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MOLDAVIA: ¿DE QUIÉN ES ESA «INTERFERENCIA»?

Roberto Mansilla Blanco*

El pasado 10 de octubre la presidenta de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen, viajó Chisinau, la capital de Moldavia, diez días antes de unas decisivas elecciones presidencias con referéndum incluido de adhesión a la Unión Europea. En 2022, al calor de la guerra ruso-ucraniana, Moldavia recibió súbitamente el estatus de candidato para ingresar en la UE, comenzando oficialmente en junio pasado las negociaciones de admisión con Bruselas.

En su visita, von der Leyen elogió la labor de la presidenta Maia Sandu, ferviente «europeísta» y acérrima crítica de Rusia. Sandu se jugaba la reelección en las elecciones del pasado domingo 20 de octubre. En Chisinau, la «dama de hierro» de la UE prometió un paquete de ayuda de 1.800 millones de euros a Moldavia, apetecible «regalo» si los moldavos aprobaban mayoritariamente el «Sí» a la adhesión a la UE.

Durante meses von der Leyen se prodigó en advertencias y críticas contra Moscú por su presunta política de «interferencia» vía guerra híbrida y desinformación contra las «aspiraciones europeístas» moldavas. Pongamos el tema en contexto histórico: Moldavia, ex república soviética fronteriza con Ucrania con una mayoría de población lingüística, cultural e históricamente ligada a la vecina Rumanía, pero también con presencia de importantes comunidades rusoparlantes, mantiene un litigio soberanista con la República Pridnestroviana de Transnistria, una república «de facto» declarada independiente de Chisinau desde 1991, año de la desintegración de la URSS.

Hasta 1992 Chisinau mantuvo infructuosamente una confrontación militar contra los irredentistas «transnistrios» para intentar recuperar su soberanía en ese territorio. No lo consiguió pero el conflicto sigue latente y ha logrado redimensionarse tras la invasión rusa de Ucrania. Moscú mantiene un consulado en Tiráspol, la capital de Transnistria, así como un destacamento del Ejército asentado en la margen oriental del río Dniéster que, curiosamente, es precisamente la mayor garantía de estabilidad local.

Bruselas, en su pretendida «cruzada civilizatoria» contra el presidente ruso Vladimir Putin, viene advirtiendo insistentemente que el Kremlin utiliza Transnistria como una reproducción de lo que supuso el Donbás como leitmotiv de la invasión a Ucrania en 2022. Visto en perspectiva, la «línea dura» de la UE y de la OTAN, de la que von der Leyen forma parte, interpreta que Moldavia correría el mismo riesgo que su vecina Ucrania: una eventual invasión militar rusa. Esa fue la idea y la perspectiva que atizaron desde los centros de poder y los mass-media. De allí la importancia de las «elecciones-referéndum» del pasado domingo 20 en Moldavia.

El problema para vor der Leyen y Sandu es que el «europeísmo» alcanzó apenas un 50,4% de los votos. Informaciones posteriores aseguran que 150.000 moldavos, un 10% de la población habilitada para votar, reconoció la «compra de votos» a favor del «Sí». Visto lo ajustado del resultado, no es poca cosa. Por cierto, la «europeísta» Sandu tampoco ganó en primera vuelta. Deberá disputar ahora la presidencia en una segunda vuelta contra el ex fiscal Alexander Stoianoglo el próximo 3 de noviembre.

Moscú denunció que las elecciones «no fueron completamente libres» y que el resultado plantea muchas «interrogantes». Algunas fuentes aseguran que la victoria del «Sí» se debió también al importante voto de la diáspora moldava, tradicionalmente «proeuropea». Mientras, Sandu denuncia la presunta campaña desde Moscú por parte de oligarcas como Ilan Shor, exiliado en Rusia, a quién acusa de aparentemente comprar votos contra Sandu y el «europeísmo».

Sólo un dato más para intentar explicar que fue lo que sucedió el pasado 20 de octubre en Moldavia. Durante la campaña electoral, Stoianoglo aseguró que, en caso de llegar al poder, llevará a cabo una política «equilibrada» con vínculos con EEUU, Rusia, la UE y China. Un ejercicio de realpolitik que por lo visto constituye una especie de sacrilegio para Bruselas y von der Leyen.

