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¿CUÁNDO SE DESARREGLÓ LA POLÍTICA INTERNACIONAL ACTUAL?

Alberto Hutschenreuter*

Imagen: HUNGQUACH679PNG en Pixabay.

Casi promediando la tercera década del siglo XXI, el panorama de la política internacional dista de mostrar un equilibrio entre el modelo de poder y el modelo multilateral.

Desde hace ya tiempo predomina el primero, es decir, el de los «intereses nacionales ante todo», el de la acumulación de capacidades, el del fortalecimiento de la autoayuda, el de la incertidumbre de las intenciones entre Estados… Es decir, el modelo relacional o de poder.

El otro modelo, el de las instituciones intergubernamentales, el de regímenes internacionales, el de los grandes principios del derecho entre países, no sólo se halla bastante devaluado y lateralizado, sino que, en algunos casos relativos directamente con la seguridad de la misma vida en el planeta, nos referimos al segmento nuclear, la situación se encuentra en estado casi de pánico estratégico, pues solo queda en pie un tratado, el New Start, y una de las partes (Rusia) ha suspendido su participación. Por tanto, no se descarta que podría haberse «desajustado» el equilibrio del terror, es decir, se habría alterado la cultura estratégica bipolar que por décadas proporcionó relativa estabilidad al mundo.

Ahora bien, ¿por qué predomina un clima internacional tan cargado de discordia, suspicacia y armamentos?

Una primera respuesta sería que, con el fin de obtener ganancias o ventajas de poder, siempre los Estados compiten entre sí. Aun cuando pueda existir un aceptable estado de ánimo internacional, «los Estados se miran como gladiadores», para utilizar términos de Thomas Hobbes.

Pero la política internacional en clave de regularidad no es suficiente para explicar la descomposición actual de la misma. Es necesario plantearnos otras hipótesis.

Se considera que la anexión rusa de Crimea en 2014 fue el acontecimiento que empujó las relaciones internacionales a un descenso casi vertical. Desde entonces, algunos autorizados expertos advirtieron que la geopolítica estaba de regreso, lo cual era un desacierto porque la geopolítica nunca se había marchado, ni siquiera en tiempos de la esperanzadora globalización.

También se señala que la pandemia y luego la guerra ensombrecieron la política internacional. La primera porque no estimuló el surgimiento de un nuevo sistema de valores por encima de las rivalidades y los intereses nacionales; la segunda porque mostraba que tampoco la guerra se había marchado y que los Estados, como sostenía Raymond Aron hace más de medio siglo, «se reservan el derecho de hacer la guerra o no».

La crisis financiera de 2008 suele ser considerada como fuente de problemas, pero se fue saliendo de ella por medio de la cooperación internacional.

Finalmente, los casi diez años de hegemonía estadounidense tras el 11-S es otro planteamiento. En su lucha contra el terrorismo transnacional, Washington relativizó soberanías e intervino militarmente en zonas de refugio de ese actor no estatal. Pero en su lucha, Estados Unidos recibió la cooperación de Rusia y China, no por buena voluntad, claro, sino porque ambos también sufrían al mismo enemigo.

De modo que nos queda la década del noventa en nuestro intento por hallar el momento que marcó el inicio del desarreglo internacional que alcanza hoy un nivel inquietante.

Posiblemente, la concentración de poder por parte de Occidente entonces, que no sólo había logrado la victoria en la Guerra Fría, sino también la victoria en la guerra en el golfo y la primacía del modelo económico en el que se fundó la globalización, alejó toda posibilidad de una cogestión internacional basada en el consumo estratégico entre los poderes mayores.

Es cierto que la victoria proporciona «derechos» al ganador. Pero no olvidemos uno de los conceptos sobre los que pivotea la concepción de Carl von Clausewitz: la prudencia ante la tentación de sobrepasar los términos de la victoria.

En los noventa el poder estadounidense era «inigualado e inigualable». China se encontraba en etapa de ascenso (por ello John Mearsheimer dice hoy que entonces Estados Unidos pudo ralentizar su crecimiento siendo menos complaciente con ella) y Rusia se hallaba en un estado de desorden y debilidad sin precedentes, al punto que el presidente Clinton llegó a decir que las posibilidades que tenía ese país para influir en la política internacional eran las mismas que tenía el hombre para vencer la Ley de Gravedad.

