en Ucrania es porque nadie en Europa parece dispuesto a que se imponga un cese de fuego (logrado éste se deberá trabajar por un acuerdo). Esta última observación es pertinente, pues si Europa  se precia de ser la urbanidad moderna en un mundo bajo el imperio del darwinismo, su diplomacia debería ser la más influyente.

En rigor, el mundo no es una jungla, o para decirlo en términos «hobbesianos», un mundo en estado de naturaleza donde todos luchan contra todos para lograr sobrevivir. Es cierto que, a diferencia de lo que sucede en los Estados donde predomina la centralización, es decir, existe un centro o gobierno que establece normas o pautas de convivencia, en la relaciones internacionales predomina la descentralización, esto es, no existe ningún gobierno que, con carácter imperativo, regule o norme dichas relaciones. En términos de Raymond Aron, un pensador desafortunadamente cada vez más olvidado, se trata de «relaciones entre unidades políticas, cada una de las cuales reivindica el derecho de hacerse justicia a sí misma y de ser la única dueña de la decisión de combatir o de no hacerlo».

Sin embargo, a pesar de esa descentralización (de allí que se hable de anarquía internacional) y esa reivindicación que destaca Aron, los Estados han logrado construir un sistema o modelo basado en el multilateralismo, que tiende a sofrenar los instintos de poder, influencia e intereses de los mismos. Dicho modelo institucional, que es la cara opuesta del denominado modelo relacional o de poder, permite que las relaciones internacionales no sean una jungla ni tampoco una densa urbe sin semáforos, como suelen decir los expertos.

El profesor Fulvio Attinà describe con notable precisión lo relativo con la forma organizativa en la política internacional: «En su conjunto, las reglas o instituciones son los medios para realizar la mediación entre las tendencias situadas en los dos extremos posibles del sistema desigual y paritario de Estados: la tendencia jerárquica que llega hasta el dominio imperial del más poderoso; y la tendencia paritaria del respeto a la autonomía del Estado concreto».

El modelo institucional tiende a reforzarse cuando existe una configuración u orden internacional, que es lo más próximo a lo que habitualmente se conoce como paz. La paz internacional implica la predominancia de un orden internacional.

El problema que afronta el mundo en el siglo XXI es que hace tiempo no hay una configuración internacional, al menos desde 2008 cuando el impacto que produjo la crisis financiera impulsó lo que se considera fue el último esfuerzo de cooperación entre Estados para intentar superar una crisis. A partir de entonces, el multilateralismo fue descendiendo cada vez más y el modelo multipolar o de “Estados primero” volvió a ser la realidad predominante.

Pero, además de la ausencia de un orden, aquellos que deberían diseñarlo se encuentran en discordia, como sucede entre Estados Unidos y China, o bien en situación de confrontación indirecta, como sucede entre Occidente y Rusia, el nivel estratégico de la guerra en Ucrania. Asimismo, las discordias y querellas predominan entre los poderes intermedios, situación que restringe incluso aquello que parece considerar Henry Kissinger: «un concepto de orden dentro de las distintas regiones».

La tendencia del mundo hacia los extremos del modelo relacional lleva a que aumenten la inseguridad entre los Estados, no solo por cuestiones que atañen a retos propios de los Estados, sino en materia de amenazas que no provienen de ellos, por caso, los virus, pues en un mundo donde la concentración en la primacía nacional es cada vez más abrumadora se resiente la necesaria cooperación internacional. 

Es decir, pierden relevancia estratégica los regímenes internacionales, los «semáforos» de la gran urbe internacional. La inseguridad aumenta, los conflictos se disparan, se extienden los territorios desgobernados, se incumplen pactos relativos con el cuidado del planeta, las armas nucleares, etc. En otros términos, se «recarga» la característica central de las relaciones entre Estados: la condición anárquica que reina entre ellos.

En este contexto, que por ahora no presenta salidas, sobre todo considerando lo que puede ocurrir con la guerra en Ucrania, es decir, su posible escalada, pero también sus consecuencias ante un posible (aunque muy difícil) acuerdo, queda una luz encendida: la interdependencia económica, la conectividad, los vínculos transnacionales, etc.

Siempre nos quedará el factor comercio-económico, el que también sufre una serie de realidades disruptivas como consecuencia de la falta de orden, la pandemia y la guerra. En este sentido, dicho factor es un poco un sucedáneo de un orden internacional: solo basta considerar que los lazos económicos entre Estados Unidos y China y entre la UE y este último país ascienden a más de 1,2 billones de dólares.

Pero el factor comercio-económico no implica un orden internacional, es nada más que un «sustituto» para tiempos de incertidumbre e inseguridad. La globalización no supone la superación de la anarquía internacional, es decir, la competencia entre Estados. La experiencia nos dice que los verdaderos órdenes se lograron a partir de los Estados, pues éstos, más allá del avance tecnológico, la digitalización y la inteligencia artificial (nuevas temáticas que podrían implicar nuevas problemáticas), continúan configurando la estructura de las relaciones internacionales.