En Moldavia, el «europeísmo-otanista» de von der Leyen salió contrariado: ni siquiera puede celebrar una «victoria pírrica» ante un resultado que muestra tantas incertidumbres como las que estamos viviendo desde hace tiempo con la guerra ucraniana, donde las recientes tentativas de alto al fuego se ven condicionadas (y a veces entorpecidas) por las expectativas ante el resultado electoral en EEUU en las presidenciales del próximo 5 de noviembre.

El flamante «Plan de la Victoria» recientemente declarado por el presidente ucraniano Volodymir Zelensky se ve contrariado ante la certeza de que Ucrania no tiene efectivos militares para resistir una ofensiva rusa de alto nivel. Y tras incesantes «advertencias» de presunta «interferencia rusa» en las elecciones moldavas, el resultado electoral en ese país define las incongruencias de Bruselas y las aspiraciones de von der Leyen, de la OTAN y de la UE, quienes no dudaron en intentar «atraer votos» con prebendas económicas. Entonces, en Moldavia, al final, ¿de quién viene siendo esa «interferencia» de la que tanto hablan los grandes mass-media?

 

 

* Analista de geopolítica y relaciones internacionales. Licenciado en Estudios Internacionales (Universidad Central de Venezuela, UCV), Magister en Ciencia Política (Universidad Simón Bolívar, USB) Colaborador en think tanks y medios digitales en España, EE UU y América Latina. Analista Senior de la SAEEG.

 

Este artículo fue originalmente publicado en idioma gallego en Novas do Eixo Atlántico: https://www.novasdoeixoatlantico.com/moldavia-de-quen-e-esa-interferencia-roberto-mansilla-blanco/

 

Y EUROPA SE VOLVIÓ «MILITARISTA»

Roberto Mansilla Blanco*

Imagen: TheAndrasBarta en Pixabay, https://pixabay.com/es/photos/europa-viaje-mapa-mundo-conexiones-1264062/

El presidente francés Emmanuel Macron y la presidenta de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen, «llamaron a filas» para construir la Europa de la Defensa ante la «amenaza rusa». Alemania retoma el servicio militar obligatorio. Suecia, como Finlandia, abandona su histórica neutralidad e ingresa definitivamente en la OTAN. En vísperas de unas elecciones presidenciales en Rusia (15-17 de marzo) con un Vladimir Putin cada vez más fortalecido y que ya acelera sus estrategias para el nuevo período 2024-2030; con comicios parlamentarios europeos (junio) que intuyen el posible avance de partidos euroescépticos e incluso prorrusos; y ante la perspectiva de un retorno de Donald Trump a la Casa Blanca en las presidenciales estadounidenses de noviembre, Bruselas quiere «cortar por lo sano» y asegurar un modelo propio de defensa.

Ante estas inesperadas declaraciones de tintes belicistas por parte de Macron y von der Leyen puede que estemos en el momento de decir adiós a la Europa que hasta ahora me los conocía. La Unión Europea (UE) siempre fue observado como un espacio dinámico de integración económica y social aunque políticamente más endeble y militarmente casi inexistente por estar precisamente supeditada al «paraguas defensivo» de la OTAN.

Pero la guerra de Ucrania contempla otra perspectiva: la Europa de 2024 aparentemente se prepara para una posible nueva guerra contra un viejo enemigo, Rusia. Putin respondió inmediatamente a Macron y von der Leyen sobre las «peligrosas consecuencias» de una eventual implicación directa de Europa y de la OTAN en Ucrania.

No olvidemos a Polonia, cuyo peso geopolítico y militar comienza a forjarse como la nueva avanzadilla de la OTAN contra Rusia. La población polaca de Rzeszów, a escasos kilómetros de la frontera con Bielorrusia (con un gobierno, el de Lukashenko, aliado de Putin) se está convirtiendo en la nueva gran base de operaciones de la OTAN, con masiva presencia de soldados estadounidenses. Y Polonia, con viejas aspiraciones geopolíticas desempolvadas por la guerra ucraniana, no se queda atrás en el ardor militarista aumentando su presupuesto en defensa y observando una cada vez mayor inclinación social hacia el entrenamiento militar o paramilitar.

