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AQUÍ NO HAY QUIEN VIVA

F. Javier Blasco Robledo*

Frase con la que se tituló una de las series más vistas en la televisión española de todos los tiempos; serie, que empezó su andadura en septiembre de 2003 y finalizó en julio de 2006 tras cinco temporadas y 91 capítulos. Encuadraba un elenco de personajes que vivían en un mismo edificio y representaban los estereotipos más característicos de la real, picaresca, esquizofrénica —por los avatares de sus propias vidas e intereses— y tremendamente vividora sociedad española.

Los personajes se mostraban dominados o movidos —sin que se enteraran— por seres aparentemente inofensivos de su entorno que, sin embargo, ejercían una fuerte y nefasta influencia y un gran control sobre ellos o sus acciones y decisiones mediante la creación de embrolladas e incomprensibles situaciones que, realmente, suelen darse a lo largo de la vida por absurdas que parezcan; aunque la mayoría de los mortales las tomemos y tratemos de otra forma, tal y como pretendía la propia serie.

Una serie y conjunto de situaciones que pronto se convirtieron en la segunda casa de todos los españoles porque una inmensa mayoría se sentía identificado en la misma de una forma u otra, bien en los propios personajes o en las situaciones creadas o vividas por los guionistas y los actores, que algo añadían de su cosecha, y por el generalmente rocambolesco desenlace final de cada capítulo, que creaba una especie de interés a la espera de nuevas y absurdas vivencias por llegar.

Al igual que la novela picaresca española, fue tomada a broma por una inmensa mayoría de los televidentes, cuando en realidad era un auténtico drama que representaba, con alto grado de fiabilidad, la calaña y el bajo calado intelectual de nuestra sociedad, sus intereses, desviaciones varias, tendencias al engaño o la pauta para buscar cómo vivir de la mejor forma posible, a costa de los demás o con el menor esfuerzo propio.

Hace ya años que en España, y sobre todo, desde que Sánchez e Iglesias llegaron a copar los puestos de alta responsabilidad y representación en la escena política, la situación y evolución de los hechos y acontecimientos, recuerdan muy mucho a los líos y embustes de la serie.

Así, hoy en día, parece que en España todo se puede tomar a chunga, nada es serio; nadie respeta la Ley ni las decisiones de los tribunales sin incurrir en graves consecuencias; se ataca sin disimulo a la Constitución, a la Jefatura del Estado o al poder Judicial; se producen más de 100.000 muertes por una desastrosa y pesimamente llevada pandemia y nadie toma o acepta responsabilidades.

Sin olvidar que la mayoría de las decisiones judiciales se cuestionan, no se aceptan y, aunque estas se reiteren, no se aplican. El gobierno miente constantemente, no cumple sus promesas, cambia de rumbo sin solución de continuidad y es tan grande el lío montado que tenemos a Europa muy mosca con nuestro futuro y por ver que es lo que realmente nos traemos entre manos.

Los otrora grandes y graves enemigos de España por su pertinaz y rancio espíritu separatista o su enfermiza y deleznable tendencia a basar sus reivindicaciones en el traicionero uso de la amenaza, los actos de terrorismo y la autoría de unos 1.000 asesinatos en España —mediante el tiro en la nuca, la emboscada, la traicionera bomba y el rapto con posterior muerte por asesinato—, son ahora los que tienen nuestro futuro en sus manos, al haberse convertido en los imprescindibles socios de un gobierno que, por culpa de los favores, apoyos y los caprichos de estos, está totalmente endeudado.

Nuestra imperfecta y tantas veces manoseada democracia, permite sin reparos ni vergüenza o mínimo rubor, que la continuidad en el mando y la dirección del país por nuestros próceres de hoy dependa de los votos de dichas lacras sociales y políticas que se cobran con creces su favores ante la pasividad total de las clases políticas, la dirección de las fuerzas armadas, los altos tribunales y el imperdonable aborregamiento de una sociedad vendida, comprada o acomodada que no quiere saber nada, que prefiere mirar para otro lado, antes que verse implicada en manifestaciones y actos para decir fuerte y claro, “¡Señores, hasta aquí hemos llegado!”.

