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A 130 AÑOS DE LA ENCÍCLICA RERUM NOVARUM, ORIGEN DE LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA.

Marcelo Javier de los Reyes*

León XIII (1878 – 1903)

En este año que termina se han cumplido 130 años de la Encíclica sobre la que se construyó la Doctrina Social de la Iglesia, publicada el 15 de mayo de 1891, por lo que cada 15 de mayo se convierte en una fecha de gran relevancia para todos los trabajadores, particularmente para los campesinos y todos aquellos involucrados en las labores agrícolas. De ahí que en algunas regiones del mundo ese día sea conmemorado como la fiesta de los campesinos.

Cuestiones sociales. León XIII y la Rerum Novarum

Luego del Congreso de Viena (1814-1815), que tuvo objetivo restablecer las fronteras de Europa luego de que las fuerzas de Napoleón Bonaparte fueran derrotadas así como restablecer el Antiguo Régimen, se inició un siglo de relativa paz entre las naciones. No obstante, se produjeron algunos conflictos armados, como la guerra de Crimea, la austro-prusiana, la franco-prusiana y otras. Sin embargo, el resto del siglo estuvo caracterizado por profundos conflictos sociales, las revoluciones liberales que desafiaron al conservadurismo y el nacimiento del socialismo y del comunismo.

Esta cambiante composición ideológica en la sociedad de la época produjo una preocupación de consideración en el seno de la Iglesia Católica. En sus relaciones con los gobiernos liberales la situación era extremadamente difícil debido a que las medidas que tomaban se orientaban a privarla de sus bienes y posesiones y prácticamente la excluían en el plano político. La Iglesia firmó varios acuerdos —denominados concordatos— con muchos gobiernos europeos durante la primera mitad del siglo XIX.

A través de los concordatos se establecían los derechos de la Iglesia y las obligaciones que los Estados tenían con respecto de ella. Sin embargo el avance de las ideas liberales fueron poniendo escollos en la relación Iglesia – Estado y se fue argumentando la necesidad de una completa separación entre ambos.

Quienes sostenían la separación entre Iglesia y Estado pretendían que el Papado renunciara a sus posesiones territoriales y a su poder temporal. Estas ideas liberales y democráticas no sólo influían desde fuera de la Iglesia sino que también arraigaron en algunos sectores de la institución. Ante esta situación, la cúpula de la Iglesia no hizo esperar su reacción condenando aquellas ideas que intentaban recortarle poder[1].

Vincenzo Gioacchino Pecci, sexto hijo de una familia humilde, nació el 2 de marzo de 1810 en la ciudad de Carpineto, al sur de Roma. Entre 1832 y 1837 estudió en la Academia de Estudios Eclesiásticos y en 1837 fue ordenado sacerdote. El padre Vincenzo no sólo fue un miembro activo de la Iglesia sino también un testigo de los cambios sociales, políticos y económicos de su época. Fue ascendiendo en la jerarquía de la Iglesia y en una serie de cartas pastorales publicadas entre 1874-77 el Cardenal Pecci expresó su deseo de alcanzar un mayor acercamiento entre el catolicismo y la cultura contemporánea.

En 1877 fue trasladado a Roma y, a la muerte del Papa Pío IX, fue nombrado camarlengo[2]. El 20 de febrero de 1878 fue elegido Papa continuando con la línea conservadora pero imprimiendo una nueva orientación a la política del Vaticano, destinada a superar el aislamiento. En el plano doctrinario se esforzó por mantener los principios del catolicismo frente a las nuevas corrientes científicas, fomentando los estudios teológicos y los seminarios. Incentivó la creación de misiones evangelizadoras, en particular destinada a los territorios coloniales que conquistaban las potencias europeas.

León XIII se esforzó por posicionar a la Iglesia en la sociedad, para lo cual trabajó en pos de mejorar las frágiles relaciones con los Estados europeos. Luego que le fueron arrebatados los estados pontificios, las posesiones territoriales del papado quedaron reducidas al Vaticano. En su primera encíclica León XIII expresó que la Iglesia nunca persiguió el gobierno temporal.

Con respecto a las negociaciones diplomáticas con el Estado italiano y con el francés no obtuvo resultados favorables pero si con Alemania. Su habilidad le permitió devolverles la tranquilidad a los católicos alemanes que habían sido seriamente afectados por la Kulturkampf (“guerra religiosa”) que Bismark —respaldado por el movimiento liberal—, haciendo uso de una serie de leyes[3], emprendió contra el clero católico. León XIII, en el plano internacional, también debió arbitrar en torno a las Islas Carolinas; su gestión exitosa pudo poner fin a la disputa territorial entre Alemania y España.

Imagen referida a la Kulturkampf.

Ante los ataques que los comunistas, socialistas y anarquistas le propinaban a la Iglesia, León XIII trabajó para definir una política hacia la clase obrera y contrapesar el avance de esos sectores. Con este objetivo, el 15 de mayo de 1891 la Iglesia dio a conocer la encíclica Rerum novarum (“de las cosas nuevas”) que sentó las bases de la doctrina social de la Iglesia. La Rerum novarum inspiró la formación de círculos de obreros católicos y otras agrupaciones de trabajadores. Se trató de la primera encíclica social de la Iglesia Católica, dirigida a todos los obispos y describiendo las condiciones de las clases trabajadoras. León XIII tomó distancia de las corrientes marxistas pero favoreció la agrupación de los trabajadores en sindicatos y reconocía el derecho de la propiedad privada.