Por tanto, en lugar de favorecer un sistema de relativo equilibrio en el que el poderoso país fuera el «corrector», como lo fue Inglaterra en otros órdenes pasados, o bien como sugirió el ministro de Exteriores de Alemania Hans Genscher alcanzar algún patrón de seguridad posalianzas, Occidente buscó los mayores «dividendos de la victoria», particularmente en cuanto a impedir que Rusia se restaurara en clave geopolítica habitual, es decir, en términos revisionista-expansionista, y volviera a ser un actor que, una vez más, desafiara la supremacía de Occidente.

La extensión de la OTAN a los países de Europa central inquietó a Moscú, pero el hecho que acabó por convencer a Rusia sobre las intenciones estratégicas ofensivas para con ella fue la intervención de la OTAN en Kosovo en 1999 sin autorización del Consejo de Seguridad de la ONU, al punto que, al enterarse de ello, el primer ministro Yevgeny Primakov (considerado entonces un posible sucesor del presidente Yeltsin), casi por aterrizar en Estados Unidos, dio la orden de regresar a Rusia.

A partir de entonces, salvo en el segmento de lucha contra el terrorismo, las relaciones entre Rusia y Occidente se volvieron cada vez más ásperas.

En 2008 ocurrieron dos hechos que afianzaron las suspicacias rusas: en la reunión de la OTAN en Rumania se aprobó una iniciativa relativa con el futuro ingreso de Georgia y Ucrania a la Alianza. Poco tiempo después, cuando ocurrieron movimientos en el Cáucaso y existía rumor de una nueva ampliación de la OTAN, Rusia invadió Georgia.

En los últimos años, la historiadora estadounidense de posguerra fría Mary Sarotte ha analizado la situación entre Estados Unidos y Rusia en los años noventa, concluyendo que Estados Unidos incrementó las cargas sobre la frágil Rusia de entonces cuando amplió la OTAN: «Lo que no fue prudente fue expandir la OTAN de una manera que tuviera poco en cuenta la realidad geopolítica».

¿Tenía Rusia posibilidades de presionar? Posiblemente, pues Moscú conservaba la carta nuclear, es decir, un arsenal colosal, y este tema preocupaba sobremanera a Occidente. Hasta entonces, se mantenía la «cultura estratégica» entre Estados Unidos y Rusia, lo que explica la cooperación en ese segmento.

Sin embargo, Occidente no quiso ningún tipo de negociación ni limitaciones. La victoria en la Guerra Fría había sido contundente; por tanto, no solo consideraba Occidente que podía, sino que debía fijar y ejecutar sus propósitos.

Por tanto, volviendo a la experta, se realizaron dos preguntas: «¿Debería la ampliación de la membresía plena evitar ir más allá de lo que Moscú consideraba una línea sensible, a saber, la antigua frontera de la Unión Soviética? ¿Y deberían los nuevos miembros tener restricciones vinculantes sobre lo que podría suceder en sus territorios, haciéndose eco de las adaptaciones escandinavas y la prohibición nuclear en Alemania Oriental? A las dos preguntas, la respuesta del equipo del presidente Clinton fue un no rotundo».

En breve, es posible que el inquietante desorden internacional actual tenga su origen en una situación de «inmoderación» geopolítica y estratégica ocurrida hace más de un cuarto de siglo.

 

* Miembro de la SAEEG. Su último libro, recientemente publicado, se titula El descenso de la política mundial en el siglo XXI. Cápsulas estratégicas y geopolíticas para sobrellevar la incertidumbre, Almaluz, CABA, 2023.

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Y UN DÍA, LA HISTORIA, LA GEOPOLÍTICA Y LA GUERRA REGRESARON A EUROPA

Alberto Hutschenreuter*

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Justo cuando el mundo pos estatal europeo creyó haber alcanzado el estatus de potencia institucional, sobrevinieron acontecimientos fundados en aquello que Europa aborrece y consideraba superado: el pasado, la geopolítica y la guerra; estas últimas, las «dos G» fragmentadoras en las relaciones interestatales que, por siglos, mantuvieron enfrentados y desunidos a los países del continente.