La jefatura del Estado, representada en SM el Rey, es vilipendiada, menospreciada, atacada y humillada casi a diario desde todos los estamentos, ciertas autonomías e incluso total o parcialmente por el propio gobierno por acción u omisión de sus componentes, quienes tienen hipotecado el futuro de sus carreras a costa de evitar ofender o molestar a tanto malvado que les apoya e incluso hasta forma parte del mismo gobierno, a pesar de que previamente en plena campaña electoral, haber jurado que tal situación no se iba a cumplir de ningún modo por ser insufrible y con consecuencias para España de mucho calado.

Las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y hasta las mismas Fuerzas Armadas, en muchos casos, se encuentran bajo el mando de personas “acomodaticias o agradables” a los políticos en el gobierno, poco molestas y tremendamente agradecidas de haber sido designadas para ocupar dichos cargos, aunque su propia conciencia y formación profesional —mamadas durante muchos años— les indique que esos puestos, no son para ellos y que a otros, con más méritos y derechos, se los han birlado.

Vemos al presidente del gobierno, a gran parte del ejecutivo y al que hasta hace pocos días era vicepresidente segundo, empecinarse en atacar a la zona más fructífera y saneada política, social y económicamente de toda España, Madrid.

Y todo ello, a pesar de que la Comunidad de Madrid es la región donde nadie es extraño, todos tienen cabida y aporta más que ninguna otra ingresos solidarios, de los que viven los que la atacan, ofenden y le cierran sus puertas de acceso por cochina envidia, sectarismo y poca vergüenza ante la realidad del éxito de las políticas puestas en juego desde hace ya bastantes años.

Una región que en pocos días pondrá a prueba si se rompe o no la tendencia nacional y con ello se pueda corregir la hecatombe social, sanitaria, política y económica a la que los socialistas y los comunistas avocan a una triste España y hacia dónde, aún peor, nos quieren llevar.

Vivimos una situación de espera, incertidumbre y hasta de duda que acongoja a los que observamos con desesperanza e inquietud la evolución de los acontecimientos de una Patria a la que muchos españoles le venimos dando todos nuestros esfuerzos y desvelos posibles con amor y absoluta generosidad, sin pedir a cambio, nada en especial.

Hemos sido testigos del nacimiento, auge y caída de ciertos partidos políticos que, tras muy poco tiempo en las tablas, confundieron sus preceptos y principios para enzarzarse en lo más bajo de la política y tratar de encontrar un buen acomodo para sus mandos y demasiados allegados.

También podemos decir alto, fuerte y claro que han surgido o refundado otros partidos que prometiendo “velar por el pobre desgraciado”, sólo buscan su mayor rédito o enriquecimiento personal y no reparan en acogerse a toda dádiva, dieta o compensación a la que tengan derecho por “ejercer” su cargo, mientras el pueblo, trabajador y llano sufre las penurias de los ERTEs, los EREs, la segregación social y el duro, ciego y prolongado paro.

Una España sumida en las colas del hambre, en la desesperación por falta de un fututo claro, en la mentira y el engaño; que vive sometida a una constante propaganda tan mal enmascarada como el maquillaje con el que nuestro ínclito presidente, cada vez que habla en público, trata de esconder sus vergüenzas y las presiones que recibe desde Europa para poder hacer o proponer algo, aunque sabe que en cuestión de horas o días deba suspenderlo, anularlo o modificarlo porque está mal hecho o resulta fuera de tono, inútil o precipitado.

Mantenemos los peores datos del mundo civilizado en lo que al manejo y contención de la pandemia mundial se refiere; fuimos incapaces de verla venir, a pesar de los muchos avisos externos y los ocultados informes internos, por un afán de propaganda malintencionada de parte de un gobierno vendido a las exigencias de su parte comunista y más feminista.