En esta nueva dinámica del conflicto ucraniano entra también un Estado de facto, Transnistria, de mayoritaria población étnica y lingüística rusa y que pide ahora protección a Moscú ante las «amenazas» contra su soberanía e integridad estatal ante las históricas reclamaciones territoriales de Moldavia y Ucrania. Cabe recordar que desde la desintegración de la URSS en 1991, Transnistria, una especie de parque temático de reminiscencias soviéticas, no es reconocida como entidad estatal por ningún país ni por la ONU a pesar de contar con el tácito apoyo de Moscú y con un contingente militar ruso, el VII Ejército. Con ciertos matices pero sin perder la perspectiva, lo de Transnistria recuerda el contexto del Donbás previo a la invasión militar rusa y Ucrania.

Pero es hoy en Bruselas, además de Moscú y Kiev, donde mejor se observa el ardor militarista. Washington calcula a la distancia con la velada intención de someter definitivamente a Europa y romper cualquier ecuación geopolítica que implique tentativamente un acercamiento europeo al eje euroasiático sino-ruso, cada vez más fortalecido con la guerra ucraniana. En el caso ruso, el factor energético sigue siendo esencial para Europa, a pesar de las sanciones por la guerra.

Dos años después del comienzo de la guerra en Ucrania y con una masacre humanitaria en vivo y directo en Gaza (sin que la UE tenga capacidad de maniobra por su sumisión al «atlantismo» de Washington), Europa ve cómo se desliza casi a ciegas hacia un imprevisible escenario bélico que, curiosamente, nadie garantiza que exactamente sucederá; pero mejor estar prevenidos, por si acaso, como aparentemente conciben Macron y von der Leyen. Cobra así importancia la vieja frase del general estadounidense Patton: «en tiempos de paz, prepárense para la guerra». Y eso que no estamos precisamente en tiempos de paz.

Este ardor militarista «preventivo» europeo contrasta con su negativa a la hora de apoyar opciones diplomáticas en Ucrania que no signifiquen otra cosa que la «derrota definitiva de Putin». Tras recibir al presidente ucraniano Volodymir Zelenski, el mandatario turco Recep Tayyip Erdogan presentó una iniciativa de negociación para intentar acabar con la guerra ucraniana. Pero ni Estados Unidos ni Europa quieren una pax turca aunque Ankara sea miembro estratégico de la OTAN. Y no lo quieren por la capacidad turca de interlocución entre el «atlantismo» y el «eje euroasiático», lo cual alteraría esos intereses estratégicos «atlantistas».

Una paz en Ucrania sin sus condiciones es inaceptable para Washington. Así fue en el caso de China con su plan de paz en 2023 y ahora con una nueva iniciativa diplomática por parte de Beijing. Hoy lo es con un incómodo actor como Erdogan (Europa le critica su autoritarismo) que, al mismo tiempo, implique fortalecer el peso de un interlocutor válido con capacidad para dialogar con Putin y Zelenski. Como era de prever, el presidente ucraniano también rechazó con indignación una iniciativa de paz del Vaticano que le instaba a rendirse en el terreno militar para propiciar la negociación.

Muy probablemente instigada por Washington, Bruselas desperdicia así una oportunidad interesante para sumarse a una serie de iniciativas diplomáticas (China, Turquía, Vaticano) que le podrían reportar una imagen más apropiada de resolución de conflictos y menos belicista, en consonancia con los parámetros de la línea dura «atlantista» vía OTAN.

De este modo, Bruselas parece apostar por la opción militarista. Hoy las empresas privadas (como BlackRock) y los «perros de la guerra» vuelven a darse la mano con los ejércitos europeos. Ese modelo de «privatización de la guerra» con implicación de gobiernos aliados ya fue ensayado por Washington en Irak tras la ilegítima invasión de 2003. Hoy Europa prevé incrementar su gasto militar hasta un 5% del PIB para los próximos años. Viendo esto, cabe preguntarse: ¿cómo queda el gasto social en tiempos de crisis económica? ¿Estamos ante el final de esa «Europa del bienestar» de la posguerra?

