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IRÁN TRANSFORMA ORIENTE MEDIO

Roberto Mansilla Blanco*

En vísperas de una estratégica cumbre de la OTAN en La Haya en la que se acordó elevar hasta un 5% el gasto militar del PIB de cada país miembro, el presidente estadounidense Donald Trump esperaba alcanzar una tregua duradera entre Israel e Irán tras los inéditos ataques ordenados por Washington el pasado 21 de junio contra tres instalaciones nucleares iraníes: Fordow, Isfahan y Natanz.

El contexto de la tregua parecía propicio tras el desgaste de casi dos semanas de bombardeos en las que EEUU debió incluso intervenir. No obstante, el cruce de acusaciones entre Tel Aviv y Teherán sobre supuestas rupturas de la misma derivó en una dura advertencia de Trump hacia su principal aliado regional, el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu, instándole a dejar de bombardear objetivos en el país persa.

Por su parte, en Teherán las autoridades iraníes anunciaban la finalización con éxito de la denominada «Operación Promesa Verdadera 2». En Tel Aviv, coaccionado por las advertencias de Trump y la necesidad de reaccionar ante este mansaje iraní, Netanyahu se vio presionado a hacer lo mismo: asegurar que se habían alcanzado los objetivos planteados en la operación «León Naciente» iniciada con su agresión militar a Irán el pasado 13 de junio.

La entrada directa de Trump en la denominada «guerra de los doce días» entre Israel e Irán amenazaba con abrir las compuertas de una escalada bélica regional. No obstante, la unilateral e ilegal decisión de lanzar los bombardeos contra las instalaciones nucleares iraníes, el presidente estadounidense lo quiso justificar posteriormente como un efecto disuasivo hacia Teherán para retomar las negociaciones de su programa nuclear: «Es tiempo para la paz» dijo Trump poco después del ataque, más probablemente con la vista puesta en la cumbre de la OTAN donde iba a acometer otros temas álgidos: Ucrania y los compromisos militares «atlantistas».

Trump navega en las contradicciones «disuasivas»

Pero existe una evidente contradicción discursiva en un Trump que, al retornar a la Casa Blanca, prometió evitar inmiscuir a EEUU en conflictos bélicos exteriores; una crítica muy recurrente en su posición con respecto a la anterior administración de Joseph Biden, entrampado en las guerras de Ucrania y Gaza.

Si bien marca distancias en su apoyo a Ucrania, la realpolitik le ha llevado a Trump envolver a EEUU en la frenética dinámica militarista a través de su imposición del aumento del gasto militar para los miembros de la OTAN y ante la necesidad de mantener el equilibrio estratégico en Oriente Próximo acudiendo en ayuda de su aliado israelí ante la contundente respuesta iraní.

La súbita intervención militar estadounidense contra Irán, la primera que se realiza desde el triunfo de la revolución islámica en ese país en 1979, implica el auxilio de Trump a un Netanyahu arrinconado que comenzaba a observar con inquietud cómo la «Cúpula de Hierro», su joya de la corona de seguridad se mostraba incapacitada para repeler la totalidad de los misiles iraníes lanzados contra su territorio. Obsesionado con el cambio de régimen en Teherán y la neutralización de su programa nuclear, Netanyahu aseguró ir «hasta el final», incluso desautorizando los términos de la tregua de su «aliado-salvador» Trump.

No obstante, como viene siendo costumbre en la Casa Blanca desde que Trump volvió a la presidencia, los mensajes sobre las verdaderas intenciones del ataque contra Irán varían de acuerdo con el contexto. El vicepresidente estadounidense D. J. Vance descartó que Washington busque un cambio de régimen en Irán, defendiendo el argumento disuasivo de Trump de volver a la mesa de negociaciones, pero ahora condicionada por los imperativos geopolíticos estadounidenses. Un día después, vía red social Truth Social, el propio Trump pareció dar un giro de 180 grados al dejar entrever precisamente lo contrario: si es posible un cambio de poder en Teherán, pues bienvenido sea. Y si Israel puede hacer el trabajo sin nuestra ayuda, mejor.