Este documento contrarrestó las intenciones marxistas de alejar a los obreros de la religión, principalmente la católica, y sentó las bases para que, años más tarde, la Iglesia influyera políticamente a través de la creación de los partidos encuadrados en la democracia cristiana.

La Doctrina Social de la Iglesia

La Encíclica Rerun Novarum fue el pilar sobre el que se construyó la Doctrina Social de la Iglesia. Para conmemorar su publicación, otros papas escribieron otras que son consideradas como las “Encíclicas Sociales”; así, el 15 de mayo de 1931, el Papa Pío XI publicó la encíclica “Cuadragésimo Anno”, en conmemoración de los cuarenta años de la que publicó León XIII. Pío XI puso el acento en la labor del Estado, las asociaciones obreras, la doctrina económica y social, pero también en el capital y el trabajo. Manteniendo el espíritu de la Rerun Novarum, también tuvo en cuenta a los trabajadores, refiriéndose a la redención del proletariado, al salario justo, el carácter individual y social del trabajo. Eran tiempos difíciles, luego del triunfo del comunismo en Rusia, de la Primera Guerra Mundial y de la crisis económica de 1929 que afectó fundamentalmente al mundo occidental, por lo que asimismo abogaba por la restauración del orden social.

Mater et Magistra (“Madre y Maestra”), de Juan XXIII, Carta encíclica sobre el reciente desarrollo de la cuestión social a la luz de la doctrina cristiana, promulgada el 15 de mayo de 1961, tiene como tema central la justicia. Juan XXIII también quien escribió Pacem in Terris (“Paz en la Tierra”), la última de las ocho encíclicas de este papa, publicada el 11 de abril de 1963, precisamente en la celebración del Jueves Santo.

Por su parte, Paulo VI hizo su aporte con las Encíclicas Gaudium et Spes (“Alegría y Esperanza”) y Populorum Progressio (“El Desarrollo de los Pueblos”).

No es la intención de este trabajo mencionar a todas las Encíclicas Sociales sino conmemorar la que dio origen a la Doctrina Social de la Iglesia que, como dice el sacerdote salesiano y Licenciado en Teología Eugenio Albuquerque,

Cuando hablamos de doctrina social de la Iglesia, nos referimos a la enseñanza y orientación de la Iglesia católica sobre las cuestiones sociales. Pero no hay una uniformidad, sino una gran diversidad de expresiones en la denominación de dichas enseñanzas del magisterio de los Papas; las más utilizadas son: doctrina social de la Iglesia, doctrina social católica y enseñanza social de la iglesia.

Con la expresión doctrina social de la Iglesia se entiende ordinariamente el conjunto de las enseñanzas sociales del magisterio, especialmente de los Papas, recogidas en importantes encíclicas dedicadas precisamente a tratar las cuestiones sociales.[4]

El autor aclara que si bien el origen de esta doctrina está en las encíclicas sociales del siglo XIX, el verdadero origen es tan antiguo como la propia Iglesia, ya que su base principal es la revelación divina[5] y abreva en fuentes teológicas, morales y sociales[6].

Hasta Pacem in Terris las encíclicas estaban dirigidas sólo a los católicos, pero Juan XXIII en ella agrega a todos los hombres de buena voluntad. Se trata de un aporte de la Iglesia a la humanidad, en tanto considera su competencia en el campo social.

Un siglo después

La profundización de las políticas neoliberales en la década de 1990 en América vinieron a caballo de la globalización y del avance de las tecnologías de la información, en un contexto de desaparición del bloque liderado por la URSS tras el derrumbe del Muro de Berlín (1989) y la implosión de la propia URSS (1991).

En ese marco, los Estados Unidos se mostraron como los vencedores de la Guerra Fría, estableciendo el sistema unipolar y el “pensamiento único”, aunque por escaso tiempo. Ese proceso fue acompañado por un fortalecimiento de los organismos financieros internacionales que presionaron a los gobiernos a introducir políticas que desarticularon la economía de varios países incrementando las desigualdades sociales.

Como producto de estas medidas económicas que giraban en torno de la privatización, del libre mercado, de las “bondades del mercado”, se difundieron falsas ilusiones en las diversas sociedades, ocasionando —por el contrario— grandes desilusiones y un creciente distanciamiento de la clase política respecto de la población.