La pandemia en sí, se gestionó y aun gestiona de auténtica pena, se invirtió en compras fantasma y se han malversado, o al menos desaparecido. sin dejar rastro, cientos de millones de euros en compras inexistentes, realizadas precipitadamente sin un contrato serio, asignadas a dedo a amigos o a comerciantes surgidos de la noche a la mañana, sin curriculum ni experiencia en el ramo sanitario y, por cierto muchos de ellos, bastante amigos de otros amigos del personal en el gobierno.

Las muertes de ancianos en la residencias, en soledad y con escasos cuidados paliativos, es una vergüenza nacional de la que nadie se quiere responsabilizar; incluso, se da el caso paradójico, de que el entonces vicepresidente segundo del gobierno, Iglesias; principal responsable por Ley y por haberse arrogado públicamente él mismo la máxima autoridad para el sostenimiento, las buenas praxis y la atención en las mismas, ahora usa las victimas en aquellas residencias como un  arma arrojadiza contra la principal oponente en Madrid a la que, de forma desesperada —ya que se ha visto precisado a abandonar el gobierno del que tanto le costó encontrar asiento a la lumbre, para intentar salvar a su partido de la desaparición definitiva— se enfrenta para las próximas elecciones regionales en los primeros días de mayo.

Somos el segundo país europeo más pedigüeño y plenamente necesitado de ayuda económica externa en Europa para poder salir del bache en el que este gobierno nos ha metido por su mala cabeza, falta de previsión y por haber tirado por la borda millones de euros a base de todo tipo de dádivas, inútiles planes, sueldecitos y otras ayudas dedicadas a la compra de voluntades y a asegurarse favores.

Nos encontramos, intentando engañar a una Europa de nuevo —que ya está harta de nosotros— con amagos de reformas nada claras, cambios estructurales que nunca llegan y una larga lista de impuestazos que como veremos, tras las elecciones del 4 de mayo, harán temblar a grandes y pequeños. Impuestos, que serán, sin duda, la puntilla para muchos de las pequeñas empresas, negocios y autónomos, que están tiritando tras más de un año de pandemia y que ya no se fían de lo que les dice el gobierno porque, según Sánchez, hace tiempo que le habíamos ganado la partida a la pandemia y salíamos reforzados. Pero, sin embargo, aquí estamos, con los negocios cerrados, mano sobre mano y sin ver un euro positivo en las famélicas cuentas de resultados.

Nos hemos convertido en un país ninguneado por todos los países lejanos y los más cercanos, que no cuenta para nadie y que aún sigue esperando a que le llame el Tío Sam y eso que Biden es de izquierdas y en Moncloa, a pesar de los desplantes de Sánchez y Zapatero, se pensaban que con este personaje, todo anterior desaguisado se iba a arreglar en un abrir y cerrar de ojos.

Nadie pensaba en la real trascendencia de las elecciones madrileñas, salvo los que ven en Moncloa que sus butacas pueden estar en peligro; por ello, hicieron todo lo posible para que no se hubieran celebrado. Unas elecciones en las que la mayoría de los partidos se han enfangado en una campaña sucia y barriobajera donde los insultos, amenazas, desplantes, abandonos de atriles, viejos y rancios eslóganes y absurdas mentiras se agrandan y ensalzan hasta niveles increíbles como el tratar de impedir un pequeño mitin en un rincón de la capital a base de lanzarles pedradas o en enviar amenazas con munición de guerra en varias cartas y sacarlo a la prensa como su gran baza para ganar.