Durante estos doce días de conflicto, esta contradicción discursiva de Trump se hizo patente al manejar diversas opciones: no inmiscuirse en el conflicto exigiendo una tregua; salir en ayuda de su aliado israelí atacando objetivos iraníes; prometer no buscar un cambio de régimen en Teherán para, posteriormente, lanzar enigmáticos mensajes en redes sociales hacia ese cometido; y finalmente reivindicar su actuación militarista como un argumento válido para «alcanzar a paz» y obligar a Irán a retomar la mesa de negociaciones sobre su programa nuclear. Tampoco existió un consenso en las altas esferas de la política estadounidense con respecto a la legitimidad y efectividad del ataque a Irán.

No se debe olvidar que existen incógnitas sobre qué fue lo que realmente sucedió en las conversaciones EEUU-Irán en Omán y por qué fueron súbitamente interrumpidas horas antes del ataque israelí contra Teherán. Como muy bien explica Rafael Poch de Feliu en un clarividente artículo, los EEUU de Trump no parecen ser un actor fiable, aspecto que reforzará aún más los objetivos iraníes por acelerar su programa nuclear como un factor de seguridad y de supervivencia.

El programa nuclear iraní como cuestión de supervivencia

Este escenario no descartaría que, incluso en medio de negociaciones con Washington y ante las manifestaciones tan contradictorias sobre los verdaderos objetivos estadounidenses y su perenne alianza con Israel, Teherán termine retirándose del Tratado de No Proliferación Nuclear (al que ingresó en 1968 en tiempos del sha de Persia) para seguir adelante con su programa nuclear (iniciado en la década de 1950), cometido en el que se presume seguirá teniendo la cooperación de sus aliados Rusia, China, Pakistán, Corea del Norte e incluso Bielorrusia.

Según informó la agencia estatal iraní IRNA News, el gobierno iraní instó al director general de la Agencia Internacional de Energía atómica (AIEA) Rafael Grossi, a «investigar la acción ilegal de EEUU contra los emplazamientos nucleares iraníes». En otro comunicado, la AIEA aseguró que Teherán le transmitió su decisión de continuar adelante con su programa nuclear. Debe recordarse que desde 2003, Irán ha permitido las inspecciones de la AIEA a sus centrales nucleares, con episodios intermitentes de tensiones y rupturas.

Como respuesta a los ataques directos de EEUU, Teherán respondió bombardeando una base militar estadounidense en Qatar, una represalia táctica toda vez que la prudencia se tornó patente al no cerrar, al menos por ahora, el estratégico estrecho de Ormuz. Mientras Trump reprendía a Netanyahu pidiendo el final de los bombardeos, el presidente iraní Masud Pezeshkian lanzaba un mensaje de conciliación hacia EEUU para retomar las negociaciones en condiciones de paridad.

Tras el ataque estadounidense, el ministro iraní de Exteriores Abbas Araghchi viajó inmediatamente a Moscú en una acción que revela el carácter protagónico que tiene Rusia en este contexto como el principal aliado estratégico de Teherán. Si bien el presidente ruso Vladimir Putin condenó el ataque estadounidense mostrando su preocupación por la escalada del conflicto (en la que podría materializarse una intervención rusa en auxilio de su aliado iraní), el Kremlin en ningún momento se comprometió con una inmediata ayuda militar a favor de Teherán. El vicepresidente del Consejo de Seguridad y expresidente ruso Dmitri Medveded lanzó un mensaje más conciliador, que puede revelar los esfuerzos rusos de mediación, instando a Israel e Irán a abandonar sus respectivos programas nucleares.

En Moscú predomina la táctica de prudencia ante los acontecimientos que amenazan con arrastrar a Rusia hacia un nuevo frente de guerra con Ucrania aún en juego. Más allá del apoyo moral a Teherán, la prudencia del Kremlin revela claramente su percepción de que Occidente y el eje «atlantista» buscan abrir en Oriente Próximo un segundo frente que implique para Rusia desangrarse en dos conflictos paralelos, en este caso Ucrania e Irán.

Por otro lado, las autoridades rusas reconocen oficialmente que se avecina un período de recesión económica, en gran medida motivada por el inflacionario gasto hacia el sector militar-industrial para mantener el pulso con la OTAN. Además de la posibilidad de verse arrastrado a un «segundo frente», este contexto económico bien pudo influir en la prudente distancia que mantuvo Moscú a la hora de asistir militarmente a su aliado iraní, sin que ello determine un distanciamiento con el que actualmente es su principal aliado en Oriente Medio.