Así como hacia fines del siglo XIX los problemas sociales llevaron a la Iglesia a manifestarse a través de la Encíclica Rerum Novarum (1891), en una clara contestación al capitalismo, los viejos y nuevos problemas que afectaban a la humanidad impulsaron al papa Juan Pablo I a escribir la Encíclica Centessimus Annus, precisamente cien años después de la encíclica que dio origen a la Doctrina Social de la Iglesia —la Rerum Novarum— en ocasión del ocaso del marxismo, de un ciclo de transformación en la propia Europa y en el mundo, en un contexto de desestabilización con amenazas de guerra, con una pobreza creciente y la emergencia de los regionalismos. Recordando la Encíclica de León XIII, Centessimus Annus expresa:

Ojalá que estas palabras, escritas cuando avanzaba el llamado “capitalismo salvaje”, no deban repetirse hoy día con la misma severidad. Por desgracia, hoy todavía se dan casos de contratos entre patronos y obreros, en los que se ignora la más elemental justicia en materia de trabajo de los menores o de las mujeres, de horarios de trabajo, estado higiénico de los locales y legítima retribución. Y esto a pesar de las Declaraciones y Convenciones internacionales al respecto y no obstante las leyes internas de los Estados. El Papa atribuía a la “autoridad pública” el “deber estricto” de prestar la debida atención al bienestar de los trabajadores, porque lo contrario sería ofender a la justicia; es más, no dudaba en hablar de “justicia distributiva”.

Juan Pablo II (1920-2005)

Y más adelante se refiere nuevamente a la injusticia social y a la explotación:

Ante estos casos, se puede hablar hoy día, como en tiempos de la Rerum novarum, de una explotación inhumana. A pesar de los grandes cambios acaecidos en las sociedades más avanzadas, las carencias humanas del capitalismo, con el consiguiente dominio de las cosas sobre los hombres, están lejos de haber desaparecido; es más, para los pobres, a la falta de bienes materiales se ha añadido la del saber y de conocimientos, que les impide salir del estado de humillante dependencia.

Las desigualdades son explícitamente mencionadas en Centessimus Annus poniendo la mira en la situación de los países del Tercer Mundo y en la necesidad de ejercer un control sobre el mercado:

En el contexto del Tercer Mundo conservan toda su validez —y en ciertos casos son todavía una meta por alcanzar— los objetivos indicados por la Rerum novarum, para evitar que el trabajo del hombre y el hombre mismo se reduzcan al nivel de simple mercancía: el salario suficiente para la vida de familia, los seguros sociales para la vejez y el desempleo, la adecuada tutela de las condiciones de trabajo.

Se abre aquí un vasto y fecundo campo de acción y de lucha, en nombre de la justicia, para los sindicatos y demás organizaciones de los trabajadores, que defienden sus derechos y tutelan su persona, desempeñando al mismo tiempo una función esencial de carácter cultural, para hacerles participar de manera más plena y digna en la vida de la nación y ayudarles en la vía del desarrollo.

En este sentido se puede hablar justamente de lucha contra un sistema económico, entendido como método que asegura el predominio absoluto del capital, la posesión de los medios de producción y la tierra, respecto a la libre subjetividad del trabajo del hombre. En la lucha contra este sistema no se pone, como modelo alternativo, el sistema socialista, que de hecho es un capitalismo de Estado, sino una sociedad basada en el trabajo libre, en la empresa y en la participación. Esta sociedad tampoco se opone al mercado, sino que exige que éste sea controlado oportunamente por las fuerzas sociales y por el Estado, de manera que se garantice la satisfacción de las exigencias fundamentales de toda la sociedad.

Pero aún se encuentra una sentencia más contundente respecto del mundo en el que se escribió Centessimus Annus:

Queda mostrado cuán inaceptable es la afirmación de que la derrota del socialismo deja al capitalismo como único modelo de organización económica.

El siglo XXI trajo nuevas preocupaciones a las que ya existían, preocupaciones que también perjudican a los más pobres pero a la sociedad en su conjunto, derivados del cambio climático. Nuevamente la Iglesia, a través de la Encíclica Laudato si (“Alabado seas”) —24 de mayo de 2015— del papa Francisco, toma la palabra para exhortar la necesidad de cuidar la “casa común”, la casa de todos los seres humanos y no humanos. Laudato sí es una relectura del cántico de las creaturas de Francisco de Asís y es, además, un grito de auxilio del Papa Francisco en nombre de la Iglesia, un grito a Dios y al hombre posmoderno a que cuide, proteja y haga un buen uso de los recursos de la madre Tierra:

Esta hermana clama por el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha puesto en ella. Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla. La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes. Por eso, entre los pobres más abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra, que «gime y sufre dolores de parto» (Rm 8,22). Olvidamos que nosotros mismos somos tierra (cf. Gn 2,7). Nuestro propio cuerpo está constituido por los elementos del planeta, su aire es el que nos da el aliento y su agua nos vivifica y restaura.

Reflexionar sobre el futuro de las políticas públicas ante los retos de los cambios a escala global así como de un Estado, la crisis y las visiones de las políticas públicas que prosperaron en la segunda mitad del siglo XX y el new public management como ideario para resolver problemas de gestión pública, requieren el estudio de las realidades emergentes y nuevos enfoques de los asuntos públicos contemporáneos.

Una profunda tarea está por delante pero si bien las Encíclicas Sociales pusieron el énfasis en sus correspondientes contextos sociales e internacionales, sería apropiado leerlas para “sacarlas” del ámbito eclesial y académico y para que sea difundida más allá de los cristianos con el claro objetivo de retornar a una sociedad global que recobre los valores morales, y para que los hombres en general asuman un compromiso social más allá del origen de esta doctrina. Los problemas sociales se han agudizado y no tienen religión pero si pueden ser solucionados si cada uno se compromete a hacer su parte. Los pueblos pueden hacer la diferencia comenzando a exigir a sus respectivas clases dirigentes que asuman sus compromisos ante la sociedad.