La narrativa belicista comienza a marcar la pauta en los mass media europeos. Para algunos, la guerra es «inevitable» e incluso hasta necesaria. Discursos que recuerdan a los que se emitían desde las Cancillerías europeas previo a la I Guerra Mundial (1914-1918) Rusia es hoy el enemigo. Mañana lo será seguramente China. Precisamente ambos enemigos que la OTAN no dudó en identificar en la cumbre de Madrid de 2022.

Está por verse si esta paranoia de guerra «inevitable» que se está instalando en Europa finalmente se convertirá en una estrategia por parte de Bruselas para forzar a la creación de un Ejército europeo menos «atlantista» que no dependa de la OTAN ante posibles escenarios imprevistos, entre ellos el retorno de Trump a la Casa Blanca. Y quien sabe si en contextos de crisis socioeconómica como el que vive Europa, con malestar en las calles ante protestas como la de los agricultores y camioneros, los servicios sociales, etc., reactivar el complejo militar-industrial vía escenarios preventivos de guerra se convierta en un catalizador para el empleo y para mitigar ese malestar social. Se atiza así el temor y el miedo ante un «nuevo-viejo» enemigo exterior (Rusia, China) que se muestra capacitado para hacer frente a una hegemonía «atlantista» hoy contestada y que amenaza con propiciar su declive.

Ahora bien, esta Europa (y también la OTAN) precisamente desacostumbrada a la guerra tras varias décadas de inocente «belle èpoque», ¿está realmente preparada para ir a la guerra, ahora contra un rival cuando menos competente? ¿Será que este ardor militarista esconde, en el fondo, la crisis y la incapacidad del Occidente «atlantista» por reconducirse como actor de resolución de conflictos?

 

* Analista de geopolítica y relaciones internacionales. Licenciado en Estudios Internacionales (Universidad Central de Venezuela, UCV), Magister en Ciencia Política (Universidad Simón Bolívar, USB) Colaborador en think tanks y medios digitales en España, EE UU y América Latina.

 

Artículo originalmente publicado en Novas do Eixo Atlántico (en gallego): https://www.novasdoeixoatlantico.com/e-europa-volveuse-militarista-roberto-mansilla-blanco/

 

RUSIA EN 2024

Roberto Mansilla Blanco*

rperucho en Pixabay, https://pixabay.com/es/photos/kremlin-moscu-rusia-catedrales-3393439/

 

Cómo la sociedad rusa vive actualmente la guerra en Ucrania y las sanciones occidentales mientras el Kremlin cambia a su favor los equilibrios geopolíticos.

 

Comienzo este análisis en clave personal, determinado por un reciente viaje a Rusia (febrero de 2024) Caminar por Moscú a dos años del comienzo de la guerra en Ucrania supone una experiencia ilustrativa sobre cómo el país está encarando un conflicto cada vez más cronificado, esquivando las sanciones occidentales pero con la perspectiva de una posible escalada militar contra la OTAN a mediano plazo.

Los moscovitas viven su día a día con ritmo frenético. Si existe un mejor termómetro para medir este pulso es inevitablemente el Metro de Moscú, tan vigoroso como incesante en su tráfico diario. Las sanciones occidentales apenas se perciben en una economía que incluso crece: a finales de enero el FMI estimó un crecimiento de 2,8% de la economía rusa para 2024. Así mismo, el Kremlin ha logrado esquivar las sanciones a través de un esquema financiero alternativo en el que han colaborado socios exteriores rusos como China, Turquía, Qatar y Arabia Saudita. A priori y a pesar de las dificultades derivadas de la guerra y las sanciones, el clima en las calles de Moscú revela más bien un inesperado nivel de confianza y de seguridad.

Los centros comerciales y supermercados rusos están abarrotados con todo tipo de mercancías y víveres. Una gran cantidad de multinacionales occidentales siguen operando en el país. El sistema bancario reproduce este nivel de confianza social mediante una generosa cartera de créditos toda vez es patente la digitalización a gran escala en todos los órdenes de la vida económica y social. Las presiones inflacionarias se observan controladas.