¿Empate técnico o victoria moral de Irán?

El resultado de la «guerra de los doce días» plantea varias interrogantes: ¿hay un ganador claro o más bien estamos ante un empate técnico?; ¿fue una medición de fuerzas militares entre Israel e Irán con sus respectivos nudos geopolíticos ante la posibilidad de una escalada mayor? Contrario a lo que pregonaban los mass media occidentales, ¿se puede percibir que Irán no está tan debilitado como parecía?

A priori, siguiendo un ejercicio de «suma cero», Netanyahu sale visiblemente derrotado. A pesar de lograr descabezar altos cargos de la cúpula militar iraní, la apuesta aventurera de Netanyahu por derribar el establishment de poder en Teherán se ha visto empañada por una respuesta militar contundente de su adversario, aspecto que cuestiona la eventual superioridad militar israelí. Por otro lado, la súbita entrada de Trump vía ataque directo supone igualmente un revés para Netanyahu, quien se veía acorralado ante la eficacia de los bombardeos iraníes, mostrando así su dependencia del aliado estadounidense.

Más allá de los lazos estratégicos entre Washington y Tel Aviv que perduran independientemente de quién esté al mando en cada país, Trump no ha ocultado su malestar por el desaire de Netanyahu al decidir ir por su cuenta en este conflicto donde ha terminado involucrando a EEUU; una apuesta de Netanyahu que si bien anhelaba no le ha salido como esperaba.

Por su parte, Irán ha demostrado una notable capacidad militar y política en el manejo de la crisis con Israel. Sus misiles, entre los que destacaron los hipersónicos (probablemente de asistencia rusa) penetraron en varias ocasiones las defensas antiaéreas israelíes. A pesar del maremágnum de desinformación existente, Teherán ha demostrado igualmente una astuta cautela para preservar su programa nuclear, disperso en decenas de instalaciones con una protección capaz de resistir en muchos casos los golpes de la aviación israelí.

La capacidad de resistencia y de ofensiva por parte de Irán sobre territorio israelí y objetivos estadounidenses implican para Trump la posibilidad de tantear otros escenarios en su relación con Netanyahu. Las declaraciones contradictorias de Trump dan a entender sus reservas sobre la capacidad israelí para derrotar a Irán, toda vez que Trump podría observar a Netanyahu como un aliado tan necesario como incómodo ante la persistencia del primer ministro israelí por derrotar a Irán a toda costa.

Tras la «guerra de doce días», Washington podría comenzar a trazar una nueva estrategia para mantener el equilibrio en Oriente Próximo. Consciente de la capacidad de resistencia y de respuesta iraní y experto conocedor del lenguaje del poder en las negociaciones y las distancias cortas, Trump buscará mantener el contacto con Teherán con la perspectiva de negociar un nuevo acuerdo nuclear atendiendo los imperativos geopolíticos estadounidenses, una posición que muy seguramente será rechazada por el gobierno iraní. Con ello Trump estaría devolviéndole un poco el desaire a un Netanyahu que, como en el caso del presidente ucraniano Volodymir Zelensky con respecto a la ayuda estadounidense, corre el riesgo de degradar su imagen y verse desplazado en el grado de prioridades de Trump.

Por otro lado, el fracaso de la vocación aventurera de Netanyahu podría persuadir a Trump a trazar un nuevo equilibrio regional vía Arabia Saudita, alterando parcialmente los denominados «Acuerdos de Abraham» de 2020 que implicaban un reconocimiento diplomático entre sauditas e israelíes y que ahora pueden verse desplazados de prioridad ante el estupor a nivel mundial por las masacres en Gaza.

Mientras observa con atención la reorientación geopolítica del nuevo gobierno sirio (a quien Trump llegó a instar a que reconociera la legitimidad del Estado de Israel durante su reciente gira regional), Washington podría ahora reorientar sus prioridades regionales hacia Arabia Saudita, restándole peso prioritario a Israel sin que ello signifique marcar distancias con Tel Aviv. Está por verse igualmente si Trump y Netanyahu mantendrán intactas sus expectativas de generar un cambio de poder en Teherán, un escenario que hoy parece mucho menos probable tomando en cuenta que la «guerra de los doce días» parece haber legitimado aún más al establishment de poder iraní.