Como dijo la Madre Teresa de Calcuta, “Haz bien tu trabajo y hazlo con un gran amor”. O finalmente, recordar a Rabindranath Tagore, premio Nobel de Literatura en el año 1913, quien escribió la célebre frase: “Dormía y soñaba que la vida era alegría, desperté y vi que la vida era servicio, serví y vi que el servicio era alegría.”

Exijamos que quienes nos conducen lo hagan pensando en el servicio y cada uno de nosotros hagamos lo propio, porque en eso debe radicar nuestra alegría.

 

* Maestro Catequista. Licenciado en Historia (UBA). Doctor en Relaciones Internacionales (AIU, Estados Unidos). Director de la Sociedad Argentina de Estudios Estratégicos y Globales (SAEEG). Autor del libro “Inteligencia y Relaciones Internacionales. Un vínculo antiguo y su revalorización actual para la toma de decisiones”, Buenos Aires: Editorial Almaluz, 2019.

 

Referencias

[1] La encíclica Mirari vos (1832) del papa Gregorio XVI condenaba las libertades modernas, la libertad de culto, de conciencia, de asociación y de prensa. La encíclica Quanta Cura (1864) de Pío IX fue acompañada del Syllabus, catálogo con ochenta proposiciones que la Iglesia consideraba condenables. El documento sostenía que considerar que “el Papa puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, el liberalismo y la civilización moderna” era un error. Del mismo modo, manifestaba que el Estado laico era “impío y absurdo». En 1870 se celebró el Primer Concilio Vaticano del que participaron setecientos sacerdotes. En el Concilio se mantuvo el espíritu del Syllabus condenando los “errores modernos” y, asimismo, se discutió el dogma que afirmaba la infalibilidad del Papa. La discusión interna entre el minoritario sector renovador y el conservador terminó con el retiro del primero y la consolidación del segundo en el gobierno de la Iglesia. De esta manera se reafirmó la autoridad del Papa.

[2] Cardenal que administra los asuntos de la Iglesia durante la vacancia de la Sede Apostólica.

[3] El conflicto se agudizó a partir de 1870 con la proclamación de la infalibilidad del Papa durante el Primer Concilio Vaticano.  Mediante esas leyes –Ley del Púlpito de 1871, ley de control de la enseñanza de 1872, expulsión de los jesuitas, Leyes de Mayo de 1873 y 1874 que reglamentaban la formación de los sacerdotes y limitaban la jurisdicción eclesiástica, ley de Matrimonio Civil y otras leyes sancionadas en 1874 y 1875– se procuraba someter a los sacerdotes al Estado en calidad de funcionarios, interfiriendo sus relaciones con la Santa Sede y con Polonia, considerada como un enemigo nacional.

[4] Eugenio Albuquerque. Doctrina social de la Iglesia. Buenos Aires: Editorial Claretiana, 2012,  p. 7.

[5] Ídem.

[6] Ibíd., p. 13.

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EL CAPITALISMO SEGÚN UN COLUMNISTA DE EEUU

Agustín Saavedra Weise*

Charley Reese nació en 1937, falleció en 2013. Por años mantuvo una columna en el “Orlando Sentinel” de Florida Central (USA) y fue famoso por ser “contrera”, Reese era también considerado como conservador, aunque algunas de sus mordaces notas espantaban al “establishment”. Al respecto, años atrás Charley publicó un artículo que calificaba duramente al capitalismo.

A continuación, transcribo algunos de sus controvertidos conceptos. “Lo primero, es reconocer que el capitalismo de no ser moderado por la virtud cristiana o por el gobierno, es tan brutal y cruel como lo fue el comunismo. Sé que esto es difícil de creer, ya que toda una generación creció en el increíblemente próspero Estados Unidos de la post guerra y nunca experimentó tiempos duros.” Y prosigue: “Intente usted extraer carbón, por pocos centavos, en una mina donde uno se ve obligado a comprar sus propias herramientas. Imagine a un pobre obrero lastimado que, no recibe ni atención médica ni compensaciones. Eso es capitalismo. Intente usted trabajar durante siete días en jornadas agotadores de 12 horas por salarios mínimos, en un ambiente no saludable y sin ningún beneficio. Eso es capitalismo.” “Se puede aún ver formas puras de capitalismo en lugares como Calcuta o Mogadiscio. 

El capitalismo es fabuloso si uno es el capitalista, tal como el comunismo era grandioso si uno era el comisario del partido o uno de los jefes.” “Yo me pregunto cuántos norteamericanos estarían dispuestos a trabajar, por 75 centavos de dólar diarios, en ambientes hostiles e infectados para coser y cortar un par de blue jeans ¿Se imaginan cuántos pantalones habría que confeccionar para alimentar a su familia? Esos jeans que valen 30 0 50 dólares fueron hechos por lo que verdaderamente constituye mano de obra esclava en el mundo. 