 

* Alberto Hutschenreuter es miembro de la SAEEG. Su último libro, recientemente publicado, se titula El descenso de la política mundial en el siglo XXI. Cápsulas estratégicas y geopolíticas para sobrellevar la incertidumbre, Almaluz, CABA, 2023.

 

Artículo publicado el 29/04/2023 en Abordajes, http://abordajes.blogspot.com/

LA OTAN SE FORTALECE, LA SEGURIDAD INTERNACIONAL SE DEBILITA

Alberto Hutschenreuter*

Imagen de Marek Studzinski en Pixabay

Recientemente, Finlandia se incorporó a la OTAN como miembro pleno. Ello supone, básicamente, que se produjo una nueva ampliación de la Alianza Atlántica, en este caso en el frente norte de la OTAN; que la longitud de fronteras con Rusia se extendió sensiblemente (2.600 kilómetros en total); que hay una nueva “cortina estratégica” interestatal (ligeramente cóncava) que ya se extiende desde Laponia hasta Ankara, y que el grado de acumulación militar a ambos lados de dicha línea será el mayor del mundo.

¿Significa ello un aumento o una disminución de la seguridad internacional?

Sin duda que para Occidente la seguridad internacional “se refuerza”, pues la OTAN, como consecuencia de su victoria en la Guerra Fría y su compromiso con la defensa y promoción de los bienes públicos internacionales que se construyeron tras la Segunda Guerra Mundial (las organizaciones multilaterales, la democracia liberal, la economía abierta, etc.), sería algo así como el único garante posible. Más aún, la Alianza encarna lo que sería el “bien” en  el mundo, por cierto, una  concepción que tiene su origen en los “Padres Fundadores” de Estados Unidos.

Pero para buena parte del “resto” del mundo, para utilizar el término que usa Fareed Zakaria en su libro The Post American World, principalmente para Rusia y China, la asunción de la OTAN relativa con autopercibirse como faro y pacificador internacional y mundial habilitado despierta inquietud, sobre todo cuando la Alianza ha aprobado concepciones que no sólo extienden sus operaciones militares más allá del artículo 5 del Tratado de Washington de 1949, es decir, el que delimita la geografía de la Alianza ante casos de agresión a Europa y América del Norte, sino que ha extendido su eventual accionar en función de lo que pueda suceder en las múltiples dimensiones de la seguridad internacional, desde la militar hasta la seguridad sanitaria, pasando por la nuclear, la energética, la ambiental, la espacial, etc.

Para “graficarlo” en términos más prácticos, la OTAN, con el fin de fortalecer la seguridad en toda su extensión, puede proyectar capacidades a cualquier parte del mundo donde se pueda estar gestando una agresión (ya lo ha hecho). Asimismo, bien podría hacerlo en caso en que se encontraran amenazadas sus fuentes de energía. Además, sobre todo a partir de la invasión rusa a Ucrania, podría poner en marcha acciones preventivas, por caso, en la zona de proyección “pospatriota” de China, es decir, Mar de la China, pero también en “plazas” que este actor considera propias, Taiwán y Hong Kong.

La decisión que adoptó la OTAN en su reunión de Madrid en junio de 2022 proporciona más certidumbres en relación con el designio de Alianza “justiciera” internacional y mundial, pues allí se puso el acento en el incremento de capacidades, es decir, predominó la “línea polaca”, en referencia al país que pasó a ser el que más defiende el enfoque del primus inter pares, Estados Unidos, el de una OTAN ampliada, reforzada y ofensiva.

La guerra fungió como un hecho funcional para Washington, pues le ha permitido fortalecer la asociación y su ascendente sobre Europa. El presidente Emmanuel Macron puede intentar imitar a Charles de Gaulle, como se vio en su viaje a China, pero la talla del general es muy elevada para cualquiera de los líderes de la potencia institucional europea.

La continuación de la OTAN más allá del propósito para la que fue creada puede ser considerada una anomalía internacional. Pero, como sabemos, la victoria proporciona “derechos”. Sin embargo, hay algo que es mucho más preocupante que esa anomalía internacional: la relativa con intentar conseguir seguridad internacional en detrimento de la misma seguridad internacional, es decir, incrementar la seguridad de una parte menoscabando la seguridad de los demás. En buena medida, ello fue lo que produjo la crisis mayor en Europa del este.

 

* Alberto Hutschenreuter es miembro de la SAEEG. Su último libro, recientemente publicado, se titula El descenso de la política mundial en el siglo XXI. Cápsulas estratégicas y geopolíticas para sobrellevar la incertidumbre, Almaluz, CABA, 2023.