Trump rompe la baraja en Irán ante un Netanyahu que muestra su dependencia de la ayuda militar, diplomática y de inteligencia estadounidense toda vez que lanza un ultimátum al sistema de leyes y normas internacionales, incapaces de detener la posibilidad de esa escalada conflictiva en Oriente Medio. Trump sólo cree en la unilateralidad de sus decisiones, desconfiando incluso de aliados estrechos como Netanyahu.

Como ha sucedido con la guerra de Ucrania, Europa vuelve a ser un convidado de piedra, incapaz de articular una política decisiva más allá de ciertas negociaciones en Ginebra con diplomáticos iraníes. Alemania, Francia y el Reino Unido se alinearon directamente a favor de Israel enviando asistencia militar.

Por otro lado, la mayor parte de los países árabes no han condenado el ataque de Trump, lo cual evidencia sus intenciones prioritarias de observar si el enfrentamiento con Israel termine debilitando a un rival regional como Irán. Otro actor como Turquía, cuya política es cada vez más desafiante y crítica con Israel manteniendo relaciones intermitentes con Irán, ha demostrado igualmente su capacidad de mediador.

Israel: dilemas existenciales

Durante décadas Occidente presentó a Israel de manera propagandística como la «única democracia en Oriente Medio». No obstante, la política y sociedad israelíes han derivado en los últimos tiempos en un Estado étnica y religiosamente intransigente, precisamente coincidiendo con las diversas etapas de Netanyahu en el poder (cinco mandatos entre 1996, 2009 y desde 2021)

Las guerras de Gaza e Irán podrían tramitar dilemas e inesperados conflictos políticos y sociales internos. Ante la masacre de palestinos en Gaza, la sociedad israelí apenas ha mostrado alguna manifestación de condescendencia, solidaridad y mea culpa. La intransigencia oficialista afecta igualmente la condición de los árabes dentro del Estado de Israel, tratados como ciudadanos de segunda clase. Salvo en los casos de Egipto, Jordania, Emiratos Árabes Unidos y Bahréin, al fracaso histórico y diplomático de Israel por alcanzar la legitimidad y la paz con sus vecinos árabes como mecanismo de seguridad se le une ahora la sensación de vulnerabilidad ante la respuesta militar iraní.

Israel es también dependiente de la ayuda exterior vía lobbies como la influyente American Israel Public Affairs Committee (AIPAC) en EEUU. No obstante, el carácter laico estatal, las fuerzas religiosas ultraortodoxas y ultranacionalistas pujan por dominar el debate público, a menudo al lado de fuerzas sionistas nacionalistas. Algunos apoyan el carácter mesiánico del «Gran Israel», objetivo clave para Netanyahu y sus aliados políticos. Otros grupos religiosos desprecian el carácter laico del sionismo fundador del Estado de Israel. Incluso algunos de esos grupos muy minoritarios, dentro y fuera de Israel, han manifestado su solidaridad con Palestina.

La naturaleza política del Estado de Israel observa un tipo de régimen parlamentario pero fuertemente determinado por la existencia de lobbies, principalmente vinculados al poderoso complejo militar-industrial; la influencia de los colonos en los territorios ocupados (Gaza, Cisjordania, Altos del Golán y sur del Líbano), cuyos movimientos políticos son básicamente ultraderechistas y nacionalistas; y la diáspora judía, principalmente la existente en Europa, EEUU y Magreb.

Así, el carácter laico del Estado es cada vez más erosionado por el aumento de fuerzas ultrarreligiosas mesiánicas. El sionismo se está transformando de un movimiento laico y comunitario de tintes socialistas a una plataforma dominada por sectores ultranacionalistas y religiosos mesiánicos en la que Netanyahu se ha convertido en su principal aglutinador a través de la idea del «Gran Israel».

La complejidad del mosaico étnico israelí, en la que conviven judíos, árabes, palestinos, cristianos armenios, arameos, drusos y otras minorías étnicas y religiosas, ha dado paso igualmente a una especie de «racismo institucionalizado» no sólo hacia los no judíos sino también hacia miembros de esta comunidad provenientes de países árabes y africanos, especialmente Sudán, Somalia y Etiopía. En los debates parlamentarios en la Knesset se han observado situaciones rayanas en el autoritarismo más rancio y el desprecio por el disenso, con diputados israelíes y árabe-israelíes expulsados del hemiciclo por criticar la guerra en Gaza y el trato hacia los palestinos.