Es por eso que puedo apreciar la lucha que los gremialistas llevaron a cabo en su tiempo para mejorar las condiciones de los trabajadores. Cualquiera que espere compasión de una empresa socialista o capitalista comete un error tan grave como el de confundir a Hannibal Lecter (antropófago y asesino de ficción) con un vegetariano. Al mismo tiempo, definitivamente Charley no era socialista y se burlaba de ellos: expresó que el mundo se estaba convirtiendo en un museo de fallas socialistas y que sus motivaciones reales eran tan o más crueles que las del frío capitalismo aunque recordadas con una elocuente pero retórica vacía.

“La idea de un punto medio entre un capitalismo sin ninguna regulación y un socialismo excesivamente regulado, es hacia donde deberíamos extremar nuestros esfuerzos” expresaba Reese y así era posible eliminar los vicios de ambos sistemas.

Las aseveraciones anteriores motivan algunas reflexiones. La primera, es que el Estado —hoy más que nunca— debe ser el árbitro que regule las desigualdades sociales y nos proteja mediante adecuados sistemas de regulación y control, amén de proveer salud, educación, justicia e igualdad de oportunidades. El Estado debe ser además garante de un capitalismo protector que garantice las inversiones y el libre mercado, al mismo tiempo que provee seguridad al individuo y a su sociedad, para así evitar extremos como los señalados por Reese.

 

*Ex canciller, economista y politólogo. Miembro del CEID y de la SAEEG. www.agustinsaavedraweise.com

Nota original publicada en El Deber, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, https://eldeber.com.bo/opinion/el-capitalismo-segun-un-columnista-de-eeuu_250446  

 

LAS REFORMAS NO REFORMISTAS DE ANDRÉ GORZ

Mark Engler* y Paul Engler**

Traducción: Valentín Huarte

André Gorz hablando durante una entrevista en el documental de Marian Handwerker, 1990.

Los militantes debaten hace más de un siglo si los cambios sistémicos surgen de la reforma o de la revolución. Los estrategas —especialmente de la tradición socialista— nunca se pusieron de acuerdo: ¿el desarrollo de una serie de medidas graduales basta para plantear una nueva sociedad, o se necesita una ruptura definitiva con el orden social y económico actual?

 

Durante los años 1960, época dorada de la nueva izquierda, André Gorz, teórico austrofrancés, intentó superar la alternativa binaria que separa a la reforma de la revolución y proponer otro camino. Argumentó que los movimientos sociales, sirviéndose de «reformas no reformistas», podían obtener conquistas inmediatas y acumular, al mismo tiempo, fuerzas para una lucha más general, que eventualmente llevaría a una transformación revolucionaria. En otras palabras, sostenía que hay un cierto tipo de reforma capaz de actuar como heraldo de las grandes transformaciones.

Los orígenes de la reforma no reformista

Nacido en 1923 en Viena bajo el nombre Gerhard Hirsch, Gorz migró a Francia, donde desarrolló una rica vida intelectual. Allí se comprometió con los movimientos populares, convirtiéndose en una voz influyente y muchas veces provocadora, respetada por muchas generaciones de militantes ambientalistas, socialistas y sindicalistas. En 1950 fue compañero intelectual y amigo de Jean-Paul Sartre y propugnó la veta de marxismo existencialista asociada a la célebre revista Les Temps Modernes, en la que se desempeñó como miembro del comité editorial. En los años 1960, bajo la influencia de las ideas del pedagogo radical Iván Illich, Gorz cofundó una publicación propia: Le Nouvel Observateur.

Algunas de sus obras lo convirtieron en pionero de la política ecológica y escribió Carta a D., su último libro, a los ochenta años. Éxito de ventas inesperado, esta obra es una larga carta de amor a quien fue su esposa durante sesenta años y en ese momento padecía una enfermedad neurológica degenerativa. Ambos se suicidaron en 2007 mediante una inyección letal, pues decidieron que ninguno quería vivir sin el otro.

Gorz presentó su idea de reformas no reformistas en uno de sus primeros libros, titulado Estrategia obrera y neocapitalismo —publicado en francés en 1964, en inglés en 1967 y en español en 1969—, y en una serie de ensayos de la misma época. La orientación que proponía a los movimientos sociales difería de la que pregonaba la socialdemocracia, según la cual era posible solucionar los males del capitalismo mediante buenas negociaciones y una política electoral adecuada. Pero también criticaba a los militantes más radicalizados que predicaban incesantemente una revolución que no se planteaba en el horizonte.

«Al menos durante treinta años», escribió Gorz, «el movimiento comunista propagó un catastrofismo profético respecto al derrumbamiento inevitable del capitalismo. En los países capitalistas, su política fue el “atentismo revolucionario”. Se suponía que las contradicciones internas irían agudizándose y la situación de las masas trabajadoras empeorando. El levantamiento revolucionario se consideraba inevitable».