No quisiera terminar el repaso a lo que está ocurriendo en nuestro solar patrio sin mencionar y resaltar un execrable hecho por el que atónitamente, el pasado viernes, fuimos testigos los españoles; ni más ni menos, que emplear el Boletín Oficial del Estado para promulgar una modificación, por cierto muy cuestionable —porque implica el sometimiento de todos a la voluntad de unos pocos en lo referente al derecho al trabajo y de huelga y la actitud de los activistas de los denominados “piquetes informativos”— mediante una Ley Orgánica (5/2021) por la que se deroga el apartado 3 del artículo 315 de Código Penal. Ley Orgánica, en cuyo preámbulo se trata de forma rastrera y torticera al partido que lo incluyó, y lo que es más execrable y aún sin comprender por nadie, se usó la firma de Su Majestad el Rey como es preceptivo, sin que al parecer, nadie advirtiera, se resistiera o posteriormente rectificara, tan vulgar y rastrera hazaña, propia más bien de países dictatoriales y poco o nada democráticos.

De la lectura de este trabajo, me atrevo a pensar que de él se desprende fácilmente que en España estamos viviendo situaciones peculiares, estrambóticas o de auténtica pesadilla, tal y como aquellos vecinos de la serie a la que me refería al principio, quienes apenas salían de una situación rocambolesca volvían a verse inmersos en otra u otras de mayor calado y profundidad, cada vez más absurdas e irracionales de manos de unos peculiares elementos que, a su modo, dominaban al resto de convecinos. El certero título de la serie era lo mejor de ella; y en este caso, yo cambiaría el de este trabajo por “En España, con este gobierno, no hay quien viva”.

 

* Coronel de Ejército de Tierra (Retirado) de España. Diplomado de Estado Mayor, con experiencia de más de 40 años en las FAS. Ha participado en Operaciones de Paz en Bosnia Herzegovina y Kosovo y en Estados Mayores de la OTAN (AFSOUTH-J9). Agregado de Defensa en la República Checa y en Eslovaquia. Piloto de helicópteros, Vuelo Instrumental y piloto de pruebas. Miembro de la SAEEG.

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EL ESTADO MENTAL: CAUSA BÁSICA DEL SUBDESARROLLO

Agustín Saavedra Weise*

Imagen de chenspec en Pixabay

En 1985 el profesor estadounidense Lawrence Harrison publicó su famoso libro “El subdesarrollo es un estado mental”, sobre el cual en 2005 hice algunos comentarios que vale recapitular, máxime al comprobar que muchas cosas siguen igual; no hubo cambio cualitativo auténtico ni en Bolivia ni entre sus vecinos. En su época el ya fallecido Harrison realizó varias giras latinoamericanas e incluso visitó Bolivia. Luego publicó diversos estudios vinculados con sistemas culturales y la forma en que ellos impactan reforzando el atraso, o viceversa, impulsando la innovación.

Los antropólogos definen la cultura en general como “el modo de vida de un pueblo”. El estado mental vendría a ser la forma en que el individuo visualiza su propia concepción del mundo, un “ethos” que se socializa globalmente en cada comunidad en función de la pauta dada a través del tiempo por la clase dirigente. Hasta ahora —dados hechos y realidades— el estado mental que nos sigue caracterizando en Bolivia difiere notablemente de lo que se precisa para avanzar hacia el cambio cualitativo.

Diversos autores prosiguieron la senda marcada por Harrison y a su turno ofrecieron explicaciones en torno a cómo la cultura de ‘x’ país o región afectaba su desarrollo. Sin embargo, la explicación más contundente sigue siendo la preconizada por Lawrence: todo está en la cabeza, en la forma de mirar las cosas; en suma, en el estado mental de un individuo y de la sociedad de la que forma parte. Solamente así se explican las diferencias de desarrollo y capacidad adaptativa, incluso entre comunidades muy parecidas racial y geográficamente.

Veamos dos ejemplos clásicos. En primera instancia, Barbados y Haití. Ambas son islas del Caribe habitadas por ex esclavos negros. Mientras Barbados prospera, Haití sigue sumida en la pobreza. ¿Razones? Obviamente, una manera distinta de ver las cosas y de ‘pensar’, más allá de similitudes. Veamos el segundo caso. Australia y Argentina poseen enormes territorios, ingentes recursos naturales y poca población, mayoritariamente de origen europeo. Australia pertenece al Primer Mundo mientras que Argentina desde 1930 decae y decae, llegando ya al nivel tercermundista ¿Razones? En cada uno de estos dos países se tiene una manera colectiva e individual distinta de pensar, de actuar y de proceder; esto hace que Australia sea más desarrollada que Argentina, también al margen de las similitudes.