Dentro de esta deriva ultranacionalista y religiosa que se acopla al carácter militarista del Estado israelí (el servicio militar es obligatorio mientras existe un ejército de reservistas igualmente influyente en la política), los ataques iraníes han provocado que miles de israelíes huyan del país, incluso con pretensiones de no regresar a un «nuevo Israel» del cual ellos mismos aseguran ya no reconocen. Así, el miedo social podría derivar en otro dilema existencial que ponga en duda la pretendida fortaleza de los cimientos del Estado israelí.

Diversas voces vienen igualmente denunciando que esta deriva autoritaria e intransigente podría estar instrumentalizando una especie de «teocracia sionista», un émulo no muy diferente por cierto de la naturaleza del régimen político que permanece en el poder en Teherán desde 1979. Así, y a pesar de las pretensiones de Netanyahu y Trump por derribarlo, el giro político que está tomando Israel pareciera levemente asimilarse al de su eterno enemigo iraní.

 

* Analista de geopolítica y relaciones internacionales. Licenciado en Estudios Internacionales (Universidad Central de Venezuela, UCV), Magister en Ciencia Política (Universidad Simón Bolívar, USB) Colaborador en think tanks y medios digitales en España, EE UU y América Latina. Analista Senior de la SAEEG.

©2025-saeeg®

 

CITA COMPLICADA EN ESTAMBUL

Alberto Hutschenreuter*

Este jueves 15 de mayo se reunirían en Estambul los presidentes de Ucrania y Rusia, países en estado de guerra desde febrero de 2022, cuando el segundo, considerando la «guerra silenciosa» en el este de Ucrania y apreciando que existía una amenaza a su seguridad nacional como consecuencia del posible curso de Ucrania hacia la OTAN, puso en marcha lo que denominó «Operación Militar Especial», una medida basada en la concepción rusa de «defensa contraofensiva». Para el derecho internacional y los principios «onusianos», sin ambages fue un acto de fuerza contra otro país, una invasión.

Tras más de tres años de guerra, la fatiga ha hecho mella en los contendientes, principalmente en Ucrania, que se mantiene por la gran ayuda financio-militar que le aporta Occidente. En cuanto a Rusia, la guerra ha hecho funcionar casi a pleno la industria militar, pero los efectos de la misma y de las sanciones en la economía civil (salarios, inflación, etc.) se hacen sentir, al tiempo que, una vez más, se posterga la necesaria modernización de su estructura económica «fósil», como peyorativamente la denominan en Occidente en relación con los productos que Rusia obtiene de la tierra.

Pero Rusia es Rusia, es decir, un poder mayor y eminentemente terrestre (condición que, en buena medida, explica su alta sensibilidad y su reacción ante la aproximación de poderes extranjeros hacia sus fronteras) que intentará cobrarse en «moneda dura» el desafío que le planteó Ucrania apoyada por la OTAN, esto es, la pretensión de marchar hacia la Alianza Atlántica sacudiéndose su sitio geográfico y geopolítico selectivo, es decir, el de ser un actor «pivote», status que implica o exige por parte del mismo sostener una diplomacia de deferencia, no de sumisión, en razón de encontrarse al lado del hegemón geopolítico.

Por su parte, con su incesante marcha, Occidente también omitió o transgredió los códigos geopolíticos y estratégicos que rigen las relaciones entre los poderes «que cuentan» en las relaciones internacionales.

En pocas palabras, se trata de alta geopolítica, y sabemos, por tanto, que los intereses nacionales son los que acaban precipitando las acciones para preservarlos.

Algo de ello parece deducirse de lo que ha dicho el Ministerio de Relaciones Exteriores de Rusia en relación con que es necesario «hablar sobre las causas profundas del conflicto».

Es muy posible que en Estambul Rusia no se salga en un ápice de su posición, es decir, el control de los territorios del este y sur de Ucrania, los que han sido unilateralmente incorporados a la Federación Rusa.

Además, sostendrá que Ucrania deberá adoptar un estatus de neutralidad internacional (cuestión abordada en el «Comunicado de Estambul» de mayo de 2022), condición que eliminará la posibilidad de limitar Rusia con la OTAN en Ucrania, una situación que, de haberse dado, no sólo habría reafirmado la victoria de Occidente en la Guerra Fría, sino la victoria occidental frente a Rusia, la continuadora de la URSS y fuertemente sospechada de reparo y revisionismo geopolítico.