La Segunda Guerra Mundial fue tan total y devastadora que los poderes de Europa salieron de ella arruinados y, en el caso de los «ganadores», en condiciones subestratégicas, es decir, descendieron en la jerarquía de poder internacional y pasaron a ser dependientes de la ayuda y amparo de un poder mayor extracontinental.

En el mundo de bloques geoestratégicos que implicó la Guerra Fría, los países de Europa Occidental fueron construyendo un territorio cada vez más integrado, hasta llegar a la actual Unión Europea, la que tras el fin del régimen bipolar pasaría a incluir a países del centro y del este. Por su parte, la OTAN inició un proceso de expansión que no reconocería ni límites o líneas rojas territoriales, ni geografía para sus nuevas misiones.

Pero si bien los países europeos fueron sumando cooperación, hasta casi el final del siglo XX los líderes mantenían memoria del pasado y conocimientos sobre las denominadas por Stanley Hoffmann «políticas como de costumbre» entre Estados, esto es, la anarquía, la rivalidad, las capacidades, el poder, las suspicacias, los intereses y las técnicas para ganar influencia. Consideremos, por caso, hombres como, Konrad Adenauer, Harold Wilson, Valéry Giscard d’Estaing, Charles de Gaulle, Helmut Schmidt, François Mitterrand, Jacques Chirac, Helmuth Kohl, Ángela Merkel, etc.

Varios de ellos habían participado directamente en la guerra (algunos en las dos) y fueron protagonistas de la construcción de la gran urbe normativa europea. Otros desempeñaron papeles centrales durante la «paz larga» de la Guerra Fría, como la denominó el historiador John Lewis Gaddis. Pero prácticamente todos calificaron en la categoría de estadistas e incluso algunos en la selecta categoría que Henry Kissinger denomina «líderes profetas», es decir, «originadores de cambios» de escala.

En otros términos, conocían la historia, la geopolítica y la guerra. No tenían nada de posmodernos ni de globalistas. Algunos de ellos tuvieron que luchar contra el arraigado patriotismo, al punto de referirse siempre a «la Europa de las patrias», como lo hacía Charles de Gaulle. No obstante, consagraron sus aptitudes y ascendentes a la complementación europea y permanecieron bajo el amparo estratégico de Estados Unidos.

Los líderes que vinieron después, cuando terminó la Guerra Fría y desapareció la URSS, han sido líderes sin pasado y fervorosos de futuros improbables. Para ellos la historia, la geopolítica y la guerra son cuestiones que no sólo no se pueden repetir, sino que fueron superadas. En buena medida, para muchos de ellos el fin de la historia ha tenido lugar en Europa. Algo de ello contenía la frase soltada no hace mucho por Joseph Borrell, el Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, relativa con la comparación que hizo entre el «jardín» que es Europa y la «jungla» que es el resto.

Pero la historia, la geopolítica y la guerra regresaron a Europa o, más apropiadamente, nunca se habían marchado, solo que una parte de Europa estuvo concentrada en otra cosa y pareció alejarse de ellas desde su cómoda y ventajosa zona de amparo estratégico, incluso cuando sucedió la catástrofe bélica territorio-racial en la ex Yugoslavia. Acaso, ese conflicto fue considerado por Europa la última confrontación de una era que partía para siempre, hecho que explica la visión optimista que contenían los Libros Blancos de Defensa en los años previos a la anexión o reincorporación de Crimea por parte de Rusia.

La soberbia institucional europea no les permitió considerar aquellos «viejos permanentes» de la política internacional. Tuvieron una gran oportunidad antes del 24 de febrero de 2022 cuando la situación clamaba por una diplomacia comprometida, realista y en clave continental. Hasta Moscú llegaron (separadamente) algunos líderes, entre ellos, Macron, el mismo que hoy sostiene que hay que enviar efectivos a Ucrania, pero evidentemente ninguno de ellos se salió del libreto estratégico más atlántico que occidental.

Hoy Europa es uno de los «no ganadores» en esta guerra innecesaria y fratricida que tiene lugar en Ucrania. Sin embargo, sus líderes apuestan por continuar armando a este país, contendiente para el cual el factor tiempo cada día corre menos a su favor (y al de Occidente), y tratan por ello de despertar rápidamente del largo abandono y reluctancia de la experiencia, la geopolítica y la guerra, cuestiones que nunca habrían menospreciado y prácticamente descartado si, a pesar de su «juventud», no hubieran descartado los «viejos» textos de los grandes historiadores, geopolíticos y polemólogos de Europa.