En Bolivia tenemos mayoritariamente población mestiza e indígena y recordemos que los esquimales de Alaska son también pueblos originarios. Más allá del arrastre histórico de injusticias o discriminaciones, nuestra población persiste en su pobreza y cuando tiene ventajas sobre un recurso que puede explotar (caso actual del litio; hay varios del pasado: goma, plata, estaño, gas, etc.) la clase dirigente ahuyenta con sus actitudes casi toda posibilidad racional de inversión que genere empleos y avance socioeconómico. Todo lo contrario hicieron los dirigentes esquimales. Al descubrir recursos energéticos en su territorio y ante la falta de medios propios, apelaron a un mal necesario —las odiosas pero imprescindibles multinacionales— e hicieron acuerdos constructivos. Ahora los esquimales alaskeños son ricos. Acá en Bolivia seguimos pobres y por lo visto así continuaremos ¿Razones? Todo indica que los originarios esquimales tienen una manera de pensar distinta a la de los originarios y mestizos bolivianos; eso marca la diferencia.

La conclusión de Harrison que siempre compartí: no hay nada racial (ni otras tonterías por el estilo) para diferenciar rico y pobre, desarrollado y subdesarrollado. El problema radica en la manera de pensar. Si pudiéramos reemplazar una cultura del atraso por una del progreso, las cosas cambiarían. El subdesarrollo se ve reforzado por un negativo estado mental; si no se lo supera, será imposible avanzar al ritmo de naciones que modificaron su manera de pensar: Corea del Sur, Singapur, Bostwana, por citar claros ejemplos. Los tres países estaban por debajo de Bolivia medio siglo atrás…

 

*Ex canciller, economista y politólogo. Miembro del CEID y de la SAEEG. www.agustinsaavedraweise.com

Publicado originalmente en El Deber, Santa Cruz de la Sierra, https://eldeber.com.bo/opinion/el-estado-mental-causa-basica-del-subdesarrollo_228468

 

MATEADAS Y FOGONES

Santiago González

El tiempo apremia y es imperioso reducir el distanciamiento y poner el cuerpo si es que queremos recuperar la Patria

 

Cuando nos instalamos con mi familia en el barrio porteño donde vivimos hace más de cuarenta años todavía era posible reconocer una unidad básica peronista, un ateneo radical y una casa del pueblo socialista. Veinte años después, sobre el fin de siglo, esos locales mantenían sus insignias, aunque algo desteñidas, y albergaban además ciertas actividades paralelas: en la casa del pueblo se daban clases de yoga, en el ateneo funcionaba una especie de agencia de turismo aprovechada por los jubilados, y el jardín de la unidad básica era un depósito de chatarra. Hoy en dos de esos solares hay torres de departamentos, y el tercero parece haber sido destinado al uso de oficinas. Las señales estuvieron siempre allí, pero no les prestamos atención: pensamos que eran cosas propias de la marcha de los tiempos. En algún sentido eso era cierto, pero en un sentido más amplio eran indicios de una deserción: estábamos descuidando nuestras responsabilidades políticas, estábamos resignando nuestra condición de ciudadanos.

Desde su nacimiento la Argentina tuvo una intensa vida política, que cobró las formas modernas de organización partidaria a partir de Caseros y especialmente luego de la organización nacional. Mantuvo su vitalidad hasta el último cuarto del siglo pasado, cuando entró en decadencia y cambió su naturaleza. Algo parecido ocurrió con los sindicatos, que constituyen otra forma de organización social, lo que sugiere que el eclipse del interés por la cosa pública excede lo específicamente político, y va acompañado por un desvanecimiento del amor a la patria, la decencia pública, el coraje cívico y la religiosidad. Los resultados de ese repliegue están dolorosamente a la vista, las causas todavía se nos escapan.