 

Artículo publicado el 11/04/2023 en Abordajes, https://abordajes.blogspot.com/2023/04/la-otan-se-fortalece-la-seguridad.html

LA «DOCTRINA ZELENSKI»: UN RETO QUE COMPROMETE A UCRANIA Y A LA SEGURIDAD INTERNACIONAL

Alberto Hutschenreuter*

Cuando en 2019, Volodímir Zelenski, un licenciado en derecho y ex actor y director de cine y televisión, alcanzó la presidencia de Ucrania tras una breve campaña, su principal enfoque en materia de política externa y de defensa fue colocar la proa del país en dirección de las estructuras políticas-económicas y de seguridad de Occidente, esto es, la Unión Europea y la OTAN.

Es verdad que antes otros ya lo habían hecho, pero la diferencia fue que Zelenski lo hizo en términos de vía única, es decir, descartó de plano cualquier otra alternativa, entre ellas, una eventual neutralidad del país este-europeo. Para el nuevo mandatario, era imperioso tomar de una vez y para siempre esta decisión: Ucrania era un país independiente, su lugar era Europa y era aquí donde debía anclar su porvenir.

Desde el oeste se habían emitido señales que parecían asegurar ese propósito. En relación con el eventual ingreso a la Unión Europea, si bien hacia el final de la década de los noventa se consideró la cuestión, fue en 2008 cuando se anunció que Ucrania firmaría un Acuerdo de Asociación con la UE. Pero desde Bruselas se comunicó que tal acuerdo solo sería posible si Kiev llevada adelante determinadas reformas que afirmaran el estado de derecho, particularmente en su segmento judicial. Unos años después, en 2013, una misión del Parlamento europeo sostuvo que había oportunidad para un tratado de asociación. Finalmente, los acontecimientos durante el invierno de 2014 impulsaron la firma de un acuerdo, aunque quedó pendiente la ratificación (es necesario recordar que la adopción de adhesión a la UE requiere el voto unánime de sus 27 miembros).

En relación con las “señales” de la OTAN, existía, desde los años noventa, cierto umbral puesto que Ucrania pertenecía (desde entonces) al Consejo de Cooperación del Atlántico Norte y al Programa de Asociación para la Paz. Pero no fue hasta bien entrada la primera década del siglo XXI cuando surgió la posibilidad de que Ucrania fuera parte de la Alianza: en la reunión de la OTAN en Bucarest en 2008, se emitió una declaración que parecía habilitar en el futuro el ingreso de Georgia y Ucrania. En la cumbre de la OTAN celebrada Varsovia en 2016, se estableció un paquete de asistencia integral para Ucrania. Asimismo, la Rada (Parlamento ucraniano) aprobó una legislación que reafirmaba como objetivo de la política exterior y de seguridad la pertenencia a la Alianza Atlántica. Finalmente, en septiembre de 2020, el mandatario aprobó la nueva Estrategia de Seguridad Nacional que preveía un curso de asociación distintiva con la OTAN con el propósito de ingresar a ella.

El dato más reciente en relación con las señales sucedió el 10 de noviembre de 2021, cuando el secretario de Estado norteamericano, Antony Blynken, y el ministro de Defensa ucraniano, Dmytro Kuleba, firmaron una “Carta de Asociación Estratégica”: según la misma, Ucrania “está comprometida con las profundas y ampliar reformas necesarias para su plena integración en las instituciones europeas y euroatlánticas”.

Este evidente respaldo sin duda no solo afirmó la concepción de la política exterior y de seguridad de Ucrania en relación con la orientación política, económica y estratégica-militar, sino que pareció que Occidente garantizaba dicho rumbo. Esto último tal vez hizo creer a Kiev que no estaría sola ante la reacción rusa si decidía marchar al extremo, es decir, hacia las estructuras de Occidente, pero también si se proponía recuperar el control territorial en el este y, algo más temerario, recuperar Crimea.

Fue acaso ese convencimiento y entusiasmo el que, en la Conferencia sobre Seguridad de Múnich de febrero de 2022, un foro donde se puede medir la “temperatura estratégica” de las partes, impulsó a Zelenski a decir que su país podría reconsiderar la renuncia a la posesión de armas nucleares (a las que renunció —o las retornó a Rusia en los años noventa— a cambio de seguridad y reconocimiento como país independiente). En perspectiva, fue acaso más un recurso de presión del presidente a Occidente que no calibró la desaprobación con desprecio que causaría en Rusia.

Sabemos qué sucedió a partir del 24 de febrero: Ucrania sufrió una invasión desde varios frentes. Desde entonces, y a un precio devastador para la seguridad humanitaria y material como así para la seguridad regional y global, ambos libran una guerra en la que los márgenes de salida se van haciendo cada vez más estrechos.