Una mirada a esos textos, pronto los habrían convencido de que el lugar común del mundo es la jungla con centinelas armados y desconfiados, no un jardín con observadores pacifistas y despreocupados.

 

* Alberto Hutschenreuter es miembro de la SAEEG. Su último libro, recientemente publicado, se titula El descenso de la política mundial en el siglo XXI. Cápsulas estratégicas y geopolíticas para sobrellevar la incertidumbre, Almaluz, CABA, 2023.

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¿QUIÉN MANDA?

F. Javier Blasco Robledo*

Llevo muchos años de mi vida observando la evolución, el desarrollo y los cambios en el mundo que me rodea; en realidad, un período de algo más de sesenta años. En mi infancia y formación como profesional, durante la ajetreada vida en activo y hasta cuando me he dedicado a la nada desdeñable vida contemplativa ―como en estos momentos― y siempre, bien sea por interés personal o por deformación profesional, cada vez y lo que es peor, de forma creciente, resulto más atónito, desorientado y, por qué no decirlo, bastante más preocupado por la evolución y el desarrollo de los grandes y graves acontecimientos que suceden casi a diario y al observar las reacciones de mando y resolución que surgen en la Comunidad Internacional (CI), para corregir o paliar los efectos de los hechos.

Como ciudadano de un país de mediana capacidad y no muy acaudalado ―rodeado además de otros con mayor peso específico en la CI, bien por entidad propia o derivada de sus grandes capacidades o de las tradicionales alianzas y tendencias en las que están inmersos o por otro tipo de posibilidades militares diferenciadoras de los demás― ya desde muy pequeño, entendí que el mundo no andaba solo, algo o alguien llevaba las riendas y marcaba la marcha de las cosas y el devenir de los tiempos.

Analizándolo despacio, descubrí que existían países que dominaban a todos los demás o a otros de su entorno medio o cercano y que, en algunos casos, como consecuencia de grandes guerras o enfrentamientos que han producido millones de muertos y devastaciones de países enteros, se sintió la necesidad de crear organismos supranacionales, con el cometido y la «necesaria autoridad» para frenar las derivas, inclinaciones, insanas ambiciones o las poco decentes intenciones de países o sus protagonistas que, de modo intermitente, mostraban un deseo irrefrenable de ampliar sus propias fronteras o las conocidas como áreas de influencia e interés.

Tras varios siglos de dominios alternativos de los no pocos imperios que surgieron, crecieron y fenecieron en lo que hoy se conoce como Europa, África, Asia e incluso América y Oceanía, el mundo ha sufrido los efectos devastadores de grandes enfrentamientos entre países o coaliciones de ellos, todos sobrevenidos por la misma base que antaño, ampliar sus fronteras, por un afán de mejorar el prestigio internacional o para acaparar los frutos naturales que manan en otros territorios y que no existen o escasean en los propios.

Así, llegamos al siglo XX donde aquellas guerras, cada vez más generalizas y mortíferas, aumentaron en fuerza, gravedad e intensidad a manos de una serie de locos, déspotas o tiranos y, en cosa de treinta años, Europa, Asia, África y el Pacifico se convirtieron en grandes escenarios bélicos donde la barbarie y el terror alcanzaron cotas inimaginables. El mundo, casi de forma unánime, se involucró de una forma u otra en aquellos conflictos y su consiguiente barbarie.

Como suele ocurrir, de aquellos polvos vinieron unos lodos que, en este caso, por su novedad y hasta cierta aunque imperfecta «neutralidad y originalidad» por su alcance y la forma en la que toma sus decisiones, fueron capaces ―más o menos― de mantener un cierto grado de paz y tranquilidad a nivel mundial, aunque estas siempre fueron forzadas y adoptadas gracias, fundamentalmente, al equilibrio entre dos potentes bloques resultantes (la OTAN y el Pacto de Varsovia), con sus países satélites y las consecuentes grandes y costosísimas formaciones u organizaciones militares que emanaban de ellos como su propio y potente brazo ejecutor.