Algunas tienen que ver con la cultura de la imagen que induce a creer que mirar por televisión e identificarse emocionalmente con una persona o facción es lo mismo que participar. Otras causas tienen que ver con el temor: de la pandemia de violencia política que nos envolvió en los 70 emergió una nueva normalidad, también organizada por el miedo: a fuerza de escuchar “algo habrán hecho”, se impuso la convicción de que lo más saludable era no hacer nada. Otras más tienen que ver con el empobrecimiento de vastos sectores sociales, menos dispuestos a destinar tiempo y esfuerzo, o a arriesgar el empleo o el patrimonio, en cuestiones no inmediatamente relacionadas con la supervivencia. Todas estas causas sumadas, y probablemente algunas otras, condujeron a esta democracia abundante en siglas, espacios, alianzas y frentes, pero sin partidos, sin ámbitos de discusión, sin semilleros de dirigentes, sin control de esos dirigentes una vez llegados a la función pública.

Con esta clase de democracia, y con medio país dependiendo de un cheque del Estado para subsistir, hablar de libertades políticas y de participación ciudadana, como hacen habitualmente los medios y los políticos, es una broma desagradable. En el sistema republicano el poder le pertenece al ciudadano, que lo delega en sus representantes justamente para que lo representen. Pero se supone que esos representantes son seleccionados, promovidos, postulados y controlados por los propios ciudadanos en el ámbito de los partidos políticos. En una democracia sin partidos, el ciudadano no tiene manera de decidir quiénes ni para qué lo van a representar, ni de someter a examen la conducta de esos representantes. El repliegue ciudadano alentó el surgimiento de una clase política autorreferencial, libre del control de sus correligionarios y de los compromisos de una plataforma, una casta autónoma y autista cuyas facciones se disputan en cada elección el poder coercitivo del Estado para usarlo en su propio beneficio o arrendarlo a terceros. Conviene insistir: para que la clase política se convirtiera en una casta era imprescindible que la ciudadanía se volviera rebaño.

* * *

En la Argentina el voto es obligatorio pero la práctica política es optativa. Una contradicción, pero sólo aparente: la casta política necesita del voto del rebaño pero prefiere prescindir de su participación, le incomoda que se entrometan en sus asuntos. Todos los días alguien pontifica en los medios sobre la ventaja moral de enseñar a pescar por sobre el mero reparto de pescado. Nadie se refiere nunca a la ventaja moral de enseñar a ejercer plenamente los derechos ciudadanos, incluido el derecho a participar en la vida interna de un partido y eventualmente a constituir un partido. Así como la primera recomendación es pertinente respecto de la libertad económica, la segunda lo es respecto de la libertad política. En esta democracia sin partidos, los ciudadanos ya perdieron la noción de qué cosa es la actividad política, más allá de votar y eventualmente afiliarse, ni tienen dónde aprenderlo. La educación formal no se lo enseña, ni tampoco le enseña a debatir, a presentar articuladamente sus ideas, a reconocer falacias y sortear trampas discursivas.

Pensemos un poco. ¿Qué significa la política hoy para el ciudadano de a pie? Probablemente distintas cosas según la ocasión: por momentos un espectáculo de lucha libre que no debe tomar en serio porque los que se enfrentan ferozmente en la televisión después salen a comer juntos; por momentos una competencia entre empresas de servicios tan ineficientes y costosas que obligan a ir alternando entre una y otra con la vana esperanza de que alguna cumpla sus compromisos; en todo momento, una losa cargada sobre sus agobiadas espaldas, soportada con la misma resignada aceptación que reserva para tantas instancias inevitables de la vida. ¿Qué significa para el ciudadano de a pie la participación política? En todos los casos, sacar partido de la cercanía con algún miembro de la casta y apoyarlo en sus pretensiones electorales con vistas a ser recompensado con dineros públicos, por medio de un cargo electivo, un empleo en el Estado, una concesión, una vivienda, una vacuna o un colchón, según sea el caso. Pablo Aldo Perotti, el “puntero” de la serie protagonizada hace diez años por Julio Chávez, intermediario entre la casta y su clientela, justificaba cada una de las trapisondas en las que terminaba enredado diciendo: “Esto es política, es política”. Y lo decía convencido.

