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GÉNERO GRAMATICAL EN UNA SOCIEDAD MASCULINIZADA

Abraham Gómez R.*

Nuestro idioma, a pesar de sus muchas imprecisiones y aspectos mejorables, sostiene elementos normatizados por tácitos convencionalismos o por uso y aceptación tradicional. Dicho de otra manera, nos hemos venido acostumbrando a pronunciar y vocear las palabras de un modo; y aceptarlo, con plena legitimidad como cuerpo social.

Uno de estos casos es todo cuanto se refiere al Género Gramatical, que no tiene nada que ver con sexismo, genitalidades o ubicaciones conforme a la «diversidad de gustos o tendencias». Eso es otra cosa.

El Género Gramatical atiende a estructuras complejas morfo-sintácticas concordantes, cuya intención persigue darle exquisitez, economía y transparencia al texto-discurso, al orden sintagmático que deben seguir las palabras; por lo que debemos evitar caer en la trampa lingüística (propiamente semiótica) de apelar a las dobles, innecesarias y redundantes consideraciones al momento de mencionar lo masculino y lo femenino.

No hacemos inclusión de lo femenino en la sociedad, ni reivindicamos a la mujer con sólo decir: muchachos y muchachas, ellas y ellos, todas y todos o poniendo arrobas (@) en los escritos para abarcar ambos géneros de una sola vez.

En el castellano-español basta que usted señale únicamente un sustantivo con el cual abarca tanto lo masculino como lo femenino, si tal vocablo varía sólo en las letras (a) (o).

El género masculino es la forma no marcada o inclusiva. Veamos. Si digo «los alumnos de esta clase», estoy involucrando a alumnos tanto del sexo masculino y como del femenino. Sin embargo, el género gramatical femenino si es la forma marcada y por tanto resulta exclusiva o excluyente. Si digo «las alumnas de esta clase», no están incorporados además los de sexo masculino, sino solamente las mujeres.

Por ejemplo: si dice diputados y niños (allí están contenidas también las diputadas y las niñas); pero si dice hombres debe mencionar mujeres; si refiere en su acto de habla a los caballeros, también debe nombrar a las damas.

Muchas veces por dárnosla de falsos feministas citamos: participantes y participantas, concejales y concejalas, alférez y alfereza, oficinistas y oficinistos, camaradas y camarados, asistentes y asistentas; y por esa ruta distorsionada y ridícula se termina por ofender o poner en entredicho el verdadero valor de las mujeres en nuestra sociedad.

Las mujeres requieren de nosotros ―hoy tanto como ayer― una nueva mirada sociohistórica.

Se ha vuelto indetenible la presencia de la mujer en las más disímiles disciplinas y áreas de conocimientos.

Las mujeres han venido asumiendo elogiosas responsabilidades, tal vez lentamente, pero con fundamentación y sostenibilidad.

En bastantes partes del mundo se ha venido adelantando una especie de «excavación en la historia. Un asunto casi de arqueología social» con el fin de encontrar mujeres, de extraer sus palabras y sus obras. Para que ellas digan, en la contemporaneidad, lo que intentaron decir y no pudieron. Para que sus voces sean escuchadas.

Para hacer presentables sus obras, para rescatarlas de las olvidadas fosas del tiempo.

Es un trabajo apasionante que nos hemos propuesto.

Lo hemos ejercido desde todos los ámbitos posibles. Es una auténtica y palpitante genealogía solidaria, impregnada de razón y emoción.

Ciertamente, todavía hay odiosos resabios de androcentrismo en algunas sociedades; enarboladas en culturas que creen aún que en torno a lo masculino deben determinarse todas las cosas. Tamaño error e injusticia.

Digamos también que ―al momento de escribir sobre las mujeres― muchos intelectuales emplean suficientes estrategias de mitigación discursiva que persiguen minimizar el contenido de los enunciados cuando los temas se centran en el género femenino. No realzan lo que deben resaltar cuando hablan de los logros de las mujeres.

Es verdad que cuando una sociedad se encuentra masculinizada, entonces hace usos excesivos de atenuantes con las palabras y se excede en el empleo de los diminutivos o modificadores, como instrumentos lingüísticos, que busca darle opacidad a las realidades de las mujeres.

No sentenciemos como perversa a una construcción gramatical porque no use el falso desdoblamiento sexista, por cuanto el desdoblamiento sexista es un ardid timador.