Sin embargo, nada de esto sucedió (al menos no de la forma esperada). En cambio, en los años 1960, el mundo capitalista avanzado gozó de un momento de gran crecimiento económico —Les Trente Glorieuses, o las tres décadas gloriosas—, que en el caso de Francia coincidió con la situación que dejó la posguerra. Gorz escribió que el capitalismo era incapaz de curarse a sí mismo de las «crisis y las irracionalidades», pero había «aprendido a evitar que se agudicen de forma explosiva». En otra parte, a propósito de una época anterior, marcada por la pobreza, observó que la desposesión de los proletarios y los campesinos «los proletarios y los campesinos desposeídos no necesitaron tener un modelo de sociedad futura en mente para rebelarse contra el orden existente: su aquí y ahora era lo peor; no tenían nada que perder. Pero, desde entonces, las condiciones cambiaron. Hoy, en las sociedades más ricas, no está claro que el statu quo represente el peor de los mundos posibles».

Gorz sabía que todavía existían la miseria y la pobreza, pero afectaban solo a una porción de la población, tal vez a un quinto del total. A su vez, los más afectados no constituían un proletariado industrial listo para fusionarse en una fuerza homogénea. En cambio, eran un conjunto diverso y dividido de personas, que incluía desempleados, pequeños agricultores y ancianos afectados por la falta de seguridad económica.

Aquellos tiempos cambiantes, creía Gorz, planteaban la necesidad de que los movimientos sociales adoptaran una nueva estrategia, específicamente, una estrategia centrada en conquistas concretas que sirvieran como escalones transicionales hacia la revolución. «No es necesario seguir razonando como si el socialismo fuese una necesidad autoevidente», escribió. «Esta necesidad no será reconocida a menos que el movimiento socialista especifique qué socialismo puede construir, qué problemas es capaz de resolver y cómo. Hoy más que nunca, no solo es necesario presentar una alternativa general, sino también los “objetivos intermedios” (mediaciones) que conducen a ella y que la anuncian en el presente».

Según este enfoque, la transformación llegaría «a través de una acción consciente de largo plazo, que empieza con la aplicación gradual de un programa de reformas coherente». Las luchas por estas reformas funcionarían como «pruebas de fuerza». Las pequeñas conquistas permitirían que los movimientos acumularan poder y sentaran bases más firmes para luchas en el futuro. «De esta manera», argumentaba Gorz, la lucha sería capaz de avanzar mientras «cada batalla refuerza las posiciones de fuerza, las armas y también los motivos que llevan a los trabajadores a resistir a los ataques de las fuerzas conservadoras».

Gorz no descartaba la posibilidad —o incluso la necesidad— de una confrontación final entre los trabajadores y el capital. Pero criticaba a los izquierdistas de Francia que se negaban a buscar mejoras inmediatas por temor a que debilitaran el deseo revolucionario de los trabajadores. «Estos dirigentes temen que una mejora tangible en las condiciones de vida de los trabajadores, o una victoria parcial en el contexto del capitalismo, refuercen el sistema y lo vuelvan más soportable», escribió Gorz. Sin embargo, argumentaba:

«Estos miedos […] reflejan un pensamiento fosilizado, una falta de estrategia y de reflexión teórica. Al asumir que las victorias parciales al interior del sistema serán inevitablemente absorbidas por él, se erige una barrera impenetrable entre las luchas presentes y la futura solución socialista. Se corta el camino que lleva de las unas a la otra […]. El movimiento se comporta como si la cuestión del poder estuviese resuelta: “Cuando tomemos el poder…”. Pero justamente se trata de saber cómo llegar hasta ahí, de crear los medios y la voluntad capaces de llevarnos hasta ese punto».

Cambios estructurales

Entonces, ¿qué hace que una reforma sea «no reformista» o «estructural»?

La formulación más simple de Gorz es que estas reformas son cambios que no están hechos a medida del sistema actual. «[Una] reforma no necesariamente reformista no se concibe en términos de lo que es posible dentro del marco de un sistema y un gobierno dados, sino en función de lo que debería ser posible en términos de las necesidades y las demandas humanas», escribe. «Una reforma no reformista no se determina en función de lo que puede ser, sino de lo que debería ser».

Más allá de esto, a veces Gorz es ambiguo y es difícil encontrar en su obra una medida precisa para determinar lo que sería una demanda ideal. Aun así, brinda algunas indicaciones fundamentales.

En primer lugar, una demanda individual debería ser considerada solo como un paso hacia algo más amplio. Las reformas, escribe, «deben ser concebidas como medios, no como fines, como fases dinámicas en un proceso de lucha, no como fases de reposo». Deben servir para «educar y unir» a la gente mediante la apertura de «una nueva dirección para el desarrollo económico y social». Cada reforma debería remitir a una visión del cambio más general. 

En palabras de Gorz, «las luchas parciales por empleo y salarios, por la valoración adecuada de los recursos naturales y humanos, por el control de las condiciones de trabajo y por la satisfacción social de las necesidades sociales creadas por la civilización industrial no pueden triunfar a menos que estén guiadas por un modelo social alternativo […] que brinda una perspectiva abarcadora capaz de subsumir todas estas luchas parciales». Las reformas no reformistas deberían servir para alumbrar un camino que avance en ese sentido. Un programa socialista, subraya Gorz, no debería «excluir ni los acuerdos ni los objetivos parciales, siempre y cuando estos vayan en la misma dirección y esa dirección esté clara». 