Si esta percepción pública no representa fielmente la vida política del país, debe reconocerse que se le aproxima bastante. En cualquier caso, sin partidos, sin plataformas, sin espacios de discusión para el afiliado, sin mecanismos para la selección y promoción de dirigentes, poco tiene que ver con lo que exige el sistema republicano en el que supuestamente vivimos. Como las franquicias políticas carecen de vida interna, resuelven sus conflictos obligándonos a participar “democráticamente” de unas costosas internas abiertas y obligatorias cuando daría lo mismo, y sería más barato, emplear a los niños cantores de la lotería. Esto, naturalmente, no lo van a reconocer los propios políticos, ni tampoco lo va a poner en evidencia un periodismo que encontró su nuevo modelo de negocios en sostener en el imaginario colectivo la idea de que efectivamente vivimos en una democracia. Nada en los medios alienta e instruye al ciudadano para que se involucre activamente en la vida política del país, todo apunta a orientar su voto hacia acá o hacia allá en un torneo de barras bravas que se gritan de una tribuna a otra, de un canal de televisión a otro. La prensa no enseña a pescar, políticamente hablando, sino que se limita a repartir pescado, en buena medida podrido.

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Una nación no es algo edificado por los antepasados de una vez y para siempre. En tiempos de nuestros abuelos o bisabuelos existían Prusia y el Imperio Otomano: trate de encontrarlos hoy en el mapa. El texto de una constitución no es una nación, ni vivimos en un sistema republicano, representativo y federal porque allí esté escrito. Ni tampoco gozamos de las libertades básicas —expresión, comercio, movimiento, trabajo— sólo porque la constitución las enumera. La república nos confiere la condición de ciudadanos, pero esa condición no existe por el mero hecho de estar consignada en un documento de ciudadanía. La nación, la república como su expresión institucional, la ciudadanía como compendio de derechos y obligaciones, exigen ser vividas, defendidas, sostenidas: política es el nombre de esa práctica, y la participación política es un ejercicio ineludible si se quiere ser parte de una nación y ampararse en sus instituciones.

Llevamos casi cincuenta años desertando de nuestras responsabilidades políticas, imaginando alegremente que todo se reduce a votar el día de la elección, más bien a impulsos de una emoción o una corazonada que de una reflexión racional. Y esto es lo que conseguimos. Las personas más o menos conscientes de las cuestiones públicas parecen haberse convencido que la Argentina se encamina irremediablemente al precipicio: el aparato del Estado se encuentra en manos de incompetentes, los gobiernos se suceden sin que aparezcan políticas directrices en cuestiones básicas como la educación, la defensa, las relaciones internacionales, la salud o la vivienda, por nombrar algunas; la corrupción impregna tanto lo público como lo privado, y tanto en lo público como en lo privado los liderazgos brillan por su ausencia; la población está cada vez más pobre, más ignorante, más enferma; la integridad institucional y territorial aparece amenazada desde dentro y desde fuera.