Una boyante clase media ha florecido en los últimos años en Rusia, con un notable poder adquisitivo que las grandes multinacionales no quieren dejar escapar a pesar de las presiones exteriores por mantener las sanciones económicas. Expulsada del sistema SWIFT que rige las transacciones financieras internacionales, el Kremlin se las ha ingeniado, con efectiva capacidad de adaptación, a las nuevas circunstancias para mantener a flote la economía rusa.

El espectro mediático, especialmente el televisivo, ilustra igualmente la percepción rusa de la realidad. Sin grandes aspavientos, los informativos reflejan diariamente lo que sucede en el frente militar ucraniano. Incluso existe un canal casi exclusivamente concentrado en la oficialmente denominada como «Operación Militar Especial». Destaca también la programación de entretenimiento, con formatos similares a los que se pueden observar en Europa.

En los medios informativos resalta igualmente la proliferación de informaciones sobre diversos foros económicos, tanto dentro como fuera de Rusia, en los que el gobierno de Vladimir Putin se esfuerza por acelerar proyectos de infraestructuras y de inversiones para el desarrollo económico hacia las regiones interiores del país. Intentar equiparar el nivel de desarrollo entre centro y periferia, entre la Rusia urbana y la Rusia interior, será muy probablemente uno de los grandes proyecto de futuro.

Mientras en Occidente fue la noticia estelar, con tintes no menos propagandísticos muy probablemente enfocados en la proximidad de la elección presidencial rusa, la muerte el pasado 16 de febrero del disidente Alexéi Navalny en una prisión de máxima seguridad apenas perturbó el clima informativo ruso, pasando prácticamente desapercibido. Por el contrario, la entrevista a Putin realizada por el periodista estadounidense Tucker Carlson y sus reportajes diarios durante su estancia en Moscú se convirtieron en un constante reclamo mediático para los medios informativos estatales.

Una nueva era… con Putin

Bajo este prisma, el panorama interno ruso dista, por tanto, de cualquier cariz apocalíptico como auguraron diversos mass media y declaraciones oficiales de líderes políticos principalmente occidentales a partir de la invasión militar rusa de Ucrania iniciada el 24 de febrero de 2022.

No se percibe ningún colapso económico ni atisbos de crisis política o de angustia ante la inevitable confrontación con Occidente vía Ucrania. La sociedad rusa, si bien no escapa a las consecuentes dosis de propaganda oficial y sutil censura, está más concentrada en otros temas, básicamente enfocados en aumentar sus cotas de bienestar socioeconómico; una aspiración, por cierto, no muy diferente de la que se observa en las principales capitales occidentales.

En vísperas de unas nuevas elecciones presidenciales previstas para el 15 y 17 de marzo, el poder de Putin es incontestable. Sin rivales políticos directos, con una economía que parece navegar con seguridad en un mar de turbulencias y con avances en el frente militar ucraniano (particularmente tras la toma de Adviika y la sensación de repliegue del adversario), el presidente ruso encara con comodidad un nuevo período de gobierno hasta 2030.

El contexto bélico le permite a Putin hacer uso de la agenda patriótica y de la inquebrantable unidad nacional ante un enemigo exterior que parece cada vez más identificado en la OTAN. Bajo esta premisa, el Kremlin no altera ni un ápice los cimientos estratégicos ni la narrativa que le llevó a iniciar la «Operación Militar Especial» en Ucrania en 2022: impera en este discurso la necesidad de «desnazificación» de Ucrania para garantizar la seguridad de las poblaciones rusoparlantes existentes en ese país y, por tanto, de la seguridad nacional rusa.

Esta perspectiva camufla igualmente otro imperativo geopolítico para el Kremlin: recuperar la vitalidad demográfica. Con su marcado acento en una especie de «revolución conservadora» y en un 2024 oficialmente reconocido por las autoridades rusas como el Año de la Familia, el gobierno de Putin incentiva políticas de natalidad que permitan garantizar la preservación de la etnicidad eslava y la identidad nacional rusa, particularmente ante el aumento demográfico de poblaciones no rusas, principalmente  musulmanas. Prevalece la idea del Mundo Ruso (Rusky Mir) que refuerce el perfil demográfico atrayendo a los «hermanos» rusoparlantes, en el caso ucraniano del Donbás y otras regiones actualmente bajo soberanía y ocupación militar rusa, pero que no se descarta pueda ampliarse hacia otros escenarios el espacio post-soviético.