En la práctica, Gorz pensaba que los socialistas podían aliarse a veces con socialdemócratas moderados y liberales progresistas, que tienden a considerar las reformas a corto plazo como un fin en sí mismo. Pero esto implica que las tendencias más radicalizadas aclaren sus objetivos a largo plazo. «El hecho de que los dirigentes socialdemócratas y las fuerzas socialistas se pongan de acuerdo sobre la necesidad de ciertas reformas nunca debe llevar a que se confunda la diferencia básica que separa las perspectivas y los objetivos de cada uno», escribe. «Si se pretende generar una estrategia de reformas, no debe ocultarse esa diferencia básica […]. Por el contrario, debe estar en el centro del debate político». 

En segundo lugar, Gorz argumenta que la forma en la que se conquista una reivindicación es tan importante como la reivindicación en sí misma. Las reivindicaciones deben ser una «crítica viva» de las relaciones sociales existentes, no solo por su contenido, «sino también por la forma en la que se intenta conquistarlas». Por ejemplo, un aumento de 1 dólar por hora de trabajo logrado gracias a una huelga es muy distinto de un aumento arbitrariamente aplicado por un patrón o por un funcionario gubernamental. Gorz escribe: «En el caso de ser simplemente decretada por la fuerza gubernamental y administrada por el control burocrático, i. e., reducida a una “cosa”, cualquier reforma —incluyendo el control obrero— puede vaciarse de su significado revolucionario y ser reabsorbida por el capitalismo». 

La investigadora Ammar Akbar, en una precisa lectura de Gorz, explica que las reformas no reformistas «no se tratan de encontrar una respuesta a un problema de gestión: se tratan fundamentalmente de un ejercicio de poder de la población sobre sus condiciones de vida». Es decir, se trata de lo que Gorz denominaba «un experimento con las posibilidades de su propia emancipación». 

Algunos críticos argumentan que la cuestión de la forma en que se desarrolla una lucha es tan importante, que centrarse en el contenido de cualquier reivindicación de corto plazo lleva a que se pierda de vista lo fundamental. Afirman que, sin importar si una reforma es más o menos beneficiosa, la idea de reformas que son «balas de plata», es decir, que tienen un potencial radical inherente, se basa en una concepción errónea. Las reformas en sí mismas no son transformadoras. Solo las luchas son importantes.

Los defensores del concepto de Gorz contestan explicitando un tercer rasgo que define a las reformas estructurales: Las reformas no reformistas son cambios que, una vez implementados, sirven de impulso al poder popular en desmedro de los grupos dominantes. Como escribe Gorz, estas reformas «asumen la modificación de las relaciones de poder; asumen que los trabajadores incrementarán su poder o reafirmarán su fuerza […] a tal punto que serán capaces de establecer, mantener y expandir esas tendencias al interior del sistema para debilitar al capitalismo y sacudir sus cimientos». 

Para Gorz, la reforma no reformista por antonomasia es la que aumenta el control obrero sobre el proceso productivo en un lugar de trabajo o en una industria. Es decir que las reformas no reformistas buscan socavar el orden establecido. «Las reformas estructurales no deben ser concebidas como medidas de compromiso negociadas con el Estado burgués que dejan su poder intacto. Más bien deben ser consideradas como quiebres del sistema generados por ataques que apuntan contra sus puntos débiles», escribe. Una estrategia de reformas no reformistas «busca, por medio de las conquistas parciales, debilitar profundamente el equilibrio del sistema, agudizar sus contradicciones, intensificar sus crisis, y, luego de una sucesión de ataques y contrataques, elevar la lucha de clases a niveles cada vez más intensos».

El arte del compromiso radical

La clave para llevar las reformas no reformistas a la práctica es balancear dos realidades complejas: primero, que los compromisos pueden incluir trampas para los movimientos sociales y, por lo tanto, deben ser evaluados con precaución; segundo, que rechazar las reformas de corto plazo también plantea problemas, pues en última instancia lleva a un callejón sin salida. Los movimientos que practican las reformas estructurales deben caminar sobre la línea precaria que se extiende sobre estas dos verdades.

Cuando se trata de los problemas que plantea cualquier tipo de compromiso, los militantes más radicales, que en general se oponen a los acuerdos, suelen enfatizar los peligros de la cooptación y de la legitimación del sistema. Aunque a veces exageran estos peligros, su advertencia está bien fundada. La larga experiencia de los movimientos sociales muestra que los compromisos reformistas, aun si a veces conllevan beneficios reales, tienen un costo: cuando se conquista una medida gradual, muchos activistas comprometidos suelen desmovilizarse y en algunos casos no retoman la actividad política.

Las conquistas alcanzadas mediante la cooperación con autoridades electas —que inevitablemente ponen la cara en las ceremonias oficiales— refuerzan la narrativa dominante de que los que fomentan el cambio social son los que están en el poder. Los movimientos «invitados» a supervisar o gestionar las reformas pueden desperdiciar un talento muy necesario en el juego burocrático. Como consecuencia, se debilita su capacidad de generar más presión desde fuera. El profesionalismo empieza a colarse en las filas militantes y los activistas más destacados se transforman en cómodos funcionarios. Como suele decirse, los movimientos mueren en el parlamento.