Tampoco le pidamos a las construcciones gramaticales que reivindiquen lo que algunas sociedades, enteramente masculinizadas, excluyen en los actos de habla, en la vida diaria y en los desenvolvimientos práxicos. Sociedades que marginan a las mujeres y luego quieren reivindicarlas con hipócritas desdoblamientos gramaticales.

Preguntémonos. ¿Acaso se siente la mujer excluida, discriminada al no verse visualizada (tomada en cuenta) en cada expresión lingüística relativa a ella?

Podemos aligerar, una y otra vez, las mismas y decididas respuestas a la anterior pregunta. Los abusos en los desdoblamientos referidos al género gramatical son artificiosos e innecesarios.

La exclusión que se les hace a las mujeres en algunas sociedades enteramente masculinizadas no se cura con arrobas.

La Real Academia Española no aprueba el uso del símbolo arroba para referirse a la forma femenina y masculina de algunas palabras como, por ejemplo, tod@s, hij@s, chic@s, con el fin de evitar un uso sexista del lenguaje o ahorrar tiempo en la escritura de palabras.

 

* Miembro de la Academia Venezolana de la Lengua, abrahamgom@gmail.com

EL NEOLOGISMO GINECOCIDIO A PUNTO DE APROBACIÓN EN LA RAE

Abraham Gómez R.*

Imagen: 809499 en Pixabay

Desde que tuve el atrevimiento, hace cinco años, de proponer ante nuestra Real Academia Española la resignificación para denotar un abominable fenómeno de patología social, la mencionada entidad de las letras me ha pedido, siempre y de muchas maneras, que densifique la justificación argumentativa de lo que sometí a su examinación y posible aprobación.

De entrada, expuse que hay una trampa léxico-semántica urdida en la construcción y en el significado del término femicidio (o feminicidio); con cualquiera de los dos que se emplee se ha pretendido atenuar y ocultar una terrible verdad, en preocupante incremento mundial: la muerte de las mujeres; sin que nos detengamos en los motivos que impulsaron la perpetración del hecho o los contextos donde ocurrieron.

En cualquier parte, matar a una mujer es ginecocidio.

En el escrito que consigné ante ese exigente Cuerpo Rector de nuestro idioma ―donde fue admitido y referido a su sala de observación― sostenemos que es un desacierto lingüístico expresar femicidio para hacer saber que se comete “homicidio” contra la mujer.

Esta escogencia terminológica (que además confunde) nos luce impropia.

Explico por qué. Porque, nos acostumbraron los medios (y ahora las redes) a generalizar ―en el mismo paquete― que un homicidio, indistintamente, se comete contra un hombre o una mujer. Eso no es verdad. Debemos saber especificar el caso concreto.

Así entonces, he hecho saber en mi moción que cuando se aniquila físicamente a una mujer —por las excusas o pretextos sean― no puede considerarse como homicidio, sino ginecocidio; del griego: Gyné, Gynaikos, Gineco que denota con exactitud: mujer; más el sufijo –cidio, cid, que se forma por apofonía de caedere: matar, cortar.

Como todos saben, la mencionada indagación lingüística, contentiva de mi sugerencia idiomática, la consigné en la instancia correspondiente de la RAE para que ―según ha ido aprobando los estudios que le han hecho― se reflexione, se cree y nazca en justicia una nueva palabra para llamar tal deleznable acaecimiento por su nombre. Sin falsos ocultamientos o disimulos.

Este trabajo de inmediato ―según nos han comunicado― entró en un proceso complejo y exhaustivo, para evaluarlo integralmente.

Debo manifestarles la inmensa alegría que sentí, en mi condición de proponente del citado neologismo, cuando a este nuevo término, como paso introductorio para su posible admisión, le abrieron un expediente (registro). Ha llevado una extraordinaria dinámica.

Procedieron nuestros honorables académicos, acto seguido, a nombrar  una comisión de lexicógrafos, para que iniciaran el trabajo de disección morfo-sintáctica; igualmente procedieron a examinar si cumplía con los requerimientos de válida construcción léxico-semántica; así además, su articulación fonética, la posible función fonológica que se le atribuye; su semiótica (significado preciso); la aplicación pragmática (uso práctico en una circunstancia determinada) o de cualquier otra consideración que ellos crean conveniente para el análisis.