El contexto 2024 se erige así para Putin como un momento clave para retomar la iniciativa y avanzar en la recuperación del lugar de Rusia en la historia. Las tornas han cambiado. El clima de desencanto se observa ahora en Occidente, en particular en lo concerniente al apoyo a Ucrania. Kiev no escapa a esta perspectiva. La destitución en enero pasado de Valerii Zaluzhni, máximo comandante militar ucraniano que se mostró crítico con la estrategia militar del presidente Volodimir Zelenski, parece ilustrar una purga interna aparentemente con el beneplácito «atlantista». Contrario a las expectativas occidentales, Zelenski se muestra ahora aún más a la defensiva, incluso con tintes de cierta desesperación en cuanto a su dependencia de la ayuda militar exterior.

La causa ucraniana parece perder entusiasmo y adeptos entre sus aliados europeos toda vez que otra guerra, la de Gaza, ocupa también el centro de atención. Países miembros de la Unión Europea como Hungría y Eslovaquia se niegan a aumentar la ayuda económica y militar a Kiev instando a una negociación con Moscú. En EEUU crece la inquietud por un regreso a la Casa Blanca del ex presidente Donald Trump, quien avanza con paso firme en las primarias del Partido Republicano. Visto en clave geopolítica, el Kremlin parece estar recuperando posiciones, recreando en el centro del poder occidental ese clima de desencanto con Ucrania.

Así, Putin recupera la iniciativa con garantías y en condiciones de mayor confianza y fuerza estratégica. Pero el final del conflicto en Ucrania no parece estar estipulado, al menos a corto plazo. No se descarta que, ante las perspectivas de debilidad militar de su enemigo y los cuestionamientos sobre lo que en su momento constituyó un irrestricto apoyo occidental a Ucrania, tras el deshielo invernal, el Kremlin acelere una contraofensiva a gran escala que le permita ampliar sus ganancias territoriales: actualmente Moscú controla más del 20% del territorio ucraniano previo a la invasión.

El clima bélico parece también resonar y ampliarse hacia otros focos de conflicto: la República Pridnestroviana de Transnistria, un Estado de facto entre Ucrania y Moldavia que podría convertirse en nuevo peón para Moscú en caso de pedir su incorporación dentro de la Federación rusa. Este escenario reproduciría el modelo instaurado por Rusia en Crimea en 2014 y en las repúblicas de Donetsk y de Lugansk en 2023. Otras fuentes informativas y de inteligencia, principalmente alemanas y británicas, están expectantes ante la posibilidad de que, a mediano plazo, la guerra de Ucrania se amplíe hacia las repúblicas bálticas e, incluso, el enclave ruso de Kaliningrado.

Seguro de una superioridad militar, confirmada por el suministro armamentístico de aliados como Irán y Corea del Norte, de un mayor número de efectivos y recursos militares y ante las grietas de la ayuda occidental a Ucrania, el Kremlin parece persuadido a aplicar un «modelo Chechenia» para Ucrania: empantanar y congelar el conflicto hasta provocar una fatiga en la sociedad ucraniana y sus aliados occidentales que eventualmente obligue a una negociación con Moscú y a un posible cambio político en Kiev que implique ascender al poder a un líder más manejable para los intereses rusos.

El escenario es hipotético. Está por ver si, al igual que sucedió en Chechenia con la «pax rusa» instaurada a partir de 2009, aparezca ahora en Kiev una especie de Ramzán Kadírov (actual presidente checheno) o un nuevo líder pro ruso como Viktor Yanúkovich. Nada está asegurado y menos ante este clima bélico in crescendo. Y esto también podrá provocar un efecto contraproducente para los intereses rusos: que, con apoyo occidental, Kiev apueste por aupar a un nacionalista radical anti ruso. Un escenario que, por otro lado, podría ser utilizado por el Kremlin como un argumento justificativo de la invasión militar, similar a la narrativa de la «desnazificación» de Ucrania. Sea como sea el contexto se abre así fuertemente contrariado para un Zelenski al que le crecen también las críticas internas que le acusan de autoritarismo, corrupción e incluso de intransigencia a la hora de abrir una negociación o un armisticio con Moscú.

