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DE PETER DRUCKER: SEIS REGLAS PARA GOBERNANTES

Agustín Saavedra Weise*

Tiempo atrás el analista estadounidense Peter Drucker (1909-2005) enumeró (mediante el “Wall Street Journal”) las reglas que deberían seguir los presidentes norteamericanos para cumplir adecuadamente con sus mandatos. Las realidades de América Latina en general y de Bolivia en particular son muy diferentes, pero aun así vale la pena reproducir y comentar los juicios de Drucker, pues de alguna manera pueden ser válidos para cualquier administración.

La primera regla se refiere justamente a lo que es necesario hacer. No se hace lo que uno quiere o cree que debe hacer, sino lo que verdaderamente hay que hacer, en función de las circunstancias propias del momento y de las situaciones puntuales que se presenten.

La segunda exigencia es: concéntrese, no se diversifique. Drucker considera que puede haber más de media docena de respuestas en torno a lo que es necesario hacer, pero un gobernante tiene que ser capaz de arriesgarse en torno a una sola cuestión esencial y llevarla a cabo. Caso contrario fracasará. Drucker el caso de Lyndon Johnson, que quiso lidiar simultáneamente con su proyecto de la “Gran Sociedad” para erradicar la pobreza y con la guerra de Vietnam. Como es sabido, terminó perdiendo en los dos campos.

No apueste jamás sobre una cosa segura, es la norma número tres. Según Drucker “siempre falla el tiro”; no hay que creer jamás que lo propuesto o empujado, saldrá adelante como si fuera una operación matemática. Muchos presidentes han cometido errores en este sentido, desde el legendario Franklin Delano Roosevelt hasta hoy en día. En el tórrido mundo de la política de alto nivel, nada es seguro.

La cuarta regla es fundamental pero muchas veces olvidada: un presidente efectivo no “microadministra”. Es aquí, en la multiplicidad de datos que escapan hasta a la persona más inteligente y organizada, donde muchos jefes de Estado fracasan. La tendencia al detalle, a revisar lo mínimo, hace perder perspectiva global, desperdicia la labor de sus principales colaboradores y se termina fracasando lamentablemente.

Esto no le pasó a Reagan, que desdeñaba la mini administración pero sí perjudicó grandemente a Johnson y a Jimmy Carter, ambos detallistas en exceso, con tendencia a participar hasta de las más pequeñas decisiones. Los dos olvidaron esta regla, que significa que lo que el presidente no tenga por qué hacer, sencillamente no debe hacerlo. Un primer mandatario es el ejecutivo principal y supervisor global, no un jefe de operaciones, que sí debe sumirse en la maraña de información. Para eso están los ministros y otros funcionarios. Un presidente debe saber delegar.

La quinta regla es también muy importante y el no acatarla puede precipitar lamentables consecuencias: un presidente no tiene amigos en la administración. No se puede confiar en los amigos del presidente: tarde o temprano se verán tentados a usar de su influencia o terminarán siendo perjudiciales. El “amiguerío” ha probado ser funesto, tanto en EEUU como en muchas otras latitudes.

La sexta y última regla es el consejo de Harry Truman al entonces flamante presidente John Kennedy en 1960: “Una vez que uno resulta electo, deja de hacer campaña”. Es decir, hay que ponerse a trabajar en serio, con pragmatismo y dedicación. Gobernar para todos, ya no seguir con los lemas previos a la elección y ciertamente, tomar en cuenta las otras cinco normas.

Interesantes en verdad estas seis reglas. Dejamos ahora en manos del amigo lector detectar cuáles de ellas han sido cumplidas (o violadas) por los mandatarios bolivianos del pasado y del presente.

 

*Ex canciller, economista y politólogo. Miembro del CEID y de la SAEEG. www.agustinsaavedraweise.com

Nota original publicada en El Deber, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, https://eldeber.com.bo/opinion/de-peter-drucker-seis-reglas-para-gobernantes_249490

DIVAGANDO ACERCA DE LA IGUALDAD

Agustín Saavedra Weise*

Imagen de falco en Pixabay 

“Libertad, igualdad, fraternidad”, era el lema revolucionario francés en 1789. Sigue siendo manipulado hoy, casi siempre demagógicamente. De esta trilogía, sobresale nítidamente la igualdad, objeto de chorros de tinta y millones de discursos. Desde el punto de vista jurídico, la igualdad formal es inobjetable. Sabiamente, el Libertador Simón Bolívar manifestó que “la igualdad jurídica es imprescindible para que sirva de contrapeso a la desigualdad física, de suyo inevitable”.