Aunque el escenario se ha vuelto sensiblemente peor que cinco o diez años atrás, la sociedad ya no reacciona con la intensidad y contundencia de entonces. Como si se hubiera convencido de la inutilidad de esas protestas, ahora dedica sus energías a imaginar un futuro fuera del país, empeño en el que coinciden tanto los que tienen mucho que perder como los que no tienen nada que perder. En esta tercera década del siglo, los argentinos preocupados por su futuro ya no marchan, se marchan. Y se marchan mayoritariamente los más jóvenes, los nacidos y criados en la Argentina del “no te metás”, los que no guardan memoria de que aquí existió otro país, al que gentes del resto del mundo ambicionaban venir, y existió precisamente porque hubo gente que “se metió”, que se sintió parte de una nación y le puso el pecho. Los que hoy se marchan lo hacen al impulso de las mismas amenazas que empujaron a sus abuelos a estas tierras: la pobreza, la guerra civil, la disolución nacional, la sumisión a una potencia extranjera.

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Para la gran mayoría de los argentinos, los que no pueden siquiera imaginar irse porque carecen de los conocimientos o pericias capaces de asegurarles un lugar en sociedades más o menos desarrolladas o de los ahorros necesarios para encarar una mudanza, o bien porque tienen su fuente de ingresos atornillada a la tierra, la única salida posible, aun exigente e incierta, es retomar la tarea abandonada y volver a la actividad política, al ejercicio de reunirse con algunos compatriotas, analizar problemas y discutir ideas para resolverlos, promover a los más capacitados para hacerlo, y armar propuestas para presentar ante otros compatriotas. Todos los días escuchamos las quejas de productores rurales y emprendedores urbanos sobre el mal trato que reciben del Estado y de otros competidores amparados por el Estado. ¿Y quién creen que va a defender sus intereses si no ellos mismos? ¿Y cómo van a defender sus intereses si no eligiendo ellos mismos sus representantes y sentándolos con voz y voto en los cuerpos legislativos?

¿Por qué el kirchnerismo va por su cuarto período de gobierno, y controla cada vez más posiciones no electivas del aparato estatal? Porque se lo propuso. ¿Por qué el establishment norteamericano logró despojar a Donald Trump de un segundo mandato, y está desmantelando uno por uno todos los mejores logros de su gobierno? Porque se lo propuso. Y así podríamos seguir con los ejemplos: en ningún aspecto de la actividad humana, y mucho menos en la vida social y política, las cosas se ponen en marcha sin un ejercicio de la voluntad. Voluntad que tendrá que lidiar, porque así es la vida, con los imprevistos del azar y con las voluntades contrarias que ella misma va a poner en movimiento. Todo eso implica esfuerzo, exige poner el cuerpo, obliga a arriesgar, pero peor es liquidar el tambo, cerrar la ferretería que fundó el abuelo, perder el trabajo, no encontrar trabajo, olvidarse de la casa propia. Y mucho peor, como lo lloran en secreto muchos que optaron por el exilio, es perder la Patria.

Nadie espere reconstruir la nación desde alguno de los partidos tradicionales o sus secuelas, partícipes solidarios de haber arrojado al país por la pendiente de la decadencia desde 1983, merecedores todos del baldón de infames traidores a la patria, previsto en nuestra Constitución. Nadie espere esa reconstrucción a partir de las ideologías del siglo XIX que muchos proponen para resolver los problemas del siglo XXI. Hay que buscar o crear agrupaciones que tengan en el centro de su programa la reconstrucción nacional, económica por cierto, pero también moral y cultural, en el contexto de una época amenazante y hostil. Y tener claro que no basta con afiliarse, sino que es necesario participar, intervenir, discutir, escuchar y hacerse oír, promover, agitar. Sólo se necesita un poco de sentido común y un mucho de patriotismo, que empieza por reconocer al prójimo como compatriota. El movimiento que llevó a Trump a la presidencia empezó diez años antes en casas particulares, con gente que se reunía para intercambiar ideas, descartar algunas, coincidir en otras y organizarse para difundirlas. ¿Qué nos impide a nosotros encontrarnos en una mateada, conversar junto a unos fogones, convocar de paso a algún guitarrero que nos ayude a templar el ánimo, a unirnos para la urgente, hermosa empresa de recuperar la Patria?

 

Publicado originalmente en https://gauchomalo.com.ar/mateadas-fogones/ , “El sitio de Santiago González”

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