Organizaciones o bloques político militares que constituían los sólidos pilares sobre los que apoyaban sus decisiones y ordenes, al estar sazonados con amplios contingentes de tropas y grandes arsenales de armas de todo tipo ―de entre ellas, destacan las de destrucción masiva, principalmente las nucleares― que eran sin duda, las más importantes debido a sus capacidades de destrucción y de disuasión, dado el tristemente testado efecto desbastador que producían.

Si bien es cierto que estos bloques han jugado un papel muy importante en el mantenimiento de la paz por sostener o aplacar la mayor parte de los impulsos desmesurados fuera de tono o con poco quorum, pronto se pudo comprobar que no bastaba con su existencia para mantener con garantías y por si solos el mundo en paz, aunque dividido en dos grandes bloques ―por cierto, nada bien avenidos― ni para, de forma definitiva y coordinada, corregir los pasos de aquellos que, de vez en cuando y fuera de su control, sacaban la patita a relucir creando situaciones de suficiente desasosiego en los demás.

Por tanto, era preciso crear un super árbitro que, aunque se apoyara en ambos, mantuviera por propia iniciativa cierto orden y concierto entre la mayor parte de ellos y que estuviera respaldado, desde uno y otro lado, por todas las naciones del mundo o, al menos, las más importantes de entonces. La ONU.

En cualquier caso, y dado que el hombre es imperfecto, voluble y se suele cansar pronto de todo ―incluso de lo que le va bien― al margen de la ONU siempre ha habido una serie de figuras dominantes. Cabezas de Estado que, amparados en el respaldo de las propias capacidades militares de su país y allegados, han mantenido y ejercido la postura de árbitro o juez internacional y han procurado marcar las líneas de acción, o el camino a seguir no sólo para la solución de los conflictos, sino para evitar que llegaran a cabo y hasta han patrocinado las ayudas necesarias para derivar o disminuir los efectos de muchos conflictos.

Papel, que predominantemente ha estado en manos Estados Unidos y Rusia; cada uno de estos países y sus peculiares dirigentes, muy protagonistas han venido ejerciendo dicho papel en sus áreas vecinas y otras de interés o influencia; sobre todo, en razón a intereses estratégicos, energéticos, cercanías políticas o para crear las bases para asentar sus ideologías o, en muchos casos, los necesarios despliegues militares para cumplir y ejercer sus agendas conocidas u ocultas.

Durante décadas, otros países como China, la India, Corea del Norte, Israel, Pakistán, Siria, Irán, Marruecos y Turquía ―entre otros varios más― han mantenido y ejercido papeles más comedidos en el ámbito del liderazgo internacional y del papel a jugar en la marcha de la CI, salvo en casos de carácter muy local y casi siempre, en apoyo o muy cercanos a alguno de los dos mencionados líderes, pero nunca alzando la voz más que ellos.

Pero, el desgaste externo, y mucho más el interno, tras ejercer de forma prolongada el liderazgo y el enorme costo económico y militar real que ello supone, hacen que últimamente países como Estados Unidos ―aunque hasta ahora no haya sido lo normal― cuando la defensa o el mantenimiento de su tradicional política internacional ha pasado por «diferentes» manos, debido a razones muy subjetivas o por ciertos intereses espurios, hayan cambiado de opinión y variado sus rumbos y preferencias hacia cotas insospechadas y muchos de los aparentemente tradicionales e inamovibles escenarios donde venían ejerciendo su influencia, se cierren casi de la noche a la mañana, recojan sus trastos y aquellos «protegidos» parias sean dejados de nuevo, a su propia suerte o al albur de otros aletargados o poco activos enemigos internos o vecinos, quienes dada la presencia y el inquebrantable compromiso norteamericano anterior, no mostraban todo su grado y capacidad de intenciones.

Hoy en día, el número de «líderes» convertidos en demagogos, con pretensión internacional de carácter casi mundial proliferan por doquier, hasta cualquier mindundi se postula como el más importante, el más listo o el que ha encontrado la solución mágica para todo como el elixir de la vida, el dinero, la belleza y la salud; dan lecciones gratuitas y además contrarias a su ejercicio político habitual y no dudan a enfrentarse a colosos como Estados Unidos, la UE o Israel con mucho desparpajo; crean conflictos bélicos de alta intensidad y duración o ponen en peligro la marcha de la economía y el comercio mundial.