Así, pues, todos somos idénticos en lo que son nuestros derechos y obligaciones pero ¡ah! bien sabemos que hay algunos “más iguales que otros”, como sentenciaba George Orwell en Rebelión en la Granja. He aquí uno de los primeros puntos de discrepancia: la desigualdad real creada arbitrariamente mediante odiosos privilegios para unos y restricciones para otros mientras formalmente se proclama la “igualdad”. Uno de los más grandes documentos políticos, la Constitución original de los Estados Unidos de América, se contraponía a la realidad de un país esclavista y racista que surgió así a la vida independiente en 1776. Tuvo que ocurrir una sangrienta guerra civil y mucho tiempo más para que la letra de la Constitución norteamericana sea compatible con su espíritu y puesta en práctica. Recién en los últimos 50 años negros estadounidenses e indoamericanos han logrado incorporarse progresivamente a la sociedad estadounidense; hoy surgen antipáticas discriminaciones y segregaciones que son de conocimiento público.

Hay otros múltiples documentos legales que proclaman la igualdad, pero casi siempre de boca para afuera y sin que ella se cumpla. Por otro lado, en nuestros días el que se refiere a la desigualdad corre el riesgo de que le corten la cabeza. Sin embargo, forzoso es reconocer que no todos somos iguales. No en vano Karl Marx expresó “de cada cual según su capacidad y a cada cual según su necesidad”, dejando clara la noción de una desigualdad inherente a los seres humanos que está ahí, es real y cotidiana, pero la mayoría se niega a admitirla como si tal cosa fuera un pecado. Somos desiguales, pues tenemos distintos talentos, distintas falencias; el medio ambiente y las mayores o menores condiciones de vida nos otorgan también mayores o menores condiciones de progreso y así sucesivamente.

Frente a esta inherente desigualdad, la igualdad ante la ley pasa a ser realmente imprescindible. Sin embargo, existe algo tan o más importante que la igualdad jurídica y que raras veces se aplica, en particular acá en Bolivia y en otras latitudes semidesarrolladas. Me refiero a la igualdad de oportunidades, a la posibilidad de que todos tengan el mismo punto de partida y la misma posibilidad de llegar. Tal como en una carrera de caballos, habrá un ganador, un segundo, un tercero y un último, pero al final, todos tuvieron idéntica chance: largaron del mismo lugar (y al mismo tiempo) sobre un espacio uniforme. El que llegó primero lo hizo en base a sus cualidades particulares para “x evento” o situación que lo resaltó sobre los demás. Pero repito, todos tuvieron la misma oportunidad.

Más allá de la base fundamental de la igualdad legal, ésta —la igualdad de oportunidades— es la igualdad más idónea que debemos impulsar. Todo el resto tiene poco valor frente a dicho impulso. Asimismo, al reconocer la desigualdad admitámosla como algo hoy por hoy inevitable y que debe paliarse de varias maneras. Una de ellas es la generación de igual oportunidad para todos; la otra, de más largo aliento, tiene que ver con la creación de mejores condiciones de vida Pero esa es otra historia…

*Ex canciller, economista y politólogo. Miembro del CEID y de la SAEEG. www.agustinsaavedraweise.com

Nota original publicada en El Deber, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, https://eldeber.com.bo/opinion/divagando-acerca-de-la-igualdad_248633

EL ODIO INDUCIDO

F. Javier Blasco*

Para saber qué es lo que significa realmente este vocablo, es necesario consultar el diccionario de la RAE en el que aparece una sola definición “Antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea”. Definición que quizá sea demasiado tajante y hasta limitativa u orientada al campo que se encuadra en el mal deseado.

Sin embargo, si acudimos al diccionario de “Oxford languages” vemos que la definición de la misma palabra masculina no es única y tiene o presenta dos acepciones distintas, “Sentimiento profundo e intenso de repulsa hacia alguien que provoca el deseo de producirle un daño o de que le ocurra alguna desgracia” y “Aversión o repugnancia violenta hacia una cosa que provoca su rechazo” y cita como sinónimos “antipatía, aversión, repulsión, inquina, aborrecimiento y malquerencia”.

Por una vez y sin que sirva de precedente, prefiero quedarme con la información del diccionario de Oxford porque, aparentemente es más completa, amplia y convincente y creo que aglutina entre sus definiciones y el listado de sinónimos lo que hace más comprensible el significado del vocablo.

Analizar etimológicamente el origen, las causas, derivaciones y ramificaciones del odio, nos llevaría mucho tiempo y no me creo capacitado para ello y además tampoco es la principal razón que me llevó a escribir este pequeño trabajo.

El odio, sensación y actitud tan antigua como la propia humanidad, es uno de nuestros viejos conocidos y compañeros de viaje o un miembro muy allegado de la familia; siempre está a nuestro lado y dispuesto a aparecer a la menor circunstancia; con la particularidad de que sus resortes de contención son tan frágiles que, funcionan a duras penas y no tantas veces como deberían hacerlo.