Esto suma complicación en la cita, pues si se diera lugar a sus demandas Rusia obtendría una victoria no ya frente a Ucrania, sino ante la OTAN, algo prácticamente inaceptable para Occidente, sobre todo para Europa, la otra principal derrotada o no ganadora junto a Ucrania. Para Estados Unidos, se trata de un escenario preocupante, pero es posible que parte del Partido Republicano considere que es necesario volver a mantener un equilibrio en las relaciones con Rusia y, además, evitar que este país acabe por forjar una verdadera alianza estratégica con China.

Ucrania corre con desventaja en Estambul, pues tiene parte de su territorio férreamente ocupado por Rusia y depende militarmente de Estados Unidos y (después) de Europa. Esta última ha dicho que continuará ayudando a Kiev si fracasan las conversaciones, pero ¿hará lo propio Estados Unidos? El presidente Trump advirtió que retiraría sus esfuerzos por un arreglo si hay fracaso. Ahora, ¿qué significa exactamente retirar? Porque si abandonara Washington la búsqueda de la paz y también el apoyo a Kiev, es posible que Ucrania colapse, pero si retirarse implica continuar asistiendo a Kiev e incrementar la ayuda militar (recientemente envió 130 misiles de mediano alcance y 100 misiles defensivos Patriot), la guerra proseguiría y se volverían a plantear escenarios de escalada (también recientemente, el presidente Putin recordó que hasta el momento no fue necesario el uso de armas nucleares).

En Estambul tal vez se alcance un acuerdo sobre una tregua, lo cual es por demás necesario. Pero es difícil considerar que se darán pasos de escala, pues las posiciones de todos están muy encontradas, hay fuertes sospechas en materia de intenciones y nadie quiere quedar asociado a una capitulación.

 

* Miembro de la SAEEG. Su último libro, recientemente publicado, se titula La Geopolítica nunca se fue, Editorial Almaluz, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 2025.

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LOS BRICS Y EURASIA DEJAN SU HUELLA

Roberto Mansilla Blanco*

Los últimos acontecimientos en la polarizada Europa y el convulsionado Oriente Próximo están descifrando algunas de las claves geopolíticas que observaremos con mayor intensidad en los próximos años. Entre ellas destaca el cambio estructural de poder que se va definiendo cada vez más a favor de Asia y el corredor euroasiático.

Bajo un contexto simultáneo de tensiones militares con la ofensiva ucraniana en Kursk y de los avances rusos en el Donbás, India y China impulsaron sendas iniciativas de negociación tendientes a buscar una salida al estancado conflicto ucraniano. Con la mirada igualmente puesta en las elecciones presidenciales estadounidenses, en agosto pasado el presidente indio Narendra Modi visitó Kiev toda vez el primer ministro chino Li Qiang estuvo en Moscú.

Resulta significativo que sean dos miembros de los BRICS como India y China (al mismo tiempo dos potencias nucleares que mantienen rivalidades geopolíticas y militares con reclamaciones fronterizas incluidas) los únicos con capacidad para impulsar iniciativas de negociación en la guerra ruso-ucraniana. Una expectativa de negociación que no se observa ni en Washington ni por parte de sus aliados «atlantistas» en la OTAN y en la UE, mucho más enfocados en «solucionar» el conflicto por la vía militar, pasando éste por asestar una derrota «humillante» para Rusia que, a todas luces, se ve claramente incierta a estas alturas.

Incluso este «atlantismo-europeísta» observa reveses electorales derivados de su intransigente política pro-ucraniana, tal y como se verificó con el histórico avance de la extrema derecha de Alternativa por Alemania (AfD) en los recientes comicios regionales en Turingia y Sajonia. Por cierto, el presidente Joseph Biden y el canciller alemán Olaf Schölz habrían acordado para 2025 el despliegue de armamento nuclear en territorio alemán, una medida claramente disuasiva contra Rusia que rompe por completo el equilibrio nuclear desde el final de la II Guerra Mundial.