Bien es cierto que esto ocurre porque la ONU está totalmente desprestigiada; la UE está perdiendo todos los trenes que le puedan llevar a buen destino; Rusia ya no puede ni comerse un pez pequeño como Ucrania tras un conflicto de mucho desgaste y Estados Unidos esté de nuevo, sometido ―y a comienzos de un nuevo proceso electoral― a un desgaste de su poco favorecida casta política, de manos de un lunático que está perseguido por la Ley de su país y dirigido por un octogenario que empieza a tener problemas para distinguir entre la mano y el pie de cada lado, mientras Rusia continúa con su guerra sin que nadie sea capaz de pararlo, China empiece a pensar que le ha llegado su turno para dejar de ser un paria, a la que se unen otros que empiezan a buscar su acomodo como Irán, Pakistán y Turquía, o viejos-nuevos grupos terroristas que, con determinadas y potentes ayudas externas, están convulsionando el mundo actual.

Especial mención merece el estado de descomposición y podredumbre en el que se encuentra Europa y la UE, la escasez de verdaderos lideres con mayúscula o envueltos en escándalos de diverso pelaje, una dudosa y muy errática actitud política, nula capacidad militar común e importantes problemas económicos.  

Además, hay que añadir que todo ello ocurre en un momento, en el que la economía a nivel local y mundial se basa en agrandar sin límite la deuda y el déficit, que los cambios tecnológicos y climáticos y con la aparición de la llamada y revolucionaria Inteligencia Artificial se nos obliga a grandes cambios internos y externos e inversiones que no todos los países son capaces de seguir y mucho menos de digerir o superar.

Con todos estos mimbres o mar de fondo y con algún condimento local añadido, es más que lógico pensar que en muchos de los rincones del mundo proliferen, como setas, los verdaderos autócratas de pura cepa y que muchos de los dirigentes campen a sus anchas y sin temor a que nadie les rechiste o a sabiendas de que los comentarios o ligeras presiones externas que le pudieran llegar, no tendrán repercusiones reales en su mandato.

No hace falta irse muy lejos para comprobar y confirmar lo expuesto hasta el momento; nosotros los españoles tenemos a un presidente de gobierno que reúne todo lo anterior con tal de mantenerse en su sillón a toda costa; que pretende seguir firmando libros que, por cierto, no escribe; busca labrarse un acomodado futuro libre de cargas económicas y, mientras tanto, continúa alimentando su gran ego mediante paseos y conferencias por el mundo envuelto en una falsa aureola triunfalista.

Una persona que es el paradigma de los cambios de opinión en todo lo referente a la economía porque gasta sin mesura y, sobre todo, en política nacional e internacional; cambia o suprime las leyes que le estorban en su camino; anula mediante absorción y contaminación organismos estatales o judiciales ―que hasta ahora se suponían independientes― para convertirlos en verdaderos siervos y cumplidores de sus deseos; pacta con Bildu ―los verdaderos sucesores de ETA― o con partidos separatistas como Junts, Esquerra o el PNV y mantiene un gobierno altamente corrosivo, nocivo y totalmente inestable que, a duras penas, se mantiene gracias a continuas y graves concesiones políticas y económicas, las que, por mucho que el gobierno y sus partidos se empeñen en desmentirlo, ponen en grave peligro la identidad, entidad e integridad nacional, podrían constituir un ataque a la Constitución y a las entidades y organismos que configuran el esqueleto de lo que supone nuestro Estado de Derecho.

Visto lo visto dentro y fuera de casa, SINCERAMENTE debo confesar que no sé contestar a la pregunta que da título a este trabajo.

 

* Coronel de Ejército de Tierra (Retirado) de España. Diplomado de Estado Mayor, con experiencia de más de 40 años en las FAS. Ha participado en Operaciones de Paz en Bosnia Herzegovina y Kosovo y en Estados Mayores de la OTAN (AFSOUTH-J9). Agregado de Defensa en la República Checa y en Eslovaquia. Piloto de helicópteros, Vuelo Instrumental y piloto de pruebas. Miembro de la SAEEG.