El hombre en su proceso evolutivo y creador, dentro de su afán de intentar cambiar las cosas, al menos de cara a la galería y fundamentalmente a hora de la compra de votos o seguidores, ha encontrado en esta fea y despreciable actitud un filón de incalculable valor. Cómo de entrada nadie en su sano juicio se puede negar a rechazarlo, hemos hecho de su “aparente lucha para erradicarlo” algo para ser explotado políticamente con mucho éxito, y como casi siempre ocurre con los movimientos o tendencias para la agitación y la propaganda, la izquierda lo ha convertido en su bandera para llenar de basura a las “terribles derechonas que lo pisotean y desprecian todo”.

Así, en muchas partes del mundo en general y en España en particular, hemos creado los denominados “delitos de odio” que son aquellos que consisten en una infracción o acto penal motivado por prejuicios contra una o varias personas por el hecho de pertenecer a un determinado grupo social y que nuestro Ministerio del Interior define en su página web como:

“(A) Cualquier infracción penal, incluyendo infracciones contra las personas o las propiedades, donde la víctima, el local o el objetivo de la infracción se elija por su, real o percibida, conexión, simpatía, filiación, apoyo o pertenencia a un grupo como los definidos en la parte B”;

“(B) Un grupo debe estar basado en una característica común de sus miembros, como su raza real o perceptiva, el origen nacional o étnico, el lenguaje, el color, la religión, el sexo, la  edad, la discapacidad intelectual o física, la orientación sexual u otro factor similar. (OSCE, 2003)”.

En España, su gobierno y muchos de los partidos que le sustentan y apoyan sobreviven principalmente de y con la carroña, las noticias falsas y la sucia propaganda; por lo que este fenómeno de “oficial lucha para su erradicación” no solo debe quedar reflejado en su Código Penal, sino que es constantemente usado, manoseado y prostituido por el propio gobierno, su presidente, varios ministros del gabinete y diversos partidos o movimientos populistas y progresistas de variopinto pelaje y nada sanas intenciones.

Por si fuera poco, para darle un mayor empaque y oficialidad al tema, el gobierno ha creado una “Comisión contra los delitos de odio” que está presidida por el mismísimo presidente Sánchez; comisión que, a pesar de la norma no escrita pero tantas veces manida de no legislar en caliente, ha sido reunida estos días con carácter de urgencia para adoptar medidas al amparo o motivada por una noticia falsa sobre un inventado delito de odio.

El odio a secas y la amplia panoplia de los delitos de odio constituyen una esplendida arma arrojadiza que la izquierda suele sacar a colación siempre que haya cercano o por en medio un proceso electoral, le van mal las cosas al gobierno —para lo que no duda hasta en inventarse actos o amenazas que tengan toda la apariencia, aunque en breve quede demostrado ser mentira o un invento y las graves declaraciones y acusaciones queden aparcadas tras miles de litros de tinta y horas de publicidad— o cuando la derecha presenta claras indicaciones de que sube en las encuestas y puede poner en peligro la continuidad de un gobierno de izquierdas, basado en la mentira, las falsas promesas y la mezquindad.

Muchas de las múltiples denuncias de delitos de odio, quedan demostradas ser falsas o son exageraciones o desviaciones y constituyen una simple manera de buscar notoriedad o una forma zafia de atacar, sin fundamento, los principios y bases de la derecha sin más.

Para que el fenómeno tenga repercusión y notoriedad, hace falta la impagable colaboración de unos medios y redes vendidos al mejor postor que subsisten de las cuantiosas dádivas o subvenciones de un gobierno que no duda en comprar los deseos y la profesionalidad de cualquier persona o entidad por muy seria y digna que pueda o deba ser en función de su trabajo o por su aportación a la sociedad.

Medios y redes que, sin embargo, enmudecen cuando pasa el tiempo sin que hayan aparecido los execrables autores de cualquier tamaña indignidad por mucho que la policía y la sociedad se empeñen en desenmascararles o cuando a pesar de los esfuerzos para ocultarlo, se descubre el pastel de la ignominia y la falsedad de un hecho inventado, exagerado y publicitado hasta la saciedad.

El odio y sus delitos no son un fenómeno exclusivo de los ambientes o situaciones creadas entorno al género, las desviaciones o personales usos sexuales, la raza, el lugar o país de procedencia o la religión que se profesa. Es aún más grave cuando nace, crece y se desarrolla por culpa o a raíz de movimientos políticos de corte separatista o independentista.

Insisto en este punto, porque suele crear graves y despreciables situaciones que fácilmente derivan en sangrientos encontronazos, escisiones territoriales más o menos cruentas o incluso en auténticas guerras civiles; guerras estas, quizá aún más sucias si cabe entre aquellas, porque implican a hermanos contra hermanos o a compatriotas envueltos en unos falsos e inventados ideales que poco o nada tiene que ver con la realidad.