Exhaustiva e interesante labor a la que ha sido sometido el vocablo ginecocidio, por parte de nuestra máxima autoridad de la lengua española en el mundo; precisamente porque tal rigor comporta una de sus concretas funciones, según lo contempla el artículo primero de sus Estatutos:

“[…tiene como misión principal velar por que los cambios que experimente la Lengua Española en su constante adaptación a las necesidades de sus hablantes no quiebren la esencial unidad que mantiene en todo el ámbito hispánico. Debe cuidar igualmente de que esta evolución conserve el genio propio de la lengua, tal como ha ido consolidándose con el correr de los siglos, así como de establecer y difundir los criterios de propiedad y corrección, y de contribuir a su esplendor…”

Hemos entregado a tiempo, a la RAE, todos los elementos justificadores de Ginecocidio, como palabra que irrumpe y reclama, más temprano que tarde, su justo espacio en el olimpo del léxico de nuestro idioma.

Debo dejar dicho también que, a veces, se producen decepciones y críticas al Alma Mater de las Letras por incorporar al Diccionario de la Lengua española (DLE) palabras que no se usan o que nadie conoce, dejando atrás otras cuya notoriedad y merecimientos son evidentes.

Estoy consciente de todos esos riesgos; sin embargo, tengo la inmensa satisfacción que asumo, como tarea, un modesto aporte lingüístico para develar, con la mayor exactitud, los crímenes atroces que contra las mujeres se cometen y que la mayoría de las veces, algunos medios de comunicación, además en la RED o en conversaciones cotidianas, se pretenden disimular el ginecocidio.

Entendamos, en solidaridad humana, que cuando liquidan físicamente a una mujer, no están matando al género femenino; están matando a la mujer, al ser humano; no despachar con el empleo de   femicidio o feminicidio muerte por razones de género.

Tamaña abominación jamás puede ser calificada de otra manera. Hay que denunciarlo como lo que realmente se cometió: un ginecocidio.

A ese absurdo, de no querer decir las cosas por su nombre, nos oponemos.

Y como hay insistencias para presentar y maquillar públicamente la muerte de una mujer como un homicidio, sin más.

La RAE nos hace, a cada momento, la severa advertencia con respecto al vocablo propuesto.

No basta que el término ginecocidio se presente a consideración de los expertos y que el solicitante haga las suficientes justificaciones. Tan importante como lo anteriormente señalado, el neologismo debe tener plena acogida en todos los ámbitos comunicativos. Ellos denominan esta práctica, Frecuencia de Uso.

Así entonces, solicito la cooperación para que le demos Frecuencia de Uso en nuestros diarios y constantes actos de habla al vocablo que en estos momentos estudia la RAE.

* Miembro de la Academia Venezolana de la Lengua

 

REBROTE DE INCURABLES ENFERMEDADES DE TRANSMISIÓN TEXTUAL

Abraham Gómez R.*

Imagen de jairojehuel en Pixabay

Aunque la sociedad se encuentre masculinizada, las mujeres requieren de nosotros —hoy tanto como ayer— una nueva mirada sociohistórica; por cuanto, reconocemos que se ha vuelto indetenible la presencia de la mujer en las más disímiles disciplinas profesionales y áreas de conocimientos. La mujer vive en constante y maravillosa superación.

Las mujeres han venido asumiendo elogiosas responsabilidades, tal vez “lentamente”, pero con fundamentación y sostenibilidad.

Este es el siglo de las mujeres, no caben dudas. Es su tiempo de triunfos.

En bastantes partes del mundo se ha venido adelantando una especie de “excavación en la historia”; un asunto casi de “arqueología social” con el fin de hacer los hallazgos del legado inmarcesible de las mujeres, de extraer sus palabras y sus obras. Para que ellas digan, en la contemporaneidad, lo que intentaron decir y no pudieron; para que sus voces sean escuchadas. Proceso de justa reivindicación para ellas.

Sin embargo, aprovecho de invitarlos para que prestemos atención a lo siguiente: cuando estudiamos el Género Gramatical nos conseguimos que atiende a estructuras complejas morfo-sintácticas concordantes; es decir, propiedad de los sustantivos y de ciertos pronombres, por cuyas especificidades se hace posible clasificarlos en masculinos, femeninos y en neutros; este último, en caso muy concreto en algunas lenguas.