Una de las fortalezas del análisis de Gorz es que no niega estas dificultades. En cambio, alienta a que los movimientos las enfrenten. El sistema, argumenta Gorz, tiene el poder tremendo de debilitar y cooptar reivindicaciones, silenciando su potencial de plantear una confrontación revolucionaria. «Si, tan pronto como se manifiesta el equilibrio alcanzado, no se emprenden nuevas ofensivas, no existe ninguna institución anticapitalista ni conquista que en el largo plazo no puedan ser eliminadas, desnaturalizadas, absorbidas y vaciadas de toda o de una buena parte de su contenido», escribe. 

Y, sin embargo, aunque la posibilidad de la cooptación sea real, el resultado nunca es inevitable. «Debemos correr el riesgo», dice Gorz, «pues no queda otra opción».

Gorz se mantuvo firme en esta posición porque estaba seguro de que la consecuencia de evitar toda lucha reformista era el autoaislamiento. Era crítico de los «maximalistas», los utópicos y los sectarios dogmáticos, cuya insistencia en la pureza los mantenía a distancia de las luchas reales. Reconocía que el armado de un programa de corto plazo no podía contentarse con proponer las reivindicaciones más radicales posibles. Quienes buscan implementar reformas estructurales, argumentaba, no pueden «apuntar a la realización inmediata de reformas anticapitalistas, directamente incompatibles con la supervivencia del sistema, como la nacionalización de las empresas industriales». Las reformas que eliminarían el capitalismo de un plumazo bien pueden ser deseables, pero la cuestión es precisamente que los trabajadores no tienen suficiente poder como para concretar ese tipo de cambios. «Si la revolución socialista no es inmediatamente posible, tampoco será posible realizar inmediatamente reformas que destruirían al capitalismo», escribe.

Sabiendo que no satisfarán sus deseos más radicales, los militantes deben preguntarse qué pasos intermedios están dispuestos a seguir. Utilizando el ejemplo del conflicto entre un sindicato y un patrón, Gorz escribe que «ganar no conllevará la abolición del capitalismo. La victoria solo llevará a nuevas batallas, a la posibilidad de nuevas victorias parciales. Y en cada una de estas etapas, sobre todo en la primera fase, la lucha terminará con un compromiso. El camino está lleno de trampas». En este proceso, «El sindicato tendrá que “ensuciarse las manos” y arriesgarse a legitimar el poder del patrón. 

No debemos ocultar ni minimizar estos hechos», insiste Gorz. Pero aun así la lucha conlleva beneficios: «Pues en el curso de la lucha, se habrá elevado el nivel de consciencia de los trabajadores; ellos saben perfectamente que no se satisficieron todas sus reivindicaciones, y están listos para emprender nuevas batallas. Experimentaron su poder; las medidas que impusieron a la gestión avanzan en el sentido de sus reivindicaciones finales […]. Al llegar a un compromiso, los trabajadores no renuncian a su objetivo; por el contrario, se acercan a él».

No siempre está claro cuáles son los acuerdos que valen la pena, y Gorz argumenta que el carácter reformista o no reformista de una reforma depende siempre del contexto. Una reivindicación por el acceso a la vivienda puede sonar bastante bien, pero como vimos muchas veces, en Estados Unidos los acuerdos con los que se responde a esta problemática suelen implicar subsidios públicos destinados a inmobiliarias privadas, cuya definición de «accesibilidad» excluye a todo aquel que esté por debajo de la clase profesional. Entre otros factores, piensa Gorz, «Uno debería decidir primero si el programa de viviendas propuesto implicará la expropiación de los terrenos necesarios, y si la construcción será un servicio público socializado, todo lo cual contribuiría a destruir uno de los centros de acumulación del capital privado […]. Dependiendo del caso, la propuesta de 500 000 viviendas será neocapitalista o anticapitalista». 

Estas ambigüedades generan dilemas difíciles para los movimientos sociales y toda una serie de preguntas a las que no es posible responder en términos abstractos, fuera de las condiciones de lucha del mundo real. La gran virtud de la teoría de Gorz no es que brinde respuestas fáciles, sino que provee un marco a través del cual podemos sopesar los costos y los beneficios de plantear una reivindicación determinada o de aceptar un compromiso dado. Esto crea una orientación hacia la acción que nos fuerza a equilibrar nuestras perspectivas revolucionarias con una evaluación concienzuda de las condiciones concretas.

En otras palabras, adoptar el concepto de reforma no reformista no nos libera de los debates estratégicos, lo que, por cierto, no sería deseable ni realista. En cambio, nos permite plantear otros mejores.

 

* Mark Engler es escritor, miembro del comité editorial de la revista Dissent y coautor de This Is an Uprising

** Paul Engler es miembro fundador y director del Center for the Working Poor de Los Ángeles, cofundador de Momentum Training y el coautor de This Is an Uprising.

 

Nota publicada originalmente el 25 de abril de 2021 en Jacobin América Latina https://jacobinlat.com/2021/07/25/las-reformas-no-reformistas-de-andre-gorz/ y reproducida por SAEEG con autorización de sus autores.