Con este panorama, Zelenski parece verse de alguna manera acorralado, instigado a suspender las elecciones presidenciales previstas para marzo bajo el argumento del estado de guerra y con una ley marcial que no oculta sus dificultades a la hora de movilizar combatientes para el frente. Kiev ha pedido a más de 400.000 ucranianos que se han marchado del país que se sumen al esfuerzo bélico para repeler al «invasor ruso».

«Asianización» ante la «des-occidentalización» forzada

Visto en perspectiva y tomando en cuenta las tensiones geopolíticas y militares con Occidente, el Kremlin ha acelerado una «asianización» forzada de sus alianzas exteriores, motivada por imperativos definidos en torno a una perceptible «des-occidentalización» de sus relaciones internacionales.

Diversos medios occidentales han manejado estas tensiones en clave belicista, augurando una inevitable confrontación entre Rusia y la OTAN. Utilizando fuentes de alta confidencialidad militar, el diario alemán Bild advirtió en enero pasado sobre un posible escenario de guerra frontal entre la OTAN y Rusia a partir de 2025, con posibles ataques desde el enclave ruso de Kaliningrado hacia miembros de la Alianza Atlántica como Polonia y las repúblicas bálticas. Ante la posibilidad de presentarse este escenario, la OTAN anunció para este 2024 los mayores ejercicios militares en décadas.

Si bien no cierra la puerta a un «reseteo» de las relaciones con Occidente y que espera se operen progresivamente vía cambios políticos, desgaste moral por la guerra en Ucrania e imperativos de dependencia energética europea, Rusia observa ahora a Asia como su nueva esfera de atención. A diferencia de las tensiones y la intransigencia occidental, Moscú destaca el pragmatismo y la realpolitik en las relaciones con sus socios asiáticos.

En este plano, China juega el papel esencial como principal aliado ruso a tenor de la alianza estratégica que Moscú mantiene con Beijing y de la posición oficial del gobierno chino de no condenar la invasión militar a Ucrania. Esta alianza se lleva también a la cotidianeidad ciudadana. Las calles moscovitas han observado una prolífica visita de turistas chinos toda vez diversos establecimientos han celebrado el Nuevo Año Lunar chino. La imagen del presidente Xi Jinping al lado de la de Putin se refleja también en varios souvenirs como símbolo de una «amistad» inquebrantable.

Por simbólico que parezca, las típicas matrioshkas existentes en las tiendas de la turística calle Arbat de Moscú representan a líderes como Xi Jinping, el presidente turco Recep Tayyip Erdogan, el norcoreano Kim Jong-un o el príncipe saudita Mohammen bin Salmán, sin olvidar a un «viejo amigo», el ex presidente Trump. Todas ellas variables de soft power que ilustran en el imaginario colectivo las nuevas alianzas del Kremlin.

Este súbito viraje geopolítico asiático ha evitado el aislamiento y la condición de paria internacional de una Rusia hoy fortalecida por un papel cada vez más activo en el Sur Global. Moscú lo ejerce vía BRICS ampliado este 2024 a aliados como Irán y Arabia Saudita; toda vez Rusia atiende sus intereses en Oriente Próximo (Palestina, Irán, Mar Rojo), avanzando en acuerdos comerciales y militares con países asiáticos (principalmente China, India y Corea del Norte) y diseñando una nueva relación con África en materia geoeconómica.

Incluso comienzan a emerger nuevos líderes asiáticos que muestran su admiración por Putin como «hombre fuerte» y que ansían reproducir su modelo. Un ejemplo de ello fue la victoria (57% de los votos) del hasta ahora ministro de Defensa Prabowo Subianto en las recientes elecciones indonesias. Subianto sucedería así a otro admirador regional de Putin, el ex presidente filipino Rodrigo Duterte (2016-2022).

Por otro lado está Turquía. Suspendidos los vuelos directos desde Europa, Estambul se ha convertido en el enlace aéreo más demandado para conectar con Moscú y otras grandes ciudades como San Petersburgo, Kazán y Krasnodar a través de líneas aéreas como las turcas como Turkish Airlines y Pegasus y las rusas Aeroflot y Rossiya Airlines.