La invasión u “operación militar especial” de Rusia fue el resultado del fracaso de la diplomacia, pero también fue el riesgo que corría Ucrania al someter a prueba una política exterior y de seguridad descartando cualquier otra alternativa que no fuera la incorporación integral de Ucrania a Occidente. Para decirlo más claramente: lo que podemos denominar “doctrina Zelenski” implicaba no solamente remarcar diferencias geohistóricas, sino, y fundamentalmente, desafiar la geografía y la geopolítica.

En relación con el pasado, dicha doctrina reafirmaba la separación de las culturas de ucranianos y rusos tras la emergencia de principados (en el siglo X) y el final del predominio mongol (siglo XIV); es decir, Ucrania y Rusia eran países culturalmente diferentes, no un mismo país separado por las potencias occidentales como sostenía el presidente Putin, quien pocos días antes de la invasión llegó a negar la existencia de Ucrania.

Por tanto, Kiev podía narrar su historia prescindiendo de Rusia; pero para Moscú ello implicaría un problema existencial. En gran medida, sucedía lo que ha dicho la especialista Hélène Carrère d’Encausse cuando se desplomó la Unión Soviética. “Entonces, cuando el 1 de enero de 1992 los ciudadanos de Rusia descubrieron su país tal como salía de los acuerdos de Belavezha (qué declaraban oficialmente la disolución de la URSS), pudieron interrogarse con toda razón: ¿qué país era ese tan diferente de aquel que había forjado la larga historia, del cual habían aprendido etapas y lugares? Kiev, la cuna de todo, ya no estaba en Rusia, ni las costas del Báltico, ni las del Mar Negro. Pedro el Grande y la gran Catalina, ¿no habían existido tampoco, igual que Oleg en el pasado ruso? Comprender la Rusia de 1992 imponía a los rusos el olvido del pasado y la contemplación del porvenir”.

Pero, además de narrar la historia en clave solamente ucraniana, la “doctrina Zelenski” implicaba romper con la condición geográfica y geopolítica, es decir, desafiar la condición relativa con la ubicación del país y con el carácter de “pivote geopolítico” que le imponía la misma, esto es, la de ser un país independiente pero prudente en relación con su política externa y de seguridad en razón de los intereses y amparos de seguridad del vecino preeminente, como ha sido Finlandia (con más de 1.300 kilómetros de frontera con Rusia) por décadas sin que ello menoscabara su condición de país soberano e independiente.

Se ha dicho que, si Ucrania llegara a pertenecer a las estructuras de Occidente, Rusia perdería su condición de potencia euroasiática y solo le quedaría la asiática. Ello puede ser cierto, pero lo verdaderamente importante es que una eventual pertenencia de Ucrania en esos marcos occidentales implicaría un impacto de escala en la necesaria indivisibilidad que debe observar la seguridad en esa placa geopolítica del globo que es Europa del Este (o, para decirlo más apropiadamente, el inmediato oeste de Rusia).

Una situación de “seguridad divisible” implicaría que una de las partes, Occidente y la OTAN, lograría ampliar y afirmar su seguridad en detrimento de otra parte, Rusia. Es decir, se romperían las reservas estratégicas y geopolíticas que contribuyen a la estabilidad interestatal regional, continental e incluso global.

Por ello, las responsabilidades de la guerra que tiene lugar hoy recaen principalmente sobre Rusia, sin duda, porque ha violentado el principio de integridad territorial; pero también comprometen a Ucrania por sostener una política externa y de seguridad reduccionista, a los países de la UE por permanecer en su área de confort estratégico y no sostener una geopolítica propia que la comprometiera más en los sucesos del Donbass a partir de 2014 y, asimismo, no ilusionara a Ucrania con la membresía en la OTAN; y a Estados Unidos por no respetar la experiencia ni los códigos estratégicos y geopolíticos.

En breve, con el reto que supone romper con la deferencia a Rusia e intentar estrecharse a Occidente, el presidente de Ucrania se ha alineado con la regularidad histórica de Ucrania en relación con enfrentar a Rusia. Su nombre seguramente se sumará a la lista en la que figuran Taras Shevshenko, Symon Petlyura y Stepan Bandera. Pero las consecuencias de su decisión podrían tener un muy alto precio: para el país, desde una nueva mutilación hasta la misma desaparición, y para el mundo, una etapa de alta desconfianza, militarización, baja cooperación, esferas de influencia y primacía de los intereses nacionales.

 

* Doctor en Relaciones Internacionales (USAL). Ha sido profesor en la UBA, en la Escuela Superior de Guerra Aérea y en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación. Miembro e investigador de la SAEEG. Su último libro, publicado por Almaluz en 2021, se titula “Ni guerra ni paz. Una ambigüedad inquietante”.

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