Toda vez que EEUU está casi absolutamente concentrado en sus elecciones presidenciales de noviembre próximo, es patente la falta de iniciativa de Washington para intentar reconducir los conflictos globales. El pulso electoral Trump-Harris gana en decibelios toda vez la escalada de tensiones militares entre Israel e Irán en Oriente Próximo alcanza ahora al Líbano, con los ataques israelíes contra posiciones del grupo islamista Hizbulá.

Como coletazo de última hora determinado por las expectativas electorales de apuntalar el camino de Harris hacia la Casa Blanca, la administración Biden anunció un ultimátum a Israel y Hamás para alcanzar un alto al fuego que, en ningún momento, implica sanción alguna contra la masacre en directo que lleva a cabo en Gaza un Netanyahu que vuelve a observar protestas internas pidiendo un alto al fuego con Hamás. A comienzos de agosto, en clara maniobra disuasiva contra Teherán, Biden anunció el envío al Golfo Pérsico de buques de guerra y portaaviones. Paralelamente, la OTAN abrió la veda para el envío a Ucrania de los F-16 con la expectativa (por cierto poco realista) de quebrar la superioridad militar aérea rusa.

Volviendo a los BRICS, este organismo multilateral que cobró un inesperado impulso con la guerra de Ucrania avanza en el diseño de una nueva arquitectura financiera que implique el final del predominio del dólar. Rusia, uno de los principales productores en materias primas como petróleo, gas natural y minerales, busca fortalecer sus lazos vía BRICS con la perspectiva de mantener una especie de salvavidas financiero ante cualquier eventualidad dentro de las tensiones permanentes con Occidente.

Los BRICS, que comenzó 2024 con una audaz ampliación de miembros como Arabia Saudí, Irán, Emiratos Árabes Unidos, Egipto y Etiopía, recibe ahora una nueva solicitud de admisión por parte de otra potencia euroasiática, Turquía, estratégico miembro de la OTAN pero que debe navegar toda serie de equilibrios mientras adopta una política autónoma que se aleja de los imperativos geopolíticos occidentales.

Con estas cartas en la mesa, India y China trazan iniciativas paralelas para posicionarse como los actores geopolíticos que marcan la línea de este siglo. Pero esto no es sólo en perceptible Ucrania y Oriente Próximo. Otro de los miembros principales de los BRICS, Brasil, impulsa junto a México y Colombia una mediación para solucionar una crisis postelectoral en Venezuela que amenaza con aumentar las tensiones internas y regionales y cuyas expectativas de éxito son escasamente previsibles tomando en cuenta el reforzamiento del autoritarismo y la represión por parte del presidente Nicolás Maduro. En 2023, otro miembro de los BRICS, Sudáfrica, casi en conjunto con su socio brasileño, impulsó una iniciativa de negociación en Ucrania que, pese al beneplácito de Beijing y Moscú, fue claramente neutralizada por Washington y el eje atlantista.

La revitalización del eje euroasiático y de los BRICS implica para un Occidente cada vez menos hegemónico la necesidad de quebrar internamente su cohesión, atizando las rivalidades sino-indias que comienzan también a verificarse ante las recientes tensiones militares en el espacio aéreo entre China y Japón, todo esto sin desestimar la creciente cooperación militar entre India y Japón que obviamente implica a Beijing y abre un nuevo equilibrio de poder en Asia. Con anterioridad, Occidente propició esas expectativas de quiebra interna dentro de los BRICS alentando al presidente argentino Javier Milei a no ingresar en ese organismo, asegurando así el regreso argentino al eje atlantista-occidental ampliado con las simpatías del propio Milei con Israel.

Paralelamente, Beijing remodela su iniciativa geopolítica de las Rutas de la Seda que, como señala el analista Emir Sader en un reciente artículo, reivindica ese peso histórico que Eurasia tuvo antes de la aparición de un hegemón occidental que hoy apuesta claramente por el militarismo a ultranza por encima de la negociación y el diálogo.

 

* Analista de geopolítica y relaciones internacionales. Licenciado en Estudios Internacionales (Universidad Central de Venezuela, UCV), Magister en Ciencia Política (Universidad Simón Bolívar, USB) Colaborador en think tanks y medios digitales en España, EE UU y América Latina. Analista Senior de la SAEEG.

 

Este artículo fue publicado en versión original en idioma gallego en https://www.novasdoeixoatlantico.com/os-brics-e-eurasia-marcan-a-sua-pegada-roberto-mansilla-blanco/