Oportuna advertencia. El Género Gramatical no tiene nada que ver con sexismo, ni con genitalidades o ubicaciones por “diversidad de gustos» de cada quien. Eso es otra cosa.

¿Qué se busca con tal esquema o criterio de ordenación del buen uso del Género Gramatical? Digámoslo directamente, que haya exquisitez, economía y transparencia en el vocablo utilizado, en la frase construida y en el texto o discurso. Elegancia en los actos de habla y en toda la comunicación.

Si admitimos que a través del Género Gramatical nos guiamos para el orden sintagmático que deben seguir las palabras, evitemos caer en la trampa de las dobles consideraciones al momento de mencionar lo masculino y lo femenino. Eso es innecesario y redundante.

Nuestra Real Academia Española ha fijado posición determinante al respecto.

Tenga en cuenta que por muy buenas intenciones que usted abrigue o quiera dársela de “moderno, fino o actual” no hace inclusión de lo femenino en la sociedad, ni reivindica a la mujer con decir: muchachos y muchachas, ellas y ellos, estudiantes y estudiantas, todas y todos o poniendo arrobas (@) en los escritos para abarcar ambos géneros de una sola vez. Esa doble mención del género resulta un insoportable galimatías.

En el castellano-español basta únicamente el sustantivo con el cual usted mencione tanto lo masculino como lo femenino, si tal sustantivo varía sólo en las letras (a) y (o).

Por ejemplo: si dice diputados y niños (allí están contenidas también las diputadas y las niñas); pero si dice hombres debe mencionar mujeres; si expresa caballeros, también debe mencionar damas; porque, en estos últimos casos, las palabras hombres y mujeres, caballero y dama varían mucho más que la letra terminal (a) y (o).

Bastantes veces por pretender enarbolar falsos feminismos se cometen tamañas barrabasadas. Así también, alguna gente —por querer aparentar ser incluyente,  abarcativo o populista con sus palabras— pronuncia la desfachatez siguiente: participantes y participantas, concejales y concejalas, alférez y alfereza, oficinistas y oficinistos, periodista y periodisto, títulos y títulas (como dijo, recientemente, un ministro) camaradas y camarados, asistentes y asistentas;  y por esa ruta distorsionada y ridícula se termina por ofender o poner en entredicho el verdadero valor de las mujeres en nuestra sociedad.

Hay que respetar las normas establecidas en la lengua que poseemos para expresarnos.

Nuestro idioma, no obstante, sus muchas imprecisiones y aspectos mejorables, sostiene elementos que han sido sometidos a reglas; que son aceptados por tácitos convencionalismos o por uso rutinario y tradición.

Si cada quien va a hablar como mejor le plazca, imagínese en qué va a parar el asunto; además, eso parece que se contagia como una “rara enfermedad”.

La lengua es una entidad social, y ha adquirido —de modo implícito— sus propias normas y desenvolvimientos.

Entonces, la persona escoge si quiere escribir o hablar al garete. El hablante decide en su libre albedrío cómo quiere conducirse lingüísticamente.

Su comportamiento debe atenerse, entonces, a las críticas y demás consecuencias.

Es su propia determinación expresiva, para bien o para mal, lo que le proporcionará identificación y personalidad en la sociedad.

Cada vez se hace más protuberante e insoportable escuchar a quienes se suponen deben conducir los destinos de la Nación —con sentido pedagógico— pronunciar vocablos con trasnocho y antojo, como se les ocurre y viene en ganas.

Tal práctica deleznable se ha ido propagando (y contaminando) entre los intersticios de algunos sectores políticos.

Todavía resuena aquella hermosa expresión de Heidegger “La lengua es la morada del ser”; con la cual nos ha querido señalar, desde siempre, que la base sustantiva de lo que eres reside en el uso que hagas de la lengua, hablada o escrita.

Cada ser humano define su esencia de lo que es a partir de la constelación del vocabulario que defina y sea capaz de desarrollar, de comunicar: lenguaje escrito, gestual, oral, de los cuales dependen las dimensiones educativas, artísticas, científicas, económicas, filosóficas, deportivas, entre muchas otras.

La lengua aloja a nuestro Ser, porque todo lo que comunicamos reside en nuestros pensamientos. Si lo hemos pensado y estudiado bien, lo diremos bien.

* Miembro de la Academia Venezolana de la Lengua.