El concepto es un arma de doble filo; ampara o da pie a un gran abanico de posibles delitos bajo el epígrafe general de delitos de odio y, con ello, se abre el grifo para “oficialmente” tratar de combatirlos por todos los medios, incluso aún antes de que estos realmente se produzcan. El uso y abuso de esta posibilidad lleva fácilmente a la imposición de una subjetiva tabla rasa que puede derivar en coartar un derecho inalienable a las personas en todo país democrático como lo es el derecho a la libertad de expresión.

Es muy fácil disfrazar o caer en dicha confusión, incluso de manera no buscada. De ahí el peligro en permitir a los gobiernos usar en demasía o abusar amparándose en este concepto; es un hecho más que probado, que muchos gobiernos lo utilizan a modo de guadaña para impedir la crítica o protesta libre y sana ante situaciones de uso o abuso de actuaciones o decisiones muy dudosas por parte de la autoridad.

Es muy fácil dejarse influir para hacer un uso muy discriminatorio de este concepto; la tendencia a ver la paja en el ojo ajeno, cuando se desprecia o ignora la viga en el propio, hace que muchos piensen que sus cercanos, allegados o de la misma tendencia política están libres de toda carga al respecto. Casualmente, son siempre los del bando contrario los que practican el odio, lo ensalzan y, por el contrario, nunca ven actuaciones execrables e indignas en el propio. Es un hecho característico de las izquierdas, quienes suelen anunciar o incluso creen sinceramente que son los partidos de derechas los que constantemente y viven instalados en el odio a los demás.

Sucias artimañas que aunque parezca mentira, aún en nuestros días funcionan porque, en la sociedad actual el grado de desinterés, la incultura generalizada y la falta de aplicación o desconocimiento del pensamiento crítico para el análisis de lo que nos llega, es muy grande o total. Tanto, que en pocos años será imposible encontrar alguien con la mínima capacidad de discernimiento.

No debo terminar esta breve reflexión sin condenar con todas mis fuerzas a los insensatos que por motivos políticos mangonean los delitos de odio, en cualquiera de sus versiones, sin darse cuenta —o lo hacen a sabiendas— que el aireamiento, falsa presentación y la exageración de ellos aún en su fase de presunción supone, en la mayoría de los casos, una mayor y muy grave agitación de las personas —que fácilmente se contagia a las masas—, lo que rápidamente se traduce en crear mucho más odio individual y colectivo entre los que “oficialmente” pretenden manifestarse o actuar como repulsa para combatirlo.

Como conclusiones  a esta reflexión, se puede afirmar que el odio es algo malo, tenebroso, que consiste en una vehemente aversión de una persona hacia otra, o hacia algo más o menos identificado con esa otra o su grupo por razones diversas de género, región o país de procedencia, diversos usos y costumbres o convicción. Es algo tan ruin que son muchos los afamados autores que le han dedicado mucho tiempo a su estudio y definición.

Ya Aristóteles se esforzó en distinguir entre la ira y el odio. Nietzsche llegó a firmar que “El hombre de conocimiento debe ser capaz no solo de amar a sus enemigos, sino también de odiar a sus amigos”. El mismo Papa Francisco asegura que “El odio, la envidia y la soberbia ensucian la vida”. “Ensucian el alma, la vida del que odia y de cuantos permanecen en derredor suyo”. En opinión de Nelson Mandela no es una tendencia o defecto innato ni surge de la nada, se adquiere con el tiempo o por el uso o abuso de las costumbres de donde uno se desarrolla “Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, su origen o su religión”.

Por lo tanto, el odio como algo inculcado es una mala cualidad autogenerada, adquirida o inducida y que generalmente se nos inocula, más o menos disfrazada, en la educación recibida. Contra el odio debemos luchar siempre, pero sin dejarnos arrastrar que por un exceso de celo, la propaganda perversamente dirigida o por falta de precaución, su honrada lucha nos llegue a cegar y confundamos torpemente dónde deberían encontrarse los auténticos principios y la verdad.

Precisamente el 11-S se cumplió el vigésimo aniversario de uno de los ejemplos más claros de odio que ha presenciado y conmovido a la humanidad. Esperemos que este fenómeno no se vuelva a repetir, ni siquiera en su mínima intensidad.

 

* Coronel de Ejército de Tierra (Retirado) de España. Diplomado de Estado Mayor, con experiencia de más de 40 años en las FAS. Ha participado en Operaciones de Paz en Bosnia Herzegovina y Kosovo y en Estados Mayores de la OTAN (AFSOUTH-J9). Agregado de Defensa en la República Checa y en Eslovaquia. Piloto de helicópteros, Vuelo Instrumental y piloto de pruebas. Miembro de la SAEEG.

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