Esto refuerza la condición estratégica que tiene Turquía para Rusia, ampliada ante la realidad que igualmente supone acoger una notable diáspora rusa que salió del país tras el comienzo de la guerra y principalmente ante el decreto de movilización militar parcial. De acuerdo con el Instituto de Estadística de Turquía, este país recibió a partir de 2022 a unos 123.000 rusos, constituyendo una cuarta parte del total de la inmigración recibida por el país euroasiático. En segundo lugar se ubican los ucranianos (40.000 personas, 8% del total de inmigrantes).

No obstante, la súbita «asianización» geopolítica de Rusia aborda también múltiples retos para su política exterior y de seguridad, que pueden terminar comprometiendo a Moscú involucrándose en conflictos geopolíticos a priori fuera de sus imperativos estratégicos y esferas de influencia para las próximas décadas, en especial Taiwán, la península coreana, el rearme de Japón, la alianza regional AUKUS entre EEUU, Gran Bretaña y Australia y las tensiones limítrofes en el mar de China meridional.

Así mismo, las alianzas rusas con Turquía e Irán implican también al Kremlin en el siempre complejo y riesgoso avispero de Oriente Próximo. Tampoco se debe olvidar la esfera euroasiática ex soviética, tradicional «patio trasero» ruso. Destacan aquí Asia Central y el Cáucaso, polarizadas entre sus históricas relaciones y la dependencia energética con Rusia, sus alianzas económicas con la pujante China y ciertas aspiraciones prooccidentales (Georgia, Armenia). La invasión militar rusa a Ucrania ha provocado igualmente algunas brechas de confianza en las relaciones de Moscú con los países centroasiáticos y caucásicos.

Convencido en el pragmatismo de las relaciones bilaterales, el Kremlin es consciente de que sus aliados China, Irán, Turquía, Corea del Norte e India no le criticarán ni le sancionarán por temas como los derechos humanos o la democracia en Rusia, a diferencia de lo que ocurre dentro de las maltrechas relaciones ruso-occidentales. El talante autoritario de los regímenes políticos de estos aliados del Kremlin supone una condición favorable para los intereses rusos.

Así mismo, la «asianización» puede intuir una estrategia geoeconómica por parte de Putin que le permita reducir ciertos visos de dependencia económica y tecnológica rusa de Occidente. A cambio, Rusia progresivamente podría terminar dependiendo aún más de potencias emergentes como China e India. Con ello, la iniciativa permite anclar esas alianzas rusas hacia potencias económicas (China, India, Indonesia) que definirán la nueva fisonomía del poder global en este siglo, sin olvidar tampoco a potencias energéticas (Arabia Saudita, Qatar, Emiratos Árabes Unidos) y otras con capacidad militar (Turquía, Irán) que le permitirán a Putin mantener la «economía de guerra» en Ucrania y su previsible confrontación con Occidente.

Por todos es conocida la famosa frase de Putin de considerar el fin de la URSS como la «mayor catástrofe geopolítica del siglo XX». Conscientes de haber aprendido las duras lecciones del período post-soviético, Putin y las elites actualmente instaladas en el Kremlin han logrado, al menos de momento, blindar a Rusia de cualquier amenaza exterior que suponga una eventual nueva desintegración estatal, en este caso de la propia Federación rusa.

Lejos del colapso expectante que se auguraba en varias capitales occidentales tras la invasión militar en Ucrania, la Rusia de 2024 parece recuperar la iniciativa con fuerza y confianza. Pero a largo plazo los retos pueden resultar arriesgadamente complejos, lo que medirá la consistencia de su régimen político y la lealtad ciudadana al mismo. Sea como sea, Rusia abre un nuevo (y quizás inédito) capítulo en su historia.

 

* Analista de geopolítica y relaciones internacionales. Licenciado en Estudios Internacionales (Universidad Central de Venezuela, UCV), Magister en Ciencia Política (Universidad Simón Bolívar, USB) Colaborador en think tanks y medios digitales en España, EE UU y América Latina.

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